Crónica

Prisión domiciliaria a genocidas


El lobo, en el bosque

Miguel Etchecolatz es uno de los 151 militares que desde 2015 salieron de la cárcel, entre otras razones, para cumplir prisión domiciliaria. Instalado en un barrio residencial de Mar del Plata, ya recibe los escraches de vecinos y organismos de DDHH. Condenado cuatro veces a perpetua por torturas, robo de bebés y violaciones, su figura causa temor porque es dueño de un poder residual que sigue influyendo en decisiones políticas, judiciales y policiales.

Publicado el 8 de enero de 2018

Tres habitaciones. Dos baños. Cocina. Comedor. Quincho. Altillo. Patio descubierto. Cámara de monitoreo y sistemas de alarmas ADT. Esas son las comodidades de las que goza el represor en su chalet del Peralta Ramos –calle Nuevo Boulevard entre Tobas y Guaraníes-, según el informe socioambiental del Servicio Penitenciario Federal y de la comisaría 5ta. de Mar del Plata.

Gracielita, su mujer, vivió sola en el caserón hasta el 29 de diciembre pasado. Seguro que esa noche no durmió, ¿o sí? Antes del amanecer volvió a habitarla junto con su marido.

El lobo, en el bosque.

Apenas se enteraron de que el genocida Etchecolatz había sido beneficiado con la prisión domiciliaria, los vecinos de ese laberinto de eucaliptus ondulantes, pinos y cipreses les escribieron a Paula Piriz y a Ana Pecoraro, hijas de desaparecidos, para hacer algo. Así se armó volando un grupo de WhatsApp que motorizó las manifestaciones de repudio de este fin de semana.

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Durante la del viernes, en pleno acto, Paula alcanzó a ver que una persona (¿una figura fantasmagórica? ¿Era Etchecolatz?), detrás de una ventana les sacaba fotos. El sábado a la tarde, el foco de atención se deslizó desde Tribunales hasta la famosa rambla. Participaron unas 40 mil personas: sumaban 25, 30 cuadras de gente pidiendo que se dé marcha atrás a la decisión judicial y se fije la fecha del juicio por los crímenes el Pozo de Banfield. Una bandera decía: “La única casa para un genocida es la cárcel”.

El domingo, el escrache volvió al barrio. El recorrido incluyó una escala en la casa de quien fuera el mandamás del Pozo de Banfield, Juan Miguel “el Nazi” Wolk. Y después siguieron a destino, hacia el chalet blindado por un portón verde y custodiado por la Bonaerense y Prefectura. Los manifestantes, convocados por HIJOS, desplegaron su ya mítico pero igual de impactante siluetazo. La figura de un bebé preguntaba: “¿Dónde está Clara Anahí?”.

Doscientos cuarenta y siete son los represores que comen, duermen y guardan silencio sobre sus crímenes en las cárceles federales de la República Argentina. Entre 2015 y lo que va de 2018, la población carcelaria del pabellón de lesa humanidad bajó de 398 a 247: es decir, 151 abandonaron la prisión porque murieron, purgaron su pena o les otorgaron domiciliaria. En ninguno de esos casos nació un repudio tan extenso como el que generó la vuelta a casa de Miguel Osvaldo Etchecolatz a fin de año pasado.

Etchecolatz es, sin dudas, uno de los más encumbrados integrantes del hall de la condena social en el país. Dijo que volvería a matar si fuera necesario. Exhibió en un papelito el nombre del albañil que lo denunció ante la justicia -y por eso volvió a desaparecer-. Se les burló en la cara a los familiares que buscan, desde hace décadas, a quienes él se chupó. Inventó huelgas de hambre con apoyo de médicos y penitenciarios para salir de la cárcel. Amenazó a testigos, jueces y abogados. Se mostró escoltado por las caras visibles de la maldita policía y de los grupos de ultraderecha.

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¿Por qué un ex Bonaerense entra a ese hall junto a los máximos jefes de la última dictadura? Porque está directamente vinculado a la desaparición de Julio López, se vanagloria de sus crímenes, fue jefe directo de la represión en la provincia de Buenos Aires, el intelecto de lo que ocurría en 21 campos de concentración, y un militante del negacionismo.

Durante el fin de semana agitado, Etchecolatz hasta recibió visitas que, en teoría, no pudo atender. El dirigente marplatense Carlos Pampillón, del grupo neonazi Fondo Nacional Patriótico, contó en su Facebook que no pudo entrar a saludarlo pero le dejó un saludo a través de los gendarmes que están en la puerta, con los que se quedó charlando un rato.

Su oposición no logra conmovernos

La tarde del 27 de diciembre se supo que el Tribunal Oral Federal (TOF) 6 de la Capital le había dado la domiciliaria al ex director de Investigaciones de la policía de la provincia de Buenos Aires. La TOF lo hizo, al tiempo que lo juzga por los crímenes en la División Cuatrerismo de La Matanza y la Comisaría I de Monte Grande. Cuando se enteró, la abogada Guadalupe Godoy recordó aquella volanteada de un 6 de enero, tantos años atrás, hecha con la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH) para avisarle a la gente del Bosque marplatense que había un asesino suelto entre ellos. Entonces, Etchecolatz huía a su chalet escapando de los escraches que lo asediaban en Buenos Aires.

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Esa misma tarde de 2018, Guadalupe Godoy y Emanuel Lovelli, su colega de Abuelas de Plaza de Mayo en La Plata, presentaron un escrito pidiéndoles a los jueces que revisaran el lugar de cumplimiento de la pena. ¿Por qué en el bosque, y por qué, además, sobre la misma calle en la que vivía una de sus víctimas? Los magistrados respondieron que era un pedido extemporáneo. En Capital Federal, el TOF6 le contestó a la fiscal Ángeles Ramos que su oposición a la domiciliaria no lograba conmoverlos. Para Guadalupe Godoy, está claro que en los últimos dos años se tejió un plan de impunidad. Lo dice porque Etchecolatz estuvo a punto de salir de la cárcel en 2016, por el goteo de represores en domiciliaria, por el 2x1 de la Corte Suprema. “Tienen el plan, pero se encuentran con una pared una y otra vez. No tienen forma de dar cierre”.

En la noche del 28 de diciembre, Etchecolatz salió del Hospital Penitenciario Central (HPC) de Ezeiza rumbo a Mar del Plata donde lo esperaba su garante, Gracielita.

Cómo zafar de 23 años de cárcel

Ella tenía 40 años cuando sufrió unas amenazas por un pleito laboral. Decía que le aflojaron las tuercas de las ruedas del auto, quería saber si escuchaban sus conversaciones. Primero consultó a un abogado, quien le sugirió que buscase la respuesta más allá del brazo de la justicia.

—¿Por qué no ve a una persona que yo conozco?

Con su mamá, Graciela Luisa Carballo fue a la agencia de seguridad que en 1989 comandaba el que fuera el número dos en la represión en la provincia de Buenos Aires durante los primeros años de la última dictadura. Le contó lo que le pasaba.

—Vos tenés un riesgo serio  —le contestó el comisario retirado.

Ella hablaba más que él cuando empezaron a frecuentarse. Conoció a su hijo y a su perro, que fue la prenda de unión entre los dos. Al año siguiente, Gracielita se había casado con Miguel Osvaldo Etchecolatz, según le contó en una entrevista a Fabián Kussman, editor de una agencia de noticias de los represores, hijo del comisario retirado Claudio Kussman, acusado por delitos de lesa humanidad en Bahía Blanca.

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Cuando se casaron, Etchecolatz gozaba de las bondades de la Ley de Obediencia Debida, sancionada en junio de 1987 y que lo arrancó del penal de Magdalena. En abril de 1986, la Cámara Federal –el mismo tribunal que en 1985 había condenado a los integrantes de las tres primeras Juntas Militares-- había ordenado su detención para ser juzgado en el marco de la causa 44 junto a su jefe, Ramón Camps. Los jueces lo condenaron a 23 años de cárcel, pero la Corte Suprema sacó un fallo días después de la sanción de la Obediencia Debida en el que validó la amnistía y ordenó la libertad para Etchecolatz y otros integrantes de su patota.

Una investigación a cargo del juez Juan Ramos Padilla determinó que Etchecolatz y Camps habían atizado desde la cárcel el levantamiento de Semana Santa que derivó en la sanción de la ley, pero la causa no pudo avanzar por falta de impulso de los fiscales. Mantenerse activo, incluso en la cárcel, iba a ser siempre uno de sus mayores atributos.

“Yo me casé con un hombre prácticamente civil,” dice Gracielita. Cuando lo conoció, Etchecolatz ya llevaba casi diez años fuera de la Bonaerense. Había pedido su retiro en 1979. Después de eso incursionó en los servicios de seguridad privada. Fue contratado por la empresa Bunge y Born. “Etchecolatz trabajaba con nosotros en la época de Alfonsín”, le dijo Jorge Born a la periodista María O´Donnell. “Era un perverso, sí… Yo no conocía mucho de sus líos, pero él te justificaba todo porque decía que era una guerra”.

Religioso –como lo habían formado cuando era pupilo en el colegio San Antonio-, Etchecolatz iba a las misas que organizaban desde Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión (FAMUS), la organización que reivindicaba en la transición lo actuado por las fuerzas durante la dictadura. Era referente del Movimiento Policial (MoPol), un grupo de choque de la Bonaerense surgido en 1973 con reivindicaciones sectoriales.

Con su silencio sigue matando

El próximo juicio que debería realizar el TOF1 de La Plata con Etchecolatz en el banquillo es por los crímenes en el Pozo de Banfield, el infierno que funcionaba en las calles Luis Vernet y Siciliano del partido de Lomas de Zamora. “En el Pozo, la mayoría éramos adolescentes o embarazadas”, recuerda Pablo Díaz, víctima de La noche de los lápices.

Marta Ungaro es la hermana de Horacio, otro de los chicos secuestrados en ese operativo. “Lo importante es que los juicios se sigan haciendo: que fijen fecha para el del Pozo de Banfield”, insiste. Para ella, la domiciliaria de Etchecolatz refuerza el dolor que le provocó que le dieran ese beneficio a Juan Miguel “el Nazi” Wolk, jefe de ese centro clandestino y responsable de la desaparición de su hermano. Wolk vive a un par de cuadras de Etchecolatz en Mar del Plata y hasta fue retratado entrando las compras del supermercado en la puerta de su casa. Por eso el escrache también se realizó frente a su cárcel de lujo.

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“Es angustiante ver la capacidad que sigue teniendo un personaje de esta calaña. Si uno piensa cuánto poder manejaba estando preso, cuánto más estando en la casa”, relaciona Walter Docters. Walter declaró en su contra en los juicios que se hicieron en 2006 y 2012. “Estar frente al verdugo siempre es difícil, pero mi decisión es pelear. No lo hacemos porque somos valientes, lo hacemos en defensa propia: es la única forma de ponerles freno.”

Emilce Moler tenía 17 años cuando la secuestraron en su casa. Sus captores dudaron: era demasiado menudita para ser la estudiante de Bellas Artes que estaban buscando. Ella, hija de un policía, también fue parte de la Noche de los Lápices. “Mi papá le había hecho un sumario por chorro cuando estaba en actividad. Etchecolatz sabía bien hija de quién era”, recuerda 41 años después.

Desde que declaró contra él en 2006, empezaron las amenazas y se convirtió en testigo protegida. “Cuando dicen que es pasado, yo digo que es presente porque a mí me monitorean y me llaman todos los días para ver si estoy bien.”

La llegada del policía a Mar del Plata es una irrupción más en su mundo. Su familia vive en la ciudad balnearia. Ella es docente en la universidad y dirige un grupo de investigación en matemáticas. Como educadora siempre habla de calidad educativa. “Calidad educativa es que los genocidas no caminen por las calles. Nosotros luchamos para que te puedas sentar a tomar un café sabiendo que no tenés un genocida al lado. Es nuestro límite.”

A nadie se le ocurriría indultar a una persona que, aunque sea mayor, sigue matando, insiste Emilce. “Etchecolatz, con su silencio, continúa cometiendo delitos: no decir dónde están los compañeros y qué hicieron con los nietos”.

El asesino del revólver de juguete

La pesadilla arrancó en 1997, le confió Gracielita a Kussman. Ese año, Etchecolatz escribió el libro La otra campana del Nunca Más, una obra destinada a polemizar con el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y a reivindicar como un sacrificio lo hecho durante el terrorismo de Estado.

“Nunca tuve ni pensé, ni me acomplejó culpa alguna… ¿Por haber matado? Fui ejecutor de la ley hecha por los hombres. Fui guardador de preceptos divinos. Por ambos fundamentos volvería a hacerlo”, escribió.

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Ese mismo año tuvo un cara a cara con el diputado socialista Alfredo Bravo, quien denunció a Etchecolatz como uno de sus torturadores, en el programa Hora Clave de Mariano Grondona. Cínico, le preguntaba a Bravo en qué había consistido la tortura y se atrevió a decirle que la “crucifixión” era un tratamiento para los callos en los pies. Bravo recordó las nueve sesiones de tormentos a las que fue sometido y un reclamo que escuchaba: “Maestro, escupa todo y no guarde nada”.

Miguel Bonasso fue uno de los que se cruzó telefónicamente con el ex jefe de la Bonaerense. Lo acusó de violar a Lidia Papaleo, dueña de Papel Prensa tras la muerte en un supuesto accidente de avión de su marido, David Graiver. “Hubiera sido un privilegio”, espetó Etchecolatz.

Grondona le preguntó si era un cínico o un fanático. Ni uno ni lo otro, respondió el comisario retirado. “Yo no me asocio a esas categorías de fanáticos o arrepentidos”, dijo. Así se mostró distante del camino emprendido por represores como el sargento Víctor Ibáñez o el capitán Adolfo Scilingo que al decidirse a hablar, en 1995, abrieron el camino para tibias autocríticas de las fuerzas armadas.

La pesadilla de la que habla Gracielita vino en forma de escrache.

En septiembre de 1998, alrededor de mil personas – convocadas por la agrupación HIJOS -- llegaron lo más cerca que el vallado les permitió del edificio de Pueyrredón 1035, donde vivían Etchecolatz, Gracielita y su suegra. Desde el departamento del comisario les dieron la bienvenida arrojándoles harina y elementos de cotillón –según la crónica de Victoria Ginzberg en Página/12-. El escrache terminó con una persecución de los manifestantes que llegó hasta la sede de Marcelo T. de Alvear de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde efectivos policiales ingresaron para disparar gases lacrimógenos.

En enero del año siguiente, Etchecolatz paseaba a su pastor inglés por una plaza del barrio cuando un grupo de pibes le gritaron “asesino” y corrieron a comprar huevos para arrojárselos. Sacó un arma y los amenazó. Etchecolatz dijo que era una pistola de juguete. La justicia le creyó y lo absolvió en mayo de 2001. A las audiencias de ese juicio, Etchecolatz iba escoltado por Norberto Cozzani – uno de los integrantes de su patota – y por los integrantes de la agrupación Custodia, un grupo de choque ultracatólico.

Después del episodio de la plaza, el represor se mudó a su Azul natal, escapando del repudio social. Próximo destino: Mar del Plata. Hasta 2004 cumplió detención domiciliaria en la casa del Bosque Peralta Ramos por un caso de robo de niños. Ese año, el juez Arnaldo Corazza ordenó su detención en la cárcel de Devoto, de donde fue excarcelado por órdenes de la Cámara Federal de La Plata. La filial de HIJOS Mar del Plata lo recibió con un escrache que prácticamente destruyó la fachada de la casa y el auto Palio que allí estaba estacionado.

El fin de la domiciliaria anterior

Después de la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, Etchecolatz fue el primer represor en sentarse en el banquillo de los acusados.

El mismo día del inicio del juicio, Alejo Ramos Padilla, quien en ese momento representaba a María Isabel “Chicha” Chorobik de Mariani, pidió que le revocaran la domiciliaria porque tenía en su poder un arma de fuego. ¿Cómo lo sabía? Porque él mismo la había visto y había forcejeado con el represor.

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En 2001, llegaron Ramos Padilla (padre) junto a sus hijos Alejo y Juan Martín, y una oficial de justicia al departamento de la calle Pueyrredón donde vivía Etchecolatz. Ramos Padilla quería embargarlo porque nunca le había pagado los honorarios por el juicio que le había ganado por las calumnias contra Alfredo Bravo.

—¿Este piano de quién es?

—De mi suegra.

—¿Este televisor?

—De mi mujer.

La oficial de justicia encontró una charretera y le preguntó: “¿Esta también es de su mujer?”. Etchecolatz buscó algo en el dormitorio que resultó ser un arma y le contestó: “No, y ésta tampoco”.

—¿Funciona? —le preguntó Ramos Padilla padre.

—Por supuesto. Tengo blanco —respondió el represor apuntándole. ¿Dónde lo quiere: en el pecho o en las piernas?

Alejo –por entonces abogado y hoy juez federal de Dolores- se tiró sobre Etchecolatz para arrebatarle el arma. Tenía claro que para Etchecolatz su padre era un enemigo. En la casa de los Ramos Padilla, ya le reconocían la voz cuando llamaba para amenazarlos. Gracielita, de hecho, lo define como su “principal perseguidor”. Forcejeó mientras escuchaba los gritos del padre, de su hermano menor y de la oficial de justicia. Le sacó el arma – y, en 2006, logró que el represor volviera a la cárcel.

Agenda perpetua

“No es este tribunal el que me condena, son ustedes”, le dijo Etchecolatz mirándolo a los ojos al juez Carlos Rozanski antes de escuchar su primera sentencia a perpetua el 19 de septiembre de 2006. “Yo sé que no tendrán vergüenza de condenar a un anciano enfermo, sin dinero y sin poder.” Miró al techo y besó la cruz que le colgaba del cuello.

Julio López nació en 1929, el mismo año que Etchecolatz. Sus compañeros en la querella de Justicia YA! se referían a él como “el viejo”. Albañil. Peronista. En 1973, se acercó a la unidad básica que funcionaba cerca de su casa en Los Hornos, un barrio de La Plata en el que el asfalto todavía cede lugar al barro.

En octubre de 1976, una patota al mando del propio Etchecolatz llegó a la casa del testigo y lo secuestró. “Si lo llegan a encontrar, llámenme, que yo lo voy a reconocer”, le prometió a Rozanski durante su declaración testimonial.

Etchecolatz no se quedaba quieto ni aun preso. Ya lo había entendido el juez Juan Ramos Padilla en los años ’80. La desaparición de López se los había enseñado a los jóvenes querellantes que el represor hostigaba.

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En la víspera del 24 de marzo de 2007, el juez Corazza – entonces a cargo de la desaparición del testigo y querellante– ordenó allanar el penal de Marcos Paz. En la celda de Etchecolatz encontraron manuscritos en los que analizaba la acusación. “Solamente procurar que alguien caiga en falso testimonio”, decía uno de ellos. Los periodistas Werner Pertot y Luciana Rosende se preguntan en su libro Los días sin López si el elegido no fue el albañil de Los Hornos. Y también, en base a los datos de un agenda encontrada durante el mismo procedimiento, trazaron los nombres de sus principales contactos:

—El arzobispo de La Plata, Héctor Agüer, quien cada tanto emerge de las tinieblas con declaraciones en contra del aborto, los homosexuales y a favor de la reconciliación.

—Jorge Gristelli. Junto a su hermano mellizo, Marcelo, conformaron la Agrupación Custodia, un grupo de choque ultracatólico que proveía de guardaespaldas a Etchecolatz.

—La Nueva Provincia, el diario conservador en manos de la familia Massot.

—Edgardo Mastandrea. Excomisario condenado en 2015 por delitos de lesa humanidad. Fue asesor en seguridad de Elisa “Lilita” Carrió. Fue una de las caras visibles de “Los Sin Gorra”, un movimiento de policías exonerados que se opusieron a la reforma de León Arslanian en 1998. Cuando desapareció López, Arslanian ejercía su segunda gestión al mando del ministerio de Seguridad provincial.

—Luis Patti. Excomisario, exintendente de Escobar y condenado por delitos de lesa humanidad.

—Milton Pretti, torturador del Pozo de Banfield. Su hija, Rita, pidió a la justicia dejar de llevar su apellido en 2005. Su caso fue invocado por Mariana para dejar de portar el apellido Etchecolatz.

—Cristian Von Wernich. Capellán de la bonaerense. Fue el segundo en ser enjuiciado en La Plata por crímenes de lesa humanidad después de Etchecolatz.

Gracielita no estaba en Mar del Plata en la madrugada del 18 de septiembre de 2006, cuando desapareció López. Su teléfono se activó varias veces en La Plata. Lo mismo sucedió con el que estaba a nombre de su madre, Marciana Lescano. Hablaron con un cabo segundo de infantería de marina, cuyo CV había sido encontrado en la celda de Etchecolatz durante el allanamiento.

Para la abogada Guadalupe Godoy, que en estos casi doce años fue una de las más activas impulsoras de la investigación por la desaparición de López no hay duda de que Etchecolatz, por lo menos, cumplió un rol a la hora de seleccionar un blanco para frenar los juicios que recién empezaban a caminar. “Lo que le molestaba de López es que el resto de las imputaciones eran por su lugar en la cadena de mandos, pero López lo ponía en el rol de autor material”.

La justicia reversible

El Poder Judicial no cambió en los últimos años, dice Carlos Rozanski, quien el año pasado renunció como juez federal y desde hace décadas conoce al monstruo por dentro. “Si no ubicamos al Poder Judicial en el lugar ideológico en el que está no se va a poder entender por qué cuando cambia el contexto, cambian las decisiones.”

Rozanski se encontró por primera vez frente a frente con Etchecolatz en 2004 en el juicio por robo de bebés. En 2006, lo condenó por primera vez a prisión perpetua por los crímenes cometidos en el marco del genocidio que tuvo lugar en el país entre 1976 y 1983. Escuchó sus provocaciones, sus amenazas, lo vio estrujar un papelito con el nombre de Jorge Julio López el día de la sentencia por crímenes cometidos en La Cacha, otra de sus cuatro condenas a perpetua. Escuchó, también, al director del Hospital Penitenciario Central denunciar que Etchecolatz lo había amenazado de muerte después de que el médico respondiera que el centro sanitario podía darle la atención médica que necesitase y que, por lo tanto, no había necesidad de que se fuera a la casa.

En 2006, escribió que Etchecolatz no podía pasar ni un solo día de los que le restaban de vida en otro lugar que no fuera la cárcel. Lo sostiene para ese caso y para todos los condenados por delitos de lesa humanidad, lo que lo llevó a polemizar – incluso públicamente – con sus colegas del tribunal.

“Nunca creí que iba a estar en libertad o en su casa -- reconoce el jurista. Yo dije que el proceso de justicia era irreversible. Hoy tengo dudas de esa irreversibilidad. Lo que sí ratifico es la conciencia de la gente que está a favor de la justicia.”

La imposibilidad de vivir juntos

Hace casi 20 años que la mamá de Paula Piriz, una de las mujeres que tejió el enjambre por  WhatsApp que terminó en escrache, vive en el Peralta Ramos. Su bosque. Ama ese lugar. Piensa quedarse toda su vida ahí (“Si no se llena de genocidas”, dice Paula). Desde 2014, también está ahí su papá.

Luis Julio Piriz desapareció en mayo de 1976. Era médico y periodista. Militaba en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). En 2004, Paula se acercó al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) para dejar su sangre. “Necesitaba saber qué había pasado, conocer su destino final”, cuenta. En 2013, le avisaron que habían encontrado sus restos a la vera del arroyo Sarandí en Avellaneda.

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Paula, su mamá y su hermana fueron hasta Pinamar y dejaron un puñado de las cenizas de su padre. Su hermana, que tiene recuerdos más nítidos de cuando eran chiquitas, recuerda que allí fueron muy felices. Las tres mujeres quisieron que el resto de las cenizas se quedaran en Mar del Plata. El 18 de febrero de 2014 –el día del cumpleaños de Paula--, plantaron un nogal en el patio familiar y allí le dieron sepultura a Luis. De la ceremonia participaron también los nietos. “El tenía esa idea de desalambrar, por eso plantamos el árbol ahí: para que todos los vecinos puedan agarrar sus frutos.” Una forma poética de vencer a la muerte.

Todavía esperan que el nogal empiece a dar lo suyo, pero hay algo que cambió. La libertad que se respiraba ya no está. “Que este tipo, Etchecolatz, esté en el mismo bosque que mi viejo no me lo banco”, dice Paula. “Yo sentía que era una historia cerrada, pero no.”

La reparación nunca termina de concretarse, ni siquiera sepultado los nombres de ciertos hombres. Como cuando se murió Videla, en mayo de 2013, y los vecinos de Mercedes, su ciudad natal, se organizaron para oponerse a que el cadáver del dictador fuera enterrado allá. Al final, según informó el diario Clarín, tanto Jorge Rafael Videla como Emilio Eduardo Massera fueron inhumados en el cementerio de Pilar, a 500 metros de distancia uno del otro y con placas que llevan otros nombres.

Para Valentina Salvi, investigadora del Conicet y directora del Núcleo de Estudios sobre Memoria del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), la magnitud que adquirió este caso se relaciona con el carácter extraordinario que los represores tienen a nivel popular. “Hay una condena moral que excede a la judicial. En términos sociales, se presenta como la imposibilidad de volver a vivir juntos. Su lugar en la sociedad es un lugar de extranjero. Aparece la idea de que es necesario construir una frontera que los separe de ellos”.