La olla está casi vacía. Ruth Contreras rasca el fondo para sacar los vestigios de un guiso de arroz que duró apenas 20 minutos. Una mujer se acerca a preguntar si hay más. Ella dice que no, que se acabó rápido. “Hicimos dos ollas grandes, unas 450 porciones. ¡No quedó nada! Y eso que eran pequeñas, como para engañar el estómago nomás”, dice. A su lado, una compañera recoge bandejas de plástico usadas.
Son las 12.30 del mediodía del 6 de octubre. El Obelisco está rodeado por banderas de organizaciones sociales: de la Central de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), de Barrios de Pie, de la Corriente Clasista y Combativa (CCC) y del Frente Popular Darío Santillán (FPDS). La mayoría son mujeres. Mujeres con banderas. Mujeres sentadas en los canteros. Mujeres comiendo guiso. Mujeres sirviendo guiso. Mujeres hablando por teléfono. Mujeres cuidando niños (“¡Cuidado, nene! ¡Vas a pisar los clavos!”). Mujeres charlando. Mujeres dormitando. También hay varones. Son los menos. Y, por lo general, son los referentes.
“Preguntale a él”, dice Ruth al ir en busca de su testimonio. Walter Córdoba, referente de Barrios de Pie en la Ciudad de Buenos Aires, cuenta que de las 500 personas que pertenecen a la organización en territorio porteño, casi el 90% son mujeres. Entonces sí llega el turno de hablar con Ruth.
Tiene casi 50 años, un marido que sufre de problemas cardíacos, cuatro hijos y una nieta. Viven todos juntos en una misma casa, en Lugano. “Volvemos a salir para pedir la Emergencia Social, porque estamos muy castigados por la inflación. Nuestros sueldos no alcanzan. Yo cobro 4.600 pesos por mes en la cooperativa, trabajando de limpieza y como auxiliar de portería en una escuela, donde estoy hace seis años”, dice Ruth. Boliviana, vive en la Argentina hace tres décadas. Cuando comenzó a participar de las asambleas de Barrios de Pie, le daba vergüenza hablar. Ahora es coordinadora de talleres para mujeres del Bajo Flores.
"Nosotras somos las que cocinamos, las que compramos, las que organizamos las cosas del hogar. Vamos al supermercado. Cuando creés que con lo que llevás de plata vas a poder comprar algunas cosas, te das cuenta que no alcanza. Comprar ropa, olvidate. Tenemos que darles menos porción de comida a nuestros hijos y explicarles que no hay más. Pero también es toda una lucha la de las mujeres que vivimos en las villas o que nacimos en otro país. Hemos conseguido bastantes logros, pero falta mucho todavía. Como mujeres venimos sufriendo mucho más fuerte el desempleo y a veces nos estigmatizan o dicen que nosotras nos victimizamos”.
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“Fijate acá, el 70 por ciento somos mujeres”, dice Érica Pereyra, de CTEP Vicente López, desde la olla popular que sirve la merienda en Puente Saavedra. “Se repite el mismo esquema de 2001 –compara-, en época de crisis las primeras que salen a paliar el hambre son las compañeras”. Y destaca que también son las mujeres las primeras afectadas por el desempleo o la precarización laboral. “Son las que trabajan en peores condiciones, las que más trabajan en situaciones de informalidad. Y son, por eso, las primeras en salir a buscar para llenar la olla”.
Según datos del INDEC del segundo trimestre de 2016 (abril-mayo-junio), el desempleo actual es de 9,3%. Pero entre las mujeres alcanza al 10,5%, mientras que para los varones es de 8,5%. La diferencia es aún mayor en los niveles de subocupación: 13,9% entre las mujeres, 9,2% entre los hombres.
Si en el Palacio (Congreso) se discute en estos días por una nueva ley de cupo o paridad para las listas de legisladores, en la calle no hay cupo que valga: en las “mil ollas” que los movimientos sociales distribuyeron por todo el país para pedir una Ley de Emergencia Social que estipula un salario social complementario y la creación de un millón de puestos de trabajo, la presencia de mujeres superó a los hombres.
No es la primera vez. El 7 de agosto, Día de San Cayetano, una gran masa de trabajadores y trabajadoras de la economía popular marchó desde Liniers hasta Plaza de Mayo. Fueron las mismas organizaciones que reclaman trabajo y comida y que, desde entonces, abrieron cientos de merenderos y comedores en todo el país, sobre todo en el conurbano bonaerense.
Y son las mujeres, por caso, las que más se ocupan de esos espacios donde los chicos del barrio van a comer. “En los merenderos que tuvimos que volver a abrir en los últimos dos meses son las compañeras las que se ocupan no sólo de la comida, sino de salir a buscar ropa y abrigo para los que no tienen”, dice Érica. Y cuenta que también son ellas las primeras en salir a movilizarse para pedir al Gobierno que intervenga.
Los merenderos y comedores nuevos arrancaron hace dos meses, pensados para que unos 100 chicos puedan comer en cada uno. Las mujeres consultadas aseguran que los números se duplicaron y hasta triplicaron. “Tengo un merendero en el barrio y hay familias que vienen papá y mamá a buscar la leche porque no les alcanza. Hay chicos que quieren repetir, ¿qué les podés decir?”, pregunta Felicidad Salinas, miembro de Barrios de Pie en la Villa 31.
El merendero fue el primer espacio de militancia de Myriam Huanto, en Ciudad Oculta. Se acercó cuando se separó y quedó sola a cargo de cuatro chicos, sin ayuda económica. “¿Si milité en algún lado antes? ¡No! Antes no sabía ni que existían estas organizaciones. No tenía idea. Me enteré porque lo vi en el barrio, cuando fui al merendero a buscar leche para los chicos. Ahí me quedé”. Nació en Bolivia hace 42 años y lleva 30 en Ciudad Oculta, de donde algunos familiares lograron irse pero ahora están queriendo volver. “Cuando estaba sola con mis hijos, en los ochentas-noventas, no había esta libre expresión de las mujeres. ¡Si las habré pasado! Estar en este espacio me enseñó a desenvolverme”, agradece mientras se pone sobre el buzo gris la pechera celeste de Barrios de Pie.
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“Cuanto llegué a este país yo tenía vergüenza. Ahora no. Agarro la bandera y voy por todos lados. Ha habido un cambio. Un proceso, despacito. Antes teníamos miedo de pertenecer, ahora estamos a la cabeza”. Son las cuatro y media de la tarde. Antonia Rojas sostiene el palo de la bandera principal de Barrios de Pie frente al Hotel Sheraton de Retiro -posta elegida para que la desigualdad salga en las fotos- y le pide a una compañera que la suplante para poder acercarse a contar.
Pelo largo y muy negro, ojos delineados y saco rojo, demasiado abrigado para una tarde de primavera pero acorde con un día gris que amenaza con llover y aguar más lo que queda en las ollas. Antonia tiene 60 años. Hace 23 que dejó Bolivia y vive en la Villa 31 de Retiro. Hace 14 que milita en Barrios de Pie. Llegó a ser coordinadora de educación y finalmente coordinadora general de la organización en la villa. Tiene a su a cargo unas 200 personas. Mucho más que los tres hijos que supo criar. Igual que otras de sus pares alrededor de las ollas, habla de los primeros años del siglo XXI cuando cuenta su primer acercamiento a la vida pública, su salida de la casa, su entrada a la militancia.
“Empecé porque así como ahora estamos pasando momentos difíciles, en 2001-2002 también estaba complicado. Me acerqué a Barrios de Pie cuando hacían ollas populares para los vecinos. Había tantas dificultades para tener trabajo que me fui sumando”, se acuerda. “La mayoría somos mujeres. A la mujer es a la que más le falta la plata para cumplir las obligaciones con los hijos. Porque la mayoría están solas, o con maridos pero igual siempre necesitamos plata para distribuir la economía con los chicos: comprar la ropa, la comida, todo. El hombre no es así, pone la plata y se olvida. Que se arreglen. Mientras que las mujeres sí necesitamos y sabemos cuánto se gasta en la semana, el mes y el año”.
Daiana Anadon, del Frente de Mujeres del Movimiento Evita en la Provincia de Buenos Aires, dice que allá por 2001 se hablaba de las mujeres de las organizaciones como las “administradoras de la pobreza”. Porque “son siempre las que están poniendo más agua en la olla, no sólo en el ámbito familiar, sino también en el barrio”. Pero, a diferencia de aquel año que casi todas marcan como quiebre, Daiana dice que ahora las mujeres “vuelven a las calles pero en una lucha en la que dicen: ‘no queremos volver a los planes y a pedir comida. Tengo mi programa, cooperativas, mi trabajo en una casa particular’. De ahí, para arriba”.
Norma Colque no quiere mirar para atrás. Apenas contesta que empezó a militar en la Corriente Clasista y Combativa (CCC) en 2004, cuando no tenía trabajo y su marido estaba atrapado en la telaraña de la adicción. “Es muy feo mirar para atrás, mejor no mires. Yo no miro para atrás, miro para adelante. Porque si tengo que mirar atrás, es feo: por ser mujer, por vivir en la villa, por tener mi marido adicto, mi hija adicta. Imaginate, es feo”. Los ojos se le ponen brillosos. Gira para mirar el guiso de fideos: controla que los dos varones a cargo de la olla no terminen ofreciendo un pastiche.
Recita rápido su llegada de Humahuaca a los 12, su vida en la Villa 31 desde entonces, la muerte de su compañero por culpa de la adicción. Cuando se acercó por primera vez a la CCC fue por sugerencia de una amiga. “Yo vivía con mis hijos chiquitos y mi marido adicto pidiendo plata en la calle, cartoneando, comiendo de la basura. Hasta que una amiga me invitó a las reuniones en el barrio y me fui involucrando de a poquito”. Un día se anotó en el sorteo del único Plan Trabajar que había llegado a su grupo. Y lo ganó. “Ahí me quedé y empecé a organizarme”, dice. Hoy es referente de la Corriente Clasista y Combativa en la Villa 31 Bis. “La mayoría somos mujeres. Hay unos 12 compañeros hombres y más de 100 mujeres en nuestra cooperativa, trabajando de igual a igual. Y como hay cada vez menos trabajo, nos turnamos: 15 días unos, 15 días otros. Porque los puestos no alcanzan”.
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Ya de noche, las mesas están servidas en la plaza frente al Congreso. No alcanzan para todos los comensales, que improvisan picnics sobre la vereda, bandeja de plástico en mano. “¿Me sostiene el plato que tengo que aplaudir?”, pregunta un hombre con bigote canoso sobre la sonrisa. Quien merece su aplauso es una mujer: Jaqueline Flores, de la Federación de Cartoneros. “No vamos a permitir que ningún hombre, mujer o niño no tenga su plato lleno. Y la mesa no es una bandeja en una plaza, sino en las mesas de los hogares de los trabajadores”, dice.
Hasta tanto, las bandejas circulan en Rivadavia y Callao, en el encuentro que cierra la jornada de ollas populares en todo el país. Son las ocho de la noche y Norma Mone coordina la cocina en una de las carpas de la CTEP frente al Congreso. Hay 13 cocineras y un cocinero. Las dos ollas gigantes se revuelven entre varias manos, con palos de escoba. Ahí dentro hay 12 kilos de arroz, 12 de carne, una bolsa de papas, medio kilo de zapallo, cebolla, morrones.
Norma, 47 años, diez hijos, 12 nietos, salió de su casa en Lanús a las diez de la mañana. En el Centro Verde de Barracas, donde trabaja cocinando para la cooperativa de cartoneros y recicladores, cortó las verduras y la carne. Allí se prepararon también las ollas y los platos. Que se suelen reciclar: lavar para volver a usar. Desde hace alrededor de dos meses, trabaja en las ollas populares para gente en situación de calle frente al Congreso, todos los jueves. “Desde los 11 años que trabajo, imaginate. Ningún trabajo me puede asustar. Tenía muchas necesidades, así que empecé a trabajar en una casa de familia en Palermo. Yo vivía en Mataderos. Pero después, con los diez chicos se me empezó a complicar, había perdido mi casa y me puse a juntar cartón”.
A las nueve de la noche, a Graciela Andrada, 50 años, tucumana, le pesan los párpados. Vino desde Santa Marta, el barrio de Lomas de Zamora donde es responsable del Frente Darío Santillán. También tiene diez hijos, y tantos nietos que perdió la cuenta. Hablar no le gusta tanto como hacer, y le cuesta describir su rol a cargo de todo un barrio. Pero intenta: “¿Cómo te explico? Es empezar a organizar un barrio para que pueda luchar por las necesidades que hay. Hoy, principalmente, la plata. Desde que subió Macri se suman de 10 a 15 personas por semana a los comedores. Vienen por la necesidad física. Y después, con el tiempo, van aprendiendo y tomando conciencia y se suman también a la militancia”.
Aunque hay cursos y talleres para acompañarlos en ese proceso, ella dice que prefiere mostrarles ejemplos. Como los malabares que hacen las mujeres con las raciones de comida disponibles para alimentar cada vez más bocas. “Por ejemplo, tenemos cinco pollos y los tenemos que picar, molerlos. Lo mezclamos con fideos, con arroz, con lo que haya. Es bastante complicado. Pero así logramos que alcancen para cien familias. Hacemos milagros”.