Por María Eugenia Alemano*
Cuando a las 18:53 del martes 20 de mayo el GPS me dice que todavía faltan 3,3 kilómetros, empiezo a sospechar que no voy a llegar. O, al menos, no desde el inicio. Hace unas cuantas horas que llueve sin parar en Buenos Aires. Quien sabe, quizás otros se retrasen, el tránsito es un caos, pero qué otros, cuántos habrán estado dispuestos a cruzar la selva diluviada para escuchar a Manuel Rivas en el ciclo Narrativas de lo Real del programa Lectura Mundi (UNSAM) en la casa de la Fundación Pasaje en el barrio de Constitución. Yo misma me lo estaba poniendo en duda.
Llego inevitablemente tarde. “¿Hace cuánto empezó?”, “Hará 10 minutos”, me dice la chica que me abrió la puerta. Dejo mi paraguas, el paragüero está abarrotado. Más de cien personas se aventuraron a desafiar a la tormenta y ahora prestan atención al recorrido que Claudia López Barros hace por las fotografías de Las voces bajas, el libro de Manuel Rivasque Alfaguara acaba de editar en español. Me acomodo por atrás (ya no quedan sillas), trato de entender algo, veo unas fotografías proyectadas en la pantalla. Un “Barthes” se suelta en el aire, aguzo el oído. El manto de la lluvia sobre la calle, la extraña acústica y la puerta que se cierra y se abre me impiden, sin embargo, escuchar.
A falta de la continuidad en el discurso que acompaña la proyección de las fotografías, busco en mi memoria. ¿Qué decía Barthes sobre la fotografía? Ah, sí. Que las fotografías contienen la magia de presentarse como extractos de la realidad, de responder a la utopía positivista de capturarla y mostrarla tal cual es. Que en el proceso representacional de éstas, su efecto connotativo se logra mediante mecanismos de trucaje, pose, objetos, fotogenia y esteticismo. La connotación se produce modificando la propia realidad, el propio mensaje denotado. Fotografía, magia, y una realidad en fuga, tres ideas que repicarán en el local de Humberto Primo como las imparables gotas de lluvia afuera.
Se presenta Manolo. “Gracias por acompañarnos en este día anfibio” nos dice con la precisión en el lenguaje y los juegos de palabras a los que los españoles son adictos. Él mismo instala una cámara estenopeica en la especie de living que se armó sobre el escenario, explica su funcionamiento y advierte que nos está fotografiando. La cámara funciona por el choque entre la luz que penetra y la sombra de la cámara oscura. La literatura es, nos explica Manolo, una lucha entre la luz y la sombra, entre eros y thanatos. Como el de la luz hacia la cámara oscura, el oficio literario es un viaje al interior. Al descubrir un secreto, abre la puerta hacia otro secreto. Ahora sí estoy adentro. Manuel Rivas nos tiene a todos adentro con la cámara que nos mira y nos fotografía.
No es casual esa referencia al oficio. Manolo transita la literatura con la sabiduría del artesano. En ese itinerario visitó una diversidad de géneros: poesía, novela, periodismo, ensayo, teatro y guión cinematográfico. Su talento fue reconocido con numerosos premios. Oriundo de La Coruña, ciudad de unos 200 mil habitantes donde se producen más defunciones que nacimientos, no es difícil entender su identificación con las historias mínimas provincianas, aunque atravesadas por el rayo del fascismo, de El lápiz del carpintero y La lengua de las mariposas, dos novelas -luego adaptadas al cine- que proponen una relectura a ras del suelo de la Guerra Civil española. Nos convoca ahora una autobiografía. O, mejor dicho, Las voces bajas (As voces baixas en el idioma materno) es un libro de memorias. “No es una autobiografía, son las voces de los otros las que hablan” nos va a decir su autor. La de su hermana María, una muchacha anarquista en la España franquista. La de su madre, que habla sola mientras teje calcetines. La del loro que le habla al padre cuando cayó enfermo en La Guaira, un lujo -enfermarse- que no podían darse los albañiles que en la posguerra volaron como golondrinas a América.
“En realidad”, dice Rivas arriba del escenario, “prefiero llamarlos murmullos”. El diálogo con el escritor italiano Bruno Arpaia y el director de Lectura Mundi Mario Greco está organizado como una amena charla de living. Nos enteramos que el periplo de la presentación de su libro lo ha llevado al Pacífico y al Atlántico, a Santiago y a Mar del Plata. Arpaia retoma la idea de murmullos. ¿Tendrá que ver con la crisis de representación que se vive entre política y sociedad, con la incapacidad de la política de aprehender las voces bajas de las mayorías, sus murmullos y sus silencios? A Manolo la pregunta lo retrotrae a su Coruña natal. Nos cuenta una historia. Habrá muchas de ellas. A cada pregunta responde con una historia, una anécdota provinciana, un recuerdo risueño. Escuchar a Manuel Rivas es como acudir al libro de Doña Petrona, donde están las viejas y buenas recetas que quizás no sean del paladar del chef, pero sin duda son del gusto de la mayoría. “Panza llena, corazón contento” reza el refrán, y Manolo nos llena de historias.
El miedo es el disparador del libro, dice su autor. Rivas, de 56 años, pelo enmarañado y barba canosa, narra a un Manolo que todavía no ha cumplido los tres años, sentado junto a María en el Bajo, el lugar donde el mar visita a La Coruña, golpeando sus rocas. Una cucaracha sale de debajo de la baldosa. Ése quizás sea su primer recuerdo. Así, todo imagen, todo fotografía, sin palabras. Siguiente toma. Los dos niños están en su casa y una comitiva festiva en las calles. Manolo y María la ven pasar cuando dos monstruos enormes aparecen y golpean la ventana. Corren, se esconden en el baño. Es el pánico absoluto, lo desconocido. María pasa el pestillo por la puerta. Escuchan una voz que los busca, la de la madre. La misma voz que les explica que los monstruos son los cabezudos, los Reyes Católicos. Así explica Manuel Rivas la aparición del miedo en su libro: como chispazo de la memoria que es también esperanza, el miedo junto a la ironía que lo conjura.
Entonces, la memoria. Entra al living el mexicano Jorge Volpi (autor de Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción) y nos explica que, como los cabezudos, el cerebro es una monstruosidad. Una máquina de futuro. Pero no hay condensador de flujos: el cerebro almacena imágenes para establecer patrones que predicen el futuro. En este hacer, el cerebro no es una heladera, cada vez que recuerda modifica la memoria evocada. El olvido no es un error sino una herramienta para condensar recuerdos cada vez más generales. Por ejemplo, la amnesia infantil, el olvido de todo lo vivido antes de cumplir los tres años de edad. El primer recuerdo de Manolo no es, no puede ser, un recuerdo stricto sensu, sino un relato construido con las voces de los otros. El cerebro no distingue realidad de ficción. Manuel cree ahora que, entonces, ya habría cumplido los tres años cuando los cabezudos (risas), que al fin de cuentas la invención también es real y que la memoria procede como los arqueólogos que buscan la historia a través de huellas y vestigios hasta que chocan con el umbral de lo inaccesible.
¿Somos, entonces, nosotros y somos los demás? ¿Quién escribe el libro, quién es el que recuerda? Manuel Rivas dice que no planeó escribir este libro, que Las voces bajas lo interrumpieron. Como una suerte de ensayo no escrito, Rivas dice que intentó pensar la literatura a través de la literatura misma, a través de su práctica. El hilo conductor es la historia de María, no hay un a priori. Quien escribe es una tercera persona, ni Manuel Rivas, este hombre maduro sentado apoltronado en el sillón de un falso living en el barrio de Constitución, ni el pequeño Manolo encerrado en el baño, asustado por los cabezudos. Una tercera persona que va andando sobre el camino. “La literatura es un caminar, un andar vagabundo”, dispara.
Manolo ahora se acuerda de la cámara estenopeica y saca de ella una bola de cristal. “Esta es la fotografía de vosotros”, nos quiere convencer. Aplausos. Anuncian que el autor va a firmar ejemplares y que habrá una copa de vino para los asistentes. Ruidos de sillas y gente que se va. Más tarde, el propio Manuel Rivas leería un poema con la cadencia de la lengua gallega y Edgardo Cardozo cantaría junto a su virtuosa guitarra criolla. Mientras tanto, Manolo silenciosamente guarda la cámara antigua y la bola de cristal que lo acompañan en las presentaciones de su libro, como al mago de provincias que va de pueblo en pueblo enseñando el arte de la prestidigitación. Afuera sigue la lluvia. Con la panza llena es más fácil atravesarla, pienso. Después de todo, se hace camino al andar.
*María Eugenia Alemano es becaria del CONICET y candidata al Doctorado en Historia por la Universidad de San Andrés, donde actualmente enseña. Es Profesora y Licenciada en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata y obtuvo el título de Máster en Historia del Mundo Hispánico “Las independencias en el mundo iberoamericano” por la Universitat Jaume I. Es una lectora de Anfibia que participó del ciclo Narrativas de lo Real.