No exagero si digo que Jesús Martín-Barbero fue una de las personas más importantes en mi vida. Como maestro, porque su obra (me) abrió caminos, incorporó preguntas, hizo visibles temas, relaciones y miradas que hasta ese momento no eran tenidas en cuenta. Y como amigo. Un amigo cómplice, cariñoso, apasionado y leal hasta la médula.
Sobre ese amigo quiero hablar, y por eso estas líneas van a ser necesariamente autorreferenciales.
Lo conocí en un seminario de CLACSO sobre cultura popular que organizó Oscar Landi (otro querido amigo) en el lejanísimo 1983, en Buenos Aires. Con mi marido, Aníbal Ford, nos entusiasmamos con su exposición, con su vehemente buceo en lo popular, que coincidía mucho con los que algunos andábamos pensando o escribiendo. Yo recién empezaba, Aníbal, Jorge B. Rivera y Eduardo Romano ya llevaban más de una década reflexionando y publicando sobre temas afines. Y lo invité a venir a charlar a casa.
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Meses antes de la pandemia tuve un último contacto con El Jesús, tal como firmaba. Su hija Olga me envió desde Bogotá, a través de una amiga, un libro de poemas suyos. Con una dedicatoria hermosa (ya con trazos que evidenciaban dificultades con el pulso) donde dice que fui su primera amiga en Buenos Aires, y que a las tres horas de conocerlo lo invité a mi casa. Así fue.
A lo largo de tantos años nos vimos en diferentes ciudades, en congresos y seminarios, donde siempre encontrábamos tiempo para conversar. El Jesús era un gran, un maravilloso conversador. Preguntaba y escuchaba. Y contaba. Hablaba mucho, se entusiasmaba charlando, y ese apasionamiento lo acompañaba con el cuerpo. Se te acercaba, te tocaba la mano, te sacudía el brazo, enfatizaba. Y también murmuraba. Hablaba además muy rápido y por momentos me costaba entenderlo. Si caminábamos, íbamos del brazo, y a veces se detenía a mirar algo y preguntaba. Era además un gran curioso, como buen investigador.
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De ese primer encuentro en 1983 recuerdo que nos contó de su libro De los medios a las mediaciones, que estaba por finalizar. Se entusiasmó cuando le comenté que la primera versión de Juan Moreira (1884) en teatro, hecha en el circo por los Hermanos Podestá, era una pantomima. Sin palabras. Porque eso enganchaba con lo que él venía trabajando sobre el melodrama y la exageración de lo gestual. En el libro lo menciona.
Demás está decir que mis investigaciones sobre melodrama y telenovela tienen como punto inicial, como inspiración, los escritos del Jesús. Es la fuente de la que saqué las ideas que traté de desarrollar. El fue el rescatador del melodrama, el que nos permitió hablar de los géneros populares, masivos, marginales. Y no sólo estudiarlos, sino también disfrutarlos.
El Jesús era también un gran chismoso. En el sentido que curioseaba, quería saber, recordaba gente y preguntaba. Como viajaba por todo el continente, conocía a muchísimas personas. Y contaba… Yo le decía que necesitaba verlo para ponerme al día con los chismes de la academia latinoamericana.
Era un gran orador, que se encendía en las clases y en las conferencias. Por eso tantos querían preguntarle, seguir conversando con él. Y sacarse fotos, hacer un videíto, pedirle dedicatorias, autógrafos. Convocaba multitudes, que posiblemente habían leído muy poco de él. Era, como dice Omar Rincón, un rockstar. Disfrutó de ese reconocimiento. Se lo merecía.
El Jesús era valiente y decía cosas de frente. Lo vi desafiar personalmente a figurones de la comunicación. Sus textos son provocadores, toman partido. Y también lo vi entusiasmarse y asustarse como un niño. Una vez viajamos en lancha a una casa nuestra en el delta. Aníbal manejaba. El río estaba picado y había olas. Tal vez eran grandes. El Jesús iba callado, serio. Asustado. Después lo contaría, muerto de risa, como si hubiera vivido una tremenda aventura y en vez de navegar por el delta de Paraná, Aníbal hubiera sido el pescador de la ballena en Moby Dick.
Recién en 1997 conocí a Elvira Maldonado, su mujer. Imposible no amarla. Fuimos muy amigas y confidentes. Cuando no nos veíamos, la seguíamos por teléfono, por WhatsApp o por mail. Con ellos pasé momentos gratísimos. Nos encontramos los tres, en Madrid y Barcelona, en el 2009. Aníbal ya estaba muy enfermo y todas las veces que nos juntamos el Jesús lo recordaba y lo traía a la reunión. Aníbal estuvo con nosotros en esas picadas de boquerones y aceitunas. Escribo esto y me doy cuenta que soy la única sobreviviente de los cuatro. Elvira se fue en el 2019.
Otro encuentro fue a fines de 2009, en Buenos Aires, una semana después de la muerte de Aníbal. Vinieron también Elvira y Olga. El Jesús daba un curso de posgrado y no tenía otros compromisos (quienes lo contrataron no se dieron cuenta que al Jesús le gustaba que lo invitaran, que lo atendieran, que lo agasajaran, como ya conté. Pero esa vez no pasó.) Así que pasearon conmigo, yo los buscaba en el auto y salíamos a recorrer lugares lindos. Cómo me mimaron. Esa semana postergué mi duelo, los cariños de mis amigos hicieron el milagro de que me sintiera bien, acompañada, contenida.
El Jesús denominó escalofrío epistemológico a lo que le ocurrió en un cine en Cali. Mientras él y sus amigos ironizaban sobre la película que pasaban, que les parecía horrorosa, el grueso del público la disfrutaba. Veían otra película. Él se dio cuenta que había sensibilidades de los sectores populares que no comprendía. Los estudiaba pero sin entenderlos del todo. Y eso fue un parteaguas en su mirada. Yo le discutí varias veces el carácter inicial de esa experiencia. Le decía que seguramente esa no era la primera vez que se acercaba al melodrama. Que lo había consumido por años en la radio, las novelas, las canciones. Una vez en su casa en Bogotá, donde me alojaba, conversábamos nuevamente sobre su escalofrío, y empezamos a hablar de su juventud en España. Le pregunté por la radionovela en el franquismo y me contó cuando pusieron en una emisora una audición de cuplés. Creo que me dijo que iba antes de la cena. Decía que en la hambreada España del franquismo, las letras melodramáticas, la forma apasionada de decirlas, habían sido como un bálsamo de sentimiento, daban pie a la imaginación de un mundo mejor, donde el amor apasionado te hacía sentir vivo. Que el erotismo del cuplé había sido una forma de desentumecerse de la rigidez y pacatería de la época. ¡Cómo le enojaba el franquismo! “En España se vivía como en la Edad Media, hambreados, muertos de frío, tapados con mantas, sin luz eléctrica”.
Yo me interesaba mucho por su vida en esos años juveniles, y fantaseábamos con que me instalara en su casa un tiempo para conversar y grabarlo. Eso quedó como una broma con Elvira, que me decía “pedile ( seguro que era pídele) al Jesús que te cuente cuando vengas a grabarlo”. En fin…
En el cuarto donde dormía, había un libro que me atrapó. Era sobre la pintura de monjas moribundas en el barroco en el Nuevo Mundo. Se las llama monjas coronadas. Recorrí durante varios días las ilustraciones. Me impactaron. En esa época estaba empezando a escribir mi primera novela, La cordillera, en la que un personaje que es monja escribe cartas en las que detalla padecimientos y laceraciones que están, sin dudas, inspiradas en las imágenes de ese libro.
Muchas veces hablábamos de fe, de religión. Él había sido cura, yo tengo formación católica. Y los dos creyentes. Otras tantas conversábamos (también con Aníbal) de San Juan y Santa Teresa. A los tres nos fascinaban esos poemas de amor místico. Nos deteníamos en el lenguaje de la pasión, en la sed por el amado, en la noche oscura del alma.
El Jesús me dijo esa vez en Bogotá, después de hablar del libro de las monjas: Mi mamá era una mística. En el sentido de Santa Teresa, que detalla las tareas de administración de los conventos y llevaba una especie de libreta de cuentas. Los padres del Jesús tenían un almacén de ramos generales en el pueblo donde vivían. No me acuerdo el nombre, es cerca de Madrid, del otro lado de la sierra. En los años de Franco existían las tarjetas de racionamiento, había que presentarlas para que entregaran la mercadería. Y la madre hacía malabares para darle algo más a quien tuviera familia numerosa, que le quitaba a los más ricos que recibían demasiado. Ella regulaba las cantidades con que se alimentaban en ese pueblo. Y continuaba: después de atender el negocio, cocinar y lavar para la familia, después de limpiar, mi mamá se sentaba en un sillón y rezaba el rosario. Todavía tengo en los oídos el murmullo de sus rezos.
Hasta aquí llegaste, amigo. Como pensador, ya muchos analizaron y valoraron tu aporte, y lo seguirán haciendo. Yo llevo en mi memoria tu charla apasionada, tu ceceo hispánico que no perdiste en los añares que viviste en Colombia. Y es un tesoro que guardo la forma en que nos quisimos.