Ensayo

Sociedades rotas y posneoliberalismo


El empate latinoamericano

¿Cómo fueron perdiendo sustento las propuestas neoliberales que venían a apagar tanto progresismo? ¿Cómo distinguir silencio de paz social? Las nuevas formas de la lucha de clases, las tensiones entre optimismos políticos y pesadumbrez económica (y viceversa) y la escasez como problema común de todos los gobiernos estallados de la región. Fernando Rosso teje hipótesis sobre las diferentes dinámicas de las revueltas y estallidos, y analiza "el oasis" argentino.

No se terminaba de asimilar la agitación ecuatoriana en respuesta al ajuste de Lenin Moreno, que estallaba la rebelión en el "oasis" chileno. No se terminaba de explicar cómo pudo suceder que en el país modelo del neoliberalismo irrumpieran masivas protestas, que un terremoto político sacudía a Brasil. No se terminaban de analizar las causas profundas que habilitaron la liberación de Luiz Inácio “Lula” da Silva, que un repentino golpe de Estado derrocaba a Evo Morales en Bolivia. No se terminaba de cerrar la grieta argentina, que el continente era un polvorín.

El principio de la crisis puede situarse en el momento de agotamiento del ciclo de los gobiernos llamados posneoliberales en la región hace algunos años. Los dilemas que atravesaba el proyecto de Evo Morales antes de la “solución” golpista por parte de la derecha, la Policía y el Ejército o el riesgo que asecha al Frente Amplio uruguayo que por primera vez corre peligro de perder las elecciones en el balotaje que se realizará a fin de mes, fueron los últimos síntomas de este fenómeno.

El agotamiento, sin embargo, no implicó el asentamiento de las nuevas derechas que hasta hace algunos años parecían protagonizar una ola imparable. Mauricio Macri en la Argentina, Sebastián Piñera en Chile, Iván Duque en Colombia, el renunciado Pedro Kuczynski en Perú, Jair Bolsonaro en Brasil y hasta el mismo Lenin Moreno en Ecuador protagonizaban triunfos resonantes que parecían empujar el mapa latinoamericano hacia la derecha siniestra. Pero, la mayoría de estos gobiernos enfrentó protestas que limitaron sus programas, afrontaron crisis que disminuyeron vertiginosamente su volumen político o directamente fueron expulsados del poder.

En el marco de las movilizaciones del otro lado de la Cordillera que incluyeron hasta una huelga general y enfrentamientos cada vez más violentos, la imagen de Piñera está por el suelo (16 % de popularidad); la decisión del Supremo Tribunal Federal de Brasil que en una votación dividida habilitó la liberación de Lula no puede explicarse judicial o técnicamente sin tener en cuenta el cambio de clima político que se tornó más adverso para con Bolsonaro; Macri se convirtió en el primer presidente argentino de la era democrática que fue por la reelección -con todos los fierros del Estado (y los medios) a su favor- y no lo logró; el 21 de noviembre, el colombiano Duque enfrentará un paro nacional contra las reformas que pretende llevar adelante (laboral y previsional).

El acceso al poder de estas derechas estuvo basado principalmente en el rechazo a las experiencias de los gobiernos llamados progresistas, con el respaldo de los “partidos judiciales”, las administraciones de EEUU, los aparatos mediáticos y los poderes fácticos locales. Echados a andar, con el paso del tiempo sólo les fue quedando el desgastado relato “antipopulista” y perdieron sustento. No lograron sedimentar una nueva hegemonía ni en sus países ni en la región.

Cuando parecía que el péndulo podía deslizarse nuevamente hacia el centroizquierda o el progresismo, una perspectiva a la que apuestan los líderes que se agrupan en el “Grupo de Puebla”, varios países explotaron. El problema de fondo que cruza a todos los gobiernos es la escasez. Para implementar demasiado neoliberalismo, no hay relación de fuerzas; para hacer demasiado reformismo, no hay recursos. Los procesos progresistas de la primera ola no se explican sólo por el superciclo de las materias primas y el contexto internacional favorable, pero tampoco se entienden sin esos elementos.

El drama radica en cierto “empate catastrófico”, tomando prestado el concepto que acuñó Juan Carlos Portantiero para pensar la sociedad argentina en los años ´60 del siglo pasado. Un “empate” entre dos proyectos que se alternaron en las últimas décadas y encontraron sus límites estructurales. Las fuerzas alcanzan a bloquear el proyecto del otro, pero no son suficientes para imponer el propio. Cuando el crecimiento económico de la región (facilitado por determinadas condiciones internacionales) acolchonaba esta disputa, se procesaba de manera más o menos “pacífica”; luego de la crisis mundial que detonó en 2008 y aún sigue su curso, la disputa toma contornos violentos y con fuertes tendencias a la polarización. Porque en las sociedades rotas por el neoliberalismo, por debajo de las grietas existe una fractura social, y rompiendo todos los moldes retorna un fantasma: la lucha de clases. Una lucha de clases que no adopta las formas clásicas del siglo XX -entre otras cosas, porque es imposible- con sujetos ambivalentes, desiguales y combinados, con mayor o menor consciencia de sus intereses históricos. Muchos de ellos son parte de una nueva clase asalariada (que algunos califican o encuadran intencionalmente dentro de una “nueva clase media”) y otros perdedores permanentes, los nuevos condenados de la tierra arrasada por el neoliberalismo.

No por casualidad, ante la agudización de las crisis, la inestabilidad y las protestas, asistimos al retorno de la centralidad de la “cuestión militar”, como la denominó el profesor Juan Gabriel Tokatlian o lo que podríamos calificar como formas embrionarias del “partido militar”.

El par conceptual  “oriente” y “occidente”, con sus correspondientes reminiscencias gramscianas (no confundir con la disputa geopolítica interna de Bolivia), puede ser útil para la elaborar hipótesis sobre las diferentes dinámicas de las revueltas y estallidos.

Bolivia y Chile pueden tener características más “orientales” por motivos opuestos. En el país andino, la crisis pone nuevamente en cuestión la falta de homogeneidad irresuelta a lo largo de la historia del país (“No hay un Piamonte ni un Buenos Aires en Bolivia”, decía René Zavaleta Mercado, para poner sobre el tapete alguno de los elementos de sus crisis recurrentes). En el caso de Chile, la mal llamada “modernización” neoliberal liquidó mediaciones societales (los sindicatos no tienen ni de cerca la densidad que tienen en la Argentina), que habilitan estas irrupciones.

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¿Y por casa cómo andamos?

Al sur del sur de este polvorín, Argentina parece el nuevo “oasis” de la estabilidad democrática. A tal punto que no pocos encuentran en la quietud criolla una prueba de la maduración ciudadana. El viejo país contencioso habría encontrado el secreto de la Coca Cola para procesar ajustes y crisis de manera “civilizada”. Se corona este optimismo de la política con la consumación del vigésimo nacimiento del sueño que alguna vez planteó Torcuato Di Tella: un sistema con dos polos, uno de centroizquierda y otro de centroderecha, base de una renovada estabilidad política. Un bipartidismo que doma la polarización: una grieta vestida con ropaje democrático.

Nuestro país sería la excepción que confirma la regla. Sin embargo, dentro de su regla tuvo una excepción: las jornadas con ribetes revueltistas de diciembre de 2017 contra la reforma previsional fueron el inicio del fin de la utopía cambiemita. Basta repasar el discurso que pronunció Macri a poco de ganar las elecciones de medio término de aquel año. Entonces anunció el plan de guerra del “reformismo permanente” con el que retornó a un gradualismo vegano de agenda verde y buenos modales. La rebelión de los mercados, devorándose a uno de sus hijos con la corrida eterna que empezó en abril, fue la respuesta a la impotencia del presidente argentino para llevar adelante las contrarreformas que exigía el capital y que naufragaron en las calles.

Si diciembre de 2017 es el antecedente más cercano; diciembre de 2001, el precedente epocal. Otro interrogante válido para pensar el presente es si nuestro país no se incorporó aún a este ciclo de protestas o si en realidad se adelantó a todos con las jornadas que expulsaron a Fernando de la Rua de la Casa Rosada. Como sea, luego de 2001 y en parte como conclusión estratégica de aquellos acontecimientos, a la histórica estatización de los sindicatos, se sumó un proceso de institucionalización (o semiestatización) de una amplia gama de organizaciones que agrupan a desocupados, trabajadores precarizados o de la economía informal.

La estabilidad le debe más a estas “columnas vertebrales” de contención que a un reverdecer democrático. La conducción de la CGT, que agrupa aún a sindicatos estratégicos, en un principio fundamentó que no se debía accionar contra Macri porque era muy fuerte, después porque era muy débil y, finalmente, porque había 2019. El grueso de los movimientos sociales (sobre todo, después de diciembre de 2017) siguió la misma lógica. Lo paradójico (o no tanto), es que Macri produjo un retroceso descomunal en todos los indicadores sociales con un territorio despejado. El “estado ampliado” que le da a la Argentina rasgos más “occidentales”, siempre en términos relativos, operó como factor de quietud.   

Sin embargo, este excesivo optimismo de la política no está lo suficientemente equilibrado por el correspondiente pesimismo de la

economía. La incógnita argentina es cuánto perdurará esta paz en el tiempo. Un buen graffiti de los tantos que inundan las calles de Santiago de Chile por estas horas decía: “No era paz, era silencio”. La Argentina afronta vencimientos de deuda imposibles, termina el año con una inflación tendiente al 60%, la pobreza en un 40%, el PBI caerá cerca tres puntos, mientras el futuro inmediato es un arma cargada de expectativas en una región que se polariza. Más tarde o más temprano se verá si al país oprimido y tenaz tan sólo le zumbarán las balas en la tarde última o si, finalmente, la tradición histórica lo condenará a no poder evitar su destino sudamericano.