Fotos: Télam.
Por tradición y práctica, el discurso presidencial de apertura del año legislativo es importante. Es un compromiso formal, dispuesto por la Constitución: todos los 1 de marzo al mediodía el jefe de estado debe hacer un balance de gestión, prometer futuro y pedir ayuda al Congreso para aprobar las leyes que necesita. Importa, además, porque no lo escribe solo el presidente: cada ministerio manda sus párrafos, explicando lo que hizo y lo que hará; es el discurso del gobierno en su conjunto. La clase política, presente en la ceremonia o por cadena nacional, observa atentamente su lenguaje no verbal para descifrar si está o no ante un verdadero líder.
En 2022, este ritual anual tuvo la singularidad de que el presidente enfrentaba otra encrucijada más, distinta de las anteriores. El discurso podía ser un relanzamiento del gobierno o una apuesta a seguir aguantando la adversidad hasta el final. Una oportunidad para mostrar cuánto resto energético le queda a un mandato presidencial con mala suerte.
Alberto, transitando su tercer año, ya está jugando el segundo tiempo. El primero se le fue entre la administración de la pandemia y la negociación con el FMI. Con ese panorama, el presidente no tuvo tiempo de desplegar una verdadera agenda estratégica para enfrentar los graves problemas económicos y sociales de la Argentina ni de movilizar al pueblo en su apoyo. En sus propias palabras: poner a la Argentina de pie. Y ese sueño, por imposible que sea, es lo mínimo que se espera de un presidente. Para bien o para mal, así funciona el presidencialismo.
Alberto Fernández habló bien, sin perder la calma ni la convicción en el rol que, según él, le adjudicó la historia. Se preparó para sobrevivir a los 90 minutos de micrófono abierto. Pero el escenario de la Asamblea Legislativa, y el texto mismo de su discurso, reflejaban el caos de lo real. Las crisis se amontonaban en el recinto, y en la garganta del presidente: la explicación del coronavirus, la incertidumbre sobre el acuerdo con el FMI, la deuda social que lastima al peronismo, los recuerdos de la derrota electoral de 2021, el incendio de Corrientes, y ahora la guerra en Ucrania. El auditorio que lo acompañaba tampoco era de lo más amigable. Faltaron gobernadores propios, parte de la oposición abandonó la sala -donde el FdT ya no tiene mayorías-. Alberto Fernández tomó coraje y siguió igual.
Hay dos lugares en los que el presidente se siente cómodo y uno en el que no. Se siente cómodo explicando la dura realidad sanitaria y financiera que recibió y enumerando las posibles medidas sociales paliativas. Pero incómodo cuando se trata de señalar un camino hacia algo mejor. Alberto Fernández es un presidente que eligió no prometer. No ilusiona a su público. Comenzó su discurso describiendo el difícil contexto que le tocó en suerte y lo terminó bregando por un sueño, sin contarnos cuál es. En el camino, hizo un repaso de herramientas compensatorias de la pobreza: progresividad tributaria, economía popular, lucha contra “las cinco desigualdades”, tarifas sociales, planes previaje. A modo de alivio, comentó -sin todos los detalles- que la deuda con el FMI recién comenzará a pagarse en cuatro años, y sin reformas laborales.
Hace dos años, Alberto se autoinvistió como el “presidente de la pandemia”. El que administra una crisis inesperada. Pero al igual que sucede con el barrio de Palermo en el mercado inmobiliario, la pandemia continúa extendiéndose como concepto: la “pandemia del coronavirus” mutó hacia la “pandemia macrista”, la “pandemia de la deuda” y, ahora, la “pandemia de la guerra”. La lógica es entendible, porque la política no quiere pagar costos ajenos. Pero los argentinos piden más. Los votantes del Frente de Todos, más aún. Y la cultura presidencialista demanda al presidente que señale una dirección para obtener aquello que se pide.
La pregunta que sobrevuela y lastima el ego del oficialismo es: ¿qué otra cosa podemos hacer en esta malaria? ¿O decir, que viene a ser lo mismo? El frentetodismo se siente abrumado por la realidad. Y Alberto, el presidente que no promete, está en situación de equilibrista. La renuncia de Máximo a la jefatura del bloque y los silencios del kirchnerismo le recuerdan que no puede reivindicar el acuerdo con el Fondo. Los gobernadores están con las alarmas encendidas porque creen que dicho acuerdo con el FMI restringirá las transferencias a las provincias. Mientras tanto, el presidente estuvo entre el 4 y 6 de febrero en China, y le fue bien, pero tal vez la guerra euroasiática y las banderas ucranianas del Congreso lo disuadieron de hablar de ello. Fue escueto, también, a la hora de plantear una agenda legislativa: ni siquiera hizo mención de la ley de Humedales.
De todos modos, pudo armar un discurso distinto. Por ejemplo, tomar todos esos retazos de realidad, coserlos con hilo y aguja y presentarlos como una bandera propia. Plantar una defensa elocuente del acuerdo alcanzado con el Fondo, y mostrarlo como el puntapié inicial de una ansiada estabilización macroeconómica. O presentar las alianzas económicas internacionales con China y Asia como la senda del futuro. O reconvertir el anunciado -y nunca mostrado- “plan plurianual” en un plan nacional de desarrollo. O el nombre que el presidente prefiera.
Alberto Fernández necesita soltar el rótulo del “presidente de la pandemia” y concretar el sueño que él mismo dijo esperar. Si no lo hace el presidente, ¿quién? La pregunta, entonces, es: ¿por qué no lo hace?
¿Por qué AF no promete nada?
Nadie pretende que Alberto Fernández, cual estafador ponzi contemporáneo, venda espejitos de colores al electorado. Pero es el presidente de la Nación, y cómo tal debe ejercer una de sus funciones básicas, que es la de presentar una visión y misión a la sociedad. Eso es, según las definiciones de manual, el ejercicio del liderazgo: la movilización de fuerzas y apoyos para transformar la realidad.
La función del liderazgo que señala el camino a seguir no está escrita en la Constitución -ahí dice que el presidente debe “administrar”-, porque se trata de una función contemporánea. Y la letra de la Constitución es vieja. En nuestra época los presidentes se comunican todo el tiempo con la sociedad, y están bajo constante escrutinio público. Si los votantes consideran que el presidente está haciendo mal su trabajo -que no es administrar, sino liderar- la estantería de la confianza comienza a desmoronarse. Y el gobierno comienza a fallar.
Todo esto no es ningún misterio para Alberto Fernández, que es un político experimentado. Aún cuando sus antecedentes personales tengan más que ver con los gabinetes y los despachos que con las batallas electorales y mediáticas, él no desconoce cómo funciona la democracia contemporánea. Tampoco pareciéramos estar ante un asunto de temperamento o indefinición personal. El problema es otro.
Algunas explicaciones apuntan a supuestos obstáculos. Suele decirse que la complejidad interna del Frente de Todos, y sobre todo el peso de Cristina Kirchner, le impiden al presidente desarrollar su propio liderazgo. Pero hay que sospechar de esa idea tan difundida. Es cierto que CFK es potente, que el kirchnerismo tiene componentes ideológicos y que el Frente de Todos es heterogéneo. Pero no es cierto que estos sectores -CFK, Máximo Kirchner, los gobernadores, Massa- estén sustituyendo el liderazgo presidencial en términos discursivos. De hecho, hablan poco y nada. Puede ser que controlen recursos, bancas o territorios, pero nadie impide al presidente que plantee su misión y visión a la sociedad. Ese camino lo tiene allanado.
Por otra parte, Alberto Fernández cuenta por default con otro activo que sus socios frentetodistas dejaron vacante: hoy él monopoliza la marca de la coalición, que es la unidad. El resto de los actores que componen la coalición de gobierno van dejando de lado esa bandera y comienzan a priorizar sus intereses sectoriales. Están haciendo la suya.
Entonces, a Alberto Fernández no le falta ni espacio, ni recursos, ni autoridad para desplegar su liderazgo. Lo que le faltan son proyectos propios. Una agenda estratégica para el futuro que parta de su propia presidencia. Es realista y legítimo que él, en tanto artífice de la unidad, promueva el consenso y el equilibrio de poder entre los gobernadores, el kirchnerismo y el Frente Renovador. Pero lo que no fue realista, y ni es siquiera posible, fue intentar sintetizar las propuestas y discursos de los otros tres. Porque al no asumir una identidad presidencial propia, termina vaciando de contenidos su mandato presidencial.
Alberto Fernández no tiene que promover un “albertismo” que signifique el fin del kirchnerismo, o de los peronismos provinciales, o de cualquier otro sector interno del FdT. El desafío es de otra índole: él debe, por las connotaciones propias de su cargo institucional como presidente, realizar un gobierno que tenga una impronta única, más allá de todo otro miembro de su coalición. Con un proyecto propio, un plan de futuro y una visión socioeconómica para la sociedad. Solo él puede hacerlo, y sólo él puede interpretar el tiempo que le tocó vivir. Y ello incluye, por supuesto, el uso y abuso de su derecho a presentar ambiciosos planes y proyectos de largo plazo, y prometer a los argentinos un futuro mejor.