¡PAF! Sonó claro y fuerte el cachetazo en la sacristía. El padre Georges ni siquiera lo pensó: sus reflejos de karateca respondieron por él, y lanzaron un oitsuki. La mujer que iba a ser exorcizada esa tarde en la capilla Notre Dame du Perpetuel Secours, en el barrio XI de Paris tenía el labio roto.
El sacerdote había llegado a la iglesia con tiempo, se había puesto el alba y la estola ritual. Su jefe lo convocó para un ritual de exorcismo que venía difícil. Lo que nunca pensó es que esa mujer bajita, menuda, de alrededor de 50 años, vestida de gris era la poseída. Pero no tardó mucho en darse cuenta.La llamaremos Marie: ni Georges, ni ningún exorcista me contaría nunca el nombre de sus exorcizados. Es el umbral de lo que no podré conocer.
—Pase señora, tome asiento, dijo el exorcista, y salió. Le dijo a Georges: voy a buscar al rector de la basílica, creo que no estaría mal que fuéramos tres.
Cuando el sacerdote salió, la mujer se acercó mucho al padre Georges, y le dijo, casi pegada a su cuerpo:
—¿Qué hacés acá?
—Y vos, ¿para qué viniste?, le replicó el padre.
—Yo no vine, ¡esta idiota me trajo!
El sacerdote comprendió que no era ella la que hablaba sino el Diablo que traía en el cuerpo. Cuando volvió el exorcista principal junto con el rectorse encontraron con una escena dantesca: la mujer sangraba, el padre Georges trataba de limpiarle el labio con unos kleenex. Marie trataba de morderlo y gruñía. Lograron calmarla, y empezaron el exorcismo. Tres sacerdotes, albas blancas, estolas rituales, agua bendita. Tres sacerdotes y una mujer pequeña: muy pronto no lograrían inmovilizarla.
—Señor, ten piedad de nosotros.
—Jesucristo, ten piedad de nosotros.
—Jesucristo, escúchanos.
—Santa María virgen, ruega por nosotros.
—Santa María madre de Dios, ruega por nosotros.
—San Miguel, ruega por nosotros.
—San Rafael, ruega por nosotros.
—San Gabriel, ruega por nosotros.
El tiempo transcurría lento, atado a las palabras. ¿Cuántos santos pueden entrar en las letanías católicas? Parecían infinitos. Hace tres años que investigo sobre exorcismos, después de haber pasado 15 estudiando el catolicismo en Argentina. Mi búsqueda empezó en mi país, pero no pude evitar desplazarme a París, a Normandía y a Picardía para preguntarme sobre el crecimiento de las prácticas del exorcismo en Francia. Hasta el día de hoy sigo agregando santos a mi lista.
Los nombres sagrados, las cruces y las estolas lograron enfurecer a Marie: se debatía, pateaba, tosía, hacía arcadas. Este exorcismo no fue muy hablado, el padre Georges me contaría otros, algunos más conversados, otros menos contundentes.
Los tres sacerdotes se alternaban en los rezos y las invocaciones: ayúdanos Señor, Santa María, virgen del Carmen, ruega por nosotros, San Benito, ruega por nosotros. El momento de la intercesión ocupa buena parte del ritual del exorcismo: todos los santos son invocados a combatir al Adversario.
Como había previsto el exorcista en jefe, ese día el rito estuvo áspero. En ese entonces todavía sostenían a los pacientes, hoy los dejan libres, que hagan lo que quieran. Un cura recitaba la plegaria, los otros acompañaban y trataban de sostener a la mujer sobre una silla: era difícil, Marie arqueaba la espalda, sus manos tensas como garras la empujaban hacia arriba y tiraban golpes con fuerza sorprendente. Los gritos de la poseída aumentaban en intensidad: la cruz sobre la frente parecía que la hería.
—Te conjuro, Satán, enemigo de la salvación de los hombres. Reconoce la justicia y la bondad de Dios Padre, quien por Su justo juicio ha condenado tu orgullo y tu envidia. Deja a ésta, tu servidora, Marie.
Luego de alrededor de veinte minutos de lucha, la ceremonia la fue calmando: como muchos pacientes, terminó agotada. Sólo fue necesaria una sesión para liberar a Marie: lo que había dentro de ella no volvió. Cuando terminó el exorcismo, en su labios no había nada: ni rastros del golpe del cura karateka. Ni una gota de sangre.
El padre Georges es alto y atlético. Lleva un saco oscuro y el pelo muy corto y canoso: en sus ojos claros brilla, a veces, una luz de ironía. Me recibió en un salón pequeño y lleno de libros. Tiene una colección de lámparas de cobre: como las gentes del Norte, encuentra que dan luz al ambiente. Entre cafés y chocolates belgas, haciendo gala de una hospitalidad impecable, me contó su oficio: dirige el Servicio San Miguel, que se ocupa de personas acosadas por el Demonio, y es el exorcista principal de la diócesis de París. Un exorcista que cree que el Demonio actúa, y que él tiene las herramientas de la Iglesia para combatirlo.
—Soy exorcista por pura obediencia, arranca. Nunca pensé en serlo hasta que el arzobispo me lo propuso. Yo trabajé muchos años con los Scouts, y todavía dirijo una tropa, equilibra un poco…
El exorcismo de Marie es uno como tantos que le tocó vivir: la cachetada fue una de las poquísimas veces que fue agredido por una poseída.
La entrevista incluyó el recorrido por la capilla donde se celebran los exorcismos: una cripta iluminada, de techo bajo y doble puerta. El interior es austero: algunas sillas de madera, el altar de piedra y una alfombra mullida que ocupa casi todo el piso de la estancia. En las paredes, reproducciones de un ángel de Fra Angelico, del arcángel San Miguel, y una Virgen renacentista. Pocos de los 2500 consultantes del Servicio San Miguel llegan aquí: el padre Georges afirma que sólo 40 están realmente poseídas, o son asediadas por Satanás: el 1,6%.La mayoría relata males inespecíficos, que van desde enfermedades crónicas hasta opresiones pesadillescas en el pecho, o presencias fantasmagóricas en las casas. Sin embargo, en ningún momento duda: el Diablo ha vuelto a pasearse por Francia.
—Hace cincuenta años, no había un solo pueblo de Francia sin una iglesia abierta con el Santo Sacramento, y con personas que rezaban. Hoy, muchas iglesias cerraron y ya no hay adoración permanente. Creo que el Diablo se siente mucho más en su casa ahora que hace 50 años, es tan simple como eso.
Brujerías
Mi interés por estudiar exorcismos había empezado hacía un par de años en otra ciudad, en otro continente. Seguí a dos curas en la periferia de Buenos Aires que expulsan demonios todas las semanas: hablé con ellos y con sus asistentes, asistí a misas, encuentros, imposición de manos, bendiciones. El crecimiento de los exorcismos en Francia no podía dejarme indiferente, lo que no sabía era cuánto me iba a atrapar.
Cuando pude, concursé para un puesto temporario de investigadora en la Maison des Sciences de l’Homme para hacer un estudio comparativo. El trabajo de campo en Buenos Aires fue espeso y difícil: espacios vedados, entrevistados reacios a hablar, documentos eclesiásticos negados o inexistentes.
En Francia la cosa no había empezado tan mal: un ex compañero de doctorado, cura diocesano, se interesó mucho por mi trabajo. Me presentó al padre Georges, su compañero de Seminario. Pero después de esa primera, reveladora entrevista, las puertas se me habían cerrado. El padre Georges había terminado la conversación muy cordialmente, con un rotundo NO: no me conectó con su segundo, también exorcista, ni con las asistentes que atienden el teléfono y entrevistan a los recién llegados. El trato con el Príncipe de la Mentira sigue siendo para la Iglesia católica un asunto delicado, y debe manejarse discretamente.
Pero había salido de peores y no me iba a dar por vencida. Además, el padre Georges me había dado un dato interesante: el 65% de los consultantes son de origen africano o antillano, migrantes de las viejas colonias de Francia.
—Nos tendrían que formar más en las culturas africanas.
—¿Lo dice por el tema de la brujería?
—Sí, yo creo que la fe cristiana, aún entre los sacerdotes, no reemplaza a las creencias tradicionales. Yo nunca encontré africanos, negros que tuvieran una distancia suficiente para juzgar su propia cultura. Al contrario, yo siempre sentí que hay una barrera infranqueable entre todo lo que Occidente pudo aportar a esas civilizaciones africanas y la cultura de base africana. No importa si son graduados de las grandes universidades, eso no tiene nada que ver. Hay una barrera infranqueable.
El padre Georges expresa una idea poco original: millones de franceses consideran a los africanos y antillanos como un otro distante y peligroso. Los migrantes son un problema de agenda pública; el racismo, una presencia constante que se respira en las calles, las escuelas, las iglesias.
***
Seguía buscando exorcistas, peroempecé a preguntarme también por los y las embrujadas. ¿Por qué motivos buscaban a los exorcistas?¿Cómo llegaban a ellos? ¿Tenían grupos de oración, o llegaban a través del cura de su parroquia? ¿Cuál era el resultado de los encuentros?
Si buscar exorcistas era un trabajo de hormiga, encontrar a sus pacientes era aún peor. La relación entre los exorcistas y sus pacientes está protegida por una confidencialidad parecida a la de los médicos o los abogados, aunque no reglamentada. Los exorcistas cuentan sus casos, pero son reacios a abrir sus contactos.
Tuve la suerte del testarudo: Anne me buscó. Salir de París puede tener sus ventajas: el padre Jean-Serge, cura de una parroquia suburbana de la Alta Normandía, me mostró que las relaciones en las provincias son más abiertas y menos desconfiadas que en el centro del mundo. Jean-Serge fue mi Virgilio en este mundo extraño: buscó teléfonos, me contactó con exorcistas y con obispos. Me llevó en su auto a visitarlos, kilómetros y kilómetros por las verdes rutas de la campiña normanda.
En nuestro segundo encuentro me entregó un papel.
—Anne es una de mis parroquianas, me dijo. Le comenté lo que hacías, y quiere conocerte.
El papel era una hoja A4 doblada, escrita en tinta azul con una letra que aprendí a reconocer en los franceses. Estaba su teléfono, y una lista extraña: nombres de dos curas que hacían exorcismos, el padre Brune y el padre Pascal, y una fecha a agendar, el sábado 16 de enero: una jornada de la Renovación Carismática tendría lugar, y no podía faltar. Llamé a Anne, charlamos, me insistió que fuera a la Jornada. Es importante, me dijo. Pasan cosas fuertes.
Tres días después, un sábado muy temprano, me tomé el metro para ir a las Jornadas. Me bajé en Saint Ouen, en el límite de París, del lado de afuera. Apenas entré al enorme y atiborrado salón, Anne miró para atrás, y vino a mi encuentro. La reconocí enseguida –soy alta, tengo una pollera larga, me había dicho. Considerada en el marco de la Francia racional, laica y cartesiana, Anne es singular: la fe es una presencia constante en su vida, va a encuentros ecuménicos, yrecibe profecías.
A Anne le gusta hablar, habla incluso con Dios. Nos quedamos conversando un largo rato después del almuerzo: el salón comedor se había ido vaciando de comensales. En el salón principal se reanudaba la sesión de la tarde. En el comedor quedaron, además de nosotras, tres personas que rezaban: dos varonesponían las manos sobre la espalda y la cabeza de otro. La oración era una suerte de canto quedo y siseante. El paciente, inclinado sobre sus piernas, hacía arcadas, tosía, eructaba. Anne siguió hablando, tranquila: a mí los ruidos me distraían, perturbadores.
—Lo están sanando, dijo Anne cuando notó mi interés. La oración es muy poderosa.
Los curas africanos
Conocí a Jean-Serge una mañana de enero, en la estación de tren de una ciudad de la baja Normandía, a 96 kilómetros de París. Mis intentos de contactar más exorcistas no habían funcionado demasiado bien, hasta que Danièle, investigadora de larga experiencia en catolicismo, me habló de él. Como buena jefa de familia, invitaba al cura del pueblo a cenar cada Nochebuena: los curas suelen estar bastante solos. Y más Jean-Serge, nacido en Brazzaville hace 45 años: debía estar muy solo en el frío invierno de la Normandía rural.
Jean-Serge habla un francés claro, en las antípodas del agudo y afectado acento parisino. Tiene voz profunda y musical, de contador de historias. Es cura, pero no lleva sotana: pantalones de corderoy marrón, saco azul, bufanda combinada. Hace 15 años que vino a Francia. Él me permitiría comprenderqué hacen los curas de parroquia cuando alguien les dice que está siendo hostigado por Satanás.
Jean-Serge tuvo varias consultas relacionadas con demonios y brujerías. En las zonas rurales las creencias populares están bastante arraigadas, me explicó, más allá de la modernización en la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II. Procesiones, peregrinaciones, adoraciones casi fetichistas de estatuas de santos, agua bendita, la fe popular desborda las Iglesias en los pueblos.
—Esta religión popular se manifiesta especialmente con la búsqueda de lo que en un tiempo se llamaban los sacramentales: los metales, sobre todo. A mí me sorprendió mucho ver esto acá. En África todavía, dice, irónico y poco complaciente.
Jean-Serge se esforzó por ayudarme: conocía a alguien, Sophie, una mujer de 35 años que se dice embrujada desde su nacimiento. Provenía de una familia con muchos problemas, de herencia, de tierra, de familia. Estaba enferma todo el tiempo, siempre cansada, sufría taquicardia. Había adelgazado mucho en los últimos meses, sentía vibraciones en el abdomen. Los animales de la granja se enfermaban demasiado. A su edad, seguía soltera, sin hijos: todos los síntomas del actuar destructivo de los brujos estaban allí.
—Y usted qué hizo?
—Lo que puede hacer un cura de parroquia es rezar. Yo recé muchas veces con ella. Pero ella no estaba satisfecha, porque no había muchos resultados. Y me decía que aquel que la embrujaba era mucho más poderoso que yo.
—¿Usted le aconsejó consultar a un exorcista?
—Le sugerí que fuera, pero ella decía que por la situación que vivía, se arriesgaba a que la mandaran a un hospital psiquiátrico. Ella hablaba conmigo porque decía que como africano, yo podía comprenderla. Como la brujería es un fenómeno de mi tierra, ella decía que sólo yo podía entenderla.
—¿Sophie tiene raíces africanas?
—No, para nada. Es una “gala”, 100%, ríe Jean-Serge. Una gala 100%.
Los “Galos” son, para los sacerdotes africanos, los franco-franceses, los franceses de raíz. Me acordé de Asterix y Obelix, y yo también me reí.
Jean Serge llamó a Sophie, una larga conversación. Trató de encontrar el momento de decirle que íbamos a verla, no lo encontró. No escuchaba lo que le contaba Sophie, sólo las réplicas espaciadas delsacerdote. Le preguntaba por el kinesiólogo, por el médico. Sophie respondía, supongo que desgranaba una larga cadena de malestares reales e imaginarios. La voz musical de Jean-Serge repetía algunos.
—No dormiste anoche… Hace muchas noches que no dormís…Ya no vas a ningún lado… no salís más. ¿Qué signos percibís que muestran que el embrujo viene de tu familia paterna?
La conversación siguió, Jean-Serge escuchaba, asentía, comprensivo y paciente. Imaginé a Sophie sola en su gran casa del campo. En enero los días son cortos, las noches largas y frías. Las sombras crecen en el silencio, y Sophie no puede hablar con mucha gente. La voz cálida del sacerdote africano del otro lado del teléfono era un hilo que la sostenía sobre la soledad y la locura. Él lo sabía, y hacía exactamente lo que se esperaba de él: escuchar.
***
En Francia todo me parece antiguo. El mal también: tiene raíces en el pasado, en las generaciones anteriores, en la historia, en la infancia. Así me cuenta Anne: su interés por el mal nació porque necesitaba explicar una tragedia familiar ocurrida en Petra: su abuela había ido a visitar la ciudad jordana en una peregrinación a Tierra Santa y el autobús en el que viajaba se desmoronó, matando a todos los turistas franceses que llevaba. La desdicha terminó afectando a toda la familia.
En su búsqueda, Anne frecuentaba un grupo carismático de su ciudad, pero había tensiones y terminó yéndose.
—Hay personas que tienen malas prácticas, me contó. La mujer que dirigía el grupo de oración le hizo algo a mi hermana. En la Biblia de la mujer, que había sido de su padre, encontraron agujas. Y además ella hacía hipnosis ericsoniana. Al final murió de manera horrible, con una fea enfermedad. Que se arregle con el buen Dios, ahora.
El ocultismo es una de las causas de la influencia demoníaca, dicen los sacerdotes exorcistas. Y Anne lo cree firmemente. La brujería sigue viva en las zonas rurales y los pueblos chicos de Francia. Malas influencias, mal de ojo, muñecas manufacturadas sobre las que se clavan agujas: los malintencionados pueden recurrir a la magia negra para librarse de sus enemigos.
La hermana de Anne estaba tan mal, que Anne la llevaba de misa en misa. Una vez, entró a una celebración, y la envolvió una nube de confusión que la dejó inmóvil, en una silla. Anne quería moverse pero no podía. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se obligó a ir a tomar la eucaristía de manos del sacerdote. La hostia la salvó. Le restituyó las energías, y huyó de ese lugar donde alguien había extendido una influencia nefasta sobre ella.
La Flor Divina
Cuando empiezo un tema de investigación, siempre me pasa lo mismo: tiendo un par de líneas, que terminan abriéndose en todas direcciones. Quería seguir la pista de los antillanos y africanos, busqué grupos de oración, y encontré a La Flor Divina. Este grupo de haitianos funciona los sábados a la tarde, en la parroquia San Carlos del barrio XX, uno de los más pobres de París. Sigue siendo París, pero es el barrio XX: inmigrantes, monoblocks, carnicerías halal, cafés marroquíes, comida china al paso.
La iglesia donde funciona el grupo es una mole oscura con dos torres grises que se recortaba contra el cielo. Esa tarde fría, una débil claridad amarillo cálida se filtraba por la puerta entreabierta, en lo alto de una escalera de piedra.Bajaban los susurros de una letanía. Tendría que haber llegado antes de que La Flor divina empezara las tres horas de oración carismática, pero estaba llegando otra vez tarde, y no podía parar de hacerme reproches.
—Si llego cuando ya están rezando, me va a costar más encontrar un buen lugar para pasar desapercibida, ese lugar desde el que puedo mirar todo y que no se note mucho mi presencia.
La luz cálida salía de las velas que rodeaban las paredes interiores de la iglesia. El edificio se empezó a construir en 1914, pero adentro el ambiente cumplía con todos los clichés de las criptas románicas medievales. Arcos bajos, pesados, delimitaban las naves, estatuas de santos y vírgenes sufrían en las capillas laterales, la luz centelleante de las velas fabricabasombras largas y bailarinas.
Cuando entré la iglesia estaba semivacía, las personas se juntaban en una de las naves, y no eran más de veinticuatro. Por el canto, me di cuenta de que era el rosario, pero no llegaba a distinguir las palabras. Formaban una acumulación de sonidos pegados, superpuestos, indescifrables. Me senté en uno de los asientos de madera, sola, al final de los bancos ocupados.
Es cierto, llegué tarde, pero de todos modos el plan de pasar desapercibidaera cuanto menos ingenuo. Perderme en un grupo de oración carismática católica de haitianos resultaba más bien difícil: era la única blanca. Todos, todas, eran negros, tenían hermosas cabelleras mota, pieles brillantes a la luz mortecina de las velas, voces profundas y musicales. Y yo ni siquiera me sabía el padrenuestro en francés para sentirme un poco menos en la vidriera.
Durante media hora rezamos el rosario. Rítmico y monótono, el tono iba subiendo, se hacía más fuerte, más envolvente. Un haitiano de alrededor de 35 años, campera Adidas azul con tres rayas blancas, jeans y una gran cruz roja metálica con bordes dorados en la mano, comenzó a predicar. El predicador caminaba por el pasillo entre los bancos, levantando la cruz roja: Gracias Jesús, ven Jesús, gracias mamá María.
Una mujer, 50 años, robusta y no muy alta, bajó la cabeza. En ese momento, el predicador, sin dejar de gritar un discurso fogoso, le puso la cruz en la cabeza, la mano en el hombro.
—Ven Jesús, ven. Baja Espíritu Santo, ven.
Varias personas se acercaron, uno de ellos le sacó los anteojos a la mujer, los otros levantaban la palma de sus manos hacia ella. Ella no resistió mucho más, y se dejó caer: los que estaban cerca la agarraron y acompañaron su cuerpo blando hacia el piso.
La voz del predicador dirigía la oración con un ritmo cada vez más acelerado. En la sexta fila, otra mujer, más joven, de alrededor de 30 años, empezó a agitarse. Sus gritos se escuchaban sobre el coro de voces. Se tiró, o se cayó al piso. Rodaba sobre sí, en el estrecho espacio que le dejaban los reclinatorios. Gritaba, pateaba los mosaicos.Los puñetazos contra los bancos resonaban en las paredes de piedra. Durante 10 larguísimos minutos los golpes batieron la madera. Los gritos de la mujer despertaban ecos escondidos.
El predicador se fue acercando: llamaba a dejar que Jesús actúe, invitaba a los asistentes a que rezaran con él. En un movimiento brusco y veloz, se agachó al lado de la mujer y le puso la cruz en la cabeza.
—Libéranos Señor, libéranos de todo mal, de todo demonio. Levanten los Rosarios, ¡Satanás odia los rosarios y la oración!Yo te echo, te echo en nombre de Jesús. Vete Satán. Vete, Satán, en el nombre de Jesús.
Cinco minutos. Otros cinco interminables minutos, la mujer tirada en el piso, el predicador agachado junto a ella, le aplastóla cruz roja en la cabeza, levemente tirada hacia atrás, los ojos entrecerrados. La asamblea en círculo gritaba –Vete Satán- y dibujaba cruces invisibles en el aire enrarecido.
Después la mujer se calmó, el predicador se levantó. Siguió rezando un rato, les pidió a los hermanos que se desplazaran hacia el centro de la Iglesia. Un joven se sentó en la batería. Marcaba un ritmo más punch, más festivo. Los asistentes pasaron de la oración al góspel, un góspel alegre que sonaba como los dioses. Los cuerpos seguían el ritmo, gráciles. La fiesta había empezado. Como cada sábado, el Diablo podía aparecer en la parroquia San Carlos, en el barrio XX. Como todos los sábados, si aparecía, se lo expulsaba a fuerza de rezos. Y ni siquiera era necesario un sacerdote.
El hermano Jean y el padre Florent
Quería ampliar geográficamente la investigación, entonces seguí buscando exorcistas y endemoniados en otros lugares de Francia: trataba de llegar a ellos por todos los medios disponibles. En la web hay miles de sitios sobre el tema, varios cientos en francés. Aprendí a descartar rápidamente los católicos de los que no lo son. Uno me llamó la atención, porque era raro: se llamaba Vade Retro, y es el sitio de la IAD, International Association for Delivrance, una asociación que se creó hace algunos años para trabajar por la liberación de espíritus malignos y la sanación interior. Escribí al sitio, con pocas esperanzas: pedía una entrevista con el hermano Jean. A las pocas horas me contestó: su agenda estaba completísima, no me podía atender hasta el 29 de febrero. Insistí:
—Soy argentina, me quedo poco tiempo en Francia, me hablaron de usted, es importante para mí verlo.
Me pregunté cuánto serviría este speech con sacerdotes sobrecargados de tareas varias, que trabajan mucho y duermen poco, pero funcionó. El hermano Jean me dio cita el lunes 18 de enero a las 22:00 hs. Me sorprendió la hora: las diez de la noche no es horario para una entrevista profesional de este lado del Atlántico. Además, me citó en una ciudad de Picardía, a 80 km de París donde hay un aeropuerto low cost pero el último tren sale de la estación a las 20:10, no podía volver. Hice los planes más locos: alquilar un auto y volver manejando, quedarme a dormir en un hotel, pero la soledad nocturna después de una entrevista con un exorcista no me tentaba mucho. La noche es oscura y alberga horrores, no quería despertarlos.
Por suerte unos días después el hermano Jean me llamó y cambió el horario de la reunión: me esperaba a las 12 del mediodía, el 18 de enero. Respiré aliviada.
El hermano Jean me atendió en el episcopado, una casa de piedra en una calle estrecha, a pocas cuadras de la catedral. La ciudad es pequeña, pero conocida: además del famoso aeropuerto, tiene una magnífica catedral gótica, que eleva sus agujas claras al cielo gris de invierno. En el centro las plazas adoquinadas aún conservan los adornos navideños, luces de colores con forma de renos, pinos, esferas. El resto compone la postal de una ciudad francesa: panaderías, mercado, negocios de regalos para turistas.
El hermano Jean me atendió puntual, esperé 5 minutos en una salita y me hizo pasar. Su escritorio da a un claustro agradablemente verde, las paredes están pintadas de rojo. Es un lugar cálido, que inspira a la charla. El hermano vestía el basto hábito gris de su orden, y sandalias de cuero a pesar del frío de enero. Simpático, entrador, parece más italiano que francés.
—Vivo la mayor parte del mes en Italia, me dice. Al obispo le interesaba mi experiencia de exorcista. Estaba por decir que no pero descubrí que hay un vuelo directo desde Boloña, por 60 euros ¡La providencia divina!
Jean es exorcista desde hace más de 17 años. Ha ejercido su ministerio en Toulon, Lyon y en el Var. Además, viaja mucho por el mundo: da conferencias sobre el exorcismo y los males modernos. Recorrió buena parte de África occidental, del Congo a Camerún, del Cotonú a Abidjan, y fue allí que afinó su teoría de las puertas abiertas. El Demonio entra por las puertas abiertas: hipersensibilidad, el peso de la herencia, las heridas de la infancia son entradas posibles de las legiones demoníacas.
El hermano Jean habla, seguro y exhaustivo. Estudió durante muchos años la Biblia, y descubrió, en el Apocalipsis de San Juan, la confirmación a sus sospechas sobre los tiempos que corren.
—En el libro del Apocalipsis, la bestia de la tierra, al servicio de la bestia del mar, hace prodigios para seducir a los habitantes de la tierra. Es capaz, por ejemplo, de sanar o de decir profecías verdaderas. Se puede pensar en algunas terapias energéticas, como el Reiki, que la Comisión Doctrinal del Episcopado de los Estados Unidos prohibió para todas las instituciones católicas.
Satanás aparece en la Biblia: tienta a Eva con forma de serpiente, es expulsado de los cuerpos de Judíos por Jesús y sus apóstoles en Galilea, Juan evangelista le tatúa el número 666. Pero encontrármelo en el barrio, vestido de maestro de yoga o de masajista de reiki resultaba inquietante: el mal estaba cerca.
***
Jean-Serge me llevó a ver sacerdotes que hacían exorcismos en Normandía. Me presentó al padre Florent: un sacerdote de Kinshasha que vive en un pueblo del norte de Francia hace varios años. No es muy alto: su clergymen brilla blanco, bajo un grueso poolover de lana marrón.
El padre Florent trabajaba con una monja, una laica y una psicóloga. Recibía gente diversa, personas de África, de Haití, y franceses. Tal vez el padre Florent sienta que no tuvo la formación correcta para ser exorcista: se formó, cuenta, en Escucha Espiritual. Eso lo ayudaba a discernir lo que se dice de lo que se calla, separar los problemas psicológicos, las enfermedades, la acción de fuerzas ocultas.
—Las relaciones entre las personas están perturbadas, eso está en el origen de las heridas de las personas. Eso crea un clima de culpabilización personal. Es un ministerio un poco bizarro, que requiere mucha paciencia. El nuestro es el ministerio de la escucha.
El obispo lo llamó para atender a la población de origen africano: se planteaban problemas que los curas franceses, “galos”, vuelve a decir el padre Florent, no llegaban a comprender. Asumió el cargo, aunque siempre descreyó de los abismos culturales.
—Creo que la humanidad es la misma, es la formulación lo que cambia, pero es lo mismo. Es percibir un poco las creencias, que acá son barridas, y que para África son importantes. Por ejemplo, para los africanos es importante la brujería. Los africanos creen, y no se puede dejar eso de lado en la escucha. No se puede dejar de lado, porque hay problemas de relación, y hay que ir un poco más lejos para ver qué hay, escuchar lo no dichos.
Al final, Florent nos contó que una tarde vino un señor a buscarlo: blanco, padre de familia, decía que había un problema en la casa, una presencia. Florent trató de encontrar algo más. El padre le cuenta: -primero nuestro hijo nos dijo que había alguien en la casa. Después, también el hijo mayor vio una presencia: ninguno de ellos quería quedarse solo. Con el tiempo, los padres empezaron también a sentir un aire frío que helaba la sangre, corrientes, tal vez murmullos.
—¿Puede venir a bendecir la casa, padre?
El sacerdote dice que nunca hay que rechazar ese tipo de demandas: celebró el ritual. El padre Florent no estaba seguro de que la casa estuviera embrujada, pero ir a bendecirla podía liberarlos psicológicamente. Pero no se conformó con eso: siguió investigando, y se enteró que la casa había sido habitada por una pareja que en un arrebatohabía tirado un bebé a la basura, en una bolsa plástica. Los basureros lo encontraron, muerto, algunos días más tarde. El padre Florent no sabe si el padre y sus hijos conocían esta historia, pero parece que la bendición funcionó: las personas no volvieron.
Florent me mostró sus libros de cabecera: Discernir las estrategias diabólicas y triunfar sobre la brujería, Un exorcista cuenta, Mi experiencia de exorcista. Me llamó la atención una guía, no muchas páginas, con las instrucciones para comenzar una oración de liberación: “Desconectar el teléfono (Confidencialidad asegurada). Sobre una mesa, mantel, crucifijo, estatua (o ícono) de María, Biblia, vela (más una veladora por un niño muerto antes de nacer). La persona debe ayunar la noche anterior, o alguna otra privación voluntaria los días precedentes”.
Jean-Serge, que me había llevado en su auto, miró la hora y vio que había pasado el mediodía. Invitó a Florent a almorzar: en la casa no había mucho que comer. Subimos al auto, y terminamos en un Mc Donalds. Encargamos en la pantallas táctiles: tres hamburguesas con bacon y papas fritas. Pagué yo: la verdad es que les debía mucho. Mientras comíamos charlamos de los problemas políticos en nuestros países, de todos los idiomas que se hablan en Brazzaville y Kinshasha, bromearon sobre la rivalidad entre sus ciudades. Tres extranjeros conversan, perdidos en un anónimo Mc Donalds en una periferia de algún país del Norte. Si tuviera que pensar una metáfora de la globalización no se me ocurriría otra mejor.
***
Sophie le contó sus problemas al cura de su parroquia. A otros pacientes los lleva algún familiar: fue el caso del primer exorcismo del padre Georges. Un joven, hijo de un general de las fuerzas armadas francesas, tenía problemas con sus compañeros. Lo aislaban, huían de él, a causa de sus comentarios perspicaces y maledicentes:
—¿Qué hiciste con esa chica, el domingo a la tarde? ¿Por qué te pusiste el poolover que robaste en el negocio?
Su mamá, una señora católica de la alta sociedad, lo llevó con el exorcista de París. Después de la entrevista, decidieron practicar el ritual. El exorcismo mayor, el que se hace sobre personas con una posesión comprobada, es para la Iglesia un asunto candente. Dos ayudantes, mujeres, rezaban rosarios en la capilla: dos sacerdotes comenzaron a invocar a los santos.
—Santa María, virgen de vírgenes, ruega por nosotros.
El joven, a quien llamaremos Pierre, se debatía, furioso: gritaba, aullaba, caminaba en cuatro patas contra las paredes. Los sacerdotes unieron los gestos a las plegarias: el padre Georges le puso su estola sagrada en la espalda.
—¡Ah, no, eso no, me quema, me quema!
Pierre, a los 19 años tenía mucha energía: la expresaba toda en sus gritos y contorsiones. En un momento, giró su cabeza hacia el padre Georges, y le dijo:
—Hombre de pocas convicciones- y siguió bramando sonidos ininteligibles con voz grave.
—Reconoce la potencia y la virtud de Jesucristo, que te venció en el desierto, triunfó sobre ti en el jardín, en la cruz, te despojó. ¡Retírate de esta criatura!
Al terminar el ritual, Pierre, agotado, se dirigió al sacerdote:
—Creo que le dijo algo, no lo escuche, miente todo el tiempo.
Este relato me aterró. Que alguien se dirija a vos como si fueras transparente, y conozca las cosas que querés encerrar en un cajón al fondo de tu mente, o de tu corazón. Sé donde estuviste anoche. Por suerte el padre Georges interrumpió el relato: tenía una llamada. Salió de la habitación y la atendió. Cuando volvió me dijo que por suerte había atendido, era un caso difícil.
El joven volvió tres veces, una cada quince días: las tres veces lo exorcizaron. Unos meses más tarde la madre llamó y les contó que su hijo estaba muy bien.
***
Me encontré con Anne por última vez en el salón del hotel Hilton, cerca de Saint Lazare: se volvía a Normandía en un rato, y la cercanía a la estación le quedaba cómoda. Además, el sábado era su cumpleaños, y quería festejarse. Brindamos con vino blanco seco por su cumple y por mi trabajo.
—Tengo un diálogo permanente con Dios, yo le hablo, él me contesta, esa noche, el día siguiente. Le hablé de vos, tu trabajo le gusta, te aprueba.
Me puse contenta: era la primera vez en muchos años que no me consideraban una intrusa molesta. La sonrisa grande de Anne me lo confirmó: lo que hacés es de Dios.
Cuando nos despedimos, me mandó tres mensajes de texto más al celular: las dos horas y siete minutos de nuestro encuentro no le habían alcanzado y quería aclararme algunos puntos.
Me quedo pensando que empecé hablando con un exorcista de ojos claros, seguí rezando el padrenuestro en una iglesia de haitianos, yterminé hablando de brujería en el bar del Hilton con una francesa blanca, blanquísima como la leche de Normandía. Al final me queda bastante claro, cada sociedad se enfrenta a sus fantasmas y demonios. Y el demonio parece estar en todas partes: en los márgenes de la locura, en la soledad, en la imposibilidad de comunicarnos, en los otros. Sobre todo en los otros.