Arte: Daniela Rosas (Fotos de Corral donadas por Sergio Campos Valese. Memorias del Siglo XX, Archivo Nacional)
Sonia Barrientos vio que el mar por fin se retiró bahía adentro y dejó al descubierto la destrucción en el puerto. Lo que antes era Corral Bajo, su centro social y comercial, había sido barrido por el mar.
Ya no había casas en las calles Tarapacá, Arica y Chacabuco, sólo escombros y tablones desarmados que eran parte de las poblaciones que le daban vida a Corral.
Ese domingo 22 de mayo de 1960, con ojos enormes y resoplando ansiosa, Sonia miró hacia el lugar donde estaba su casa y ya no había nada o, mejor dicho, casi nada. Lo único que estaba en pie era la cocina a leña de su madre.
La miró incrédula, casi divertida. Recordó fugazmente las tardes de invierno, los panes amasados que hacía su madre, el sonido de las teteras por la mañana antes de tomar el desayuno o el mate para llegar a clases al liceo de Corral.
Esa cocina con sus patas de fierro en forma de león aferrada firme en el suelo de cemento, era lo único que sobrevivía al peor maremoto que haya asolado el planeta en el sur del mundo.
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“Corral nunca volverá a ser lo mismo” dijo Carlos Larraín, ex empleado de la Naviera Haverbeck y Skalweit, al que entrevisté junto a su esposa Raquel Duarte y a Sonia Barrientos en la población Beneficencia de Valdivia, en la Región de Los Ríos, al sur de Chile.
Los tres eran sobrevivientes del terremoto y maremoto que destruyó Corral, el principal puerto de la ciudad de Valdivia, cuya bahía se ubica a 6 kilómetros al este del Océano Pacífico y a 65 kilómetros por tierra hacia la urbe principal.
Antes del maremoto de 1960 Corral bullía de actividad mercante en su bahía y los pitos de los barcos sonaban a cada momento, anunciando la llegada de cargamento, en especial de madera, trigo, fruta y otros productos.
A principios del siglo XX, era el puerto sureño más visitado por los barcos mercantes en la zona que va desde Punta Arenas hasta Talcahuano. Incluso superando a Puerto Montt.
Entre 1906 a 1936 adquirió notoriedad con la caza de ballenas y la instalación de la Sociedad Ballenera y Pescadora de Valdivia que funcionaba en la ensenada de San Carlos, a tres kilómetros de Corral, bordeando el camino costero del Océano Pacífico.
Los estibadores tenían abundante trabajo en este pequeño puerto del sur y a ello se sumaba toda la actividad de la industria siderúrgica con la instalación en 1910 de la Sociedad Hauts Forneaux, Forges et Aceries du Chili, conocida como la empresa Altos Hornos y que producía fierro y acero para toda la zona sur del país.
El movimiento en torno a esta empresa era formidable con los obreros cumpliendo sus turnos de trabajo y muchos niños revoloteando a la entrada de la fábrica, pues llevaban las viandas de alimentos para sus padres, tíos o abuelos.
Las risas de los chicos se confundían con el sonido de las gaviotas, de los golpes de martillos y de las voces de los marineros mercantes saludando o llamando a algún compadre desde una lancha. Las risas que se apagaron aquel domingo en que la tierra tembló.
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Población Beneficencia, Valdivia, 22 de mayo de 1960.
Raquel Duarte no estaba con su esposo en Corral. Se había ido con su hija al barrio Beneficencia de Valdivia. Al parecer había tenido un disgusto con Carlos.
Allí vivían familias obreras. Las casas habían sido construidas gracias al aporte de la Corporación Chileno-Alemana de Beneficencia y estaban sobre un terreno bajo en comparación con la Clínica Alemana que se alzaba sobre un pequeño morro.
Aquel día había comenzado con un temblor que se sintió a eso de las 6 de la mañana y que obligó a Raquel a levantarse temprano.
Ya desde la noche anterior la tierra se había mostrado movediza y pronto las noticias de la radio confirmaron un terremoto grado 8 en la ciudad de Concepción, a 462 kilómetros al norte de Valdivia.
Era una mañana fría de otoño y Raquel se apresuró a prender fuego en la estufa a leña, la mejor compañía de las familias en los inviernos del sur chileno.
Sabía casi de memoria que cuando el sur de Chile empezaba a moverse por un terremoto había que estar alerta. Ya en 1939 había ocurrido un fuerte sismo en Chillán, ciudad cercana a Concepción, y el desastre había sido total, al tiempo que las réplicas siguieron hostigando desde la región del Bío Bío al sur por varios meses.
Raquel presintió que la historia de 1939 se iba a repetir, pero nunca imaginó que bajo sus pies la ruptura tectónica iba a ser sometida a grados inauditos para los registros sismológicos que se conocían hasta entonces.
Almorzó con su familia y su hija y a eso de las 14:55 se produjo un fuerte temblor. Después, a las 15:11, se desató una furia geológica como nunca antes había vivido y que alcanzó los 9.5 grados de la Escala Richter.
Raquel Duarte se vio atrapada dentro de la casa de madera con un movimiento enérgico que sacudía todo. Pensó que la casa parecía un columpio con las oscilaciones del terreno, al tiempo que trataba de sostenerse en pie, pero cayó al suelo. Miró dónde estaba su hija y ésta trataba de arrastrarse hacia ella, lloraba y gritaba sollozando “¡Mi casita, mamá!”. Raquel vio que el cañón de la estufa a leña se movía como si se fuera a zafar, le dio miedo y como pudo se levantó, abrió los anillos de la superficie con un fierro y vertió el agua de una tetera en su interior para apagar el fuego por miedo a que la casa pudiera incendiarse.
Estaba aún apagando los humeantes leños cuando el movimiento telúrico empezó a disminuir. Miró la casa y todo era un desparramo de cosas en el suelo, rotas y revueltas y el humo de los palos de la estufa saliendo de la pieza de la cocina.
—¿Cómo estará Carlos? —pensó, mientras abrazaba fuerte a su pequeña.
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Corral Bajo, 22 de mayo de 1960.
Carlos Larraín era un hombre cuya vida giraba en torno al puerto de Corral.
Había navegado en varios vapores de la Naviera Haverbeck y Skalweit y en 1949 fue parte de la tripulación del vapor “Canelos”, una embarcación que aún sigue varada en el estuario del río Valdivia después del maremoto.
Le gustaba su vida en Corral, tenía todo lo que quería, en especial el mar. Le tenía respeto, pero nunca miedo.
Por las noches se fumaba un cigarro o bebía una copa de vino, cerraba los ojos y sentía el hipnotizante ruido de las olas a metros de su casa. Era un corraleño de tomo y lomo. Nunca se imaginó que aquel mar, que le había dado todo en la vida, también le iba a quitar… ¡y cuánto!
Realmente Corral era como el hermano pequeño del gran puerto de Chile, Valparaíso, con cerros escarpados y miradores con vistas maravillosas de la bahía entre medio de las casas de madera con techos de zinc y locas calles que subían a los cerros del pueblo. Por donde se mirase se veía la gran bahía y los barcos.
Ese domingo 22 de mayo Carlos Larraín estaba solo. Su esposa y su hija estaban en Valdivia y para no pasar un solitario domingo decidió ir a la casa de su hermana a almorzar. Tomó su chaqueta, salió en la mañana desde su casa de Corral Bajo y subió uno de los cerros del pueblo. Después entendió que esa decisión le salvó la vida.
Tras un buen almuerzo se sintió el primer temblor y después el fuerte terremoto que duró 4 minutos y que pareció interminable.
—¡Se va a caer el cerro! —gritaba la hermana de Carlos mientras trataba de no caerse.
Larraín no pudo responderle mientras trataba de agarrarse a cualquier cosa para no desplomarse.
Por fin paró el terremoto y Carlos vio que las casas de madera no habían sufrido grandes daños. Calmó a su hermana, diciéndole: “¡Esto ya pasó!”. Eso era lo que creía.
Desde la calle alguien pasó gritando
—¡Miren el mar! ¡Está subiendo el mar!
Entonces Carlos miró por la ventana y comprobó que el nivel del mar en la bahía había subido unos 4 metros. Pensó: “mejor me devuelvo a ver cómo quedó mi casa”. Hizo el ademán de salir, pero su hermana lo atajó, al tiempo que le decía: “¡No me vas a dejar sola ahora con los cabros chicos!”. Se paró en la puerta, impidiéndole el paso.
La discusión le impidió a Carlos darse cuenta de lo que estaba pasando. El mar empezó a retraerse, dejando un claro de arena en plena bahía y arrastrando a los barcos y lanchas mar adentro. Eran las 16:10 horas
—¡Se viene el mar, hay que arrancar a los cerros! —gritaron desde Corral Bajo y empezaron a correr hacia lugares altos. Otros ya habían bajado a ver sus casas y eso fue su perdición.
Desde los cerros la población vio como el mar arrastró todo hacia el pueblo con una gran ola de unos ocho metros de altura.
Desde el cerro, Larraín no vio muy bien esa primera ola. Después vio la segunda ola, y jamás se olvidó de la tercera. Era una masa líquida de 10 metros y que arrastró a los vapores “Chancharro” y “Pacífico”, frente a la isla de Mancera.
Al marino mercante se le erizaron los pelos al oír los pitos de los barcos pidiendo auxilio en medio de la locura del mar. No había salvación posible para ellos. Estaban a merced de una fuerza de la naturaleza imposible de contrarrestar.
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Caleta de Amargos, 22 de mayo de 1960.
A un kilómetro de Corral y siguiendo la costa hacia el Océano Pacífico está la pequeña caleta de Amargos, habitada en su mayoría por pescadores.
La caleta sintió fuerte el terremoto, pero su calvario fue el maremoto.
Olavarría, su esposa y su hijo pasaron el movimiento sísmico en su casa de madera con oscilaciones aterradoras. El pescador nunca imaginó que la tierra podía moverse tanto como un día de temporal arriba de un bote al medio del mar.
Cuando paró el terremoto el pescador tomó a su mujer y su hijo e intentaron embarcarse en una lancha. Pensó que así estarían seguros.
La lancha iba con más familias de pescadores y como no cabían todos, Olavarría le dijo a su mujer:
—¡Sálvate tú, mujer! ¡Llévate al niño! Yo después trataré de buscarte, pero huye de aquí.
—¡No, no nos dejes, viejo! —gritaba la asustada mujer, mientras el pequeño lloraba.
—¡Hazme caso, mierda! ¡Te vas en la lancha! —le dijo desesperado. Después se arrepintió de decirle “mierda”, pero no le pidió perdón. La lancha se adentró al mar con sus pasajeros.
En la caleta un viejo le dijo a un hombre que estaba a pasos de la playa con un caballo:
—¡Mira, la mar se está recogiendo y se va a venir pa’cá!
—¡Pero hay que avisar a los de Corral! —respondió aquel, y como loco montó su caballo y se fue al galope al puerto para avisar a la población.
—¡Vuelve, no vas a alcanzar, huevón! —le gritó el viejo, pero el jinete ya había picaneado a su caballo.
Olavarría se quedó mirando como un hipnotizado desde la playa la lancha de su esposa hasta que escuchó que alguien le dijo:
—¡Hay que huir a los cerros, gil! ¡Mueve el culo!
Ahí reaccionó, pero cuando iba en camino vio junto a sus compañeros pescadores que el mar, que en un principio había crecido, empezó a retraerse hasta que dejó casi seca gran parte de la playa de Amargos.
Un pensamiento sombrío pasó por la mente de Olavarría mientras corría hacia el cerro y que confirmó cuando una enorme ola se formó, atrapó a las embarcaciones y se fue contra la caleta y el puerto.
En tanto el jinete de Amargos ya iba a todo galope hacia Corral, bordeó el gran cerro La Marina por el camino costero. Volvió a picanear su caballo, ya le quedaba poco para llegar, y miró a su izquierda, hacia el mar. Una enorme ola se le venía encima. Desesperado picaneó más fuerte a su cabalgadura para escapar de la montaña de agua que amenazaba con aplastarlo. Esfuerzo inútil, la ola lo golpeó y se lo llevó con caballo y todo. Nunca volvieron a encontrarlo.
Ya en el cerro, Olavarría se dio vuelta para mirar el mar y vio cómo la ola entró con una velocidad asombrosa hacia la tierra. Se llevó las casas y los barcos que estaban amarrados al muelle. Algunas personas gritaban desde dentro de sus casas cuando las aguas las arrastraron.
Trató de buscar con la mirada la lancha en la que iba su familia. No la veía por ninguna parte. Sintió un peso en el pecho.
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Corral Bajo, 22 de mayo de 1960.
La estudiante del liceo de Corral Sonia Barrientos estaba con su tía cerca de una iglesia evangélica en calle Condell cuando sintió el terremoto.
Fue tanto el impacto del movimiento que Sonia vio que su tía se asustó al punto que se puso de rodillas y con los ojos cerrados empezó a orar:
—¡Santo Jehová, Señor Jesucristo, ten compasión de tus siervos, Señor! —gritaba llena de terror.
Sonia empujó a su tía y entraron a la iglesia como pudieron y ahí pasaron los 4 minutos que duró el terremoto. La tía no paraba de nombrar a Jehová-Dios, a Eloím y todas las denominaciones de la divinidad creadora que menciona la Biblia en el Antiguo Testamento, mientras balanceaba su cuerpo para atrás y adelante y se tomaba la cabeza con angustia.
La joven abrió entonces la puerta de la calle y vio a la gente arrancando. Era el maremoto.
El mar entraba como una estampida de caballos acuáticos por las calles de Corral, al tiempo que gritaban los vecinos y otros daban alaridos de horror.
Sonia no vio la ola de la bahía, pero sí vio cuando llegó a Corral Bajo y pensó que el mar avanzaba como cuando alguien derrama un vaso de agua en la mesa.
La joven sacó a su tía de la iglesia y corrieron a un lugar elevado hasta que pasó esa primera ola.
Después, junto a unos primos, bajó el cerro y regresó a su casa. El agua había mojado todo y empezaron a sacar utensilios de la casa que estaba completamente mojada y embarrada.
No sabían que aún faltaban dos olas más y más poderosas que la anterior.
Al rato escucharon que la ola llegaba otra vez. El agua venía como una pala mecánica arrastrando todo a su paso y llegó a la casa de la familia de Sonia, la tomó y se la llevó con todo, justo cuando los primos habían alcanzado a escapar por segunda vez.
Sonia vio cómo el mar estaba espeso de casas, con gente aún dentro de ellas y hasta con sus mascotas al interior. Luego de la tercera ola fue el fin del maremoto.
Al bajar del cerro la estudiante se dio cuenta que Corral Bajo había sido borrado por el mar y que ya no quedaban rastros de su casa, salvo la cocina a leña que se mantuvo firme en el suelo.
Sonia miraba los rostros de sus vecinos. Casi nadie lloraba, todos miraban lo que había quedado de su pueblo, anonadados.
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Corral, 23 de mayo de 1960.
Al día siguiente del maremoto, Carlos Larraín fue a ver su casa. No había quedado nada. Lo había perdido todo.
Caminó por lo que quedaba de Corral y vio que el muelle francés (el de la compañía llamada popularmente de los Altos Hornos) se había hecho pedazos, pese a que tenía una estructura muy firme. Era un muelle viejo que se ocupaba en la usina cuando los capitales franceses trabajaban ahí.
Sus ojos giraron hacia las antiguas grúas de carga del lugar y le impresionó ver que estaban totalmente chuecas, tras el paso del mar. Pensó que tal vez un lanchón lanzado por los aires por el mar, había chocado la grúa y la había dejado en ese lamentable estado.
La salvaje fuerza del maremoto podía permitirse cualquier cosa para la imaginación.
En Corral Bajo el camino que va a la caleta de Amargos estaba lleno de casas con palafitos, similares a los que hay en la isla de Chiloé, pero con el maremoto todo eso fue arrasado.
Larraín siguió su camino por el destruido puerto hasta que vio un hombre demacrado, con la ropa sucia y mojada que miraba como sonámbulo hacia el mar y lloraba como un niño.
Preguntó a otro hombre que lo acompañaba de cerca que quién era:
—Creo que se llama Olavarría —le contestó—. No quiso embarcarse en Amargos, pero embarcó a su señora con su chico para salvarlos del terremoto. Creía que el mar no les iba a hacer nada. ¡Se quedó solo este roto!
—¡No alcancé a pedirle perdón! —repetía una y otra vez Olavarría, enloquecido.
A Larraín le dolió el alma ver al pescador llorando y babeando de dolor por su pérdida. Él aún no sabía nada de su esposa Raquel y de su hija. Volvió a mirar a Olavarría y sintió un escalofrío.
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Cerros de Corral, 3 días después del terremoto.
Después del domingo 22 de mayo, Corral quedó aislado de Valdivia y en las noches las sombras y el frío atormentaban a la gente que se movía como almas en pena.
En los cerros de Corral se vivieron noches de perros. El otoño del sur de Chile se ensañó con los sobrevivientes, sobre todo al caer la luz del sol.
Mucha gente decidió quedarse a dormir en los cerros por miedo a las réplicas y al mar. Era tanto el frío que prendieron fogatas para calentarse en las noches. En medio de la oscuridad absoluta, sólo alumbrada por esas fogatas, se oían los llantos de los niños llamando a sus madres.
Carlos Larraín también se fue a vivir con otros corraleños a los cerros sólo con una manta que alguien le regaló. Desde las alturas veía la gran bahía y se sorprendía de los cambios.
El barco Carlos Haverbeck quedó atrapado en un banco de arena, tumbado sobre un costado. Era una de las embarcaciones en las que Larraín había trabajado.
Las réplicas del terremoto llegaban en los momentos más inoportunos, martillando los ánimos, machacando las esperanzas, incluso el temple de hierro de un duro hombre de mar como él.
En esas largas y frías noches, el marino mercante sintió ganas de llorar. Se alejaba de las personas para que no lo vieran y sollozaba en absoluta soledad sin saber qué hacer.
Larraín conocía los rigores del mar y el sacrificio, pero el maremoto y terremoto era algo que ni el más duro y osado pudo soportar. De pronto se puso a llover y los sobrevivientes hicieron toldos. Otros no atinaron a hacer nada y se mojaron como tiuques bajo los árboles. La conmoción era absoluta en las almas de mujeres, niños y hombres. Algunos cocinaban un guiso de dudosa procedencia en miserables tarros a falta de ollas, calentados en las fogatas.
Pasaron muchos días en que Corral estuvo en esa situación hasta que vieron aterrizar un helicóptero en uno de los cerros.
—¡Es el presidente Jorge Alessandri! —dijeron. Varios fueron a su encuentro.
El mandatario se bajó del aparato luciendo su calva, un grueso abrigo y cara de incomodidad. Saludó a los pobladores, acompañado de uniformados y colaboradores.
La gente empezó a quejarse de su situación ante el Presidente de la República que miraba muy serio. Mientras más minutos pasaban se notaba que estaba más incómodo.
Por fin unas mujeres le dijeron angustiadas:
—Nuestros esposos murieron. ¿Qué vamos a hacer sin nuestros esposos?
—Vuelvan a casarse —les respondió Alessandri.
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Valdivia, una semana después del terremoto.
Raquel Duarte no sabía nada de su marido y temía lo peor, pero un día apareció Larraín a buscarla desde Corral. Ambos se abrazaron y si tenían alguna diferencia quedó olvidada.
Raquel quedó impactada al ver el rostro demacrado de su esposo. Larraín se sorprendió de cómo la destrucción era igual de aterradora en Valdivia. Al igual que en Corral, la gente escarbaba en los escombros de sus casas, aferrándose a la idea de recuperar algo de sus cosas.
Le dijo que la gente no quería estar en la parte baja de Corral y que desconfiaban de las réplicas y del mar. Habían quedado traumados con el maremoto.
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Valdivia, 45 años después del terremoto.
Sentado en su sillón favorito, Carlos Larraín cierra los ojos y evocando el pasado dice:
— Corral era una lindura antes, sobre todo en las noches con las luces de los barcos. Cuando había Año Nuevo era la cosa más linda que haya visto.
Cuando los abre, sus ojos se iluminan llenos de ayer al recordar aquella época de auge de su amado puerto. A su lado Raquel mueve la cabeza como diciendo “así era”, mirando el suelo de su nueva casa con una expresión nostálgica en su serio rostro.
Sonia Barrientos recuerda que antes del terremoto las familias corraleñas se reunían y hacían fiestas.
—Después del desastre se perdió mucho de esa alegría espontánea del porteño —dice.
Costó que hombres y mujeres hicieran las paces con el mar, como si éste les hubiese provocado la peor de las traiciones. Pero el mar sólo es el mar.
Hoy en Corral los ancianos cuentan historias del maremoto del 22 de mayo de 1960 a quienes le pregunten. Parecen cuentos de leyenda. Tanto los científicos como todo ciudadano chileno saben que las placas tectónicas seguirán moviéndose en el Océano Pacífico, por eso los viejos corraleños no se cansan de relatar lo vivido: no quieren que nadie lo olvide porque están seguros de que algún día volverá a pasar.