Publicado el 18 de febrero de 2022 | Rusia y Ucrania
Andrey Gromyko es conocido en Rusia como el Patriarca de la diplomacia soviética. El mote no podría caberle mejor ya que se desempeñó como ministro de relaciones exteriores de la Unión Soviética durante 28 años –desde 1957 hasta 1985–, todo un récord para cualquier funcionario de ese calibre. Como tal, encabezó innumerables delegaciones diplomáticas y fue protagonista de los conflictos más renombrados de la Guerra Fría. En el resto del mundo, sus colegas lo apodaron maliciosamente como Míster Niet (“El señor no”), por su intransigencia a la hora de cerrar compromisos y defender las posiciones de su país. Sin embargo, como recuerda su hijo Anatoly, el diplomático supo guiarse durante toda su trayectoria por una regla de oro: “Es mejor que haya diez años de conversaciones que un día de guerra”.
La frase resuena hoy con fuerza cuando la amenaza de un conflicto armado real se posa sobre dos ex repúblicas soviéticas –Rusia y Ucrania–, involucra a la OTAN y tiene en vilo al mundo. La situación es inestable y todos los análisis que se escriban al respecto pueden cambiar en un instante. Hasta el momento, se puede remontar el (re)inicio de la crisis a noviembre de 2021, cuando el gobierno ruso desplegó más de 100.000 soldados en la frontera ucraniana (y posteriormente algunas tropas más dentro de Belarús). Esta operación fue leída por la comunidad internacional como una inminente invasión y enseguida comenzaron los intentos diplomáticos para evitar la guerra.
Primero fueron encuentros bilaterales entre representantes de Rusia y Estados Unidos el 10 de enero en Génova, luego entre Rusia y enviados de la OTAN el 12 del mismo mes en Bruselas y, finalmente, entre Rusia y miembros de la OCSE al día siguiente en Viena. Ante la falta de acuerdo entre lo que parecía un diálogo de sordos, el viernes 14 se llevó a cabo una reunión cumbre entre el secretario de estado estadounidense Anthony Blinken y Serguey Lavrov. Allí el experimentado canciller ruso no anduvo con vueltas y solicitó formalmente que Estados Unidos garantizara por escrito el cumplimiento de los requisitos que Moscú aún considera innegociables y que fueron el disparador del conflicto: la no incorporación de Ucrania a la OTAN y el retiro de equipamiento militar de la alianza euroatlántica de los países de Europa del este. Washington se tomó casi una semana en responder y su veredicto fue negativo. Entonces se temió que el fracaso del ultimátum ruso diera lugar a lo peor.
Pero el conflicto no se desató. El 11 de febrero, Emmanuel Macron –presidente de Francia pero también de la Unión Europea– se dirigió hasta Moscú para calmar las tensiones y convencer al presidente ruso de que la invasión a Ucrania no podía ser una opción. La inmensa mesa blanca que se interpuso entre los dos mandatarios no solo sirvió para mantener la distancia física ante la negativa de Macron de someterse a una prueba PCR sino, sobre todo, para generar una ola de memes que pusieron al descubierto la imposibilidad de un acuerdo a corto plazo.
El 15 de febrero fue el turno de Olaf Scholz. Allí los resultados de las conversaciones mostraron una leve mejoría: el canciller alemán insistió en la importancia de la vía diplomática y el presidente ruso aceptó estar predispuesto a continuar con las negociaciones. Si bien es cierto que hasta ahora no se ha disparado un solo tiro y Putin ha ordenado una retirada parcial de tropas en la frontera con Ucrania, tampoco es menos verdadero que la situación podría cambiar en cuestión de minutos y que el clima es tenso, como lo demuestra el éxodo de millonarios ucranianos y el retiro del personal diplomático de la embajada estadounidense en Ucrania en las últimas semanas.
Más allá de esta coyuntura particular que simula un (nuevo) coqueteo con el fin del mundo, la escalada del enfrentamiento entre Rusia y la OTAN es una buena oportunidad para indagar y reflexionar sobre algunas razones históricas y geopolíticas de más largo alcance que escapan a las visiones dicotómicas dominantes. ¿De dónde viene este desvelo ruso por Ucrania? ¿Qué ansiedades se juegan en esta disputa? Desde que Rusia se consolidó como un territorio más o menos unificado hacia el siglo XVIII, se pensó siempre como una suerte de imperio terrestre. En ese sentido, muy pronto comprendió que debía tener algún tipo de influencia en los países limítrofes para garantizarse un cinturón que, por un lado, le brindara cierta seguridad ante posibles ataques y, por el otro, le ayudara a reforzar esa ideología imperial dentro de su población.
Los gobernantes de Rusia entendieron –y esperaron que así fuese entendido en el resto del mundo– que existe una no tan delgada línea roja que debe ser respetada como el límite para la expansión euroatlántica. En ese sentido, el país ha mostrado una notable continuidad respecto de su política exterior que excede a los sistemas que eventualmente lo gobernaron durante los últimos siglos: zarismo, comunismo, capitalismo. Dentro de esta lógica puede incluirse, por ejemplo, al famoso pacto Ribbentrop-Molotov firmado durante la Segunda Guerra Mundial que sirvió para reconfigurar las fronteras norte y central. Como sostiene el historiador Gabriel Gorodetsky, Stalin suscribió el acuerdo no tanto porque quería ganar tiempo sino porque estaba convencido de que la firma de un segundo tratado –como estaba previsto para reordenar la frontera sur– podía servirle para lograr un viejo anhelo del zarismo: acceder al río Danubio y así tener una puerta de entrada fluvial a Europa. La Operación Barbarroja, sin embargo, lo impidió.
Más cerca de nuestro tiempo, en 2008 Rusia apoyó las posiciones separatistas de Abjasia y Osetia del sur y bombardeó Georgia, quien reclamaba su pertenencia. Estados Unidos y Europa, por su parte, acompañaron al gobierno georgiano. El conflicto se resolvió a favor de la posición rusa y más tarde el entonces presidente ruso Dmitry Medvedev aprovechó para recordarle a la OTAN que debía preocuparse más por la estabilidad geopolítica mundial que por su expansión en la vieja área de influencia soviética.
Históricamente, Rusia y la Unión Soviética han tenido una posición militar defensiva. Contrariamente a la imagen de un pulpo que extiende sus tentáculos por el mundo, fueron más las provocaciones que tuvo que responder que los ataques que se decidió iniciar. Más aún, el Estado ruso nunca expandió sus ejércitos más allá de su zona de influencia y cuando así fue –quitando la incomprensible excepción de Afganistán en 1979– lo hizo por motivos precisamente defensivos: combatiendo a la invasión napoleónica en el siglo XIX y expulsando al nazismo en el siglo XX. El caso más emblemático tal vez sea el de los misiles instalados por los soviéticos en Cuba durante 1962 donde, a pesar de haber quedado como los provocadores del conflicto, en realidad estaban respondiendo a la previa instalación de misiles estadounidenses en Turquía. Con la crisis ucraniana parece reactualizarse esa lógica: un actor externo que intenta cruzar la línea roja y del cual Rusia, nuevamente, debe defenderse. Dentro de esta coyuntura, Vladímir Putin es claro y se aferra al principio de la indivisibilidad de la seguridad que reza que ningún país debe fortalecer su seguridad a expensas de otros.
El presidente ruso no es un idealista ni un nostálgico de la Unión Soviética sino un dirigente pragmático que, retomando los principios esbozados por el canciller Evgeny Primakov desde 1996, ha intentado reposicionar a Rusia como un actor de relevancia en el orden global. En ese sentido, considera que el rol del Estado debe reforzarse ya que Rusia fue próspera cuando se mantuvo unida y con un poder político centralizado. Por el contrario, el país había entrado en decadencia cuando la autoridad política central se encontraba debilitada y el territorio disgregado. Un ejemplo de ello fue el período que en Rusia se conoce como la Época de los Disturbios –entre fines del siglo XVI y comienzos del XVII y magistralmente retratado en la ópera Boris Godunov de Modest Musorgsky en el siglo XIX– y, más cerca en el tiempo, la Revolución de 1917, evento que dentro de la razón putinista interrumpió la continuidad estatal, generó una guerra civil, permitió la invasión extranjera y favoreció la disgregación del territorio.
Es dentro de esta lógica que debe entenderse la sugestiva intervención de Putin en diciembre pasado cuando, durante la conferencia de prensa anual, dijo que “Ucrania fue un invento de Lenin”. Traducción: Rusia debe impedir el debilitamiento de su Estado, mantenerse unida y conservar su territorio histórico. Dentro de esa lógica se entiende también la reincorporación de Crimea al espacio ruso en 2014, ya que es territorio vital en términos geopolíticos –ya que allí se encuentra la flota rusa del Mar Negro– y simbólicos –ya que allí fue donde el príncipe Vladímir convirtió a Rusia al cristianismo en el siglo X–.
Más allá de la irresponsabilidad que eventualmente puede mostrar el presidente Putin al desplegar tropas y recordar con tono pendenciero que “Rusia todavía tiene armas nucleares”, la actitud de la alianza euroatlántica tampoco parece ayudar a bajar la tensión. Su accionar tiene el mismo –o incluso mayor– grado de irresponsabilidad, al no saber gestionar la disolución del orden geopolítico bipolar y acumular provocaciones torpes e innecesarias que pueden desencadenar el peor enfrentamiento bélico desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Esto último es un elemento más que se debe tener en cuenta para dejar de considerar al conflicto como una actualización de la Guerra Fría: durante el siglo XX, todos los gobiernos del mundo estuvieron de acuerdo en que una posible Tercera Guerra Mundial tenía que ser evitada a toda costa. Hoy nadie está seguro de que la dirigencia global tenga ese grado de responsabilidad colectiva y que sea capaz de “dialogar durante diez años a fin de evitar un día de guerra”.
El tiempo dirá.