Hay pocas, muy pocas certezas, sobre lo que pasó el 18 de diciembre de 2017 cuando se debatía la reforma previsional en el Congreso Nacional. Sí sabemos que vimos imágenes de violencia y represión en el espacio público pocas veces vistas. Es aún mayor la incertidumbre sobre lo que pasará en el futuro. Por eso resultan poco afortunados los análisis que dictaminan quién ganó o quién perdió, si el gobierno o la oposición. La política no un el partido de fútbol en el cual suena el silbato en el minuto 90 y, si hay empate, se va a penales. Como dice Maurice Merleau-Ponty en Humanismo y Terror: “La historia tiene una especie de maleficio: solicita a los hombres, los tienta, ellos creen marchar en el sentido que ella marcha, y de pronto se les oculta, el acontecimiento cambia, demuestra con hechos que era posible otra cosa.” Los ganadores y perdedores del día de hoy se verán más tarde; hoy todavía estamos respondiendo en el momento inmediato a las tentaciones que nos presenta el contexto, aun sabiendo que la historia, como hace siempre, se burlará de nuestros cálculos.
La cuestión por lo tanto no es quién ganó o quién perdió sino cuál es la cuestión que estaba en disputa. Y lo que parece claro es que a medida que los días progresaban la discusión pasó de ser una discusión sobre una política en particular a ser una discusión sobre qué es y, sobre todo, dónde reside, la política en general. Tal vez la discusión más interesante que se generó en estos días no haya sido la que explicaba méritos y costos de la ley de reforma previsional más importante de las últimas tres décadas (esta discusión racional basada en datos y en relaciones de costo-beneficio, en general, no se dio: el mismo jefe de la bancada de Cambiemos en el Congreso, Mario Negri, dijo luego de aprobarla que “no estaba seguro de que ésta aumentara el sueldo de los jubilados”), sino otra que se dio de manera lateral.
Esta discusión tiene que ver con la pregunta de qué es la democracia. Funcionarios y analistas cercanos al gobierno de Cambiemos explicaron mediante notas de opinión y las redes sociales que “el lugar de la democracia es el Congreso”, y que la movilización en el espacio público no constituye un mecanismo democrático legítimo sino que es la subversión de una “buena” democracia. Directamente, en los últimos días del 2017 el lenguaje de muchos analistas pasó a igualar movilizaciones con “intentos desestabilizantes”.
Si este debate se saldara así, en un consenso que establezca que la única política legítima es la que se da entre los representantes dentro del Congreso, esto representaría un cambio estructural en la política argentina tal como la conocemos por lo menos en el siglo veinte. Porque el uso de la movilización pública como herramienta de presión política es algo tan argentino como la milanesa a la napolitana (desconocida tanto en Nápoles como en Milán).
Salir a ocupar el espacio público como forma de presionar a los representantes forma parte de nuestro mito fundacional más primigenio, el que aprendemos desde que en el jardín de infantes nos encasquetaron una galera o un peinetón de cartón y nos llevaron a repetir que “El pueblo quiere saber de qué se trata” en un acto escolar. No es lo importante si esto fue así o no en mayo de 1810, sino que este relato ha sido una roca fundamental de nuestra idea de Nación. En el relato que el propio estado liberal argentino construyó en el siglo XIX, el logro de la independencia nacional fue inseparable de la acción popular en la plaza, en la calle (como lo fue también, en teoría, la resistencia a las invasiones inglesas.).
En Argentina, quienes gobiernan siempre tuvieron en cuenta no sólo al palacio o a la prensa burguesa (Habermas dixit) sino también a la plaza. Es cierto que esta centralidad de la ocupación pacífica del espacio público no existe en otros países latinoamericanos. Es una particularidad de nuestro país, como el uso intensivo de los plebiscitos es una particularidad uruguaya. Hace unos años publicamos con mi colega Patricio Korzeniewicz en la revista Social Movements Studies un estudio que comparaba las reacciones de las familias de las víctimas de dos incendios trágicamente similares, República Cromañón en Argentina y The Station en Estados Unidos. Vimos allí que, en la necesidad de actuar frente a un shock inmediato para conseguir castigo a los culpables, la gente hace lo que “sabe hacer”, lo que “le sale”. En Rhode Island, los damnificados y las familias rápidamente adoptaron una estrategia basada en juicios penales y civiles sin movilización. En Argentina lo primero que se hizo es marchar a la plaza y ocupar el espacio público. Es un saber hacer práctico, que tiene que ver con lo que se aprende en los centros de estudiantes, los sindicatos, las facultades, los clubes de barrio. Quien tiene un problema colectivo, sabe cómo salir a la calle, dónde tiene que pararse (en una esquina, en una plaza, en un ruta). Esto es una particularidad histórica, una cultura política, un caso de “path dependency” de nuestro país.
¿Esto es bueno o malo? ¿Implica que las instituciones entonces sean débiles? Es una discusión interesante, pero segunda a la praxis política. Fenomenológicamente, esto es así. Y esto, hay que señalar, siempre ha sido así. Hay quienes acusan al peronismo de politizar la plaza, pero la ocupación de la plaza ha existido antes del peronismo, con el peronismo proscrito. Han marchado por igual peronistas y no peronistas, ricos y pobres. La tradición liberal argentina también utilizó la movilización en la plaza pública, tan asiduamente o más que los peronistas. Esta foto que diseminó la cuenta de Twitter Buenos Aires en el Recuerdo muestra a “militantes de la Unión Cívica Radical (que) se manifiestan en 1914 frente al Congreso, ante rumores de que los diputados conservadores tras la muerte del presidente Roque Saenz Peña, intentarían derogar la Ley Electoral promulgada dos años antes.” La Unión Cívica Liberal hizo uso activo de las marchas, caminatas y protestas en la plaza pública en sus tiempos de lucha de la causa contra el régimen: gracias a la movilización activa y contenciosa se lograron el voto secreto con la Ley Sáenz Peña, y la Reforma Universitaria.
Y, para no extender más la narrativa histórica, en la que podríamos incluir las movilizaciones del Corpus Christi contra el gobierno de Juan Domingo Perón, hay que señalar que es paradójico que Cambiemos señale el carácter antidemocrático de la democracia de la calle, cuando él mismo sería impensable si no se hubieran dado tres procesos de movilización social de protesta. El primero, por supuesto, es la movilización ciudadana que se produjo en el año 2001; como señala Juan Carlos Torre, de esa movilización nacieron tanto el kirchnerismo como el macrismo. Si la movilización social no hubiera mostrado a los votantes radicales desencantados con su propio partido, el PRO no podría haberse consolidado como una nueva fuerza política. El segundo fueron las grandes marchas ciudadanas y los extensos piquetes de ruta en la llamada “crisis del campo”: en esas mismas localidades está la base profunda de apoyo al macrismo. Y la tercera, por supuesto, fueron los masivos cacerolazos del 2012.
Una coalición que hizo uso de la movilización pacífica en el espacio público mal podría sostener que “marchar no sirve para nada”. Al contrario, Cambiemos mismo es la mejor prueba de que marchar (pacífica pero enfática y masivamente) sí sirve.
Esto no significa que el estado deba renunciar a su legítimo monopolio de la violencia, ni que cualquier tipo de activismo social sea maravilloso. Nada más lejos de la verdad. Es importante rechazar también el optimismo asociativista ingenuo que supone que cualquier movilización social es virtuosa de por sí. Hay una literatura extensa sobre la “mala sociedad civil” y los riesgos de violencia y exclusión que presentan a la democracia liberal grupos de la sociedad civil que incitan a la violencia contra las minorías (o las mayorías) y contra las instituciones. No es democrática una acción colectiva que se moviliza para restringir derechos, o para afirmar jerarquías religiosas o de clase, o que utiliza la violencia. El Ku Klux Klan no hacía lo mismo ni representaba lo mismo que el movimiento de los Derechos Civiles de Martin Luther King, y es importante y necesario comprender y teorizar las diferencias entre ambos.
Los gobiernos tienen no sólo el derecho sino la obligación de preservar la paz pública, y tienen una multiplicidad de herramientas policiales para hacerlo. Sin embargo, gobernar un país implica conocerlo y conducirlo tal como es, no como se desea que sea. Gobernar a Argentina implica realizar un esfuerzo pragmático para contener, encauzar, enmarcar el constante y amorfo activismo de los sectores sociales más diversos. Implica facilitar la participación de las organizaciones no gubernamentales en la vida pública mediante mecanismos formales de democracia directa, así como debatir y legislar protocolos de protesta y también regulaciones transparentes y claras al accionar de las fuerzas policiales.
Un proyecto que busque transformar a la Argentina en un país en donde no exista más la movilización en el espacio público requeriría una ingeniería social y política tan grande tan granular, tan abarcadora en términos de clase que sería finalmente imposible (porque en Argentina como se dijo, ocupan la calle en protesta los pobres pero también la clase media y aún los ricos). La historia nos tienta a ver lo nuevo en cada esquina, pero las continuidades, finalmente, se revelan.