Esperan los resultados de las últimas encuestas, escuchan como buenos alumnos a sus asesores, ensayan los mejores eslóganes, sonríen para la foto, van a los programas de televisión. No en vano a sus consejeros los llaman “gurúes”. Como si ganar las elecciones se tratase de una ciencia oculta. Y cada vez lo parece más: la relación entre los candidatos y la televisión cambió mucho en la última década.
La zafra de los gurúes para las elecciones nacionales de 2015 en Argentina ya comenzó. Algunos más visibles que otros, los consejeros de los políticos despliegan sus saberes y entrenan a sus candidatos para sortear los desafíos de la seducción.
Pero las próximas campañas encierran dos novedades que tanto políticos como asesores deberán tener en cuenta. Primero, nunca antes los medios digitales han tenido tanto peso relativo. Si hasta hace poco un político sólo existía si estaba en la pantalla del televisor, los medios online abrieron otra sucesión de escenarios posibles. Ya no alcanza con sonreír para la cámara. Sin embargo, muy pocas son las certezas sobre cuál es el abecé de las campañas digitales.
Segundo, las disputas por la mediación que se desataron en los últimos diez años entre el gobierno y los principales medios de comunicación tuvieron, entre algunos de sus corolarios, el de convertir a los televidentes en verdaderos expertos en semiótica. Hoy a casi nadie se le escapa que los medios construyen la realidad que transmiten y que esa construcción está plagada de tensiones, conflictos e intereses. Los candidatos se enfrentan a un público que ya ha visto demasiado y es capaz de identificar los hilos detrás de la pantalla.
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Hubo un tiempo en el que los políticos se adaptaron a la lógica impuesta por la televisión. En la Argentina de finales del siglo XX, al igual que en el resto del mundo, se desarrolló lo que Bernard Manin llamó una “democracia de audiencias”. Los medios masivos se habían convertido en los principales intermediarios entre el sistema político y la ciudadanía, sustituyendo en cierta medida el papel tradicional de los partidos políticos. Al decir de Giovanni Sartori, la palabra fue destronada por la imagen, la razón por la emoción. La política se transformó en un mero espectáculo que apelaba más a los corazones que a los cerebros. Era la época de la apoteosis del marketing político y de los gurúes expertos en “videopolítica”.
Por entonces Jean Baudrillard imaginaba a un hombre bebiendo cerveza, una suerte de Homero Simpson frente al televisor en su pueblo de Springfield, impávido frente a la sobre-estimulación permanente. Y Guy Debord describía una sociedad del espectáculo donde las masas se encontraban obligadas a la pasividad estólida. Los espectadores, desde el living de su casa, consumían tanto la telenovela de la tarde como el desfile de políticos suplicando por un voto.
Tal vez Carlos Menem haya sido el máximo exponente local del animal televisivo. Se movía como pez en el agua entre los distintos géneros, haciendo alarde de sus cualidades mediáticas. Aunque no siempre los medios jugaron a su favor: la expansión inédita del periodismo de investigación ofició de contrapoder encargado de ventilar los peores hechos de corrupción.
Tal vez Fernando de la Rúa haya sido la peor víctima de las trampas de la videopolítica: al carecer de las habilidades de su antecesor, pero intentar ajustarse a las nuevas reglas de la política por televisión, terminó siendo devorado por el medio. La coyuntura política, social y económica fue la que determinó el curso de la historia, pero no fue menor el poder que habían acumulado algunos medios frente a instituciones políticas en plena crisis de representación.
El comienzo del siglo XXI se dio de la mano de la expansión vertiginosa de los medios digitales a escala planetaria, en lo que se ha dado en llamar el nacimiento del “periodismo postindustrial”. Las viejas prácticas periodísticas basadas en la asimetría entre quien daba y quien recibía la información se vieron desdibujadas en contextos donde cualquier persona con una computadora o un teléfono celular puede ser periodista por un minuto.
La prensa en papel sufre por la merma de lectores y se pregunta qué será de su suerte en un futuro no tan lejano. La televisión ya no es más el único teatro donde vibra la política, aunque su poder de influencia sea aún inigualable. Un tweet con una frase ingeniosa enviada en el momento oportuno es capaz de instalar un tema en la agenda pública. Un video casero subido a Youtube por un internauta anónimo puede echar por tierra las estrategias de marketing de un político en ascenso. En las elecciones de 2013, un video de origen sospechoso en el que se veía al candidato a diputado Juan Cabandié maltratando a una agente de tránsito se viralizó por las redes sociales y tuvo su impacto en la opinión pública. ¿Cuántos de estos videos verán la luz el próximo año y determinarán el curso de la campaña?
En paralelo a esta crisis relativa de los medios más asentados, gobiernos del mundo entero empezaron a cuestionar el poder político que estos mismos medios detentaban. En un conocido discurso de 2007, el primer ministro británico Tony Blair acusó a los medios de ser “bestias salvajes” que destrozaban la reputación de la gente, en especial, la de los políticos. A causa de la extrema competencia en la que caían para generar impacto en la audiencia a un ritmo frenético, decía Blair, las figuras públicas se veían obligadas a defenderse permanentemente ante las acusaciones, donde todo era blanco o negro y las posibilidades de quedar deslegitimado eran gigantescas. Mientras tanto, carecían de controles externos, más allá de que la gente eligiera consumirlos o no. Como conclusión, el primer ministro británico sostenía que se debía entablar una nueva relación entre gobiernos y medios, sugiriendo una revalorización de la política que equilibrara el poder mediático.
América Latina tuvo en Hugo Chávez al principal defensor de estas ideas en contra de los medios hegemónicos. Sus discursos y prácticas cobraron relevancia a nivel planetario y dividieron en dos las aguas entre quienes acusaban al gobierno venezolano de atentar de manera flagrante en contra de la libertad de prensa y quienes asistían a la revolución del socialismo del siglo XXI.
La búsqueda de una comunicación directa con la ciudadanía a través del programa “Aló presidente”, las acusaciones y descalificaciones públicas a periodistas y dueños de medios en función de su alineación o no con el gobierno, la no renovación de licencias, las prácticas y reglamentaciones para beneficiar a los canales y diarios oficialistas y perjudicar a los opositores, fueron algunas de las características de este modelo de comunicación impulsado por el chavismo y exportado al resto del continente.
En la Argentina, Néstor Kirchner inauguró una nueva era de conflictos entre el gobierno y los medios de comunicación. Impregnado por un clima de época que hacía de las guerras con los medios la consigna de la hora, heredero de una tradición que venía desde el primer peronismo y que tuvo en la pelea con la prensa una de sus principales banderas y envalentonado por la propia experiencia mientras fue gobernador de Santa Cruz, Kirchner llevó adelante una disputa por la mediación que instaló, en la agenda pública de temas, la discusión sobre el rol de los medios masivos en la sociedad argentina.
Con defensores y detractores, Kirchner logró poner en tela de juicio la legitimidad de algunos medios como mediadores naturales entre el poder político y la ciudadanía. En sus discursos públicos, cuestionó el accionar de empresas y periodistas a quienes ubicó del lado de los opositores. Los acusó de desvirtuar la realidad, de constituirse en actores políticos sin que nadie los haya votado y de esconder sus verdaderos intereses. Más adelante, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner llevó estas ideas a sus máximas consecuencias con el impulso de una nueva ley de servicios de comunicación audiovisual.
Entre tanto, la televisión argentina vio nacer nuevos géneros que incluían programas especialmente destinados a deconstruir los mensajes de los medios. El emblemático 6,7,8 es el producto más representativo de este formato, que con su división en dos entre el “mundo real” y el “mundo virtual” comenzó a dar un curso diario de semiología a los televidentes. Más allá de su alcance, se trataba de la primera vez que ciertas discusiones salían de las facultades de ciencias sociales y se trasladaban al gran público. Otros programas, oficialistas y opositores, tomaron la posta. Y la popularización del eslogan “Clarín miente” hizo el resto: pocos quedaron ajenos a la convicción de que todos los días, por todos los canales, se libran batallas por la interpretación de la realidad.
La consecuencia fue una sofisticación del público televidente. Las conversaciones durante el almuerzo con compañeros de trabajo, en el taxi, la peluquería o en los asados familiares, pueden girar hoy en torno a las visiones encontradas sobre un mismo tema que realizan medios con distinta orientación editorial. Algo impensable diez años atrás.
Este fenómeno se ve potenciado, a su vez, por el nuevo papel de los medios digitales, que van a contramano de la unidireccionalidad entre los emisores y los receptores de los medios tradicionales y permiten un ida y vuelta en el que potencialmente todos tenemos voz.
Es ya un clásico el libro de Richard Sennett “El declive del hombre público”, que relata la transición entre una época en la que los ciudadanos debatían de manera pública las cuestiones de interés común, y una etapa en la que el acontecer político se encuentra signado por el predominio de la vida privada, los intereses individuales, narcisistas y frívolos.
Parafraseando a Sennett asistimos, tal vez, al declive del hombre mediático. De ese ser pasivo que describían los posmodernistas, anestesiado ante los estímulos televisivos y desencantado de la política, se pasa a un televidente cada vez más crítico, que utiliza los medios digitales para hacer escuchar sus ideas y que no se deja engañar tan fácilmente por envoltorios marketineros.
La campaña por las elecciones de 2015 encierra un desafío enorme para los asesores de los candidatos. La televisión seguirá siendo el medio estrella durante el próximo año. Pero sus códigos y lógicas están mutando todo el tiempo. Los políticos tendrán que medir muy bien y con nuevas categorías la conveniencia o no de asistir a un programa de televisión. Hace relativamente poco tiempo, en las elecciones de 2009, un candidato como Francisco De Narvaez salió fortalecido por la participación en el programa de Marcelo Tinelli. Pero mucha agua ha pasado debajo del puente seis años después y los televidentes no son los de antes. ¿Qué tanto rédito político le dará a Martín Insaurralde aparecer en ese mismo espacio?
Los candidatos deberán jugar de manera paralela en otras lides, como los medios digitales, de los que ya ninguno puede resultar ajeno. En ellos, la demanda de inmediatez y de autenticidad deja a los políticos cada vez más expuestos. De la emoción de las imágenes, se vuelve a la razón de las palabras, aunque se restrinjan a 140 caracteres. Y, sobre todo, a la respuesta no mediada de los ciudadanos.
Si en 1960 a John F. Kennedy le alcanzó con un buen maquillaje y la correcta elección del color del traje para derrotar a Richard Nixon en el primer debate televisado de la historia, en la Argentina de 2015 los gurúes deberán contemplar una infinidad de variables. Mientras tanto, los ciudadanos podrán participar de manera activa a lo largo de toda la campaña y no sólo con su voto el día de la elección. ¿Será el tiempo del declive del hombre mediático y del regreso del hombre público?