Es jueves 27 de septiembre, son las cuatro de la tarde, y los estudiantes de 34 escuelas secundarias tomadas de la Ciudad de Buenos Aires marchan por la calle Montevideo. Se juntaron en el Palacio Pizzurno, sede del Ministerio de Educación de la Nación. Llevan banderas de centros de estudiantes. Son tres cuadras repletas de adolescentes que desde hace varios días se alimentan a arroz y fideos. Los acompañan padres y profesores. Alguien arriesga un número: 5 mil personas. Suenan bombos y redoblantes. Toman por Diagonal Norte y llegan al Bajo. Se plantan sobre la calle Paseo Colón, frente al Ministerio de Educación de la ciudad. Las puertas están cerradas, sin vallar. Dicen que el ministro Esteban Bullrich está de vacaciones. Los estudiantes hacen una asamblea. Deciden: la toma, que en algunos colegios ya lleva once días, continúa y se suman más colegios. Seguirán con festivales culturales y abrazos comunitarios. Reclaman ser escuchados. Quieren participar de las discusiones por los contenidos de las currículas. Son estudiantes de escuelas técnicas y bachilleres. Para muchos es su primera toma, su primera marcha, su iniciación política. Dicen que les quitaron materias, que les están vaciando de contenido sus especializaciones. Que se devaluarán sus títulos. Y que nadie, nunca, los consultó.
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Es lunes 24, feriado nacional, y por la cuadra del Normal 8 del barrio de San Cristóbal, en el sur de la ciudad, no camina nadie. La escuela está detrás de las rejas y las rejas detrás de afiches y cartulinas con inscripciones en marcador negro. Uno dice: La educación pública está en problemas. El “pro” en imprenta y subrayado. No hay banderas ni afiches de La Cámpora, la agrupación política que nuclea a la juventud kirchnerista.
Hay que tocar timbre. Aparecen dos chicas; después otras dos chicas y un chico. Él, Martín, 50 kilos vestido, bigote, con la vista fija al frente, dice que no dejan pasar a todos los medios porque hay algunos que van con mala onda. Pronto, Martín es Toti, y las chicas, Giselle y La Florencia. Se ríen cuando dicen La Florencia. Son el presidente, la tesorera y la coordinadora del turno tarde del centro de estudiantes. Como ellos tres, muchos de los estudiantes que tomaron las escuelas quizás puedan votar en las elecciones legislativas del 2013, en caso de prosperar el proyecto del gobierno nacional que permitiría sufragar a los jóvenes a partir de los 16 años.
En la recepción, una pequeña sala donde duerme un estudiante, toman nota del nombre y apellido de la persona que entra. El edificio del colegio tiene más de 100 años y es así de bello. En la galería, debajo de los aleros, hay bancos, pupitres escritos, la bandera del centro de estudiantes. No son muchos ni hacen mucho ruido: hablan, miran, siguen hablando.
Toti dice que él, a pesar de ser el presidente del centro, no propuso tomar el colegio: “Acá hay bases; la toma del colegio la tiraron las bases, y eso me parece genial”. La toma se decidió el martes 18 de septiembre en el gimnasio, bajo la lluvia, porque los techos están rotos. La votación fue ajustada: hubo 200 votos en contra. Los que se opusieron argumentaron que no van a tener tiempo de levantar las notas y que se van a perder los torneos de vóley y hándbol. “Dejaron de lado la lucha por cuestiones personales”, dice Giselle, la abanderada del colegio.
Pasando la puerta más pesada del mundo, un salón enorme donde, se supone, no se puede estar. Toti no se inmuta: “Tomamos el colegio, no un 30 por ciento del colegio”. Es la primera vez que Toti se presenta en listas y ganó; hasta entonces, fue el calladito de la escuela. “Todos decían: ‘¿Ése va a ser el presidente del centro de estudiantes?’ Y nos tapó la boca a todos”, se ríe Giselle y vuelve a decir que tiene hambre.
En el salón hay una vitrina con trofeos de vóley y hándbol:
–¿Y ustedes juegan a algo?
–No.
–Hacen política.
–Todo lo que hacemos es política.
En cuarto año, los alumnos del Normal eligen entre 4 bachilleres: común, biológico, pedagógico y físico-matemático. Las reforma curricular que quiere imponer el gobierno de Mauricio Macri, afectaría sobre todo a estos últimos, además de que disminuiría la carga horaria de la especialidad de 1400 a 700 horas. “Hay un claro golpe al fuerte de cada escuela”, dice Toti. Habla con la seguridad de los que saben de qué están hablando. Llevan varios días informándose, preguntando, discutiendo. Los estudiantes del Normal dicen: el intento de reforma de las currículas, la llamada “homologación”, va más allá de los contenidos específicos. Que lo que se busca, en el fondo, es intentar privatizar parte de la educación pública.
La homologación es una exigencia de la ley de educación actual y su objetivo es que los títulos de los egresados tengan validez a nivel nacional y no solo en la jurisdicción en la que se recibieron. Como la educación continúa descentralizada, la Nación sólo establece que las reformas deben realizarse para adecuar los títulos, pero deja la potestad de fijar los contenidos de esas reformas librada al “azar” de cada jurisdicción. Los jóvenes cuestionan, entonces, no el espíritu de la homologación en sí, sino que la misma sea una “excusa” del Gobierno de la Ciudad para desplazar contenidos indispensables de su formación, devaluando así la calidad de sus títulos.
Portazo.
–Chicos, tengan piedad con la puerta.
–Pero siempre se cierra así.
–Ya lo sé, pero acompañala.
“Yo creo que en cierto modo subestimaron el poder de las escuelas”, dice Giselle, y sin darse cuenta, resume el espíritu con el que se manejaron siempre las burocracias estatales en general, y los directivos educativos en particular: tomando decisiones de carácter fundamental, sin consultar a las bases. “Y lo que ellos no sabían es que había un movimiento independiente que se estaba gestando mientras tanto”, cierra la idea Toti.
El lunes 17 de septiembre, estudiantes de la Escuela Técnica 27 de Montecastro, un barrio del oeste porteño, casi en el límite con el Conurbano, votaron a favor de la toma del colegio, en rechazo a las reformas curriculares que quiere imponer el gobierno de Macri. Sus exigencias: participar del debate que decidirá las reformas, cuyo objetivo es homologar los títulos para que tengan validez nacional.
El Fader es una de las escuelas técnicas tomadas. Las técnicas tienen orientaciones en química, electromecánica, eléctrica, computación, mecánica, automotores, construcciones.
El colegio es un cuadrado de cemento inmenso. Se hizo de noche y hace frío. Hay adultos en la puerta, griterío: son muchos, muchísimos. En la entrada, a la izquierda, una hilera de pupitres hace de mesa de recepción. Hay pilas de cuadernos color rosa: son los de comunicaciones. Cada alumno que entra, lo deja; al salir, se lo lleva. Es para tener un control sobre quién entra y quién sale. A la Técnica 27 sólo entran los alumnos; se decidió eso por votación porque así les dijeron: mayor que pone un pie en la escuela, mayor que se hace cargo de los menores que están adentro. Todos los espacios del colegio son muy amplios: el comedor, el patio, las aulas; los laboratorios, no se sabe: esa parte –es un colegio de química– está bajo llave.
Natalia tiene ojos claros, piel blanca, voz suave. Por momentos tose. Es la primera vez que la 27 está tomada. En la escuela no hay siquiera centro de estudiantes. Natalia cuenta cómo se organizaron: primero, formaron la agrupación Técnicos Autoconvocados, ya que en principio las reformas sólo los afectarían a ellos; después, cuando la medida se extendió a los bachilleres y comerciales, unieron fuerzas. Aprendieron a dividir tareas: tienen una comisión de seguridad, encargada de controlar quién entra y quién sale, y hace rondas de noche “para cuidar que todo esté tranquilo”. La comisión de comida tiene la misión de abastecer de alimentos, que no es lo mismo que cocinar siempre. La de prensa habla con los periodistas, compra los diarios, se mantiene en contacto con los demás colegios. La de actividades: “son los chicos que se encargan de que siempre haya algo para hacer”, dice Natalia, que está aprendiendo a hacer macramé, pero no parece entusiasmada.
En marzo, los alumnos de la 27 se enteraron de que el gobierno nacional había bajado un marco de homologación de títulos secundarios, que cada provincia implementaría a su manera. “Acá el gobierno de Macri hizo las currículas sin consultarnos a nosotros; nosotros nos enteramos cuando ya estaban los planes armados y ya se había decidido que se iban a implementar así el año que viene”.
–¿Qué les sacan?
–Básicamente, lo más importante de cada especialidad, o lo eliminan o le reducen horas. Desparece laboratorio, física…
–¿Qué les ponen?
–Economía, arte, literatura, cívica.
Los chicos hicieron movilizaciones, petitorios, se reunieron con los asesores del ministro: “Lo único que contestaban era ‘estamos trabajando, estamos trabajando’; no decían cómo estaban trabajando, con quién estaban trabajando”. La conclusión que sacan los estudiantes es simple: lo que no aprendan en el secundario, tendrán que ir a aprenderlo a otra parte. A una escuela privada.
La homologación exige una equis cantidad de horas cátedra que supondría la extensión del turno noche –el de los que estudian y trabajan– unas 2 horas: en lugar de arrancar 6 y media, arrancaría a las 4 y media. Conclusión: superpoblación de 4 y media a 6 y media, y cierre eventual del turno noche.
Los estudiantes quieren que sean los profesores los que armen los planes de estudio, porque son ellos los que trabajan a diario con esos planes, y quieren, ellos también, “opinar y estar ahí cuando se debata”. No están pidiendo ser los únicos en opinar y decidir: están pidiendo que lo hagan personas competentes –formadas- para hacerlo. La prórroga que se firmó, que supuestamente suspende la aplicación de la reforma curricular hasta 2014 y abre un período de debate durante 2013, no incluye a los colegios técnicos.
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Una ubicación extraña para una escuela extraña. La Escuela Técnica Fernando Fader está en un pasaje llamado La Porteña, en el barrio de Flores. En la entrada, un perro de cemento tiene una bufanda enroscada en el cuello. Hay tres chicas en la mesa de recepción. Un chico y una chica en la escalera de madera. Un chico sentado a un costado. Pasa uno. Sale otro. Entran dos más, dicen su división. Son las 3 de la tarde y el Fader, una mini ciudad antigua, de paredes dibujadas, está en plena actividad. Los habitantes son todos jóvenes y se manejan en skate. Están desparramados, como en distintos barrios. Los piercings y las rastas no pasan de moda.
Ernesto tiene 17 años y es la calma en persona. Usa un jogging gris, zapatillas, dos buzos. Renguea: se lesionó jugando al fútbol. El Fader, cuenta Ernesto, tiene tres especialidades: artesanías aplicadas, diseño de interiores y publicidad. Las dos primeras son únicas en Latinoamérica. La primera es directamente una reliquia: les enseñan grabado, encuadernación y a trabajar el metal. Ernesto entró al colegio en 2010 –antes estudiaba en el Juan B. Justo– y eran 42 inscriptos en la misma especialidad. “O sea que podrían haber dividido en dos cursos, siendo que hay egresados del Fader que podrían enseñar”. Pero no. Ernesto se tuvo que anotar en publicidad. “Claramente artesanías aplicadas es la más atacada porque es la que menos rédito comercial puede generar y porque es la especialidad más estigmatizada”.
–¿En qué sentido estigmatizada?
–En que somos todos hippies que fuman porro; en el sentido más mala leche, por así decirlo.
Con las modificaciones en la currícula que quiere imponer el gobierno de Macri, a los estudiantes del Fader, escuela artístico-técnica, si se quiere, les sacarían dibujo técnico del ciclo básico; es decir, una materia troncal, básica, fundamental. De implementarse las reformas, los alumnos egresarían con menos puntos –se reciben con 6, que ya es poco–, que son los que los habilitan para enseñar tecnología y plástica. En resumen: a los alumnos del Fader, los cambios de currícula, además de disminuirles la calidad de su formación, les quitan posibilidades de inserción laboral. A los alumnos del Fader les quitan posibilidades de trabajar de maestros.
La participación de los adultos en el Fader está polarizada: por un lado, los docentes que se acercan a dar clases y talleres; y por otro, directivos que están a favor del cambio de currículas. “Existen muchas irregularidades a nivel institucional”, dice Ernesto. “La rectora ha dicho abiertamente que le daba lo mismo trabajar de barrendera si el sueldo era el mismo”. Evidentemente no hay una única mirada adulta sobre el conflicto. Están quienes, amparados en la necesidad de resguardar el orden, la norma o sus propios intereses personales –el ejemplo del sueldo de la rectora habla por sí solo–; y los adultos que no solo apoyan la lucha sino que alientan la participación política de los jóvenes, interpretando que es tan necesaria como legítima. Estos grupos de adultos, más abiertos, menos temerosos, están con ellos para respaldar la medida.
Ernesto quiere estudiar bellas artes y sociología, “además de trabajar”, agrega después. Renguea hasta la puerta; el chico que estaba sentado a un costado sigue ahí. Prendió un cigarrillo. Ernesto le dice que no se puede, y antes de apagarlo contra la pared, el chico le da una última pitada.
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La mesa de recepción en el Nacional 17 de Caballito está a la derecha. La atienden chicos y chicas que ríen, que tienen el colegio para ellos solos. El informante es Jona y hay que buscarlo. El lugar luce a sobremesa, se oye cumbia, hay que devolver una pelota, esquivar un skate, llegar al patio y ver: un partido de vóley a la derecha; uno de fútbol a la izquierda. Hasta que aparece Jona, 19 años, cuerpo diminuto. En la sala de profesores, dos chicas tocan la guitarra. Se van. En un rincón hay un colchón enrollado, bolsas de dormir, frazadas, mochilas, aislantes. Entra un chico con una mochila, una bolsa de dormir, un aislante. Deja todo, se va.
Jona repite la palabra estigmas dos veces en una misma respuesta, así:
–¿A qué creés que se debe que el conflicto esté teniendo tanta repercusión mediática?
–Como movimiento secundario estamos rompiendo con un montón de estigmas y nos estamos haciendo ver cada vez más. Porque nosotros no empezamos a pelear en 2012, sino en 2008. Y cada vez fuimos por un poco más, un poco más. Y eso ayuda a que se vayan rompiendo estigmas, a que la sociedad se acostumbre a que existan jóvenes que se organizan y discuten sobre las problemáticas de la educación pública.
–¿Qué tipo de estigmas decís que se están rompiendo?
–Uno muy fulero que es el tema de que los jóvenes no estamos capacitados para discutir, o que somos unos vagos, fuma porro, que tomamos el colegio para no tener clases. Y nosotros, mostrando que estamos discutiendo por la educación que queremos, creo que es un paso cualitativo gigantesco.
El lunes, en Clarín, el diario de mayor tirada del país, se publicó un artículo firmado por Gustavo Fabián Iaies, especialista en educación y director de la Fundación Cepp, en el que el autor se preguntaba: “¿Cómo llegamos a esto? ¿Cuándo les dijimos que las normas se podían negociar y que el orden social podía adaptarse a sus estilos particulares, visiones, ideas?”. El estereotipo de los jóvenes como sujetos carentes, incompetentes, necesitados de un adulto que los guíe pero que también les imponga la norma, atrasa unos, digamos, 60 años. Esa pregunta se la podría hacer, por ejemplo, Don Draper en Mad Men: hombres –hombres, claro– preocupados por sostener un orden social a cualquier costo mientras sus mujeres se masturban sentadas en un lavarropas.
Es delicado. Porque las formas de representación –lo que se dice de–compromete la forma en que aquellos de quienes se habla –en este caso, adolescentes, estudiantes de escuelas públicas– se representan a sí mismos, e incluso puede influir en sus prácticas. Que, al contrario, los chicos estén bien parados frente a esos discursos estigmatizantes, es lo que subleva y molesta a políticos como Macri, a presentadores de noticias como Eduardo Feinmann, o especialistas en educación que se anclaron en los ‘60. Ya se sabe: las generaciones más viejas siempre pretenden seguir detentando el poder de decir qué es lo legítimo o lo ilegítimo, qué está bien o mal, durante la mayor cantidad de tiempo posible. Entonces, cuando aparecen adolescentes formados, informados, atentos, desafiantes, lo que los más viejos sienten es, ni más ni menos, que les están disputando ese poder.
Disputa poder Jona, con varias marchas encima, y disputan poder los estudiantes de la Técnica 27 que hacen su primera toma.
–¿Cómo empezaste a vincularte con la política?
–Ya por la historia del Nacional 17. Acá viene gente con padres que son medios politizados y demás; muchos padres que nos visitaron nos dijeron que habían participado del primer centro de estudiantes.
La sucesión generacional, entonces, no siempre se da en términos de conflicto, sino que la transmisión de conocimientos también puede darse con el aprendizaje, con la participación de distintas generaciones a favor de una causa común.
Pero Jona también le da crédito a Macri. “También ayudó el macrismo; nos ayudó como movimiento secundario organizado, porque tuvimos que abrir todo tipo de discusiones, desde becas y viandas, a reformas edilicias, y ahora los contenidos de las currículas”.
–O sea que el macrismo a ustedes les sirvió para politizarse.
–Exactamente.
Jona fue uno de los impulsores de la creación del CEB, la Coordinadora de Estudiantes de Base, que nuclea los colegios tomados. Antes existían la CUES (Coordinadora Unificada de Estudiantes Secundarios) y la FES (Federación de Estudiantes Secundarios) que, dice, sufrían malos manejos “por parte de personalismos y partidismos”. La idea de crear una alternativa independiente surgió para hacerle frente a los cambios de currícula que se “veían venir” por el conflicto con los técnicos: “La CEB, como es una coordinadora, es horizontal, y se maneja por mandato de base, que es la elección de todo el cuerpo estudiantil de un colegio”.
–¿Qué es lo que reclaman específicamente?
–Que nos reciba el ministro Bullrich. Queremos participación en la elaboración de las currículas. Creemos que como somos nosotros los que estamos 5 días a la semana en la escuela, tenemos derecho a participar activamente en una discusión democrática de cómo queremos nuestra educación pública para el día de mañana. Yo no voy a vivir ese cambio curricular, pero sí mis hermanos, o mis hijos, o los que vengan.
–¿Cómo se aprende a hacer una toma?
–Con errores. Insistiendo. Mientras más caradura sos, y más insistente sos, más lográs. Y mientras más te equivocás, más aprendés. Es muy dinámico el movimiento secundario así que siempre hay algún contacto con alguien que en los ‘90 tomó el colegio, y así se va socializando la información.
En un rincón hay frutas que ya no pueden comerse.
–Se les están hongueando las naranjas.
–No se puede estar en todo.