Ensayo

Reforma constitucional chilena


El apagón y un puñado de estrellas

Una familia insulta frente a la TV a los milicos chilenos, alguien brinda en la sala de espera tras el nacimiento de un primer hijo y unos ojos se posan en la constelación de Aries. En la autoficción, para ir de la memoria íntima a la colectiva, hay un solo paso: tener el lenguaje a flor de piel. ¿Cuáles son los ecos de la dictadura en la subjetividad chilena? “El mejor y más brillante instrumento que ideó para la proyección del régimen en el tiempo fue la constitución de 1980 que rige al país hasta el día de hoy. Una constitución llena de reglas tramposas que tienen por objetivo limitar cualquier cambio, obstruir cualquier fuga, cualquier movimiento de escape”, dice la escritora y actriz Nona Fernández, que será una de las talleristas del Laboratorio de No Ficción Creativa.

El 5 de octubre de 1988 mi madre y mi abuela se levantaron muy temprano para ir a votar. Era el esperado día del plebiscito nacional. En él se decidiría si Augusto Pinochet continuaba en el poder o si se llamaba a elecciones presidenciales. La constitución redactada por los militares, que regía y sigue rigiendo al país, estipulaba que se haría una consulta pública con dos únicas opciones: el Sí y el No. Si ganaba el Sí y se aprobaba el candidato propuesto por los militares, Augusto Pinochet se daría por electo y seguiría en el cargo de presidente de la república por ocho años más. Luego se convocaría a elecciones de senadores y diputados, mientras la Junta de Gobierno seguiría ejerciendo la función legislativa hasta la configuración del Congreso Nacional. Si ganaba la opción No y no se aprobaba el candidato propuesto por los militares, el periodo presidencial de Augusto Pinochet se prorrogaría por sólo un año más, al igual que las funciones de la Junta de Gobierno. Antes de que ese plazo venciera se debía convocar a elecciones de presidente de la república y de parlamentarios.

Por alguna razón mi madre y mi abuela, en plena dictadura, creían en la legitimidad de ese plebiscito. Tenían la convicción de que estaban dadas las condiciones para acabar con todos esos años de horror y estupidez en las urnas. No eran las únicas, gran parte del país lo creía. Para este plebiscito se abrieron los registros electorales y los partidos políticos volvieron a la legalidad. Nació la Concertación de Partidos por el No, con diecisiete partidos llamando a votar. Por primera vez hubo franjas televisivas para ambas posiciones políticas y se pudo ver a rostros internacionales apoyando la opción del No. Sting, Jane Fonda, Cristopher Reeve, aparecieron en la pantalla del televisor, en el corazón de cada casa, diciéndonos que era posible, que lo hiciéramos, que no estábamos solos, que los ojos del mundo protegían esta insólita posibilidad de salida que los mismos militares nos brindaban. Y pese a que hubo un inquietante apagón la noche anterior, pese a los rumores de cancelación del plebiscito y a la tremenda ansiedad que no las dejó dormir bien y las hizo trajinar por el pasillo con velas y tazas de té durante horas, a las ocho de la mañana mi madre y mi abuela ya estaban listas para ir a votar. 

Mi abuela se vistió como para ir a una ceremonia. Eligió el vestido de lino azul que ocupaba para los cumpleaños y el abrigo de lanilla que aún no se apolillaba en su armario. El gesto más decidor de su atuendo, lo que mejor develaba la importancia de esa mañana, fue la ausencia de su delantal amarrado a la cintura. Podría contar con los dedos de una mano las veces que la vi así. Tenía ochenta años, la misma edad que cumplirá mi madre dentro de poco, pero sus piernas estaban enfermas y le costaba mucho caminar. Ese problema no le impidió ir al Estadio Nacional, específicamente a la mesa número catorce, para hacer la fila de espera, conversar con el resto de las mujeres, entregar su cédula de identidad, firmar todo lo que había que firmar, y luego entrar a la cabina a marcar su voto secreto como haría cada vez que hubo elecciones. Ese día de octubre así lo hizo. Votó: No.

Yo tenía diecisiete años. Aunque lo hubiera querido no podía participar. Esa mañana las vi salir y recordé la vez anterior que mi madre y mi abuela habían votado. Había sido hace bastante, en 1980, cuando la dictadura había llamado a otro plebiscito, esa vez para ratificar la nueva constitución que acababan de redactar. Cuando llegó el golpe militar fue suspendido el uso de la constitución anterior y se quiso generar una nueva institucionalidad partiendo de cero. Para eso se creó una comisión que prepararía un proyecto. Luego de años de trabajo ese texto fue sometido a la opinión de la ciudadanía el 11 de septiembre de 1980, día en que mi madre y mi abuela, también muy arregladas, partieron temprano a votar. 

A diferencia de lo que ocurriría ocho años después, en esa oportunidad no iban entusiasmadas. Las recuerdo molestas, reclamando por todo. No había registros electorales, no había legalidad para los partidos políticos, la oposición era reprimida y, por supuesto, no había franjas de debate televisivo ni radial para quienes tuvieran una opinión distinta a la del régimen. El voto se regulaba únicamente con un adhesivo en la cédula de identidad y con una marca de tinta en el pulgar de cada votante, lo que permitía sacar el adhesivo, limpiarse el dedo, e ir a votar cuantas veces se quisiera. Mi madre y mi abuela llegaron de la votación riéndose de lo irregular del proceso, de lo estúpido de todo. Un show, decían, un montaje más de los milicos para calmar la inquieta mirada internacional. 

La constitución de 1980 fue aprobada por una amplia mayoría. Tan ridículamente amplia que mi madre y mi abuela se reían frente al televisor cuando dieron los cómputos finales. Era un chiste, decían, una ilegitimidad tan grotesca y burda, que sólo les quedaba reír. 

Bajo las leyes de ese chiste es que en 1988 se organizó el siguiente plebiscito nacional. Esa votación era un hito importante en el diseño que la dictadura había dispuesto para la transición a la democracia. Algunos de mis jóvenes amigos no votarían. Les parecía una burla imaginar un paso a la democracia jugando con las leyes dictatoriales. Algunas de mis jóvenes amigas se reían de la ingenuidad, decían que la dictadura jamás iba a respetar un resultado que no fuera favorable a los militares. Y que si llegaban a hacerlo, si de verdad aceptaban la opción de ir a elecciones, lo que se vendría sería la consolidación de un sistema que se legitimaría en la democracia, pero que continuaría con el mismo espíritu dictatorial agudizando más las diferencias. Post dictadura, vaticinaban. Otras y otros hablaban de que era una salida que había que aprovechar. Que los viejos demócratas sabían mejor que nosotros de esto, que por eso aceptaban esta opción que daban los milicos, que confiáramos, que no fuéramos aguafiestas, que había que dejarlos actuar y no poner problemas. A mis diecisiete años no tuve posibilidad de tomar una opción. Sencillamente no tenía edad para votar. Eso, a la luz del tiempo, es un dato que me exculpa, pero no me tranquiliza. 

Hoy, treinta años después de aquel plebiscito, mi hijo es invitado por el centro de alumnos y por el departamento de Historia de su colegio para escribir una reflexión que será leída a modo de discurso en un acto de conmemoración del 5 de octubre. Mi hijo es un apasionado de la Historia de Chile, sus profesores del ramo cuentan con toda su admiración, así es que acepta feliz el reto. Tiene diecisiete años, la misma edad que yo tenía cuando no voté.  

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La constelación de Aries es la primera del zodiaco y está compuesta por ochenta y seis estrellas. La más brillante de todas se llama Hamal, una gigante naranja quince veces más grande que el sol y de la cual orbita un planeta a su alrededor. Si usamos la imaginación podremos ver con voluntad que esas ochenta y seis estrellas trazan en el cielo la silueta de un carnero. En el mito griego ese carnero no es cualquiera, es nada más ni nada menos que el iluminado Vellocino de oro. 

Leo un manual astrológico y busco información sobre el signo de Aries. Lo que encuentro habla de personas entusiastas e impulsivas, llenas de energía y pasión, capaces de modificar el presente y de renovar las energías de su entorno. Poseen la facultad de seducir a los demás en la tarea de romper límites para que la vida pueda avanzar y desarrollarse. Su elemento es el fuego que ilumina y transforma. Son los artesanos del futuro, los que van abriendo camino, los que trazan los nuevos comienzos. Como primer signo zodiacal su energía se asocia a la de la temprana juventud, termino de leer.

Una tarde de abril del 2001, mientras el sol, nuestra estrella madre, pasaba aparentemente por la constelación de Aries, quizá por algún pedazo del cacho izquierdo del carnero, por un rincón de su brillante cola, o por algún centímetro dorado de su pelaje iluminador, mi hijo llegó al mundo. Por supuesto él no recuerda nada de ese momento. Sólo tiene mi relato, el de su padre, y el de todas las personas que estaban ese día esperándolo. Mi madre, mis suegros, algunas tías, varias amigas y un par de sobrinos. Mientras él asomaba su cabeza en el mundo y daba el grito inaugural, una botella de champaña se descorchaba en la sala de espera. Tal como había ocurrido en mi sueño, con un gran brindis se celebró su llegada y se le deseó la mejor de las vidas.   

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Hablar del 5 de octubre y del No es hablar de muchas cosas. Tal vez demasiadas. Imposible hacerlo sin mencionar lo que pasó durante la dictadura. Lo que ocurrió durante el gobierno anterior, la Unidad Popular. Lo que se ganó en la Transición, lo que se perdió en la Transición. Lo que lograron nuestros padres y abuelos en esta democracia. Lo que nos fallaron nuestros padres y abuelos en esta democracia. 

Les debemos tanto y tanto nos deben. 

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Jaime Guzmán fue un importante colaborador de Augusto Pinochet. Joven y brillante abogado, desde los inicios del régimen se perfiló como uno de sus principales ideólogos y defensores. No ejerció ningún cargo de autoridad, pero operó siempre desde las sombras como asesor y consejero de la Junta Militar. Tempranamente fue convocado a participar de la comisión que se haría cargo de elaborar el proyecto de la nueva constitución que, en 1980, mi abuela y mi madre saldrían temprano, arregladas y molestas, a votar. En este organismo el joven Guzmán se transformó en una especie de padre espiritual que plasmó su mirada conservadora del mundo en la redacción de la ley. Su temor a la libertad de prensa, al derecho de reunión, su negativa al aborto, al divorcio, a las orientaciones sexuales distintas, su relativización de los derechos humanos, su defensa de la familia tradicional como baluarte de la sociedad occidental, su resguardo extremo a la propiedad privada, a la libre empresa y al capitalismo, son parte del espíritu de nuestro ordenamiento jurídico y por lo tanto de nuestro quehacer diario. 

Cada vez que aparecía en alguna imagen del televisor mi madre y mi abuela le gritaban insultos. No importaba si estábamos comiendo o si había visitas, los garabatos iban y venían, muchas veces acompañados del paño de cocina que volaba con furia hasta la pantalla desde las manos de mi abuela. Su apariencia era extraña. Su manera de hablar demasiado correcta. Pero pese a las excentricidades que yo percibía en él, mi mente infantil no lograba comprender el malestar iracundo de mi madre y mi abuela. 

Guzmán fue el intelectual más importante de la dictadura chilena. Elaboró su justificación, los argumentos para su defensa y la manera de proyectarla políticamente en el tiempo. Instó a los militares a permanecer en el poder, a no hacer de su intervención un hecho breve y quirúrgico. Admitió las violaciones a los derechos humanos explicando que eran excepcionales, transitorias y necesarias en una situación de emergencia como la que vivió el país durante diecisiete largos años. El éxito del proyecto estaría basado en la energía y la dureza del régimen, es por eso que la dictadura no podía transformarse en una dictablanda, así dijo. Para defender esta postura construyó un argumento que le permitió trasladar la responsabilidad de los atropellos a los derechos humanos al gobierno anterior. Guzmán habló de una supuesta guerra civil de la que habría sido responsable el gobierno de Salvador Allende, y declaró que el quiebre democrático había ocurrido antes del golpe militar de 1973. En esta lógica los militares habrían actuado respondiendo a la ofensiva del gobierno de Salvador Allende que encaminaba al país a un supuesto totalitarismo marxista, así lo expresaba. En esa fantasía de enfrentamiento bélico, en ese delirio de combate que nunca existió, parecían justificables los caricaturescos consejos de guerra, los destierros, las ejecuciones, las torturas, los relegamientos, las prisiones eternas, los interrogatorios o los desaparecimientos de personas. Respaldado por este falso argumento de la guerra civil, Guzmán y el partido político que fundó, explicaron en democracia su participación y su respaldo incondicional al régimen cívico militar.  

Cuando niña pensaba que mi abuela y mi madre lo conocían personalmente. Creía que era algún pariente lejano, un vecino antiguo que les había hecho algo secreto, un acto terrible y oscuro que justificaba ese odio lanzado al televisor. Con el tiempo entendí que no estaba tan errada y que efectivamente Guzmán, al que nunca mi abuela y mi madre vieron en persona, había interferido no sólo en sus vidas, sino en todas las vidas del resto de las personas del país, incluyendo la mía. Incluyendo la de mi hijo. Tan radical era esa intervención que, cuando logré comprenderla, yo misma me uní al rito familiar. Ahí estuve, gritando y lanzando paños de cocina al televisor, hasta el día en que Guzmán murió asesinado en la puerta de la universidad donde yo estudiaba. 

El mejor y más brillante instrumento que ideó para la proyección del régimen en el tiempo fue la constitución de 1980 que rige al país hasta el día de hoy. Una constitución llena de reglas tramposas que tienen por objetivo limitar cualquier cambio, obstruir cualquier fuga, cualquier movimiento de escape. Una constitución en la que, como ya dije, estaba estipulada la transición a la democracia tal cual como la vivimos. O para ser justos, de manera muy similar, con el plebiscito que se realizó el 5 de octubre y las posteriores elecciones presidenciales y parlamentarias donde el dictador Augusto Pinochet tendría un lugar vitalicio en el Senado, cuando quisiera abandonar la comandancia en jefe del ejército. 

Consciente de este hilo de la historia nacional y heredero de aquel rito de los insultos frente a la cara televisiva de Guzmán, mi hijo escribió su discurso para el aniversario del 5 de octubre y lo presentó a sus compañeros del centro de alumnos. 

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Durante la dictadura los chilenos no podían expresar sus ideas si eran distintas a las del régimen. Durante la dictadura la gente no podía ejercer públicamente su condición sexual si era diferente a la validada por el régimen. Durante la dictadura la gente tenía miedo de escuchar una canción de protesta o de comprar una revista de oposición. Durante aquellos años mataron, torturaron e hicieron sufrir a miles de chilenos por el simple hecho de pensar distinto.

Hoy, gracias al 5 de octubre y al No, como jóvenes podemos expresar nuestras opiniones en libertad. Podemos manifestar nuestras opciones sexuales diversas, nuestras aficiones, nuestro pensamiento político, sin temor a que nos pueda pasar algo. Gracias al No podemos votar, podemos elegir a nuestros gobernantes, podemos ser parte de los procesos democráticos. Podemos marchar y expresar nuestras diferencias. 

Pero hablar del No no es una instancia para reflexionar sobre lo lejos que hemos llegado. Hablar del No es recordar y entender lo mucho que nos falta. 

Extracto del capítulo Aries, del ensayo literario Voyager 

(*) Agradecimientos a D que me prestó su escritura.