Ensayo

Mapa de las organizaciones de la derecha revisionista


El amor por la familia militar

Esposas de militares detenidos, jóvenes que buscan la “verdad completa”, descendientes que intentan conmover como “hijos” y “nietos”, abogados guiados por la camaradería o por el miedo: el mapa es amplio y heterogéneo. Victoria Villarruel es la cara más visible de un entramado que hoy tiene a varias de sus figuras en posiciones claves en el gobierno. No fue magia. Las políticas de la memoria de la democracia les ofrecieron un lenguaje para que muchos pasaran a la acción. ¿Qué piensan? ¿Quiénes son? ¿Cuáles son las internas y diferencias entre los defensores de la causa militar?

—Es brava, no sé si la conocés, pero es difícil tratar con ella. 

Lo dice un hombre de sesenta años, que vino al homenaje a las víctimas del terrorismo organizado en el Salón Dorado de Legislatura porteña. Habla de Victoria Villarruel. Cuando tenía diez, el hombre vio como un comando del ERP mató a su padre a la salida de misa. Por eso está aquí, en este encuentro organizado por la legisladora libertaria Rebeca Fleitas donde no fue convocada la vicepresidenta de la Nación. A los pocos días, Villarruel organizará su propio homenaje en el Senado de la Nación. Él, junto a otros familiares, no será invitado. 

Villarruel genera controversias dentro y fuera del mundo militar. No es familiar de víctimas de las organizaciones armadas pero hizo de esta causa un emprendimiento de memoria que la volvió conocida en el universo de las derechas y más allá. Tampoco forjó una trayectoria dentro de la política partidaria y hoy ostenta el segundo cargo público más importante de la Argentina. Al igual que otras mujeres que alcanzaron posiciones de poder en América Latina, llegó a ese lugar a partir de una retórica antifeminista, pero no tardó en ser blanco de los discursos machistas que su propia fuerza política y ella misma han propiciado. 

Hace años circula la tesis del millón de votos: la idea de que las FFAA pueden movilizar cientos de miles de votos con capacidad de incidir en los resultados electorales, si se cuenta a oficiales en actividad, retirados y familiares.

De Villarruel se dice que es fría, mala, calculadora y trepadora, todos adjetivos que se invocan para sexualizar su figura y su ascenso en la política. Antes del balotage se volvió viral un tik tok en el que un joven contaba cómo Villarruel había “escalado” posiciones a partir de mantener relaciones sexuales con oficiales de las fuerzas armadas. Algunos activistas de derecha dicen por lo bajo que su candidatura fue negociada a puertas cerradas entre Milei y el militar veterano de la guerra de Malvinas, Juan José Gómez Centurión, para asegurar la presencia del nacionalismo católico y militarista en la fórmula presidencial. 

La vicepresidenta, entonces, no habría llegado por motu proprio sino como resultado de un pacto entre varones. 

Pero también hay otros mitos entre los militares y la política que exceden la figura de la vicepresidenta. Hace años circula la tesis del millón de votos: la idea de que las FFAA pueden movilizar cientos de miles de votos con capacidad de incidir en los resultados electorales, si se cuenta a oficiales en actividad, retirados y familiares. La trama de liderazgos e instituciones afines al viejo poder militar es más amplia y heterogénea de lo que parece a simple vista. Villarruel es apenas una cara visible que llegó a la cima de la política, pero no todos se sienten representados por su figura. 

¿Quién es quién, entonces, en la gran familia militar?

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Al calor de las políticas de memoria y los juicios de lesa humanidad que reiniciaron durante el gobierno de Néstor Kirchner, cientos de militares y familiares comenzaron a organizarse. Ya había antecedentes de organización colectiva en los ‘70 y ‘80, pero nada tuvo la magnitud de lo que comenzó a tomar forma en 2003: jóvenes motivados por conocer la “verdad completa” en la voz de quienes ganaron la “guerra contra la subversión”; esposas de los detenidos que, desafiando el ethos reservado y austero que promueve la institución militar, sintieron la necesidad de hacer ruido en las calles en defensa de sus esposos y sus familias; descendientes de militares que buscaron conmover desde su lugar como “hijos” y “nietos”; abogados que vieron en los juicios un ultraje a los principios del derecho y se dispusieron a ayudar a los “presos políticos” desde su saber experto; militares que, un poco guiados por la camaradería que aprendieron en la formación militar y otro poco por el miedo a ser tocados por la justicia, procuraron ayudar a sus compañeros de armas ante lo que percibían como un “abandono total” de la institución militar que los formó; y por último, familiares de víctimas de organizaciones armadas de los 70 indignados ante una batería de políticas memoriales que, desde su perspectiva, celebraba la vida y la memoria de quienes habían asesinado a sus familiares. Todos ellos conformaron en la primera década del dos mil un entramado inédito en su extensión.

No fue magia. Hay condiciones objetivas que explican este despliegue. Mientras el Juicio a las Juntas se concentró en la máxima jerarquía militar, la reapertura de los juicios tuvo una punibilidad extendida a cuadros intermedios y bajos de las FFAA. Esto se tradujo en 1146 personas alcanzadas por el accionar judicial según datos de la secretaría de Derechos Humanos de la Nación, números que a su vez se multiplican en cientos de familiares, amigos y allegados afectados por el nuevo escenario judicial. El comentario “no solo está preso mi viejo sino toda la familia”, era una frase repetida entre los familiares directos para comunicar el sufrimiento.

“No solo está preso mi viejo sino toda la familia”, la frase repetida entre familiares para comunicar el sufrimiento.

En contraste con los cuatro meses en que se desarrolló el juicio del ‘85, aquí no se proyectó un límite temporal para la tramitación de causas. Sin un horizonte claro de finalización de los juicios y con un arco de responsabilidades ampliado, se generaron las condiciones para el desarrollo de un perdurable y extensivo movimiento de agrupaciones de civiles y militares retirados, que hoy tiene a varias de sus figuras ocupando posiciones claves en el gobierno de La Libertad Avanza, como la abogada y vicepresidenta de la Nación, Victoria Villarruel. O el politólogo, intelectual e influencer Agustín Laje, cuyos libros e ideas sobre la batalla cultural tienen importante gravitación entre el presidente Milei y todo el mundo libertario. 

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En el Salón Dorado de la Legislatura Porteña, donde la diputada Rebeca Fleitas organizó el acto para rendir homenaje a las “víctimas del terrorismo”, comienza a formarse una pequeña fila. La convocatoria no es masiva. En la entrada, un chico le pide el DNI a una mujer que ronda los 55 años, para verificar su nombre en la lista. Ella aguarda. Casi nadie la conoce. Los pocos jóvenes que asistieron al evento tampoco le piden fotos a quien supo ser la cara y voz de los militares condenados por crímenes de lesa humanidad. Cecilia Pando finalmente ingresa y se ubica en una de las últimas filas. 

La causa que hoy representa Pando no tiene el respaldo que esperaban algunos activistas del mundo militar cuando votaron, algo ilusionados, la fórmula de La Libertad Avanza. Hace unos días Javier Milei, presionado por la visita que hicieron diputados de su fuerza a militares y civiles detenidos en el penal de Ezeiza, debió aclarar: 

—Esa no es mi agenda

Las asociaciones de militares y familiares son diversas, pero en principio ese entramado se divide en dos. Por un lado, están las organizaciones que defienden a las personas juzgadas por su actuación en la dictadura. En sus nomenclaturas nunca falta el sintagma “preso político”: un término que usan para denunciar las condiciones presuntamente ilegales e irregulares bajo las cuales se han llevado a cabo los juicios. Dentro de este segmento, la Asociación de Familiares y Amigos de Presos Políticos en Argentina (AFyAPPA) supo hegemonizar esta causa en la primera década del 2000 porque su presidenta, Cecilia Pando, se volvió conocida por sus intervenciones incendiarias que incluyeron pintadas sobre los pañuelos blancos de la Plaza de Mayo y careos en persona a funcionarios de gobierno, empezando por el mismísimo Néstor Kirchner. El nombre de su agrupación sugiere una composición heterogénea, pero en la práctica tendió a ser identificada como la “agrupación de las esposas”.

Muchos reconocen el compromiso de Pando a lo largo de los años porque, a diferencia de los familiares cuyo activismo comporta una obligación, ella eligió estar en una causa que sigue teniendo el nivel más alto de desaprobación social. 

—Cecilia se puso a la cabeza de un grupo sin estar su esposo detenido. Es alguien que vio algo injusto y se involucró— dice Mariano, un activista que tiene a su padre militar detenido desde 2008. 

Sin embargo, Pando también supo ser blanco de críticas por el mismo motivo: 

—Tenés una trastornada que dice boludeces y que defiende el robo de bebés— descarga Sabrina, otra hija de militar que ve con preocupación las intervenciones de quienes, como la presidenta de AFyAPPA, no cuentan con el sustento de la sangre y por lo tanto, no sienten las aflicciones de los detenidos como propias. 

—Pando no tiene padre preso, hijo preso, marido preso, no tiene a nadie preso— se queja Sabrina —Entonces, si por los dichos de ella, a algún político de turno se le ocurre que los presos van a vivir en la base Marambio, a ella no le va a afectar nada.

Tanto Sabrina como Mariano pertenecieron a Hijos y Nietos de Presos Políticos: una agrupación que nació meses después del “conflicto con el campo”, en 2008, al calor de un proceso de politización juvenil que alcanzó a jóvenes de izquierda y de derecha. 

A diferencia de otros activistas y familiares más combativos, los referentes de este grupo cultivaron la expertise de un político profesional: se reunieron con todos, dialogaron y negociaron. En 2015 adquirieron personería jurídica y se transformaron en la asociación Puentes para la Legalidad. En el ámbito público abandonaron la categoría de “preso político” para referirse a sus familiares porque, según su vocero Aníbal Guevara, predisponía mal a varios interlocutores. Muchos de ellos fueron lectores voraces de todo lo que publicaron las grandes editoriales durante el boom de libros sobre los 70. Leyeron a Juan Bautista Yofre y a Ceferino Reato, pero también aquellos escritos por referentes que, en la visión de los familiares, representaban el “otro lado”: Eran humanos, no héroes (2013), de la integrante de la CONADEP y madre de un desaparecido, Graciela Fernández Meijde; o Usos del Pasado (2013) y ¿Por qué no pasan los 70? (2018), de la socióloga y ex directora del Club de Cultura Socialista, Claudia Hilb. 

En ese magma de lecturas diversas y discusiones de textos, que llegaron incluso a manos de los detenidos, algunos activistas dejaron de usar términos arraigados en el mundo militar como el de “guerra” o “lucha contra la subversión”, y optaron por un lenguaje más aséptico para referirse al pasado, como “los 70” o la “tragedia de los 70”. Una búsqueda voraz por vencer el estigma y el deseo de ser escuchados más allá del mundo militar los obligó a negociar el lenguaje. No llegaron a hablar de terrorismo de Estado, ni mucho menos de “genocidio”, pero transitaron un proceso de aprendizaje en tiempos donde el progresismo imponía agenda y se colaba en el lenguaje. 

Muchos de ellos fueron lectores voraces de todo lo que publicaron las grandes editoriales durante el boom de libros sobre los 70.

—Cuando vos tomas el tema de los derechos humanos como un valor absoluto, los argumentos del estilo ´fue una guerra´ o ´se lo merecían´ los tenés que empezar a relativizar. Varios de nosotros lo entendimos así– dice Santiago, hijo de un policía condenado que se involucró de lleno en el activismo por los “presos políticos”, hasta que dejó de creer en la posibilidad de que las sentencias se reviertan. Según Santiago, hacia 2016 el grupo al que pertenecía, Puentes para la Legalidad, alcanzó su techo: lograron visibilizar el reclamo entre políticos, intelectuales y algunos familiares de desaparecidos; y hasta se las ingeniaron para “trabajar el lenguaje” de los activistas más frontales. 

—Ellos no los llaman terroristas— recuerda Cecilia Pando —Yo sí los llamo terroristas, pero bueno, ellos no querían que usemos ese lenguaje tan agresivo que los otros usan con nosotros. 

Pando alude a los planteos de los integrantes de Puentes, a quienes suele referirse como “los chicos”, un sustantivo que infantiliza y a la vez denota cariño. 

La negativa de Pando a controlar su verborragia en el marco de una causa que, para para los activistas más jóvenes, a veces se hacía cuesta arriba, la aproximó ideológicamente a otros emprendimientos colectivos como la Asociación de Abogados Justicia y Concordia, creada en 2009 por Alberto Solanet y Gerardo Palacios Hardy. Ellos organizan visitas a los detenidos en distintos penales con el fin de acercarles novedades y también algo de esperanza. Los asesoran en materia legal y les facilitan contactos de abogados para la defensa en las causas. Santiago, de Puentes, se exasperaba cuando tenía que conversar con ellos. La tónica católica y a veces homofóbica le erizaba la piel: 

—Hacían un paralelismo entre la esclavitud y el estado de los presos. Era cualquier cosa.

Otros integrantes se perciben con más paciencia y hasta reconocen cambios en los personajes públicos como Pando. Valoran que hoy se controla más y que mejoró bastante su discurso. 

Entre 2010 y 2016, la lucha por los “presos políticos” hizo mucho ruido. Se organizaron actos que tuvieron gran convocatoria, y muchos activistas tejieron vínculos y amistades con personalidades prestigiosas del campo político, intelectual y editorial. Desde 2017 aumentó significativamente la concesión de prisiones domiciliarias. En enero de 2018, según informó la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, más de la mitad de los detenidos en las causas por violaciones a los derechos humanos se encontraba con arresto domiciliario, siendo una tendencia en aumento. Hoy, sin embargo, se percibe un agotamiento. 

Desde entonces, el grueso de sus activistas dejó la lucha o reorientó sus intereses hacia otros temas de la agenda política, como las disputas en torno a la legalización del aborto. Para los familiares de víctimas de las organizaciones armadas, en cambio, su causa está más viva que nunca.

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En el barrio porteño de Belgrano, Silvia Ibarzabal se dispone a contar su historia sentada en un sillón azul marino en el living de Cecilia Pando. Está ante un pequeño auditorio que se apretuja para escucharla. Es julio de 2022 y aún falta más de un año para que Victoria Villarruel sea elegida vicepresidenta de la Nación. 

—Cada vez que recibo una invitación para contar mi historia trato de convencerme de que es la última vez. Estoy cansada y es muy doloroso— comenta Silvia ante la ronda de jóvenes.

Ya no quiere contarla pero al mismo tiempo no puede parar de hacerlo. La transmisión de la historia de su padre, al menos hacia 2022, dependía casi exclusivamente de ella. No había ceremonias oficiales ni dispositivos de memoria que la ayudaran. 

Silvia es hija de Jorge Ibarzabal, un coronel que tenía 46 años cuando fue secuestrado por el ERP, en noviembre de 1974. Lo tuvieron diez meses encerrado y luego lo mataron. Sustentada en el valor de la sangre, Ibarzábal creó en 2006 su propia organización: Amigos y Familiares de Víctimas del Terrorismo en Argentina (AfaVitA). Ese mismo año Victoria Villarruel creó el Centro de Estudios Legales Sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTYV) con el objetivo de patrocinar legalmente. Así fue creciendo una trama de organizaciones de “memoria completa” que pugna por el reconocimiento de sus muertos, y de la propia legitimidad de sus operaciones. 

Ibarzábal no tiene trato con Villarruel. Antes del triunfo de La Libertad Avanza en las elecciones de 2023 solían coincidir en charlas y presentaciones de libros, pero se las ingeniaban para evitarse. Hace poco Ibarzábal fue nombrada asesora en el área de Derechos Humanos del Ministerio de Defensa que dirige Luis Petri. También participó activamente en el homenaje a las “víctimas del terrorismo” que organizó el 21 de agosto la diputada Fleitas en la Legislatura porteña. Desde el fondo del Salón Dorado caminó junto a Fleitas y otros familiares hasta el escenario, mientras Pando, sentada en las últimas filas, captaba sonriente el momento con su celular. 

El 27 de agosto, Villarruel encabezó su propio acto en el Salón Azul del Senado. En ambos eventos estuvo presente Luis Czyzewksi, padre de una víctima del atentado en la AMIA, que le dijo al público: 

—No hay terrorismo bueno y terrorismo malo. Todo terrorismo es malo.

—A mí todo esto me parece una aventura, como una película de ciencia ficción— confesaba Silvia Ibarzabal entre risas, a principios de 2019, en un bar cercano a Plaza Italia —Porque yo jamás pensé que la vida me iba a poner en esta situación, ¿sabés? Nunca pensé que iba a estar con presidentes y ex presidentes. Dando notas, dando entrevistas para libros, conferencias. Mi vida era totalmente distinta.

Antes del 2003 la mayoría de los familiares llevaba un “luto silencioso” conferido al ámbito doméstico. La “recuperación” de ex centros clandestinos de detención y los cientos de reconocimientos públicos a los desaparecidos causaron dolor e indignación entre los deudos. Pero no solamente eso. También hay que pensar estas políticas en su productividad, como sugiere la investigadora Cinthia Balé, porque habilitaron un orden del discurso que puso a la figura de la víctima en el epicentro y que operó como condición de posibilidad para que los familiares desearan ser reconocidos públicamente en esos términos. 

Esto supone que, si bien el kirchnerismo soslayó estas víctimas en sus dispositivos y prácticas de memoria, también ofreció un poderoso estímulo -y un lenguaje- para que muchos de ellos pasaran a la acción. 

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Uno de los principales dilemas que afrontan los deudos de víctimas de organizaciones armadas gira en torno a cómo vincularse con los militares juzgados y sus familiares. ¿Qué posición deben asumir ellos -que aspiran a ser reconocidos como víctimas- respecto de quienes son sindicados responsables de los crímenes más aberrantes en la historia argentina? 

Para algunos familiares de personas juzgadas, el pasado era objeto de acaloradas discusiones internas. Si hablaban del pasado y reclamaban un lugar en la historia para las víctimas de las organizaciones armadas, también debían expedirse sobre la actuación de sus familiares en dictadura ante la insistencia de periodistas y de otros interlocutores. Con el tiempo, algunos activistas comenzaron a diferenciar ambas causas. 

—Nosotros elegimos centrarnos en las violaciones a los derechos humanos que se cometen contra nuestros familiares en el presente. Otras organizaciones se encargan del pasado— explica Romina, nieta de un oficial de la Armada e integrante de Puentes para La legalidad. 

El mismo argumento puede escucharse en boca de Cecilia Pando: 

—Nosotras en AFyAPPA no hablamos de la historia. Hablamos de la ilegalidad. Hablamos de la ley, de la Constitución. Yo siempre les digo a las chicas: la historia es de los historiadores. 

Este criterio a veces se enuncia pero no se sigue al pie de la letra. Pando nunca se sacó la camiseta de la memoria completa y en los últimos años, además de asistir a distintos homenajes de víctimas de las guerrillas, abrió las puertas de su casa para conversar con jóvenes interesados en la “historia completa” de los 70 en Argentina, como la jornada que tuvo a Silvia como principal oradora.

Hay que pensar la productividad de las políticas de la memoria: habilitaron un orden del discurso que puso a la figura de la víctima en el epicentro y que operó como condición de posibilidad para que los familiares desearan ser reconocidos públicamente en esos términos.

En el caso de los familiares de víctimas de las guerrillas, la mayoría es consciente de que su causa tiene un horizonte de legitimidad mayor, y por ello intentan no quedar salpicados por el estigma de “bancar a genocidas”. Silvia Ibarzábal es explícita en este punto: 

—Nosotros siempre hicimos un gran esfuerzo en tratar de que esto no se confunda, porque nosotros somos víctimas. Víctimas nosotros, pero sobre todo, víctimas nuestros seres queridos. 

Nadie le reprocha nada a Silvia, que es familiar directa, querida y respetada por todos los que tratan con ella. Villarruel, en cambio, suele ser blanco de críticas por su desentendimiento hacia los militares condenados. Es que mucho antes de que el CELTIV se consolidara como principal organización en defensa de las “víctimas del terrorismo”, su presidenta llamaba a luchar por la “libertad” y la “amnistía” de las personas juzgadas por crímenes de lesa humanidad. Además, su biografía la acerca mucho más a esta causa que a la de las víctimas de las guerrillas: su activismo comenzó en los años 90 junto a militares que rechazaban la política de “reconciliación nacional” de Menem y reivindicaban la “lucha contra la subversión”. Su tío fue juzgado por su actuación en dictadura; y se rumorea que su primer libro, Los llaman jóvenes idealistas… (2009), no lo escribió ella sino un militar detenido que formaba parte del núcleo de confianza de Villarruel. 

En el universo de organizaciones de civiles y militares retirados que Valentina Salvi estudió en detalle, son pocos los que han logrado congeniar con Victoria. Según distintos referentes, se hizo fama de rompe-marchas. 

En 2014, Puentes para la Legalidad convocó a un acto público en una plaza en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Lograron una buena convocatoria para los números que en aquel entonces manejaban este tipo de organizaciones. Según sus integrantes, el éxito del acto desencadenó una bronca visceral en Villarruel. En una de sus visitas a la cárcel, les dijo a los padres de estos jóvenes que si sus hijos seguían con “esos actos tan mal organizados” ellos iban a ser “picadero de carne” en las sentencias judiciales. 

—¡Cómo vas a ir a decir eso en una cárcel, a gente que está detenida!— comenta enfurecida Juliana, integrante de Puentes —¡Gente que está en pleno juicio! ¡Cómo les vas a decir que son picadora de carne! ¡Cómo vas a decir eso! Tiene un complejo de envidia severo.

Más allá de las fronteras que establecen los protagonistas, en la práctica los contornos entre las causas se difuminan en virtud de aquello que los une: el amor por la familia militar, un sentimiento que actúa con la fuerza de un imán y que los lleva a coincidir en los mismos actos y eventos que se organizan. Las principales voces que reclaman una “memoria completa” son hijas e hijos de oficiales asesinados por las organizaciones armadas con un fuerte apego emocional al mundo militar del que han sido parte desde chicos. Por eso no es casual que los reclamos en torno a estas otras muertes hayan sonado fuerte en contextos de judicialización de los crímenes cometidos en dictadura. 

Una de las primeras organizaciones, Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión, surgió en una fecha muy próxima al Juicio a las Juntas y se desactivó en 1991, con los indultos presidenciales de Carlos Menem. Las organizaciones de “memoria completa” que vinieron después fueron creadas en su mayoría a partir de 2004, cuando la reanudación de los juicios era una promesa a punto de cumplirse. Esto no quiere decir que todos los familiares de víctimas de las guerrillas persigan impunidad para los militares condenados, o que la impunidad haya sido el “verdadero” motor para organizarse. Pero es evidente que cuando se mueve una causa también se mueve la otra, porque hay un sustrato común de afinidades que a veces se vislumbra en el lenguaje que los deudos usan para construir las demandas, en los espacios colectivos que eligen habitar, y en las amistades que tejen para sostenerse y acompañarse, como la de Ibarzábal con Pando.

Esta fuerte ligazón también se advierte en una serie de consumos culturales comunes, en las búsquedas personales que iniciaron a partir de esos consumos, y en los vínculos que tejieron hacia afuera del mundo militar para intentar salir del ostracismo. 

—A mí Leis me voló la cabeza. El dice que hay que pensar todo de vuelta— comenta fascinado Aníbal, el vocero de Puentes, sobre el libro del filósofo y ex montonero Héctor Leis, Un testamento de los 70, editado en 2012 por el sello Katz. 

Familiares de una causa y de la otra se vieron sacudidos emocionalmente por esta publicación. En sus páginas, Leis desenfundó una crítica hacia el accionar armado del cual había sido parte y pidió perdón por el dolor causado. El contexto de escritura de la obra es significativo: el autor cursaba una enfermedad terminal que dos años más tarde acabaría con su vida.

Más allá de las fronteras que establecen los protagonistas, en la práctica los contornos entre las causas se difuminan en virtud de aquello que los une: el amor por la familia militar, un sentimiento que actúa con la fuerza de un imán y que los lleva a coincidir en los mismos actos y eventos que se organizan.

Silvia también quedó muy impactada por Leis. Al poco tiempo de leer sus columnas en La Nación, averiguó su dirección de mail y empezó a escribirle. Intercambiaron algunos correos que todavía atesora, y desde entonces incorporó en su agenda de trabajo la meta de contribuir a la “concordia nacional” y al “diálogo”. 

El documental El diálogo, protagonizado por Héctor Leis y Graciela Fernández Meijide, también fue furor entre activistas y familiares. Producido en 2014 por Pablo Avelluto con fondos del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, fue promocionado como el encuentro entre dos personas “muy distintas” que, a pesar - o en virtud -  de ello, podían conversar. En el contexto de elecciones presidenciales donde la coalición Pro-Cambiemos supo hacer del “diálogo” su eslogan de campaña, la película circuló y hasta llegó a ser reproducida en algunos penales ante una audiencia de militares, policías y civiles expectantes ante el material. 

También dio cauce a decenas de “mesas de diálogo” que reunieron en un mismo espacio a militares retirados y a ex miembros de organizaciones armadas, a familiares y activistas “de un lado” y “del otro”. En estos encuentros todos tenían que esforzarse y poner en práctica las virtudes tan ponderadas en el documental: “ser abierto”, “manejar el odio”, “ser hospitalario en la escucha”, “estar dispuesto a cambiar de ideas” y “considerar al otro tan valioso como uno”. Una lista bien completa de prescripciones hoy ausente en las geografías morales y discursivas de la derechas radicales. 

La propia Villarruel participó en 2015 de una “mesa de diálogo” en el Instituto Hannah Arendt que preside Elisa Carrió, pero su estilo confrontativo y punzante no encajaba con el clima zen de los encuentros. De la mesa participaba Carrió, Arturo Larrabure y Graciela Fernández Meijide, que se terminó retirando antes de que concluyera el panel, ofuscada por el tono y los dichos de Villarruel: 

—Era muy difícil discutir con ella– recuerda la integrante de la CONADEP.

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Desde 2018 en los actos y eventos que organiza la alt right argentina siempre hay asientos reservados para los activistas y familiares del mundo militar. Tanto en las conferencias de Agustín Laje y Nicolás Márquez, como en las masivas presentaciones de Javier Milei, es posible ver a Cecilia Pando y a Silvia Ibarzábal sentadas juntas en las primeras filas,  orgullosas de Agustín - así lo tutean - a quien conocen desde adolescente. Tampoco faltan los abogados de Justicia y Concordia, Alberto Solanet y Gerardo Palacios Hardy, que aportaron financiamiento para la publicación de El libro negro de la nueva izquierda (2016), el fenómeno editorial que catapultó a la fama a Laje y a Márquez, permitiendoles cosechar miles de seguidores jóvenes cautivados por su diagnóstico sobre el “marxismo cultural” y la “ideología de género”. 

Estos referentes e influencers que hoy son conocidos a nivel regional nacieron y crecieron en las redes de solidaridad y confianza que cimentaron militares y familiares desde la primera década del 2000; redes que hoy tienen menos dinamismo ante una mayoría de  juzgados alcanzados por el beneficio de la prisión domiciliaria y ante una agenda pública donde los 70 y el pasado reciente importan, pero no son el principal eje. Entre militares y activistas, las ideas de Laje y Márquez sobre los 70 circularon, generaron adhesión y permitieron reforzar algunas creencias en torno a la “lucha antisubversiva”. Hoy son celebrities de las “nuevas derechas” porque primero fueron celebrities en esta trama que los precede. 

Pero, al mismo tiempo, durante los años del kirchnerismo y de Cambiemos sus lecturas debieron convivir con una oferta más amplia de libros, productos culturales e ideas que no se reducen al “negacionismo” o al “conspiracionismo” de derecha. Libros, productos, encuentros y reuniones que moldearon imaginarios y sensibilidades de tono humanitario, que poco tienen que ver con las retóricas beligerantes de La Libertad Avanza. ¿Qué vestigios de esas sensibilidades aún perviven dentro del heterogéneo espacio de las derechas? ¿Qué valor tiene el reconocimiento -y el consuelo- que reciben las víctimas de las organizaciones armadas por parte de un gobierno que habla el lenguaje de la guerra, y busca reclutar “soldados” para la “batalla cultural” contra las izquierdas y el progresismo? 

Y a la inversa, ¿qué lugar quedará para Villarruel si no efectiviza las demandas de “memoria y justicia completa” que ella misma le exigió a los distintos gobiernos de turno antes de ser vicepresidenta? Si las disputas con Milei la dejan sin margen para vehiculizar una agenda propia, tal vez cobre forma una paradoja: por primera vez, militantes de la memoria completa deberán hacer responsable de sus reclamos incumplidos a la principal representante de su causa.