Su campaña como precandidato fue breve e intensa. Mientras la calculadora peronista se activaba recorrió barrios, cooperativas y universidades. Treinta y dos horas antes del cierre de listas renunció a su candidatura apoyando una postulación de Wado De Pedro que parecía confirmada. Había logrado uno de sus objetivos: uno de los suyos, “un hermano como Wado”, se lanzaba a la primera magistratura. Sintió que su presión ante una posible decisión pragmática de la vicepresidenta y del kirchnerismo había traído buenos resultados. Un respiro. Con un rostro tranquilo y aliviado, una palabra pausada y un buzo gris de largo desgaste anunció en un video que declinaba sus intereses electorales y ratificaba un acuerdo con el ministro del Interior. Una escenografía simple, sin intervenciones de publicistas, gestos pedagógicos para explicar su decisión y los rostros de San Martín y Bolívar detrás. Su voz había sido escuchada.
Los gobernadores peronistas —ante unas PASO que enfrentarían a De Pedro y Daniel Scioli— aumentaron la presión por una lista de unidad y abrieron nuevas negociaciones. Alberto Fernández entró en escena. La calculadora indicaba que esa interna aproximaba al peronismo a una debacle histórica: un partido que nunca quedó reñido con los flujos contemporáneos de la historia y del poder no se podía privar de acompañar a quien mejor valoración tenía en las encuestas. Wado, el candidato del kirchnerismo, debió bajar su candidatura: no podía ser el nombre de la unidad porque —como dijo Cristina— era obvio que no tendría la aprobación del presidente. Durante la noche del sábado 24 de junio, se diseñó una nueva fórmula: Sergio Massa - Agustín Rossi. CFK negoció y aceptó. Las encuestas y el habitus territorial del poder peronista habían hecho lo suyo. Massa y los gobernadores podrían decir, parafraseando al viejo político catalán Jordi Pujol, que el peronismo es la mejor máquina de tren que tiene la Argentina.
Después de 20 años CFK se encontró ante un límite fuerte que le imprimieron otros actores. Hoy ya no cuenta con un lugar hegemónico en la decisión e instalación de los precandidatos. Asegura la Provincia de Buenos Aires y escaños en el Congreso porque bajar su candidato tiene un precio. Wado De Pedro aceptó la nueva realidad y apoyó la candidatura del actual ministro de Economía. Scioli quedó solo ante una escenografía que implosionó con la rapidez del submarino Titan.
Grabois, ahora con una cara adusta y dolida, retomó la competencia en el interior de Unión por la Patria. La decisión por Massa aceleró la startup peronista que el líder del Frente Patria Grande tiene entre manos y, más que nunca, está dispuesto a probarla: anunció a Paula Abal Medina como compañera de fórmula y volvió a la campaña para intentar poner en su lugar al peronismo, a su latido popular y a su doctrina.
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—La verdad es que, salvo que venga Mandrake, no voy a ser candidato a presidente. Es una cuestión moral, no es una cuestión de cálculo e interés personal. Yo no voy a ser presidente a partir del 10 de diciembre. Lo tengo clarísimo.
Esto decía Grabois, en campaña, el 9 de junio. Mucho antes de que Wado de Pedro anunciara la candidatura que no fue. Un precandidato advertía que no iba por la presidencia, algo que cualquier asesor le rogaría que no hiciera. ¿Qué buscaba? Que su voz se escuche en la calle, en los barrios y en espacios representativos. Hoy posee tres diputados en el Congreso Nacional —Natalia Zaracho y Federico Fagioli, provenientes de los sectores excluidos, e Itaí Hagman—, una legisladora en la Ciudad de Buenos Aires —Ofelia Fernández, la más joven de América Latina— y algunas funcionarias en el gobierno nacional. Esta actualización de diversos lenguajes del peronismo tradicional se articula con una narrativa intergeneracional que tiene su punto cero en la militancia y en los reclamos que se fundaron en la crisis de 2001 y aquellos nuevos que se presentaron con los movimientos feministas. El “hilo” de Grabois enlaza y coloca sobre la escena su perspectiva de construcción futura. Ese hilo que —cree— sacará a la Argentina de su laberinto.
El dirigente de la UTEP deberá sostener la misma posición con la que lanzó su precandidatura, pero con el estupor de haber sido empujado a las elecciones internas. Grabois, que deberá medirse solo contra la máquina del tren peronista, tendrá que hacer demasiados esfuerzos para buscar votos y, principalmente, aprovechará la contienda electoral para marcar un lugar y para localizar el suyo y el de su fuerza. Su apuesta es clara: reunir poder territorial, presentar la doctrina peronista como línea roja ante los “desvíos” pragmáticos que hoy llevaron a la precandidatura de Massa y representar los votos desencantados de aquellos que no apoyan la decisión de CFK y de La Cámpora pero que quieren que sus emociones graviten en el interior del peronismo.
"Salvo que venga Mandrake, yo no voy a ser presidente a partir del 10 de diciembre. Lo tengo clarísimo."
Juan Grabois
En los últimos meses logró algo importante: que alguien lo escuche. Su nombre circula entre diversos grupos sociales. Es un actor que se diferencia de otros dirigentes del peronismo y que representa una opción clara por un sector social. Así le devuelve al movimiento un camino. O, mejor dicho, le recuerda un camino del cual, para el propio Grabois, se desvió. El peronismo debe recuperar su brújula y “columna vertebral”: los y las pobres en situación de exclusión (real o latente). A su vez, busca frenar, ante toda la clase política, el odio y la represión a los pobres.
Juan insiste en que el peronismo debe cuidar a los suyos. Para esto, en parte, sus dirigentes deben recuperar la “lealtad por la doctrina” y por el sujeto de la misma.
Existen dos universos que lo rodean y lo constituyen en momentos de grandes pulsiones electorales: una discursividad de identidades fuertes y una lectura sobre el capitalismo actual y sus efectos. Se autopercibe dentro de una “izquierda nacional de inspiración humanista y peronista”. La reivindicación del peronismo histórico, de sus marcas fundantes, de sus fuentes y del propio léxico de Perón —dice Grabois— lo colocan lejos de la “casta” peronista. Una casta de la cual Cristina no forma parte y que “perdió” sensibilidad y humanismo frente a los estragos que el capitalismo global provocó en estas últimas décadas: condenar a sectores sociales a permanecer fuera del radar del mercado, del Estado y de la “compasión” de las fuerzas políticas. Si bien se han impulsado subsidios y ayudas, la crisis económica erosiona microemprendimientos, capacidad de consumo y esperanzas sociales. Y, además, se suman a este reclamo social trabajadores y trabajadoras registradas que, por la inflación, mes a mes se vuelven más pobres.
Grabois le recuerda al peronismo un camino del cual se desvió. El movimiento debe recuperar su brújula: los y las pobres en situación de exclusión.
—Más allá de las experiencias de Néstor y Cristina, el Estado sigue siendo neoliberal —cuenta Grabois, en la intimidad de una extensa charla, para enfatizar la poca autoridad a la hora de resolver grandes demandas sociales.
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Tiene piel con los suyos. Camina con velocidad. Lo besan. Lo abrazan. Tiran una, dos, mil selfies. Habla con tranquilidad. No es el verborrágico de la tele o de la radio. En el barrio mira con respeto a sus bases. Gestos medidos y austeros, como los buzos y pantalones desgastados que pasea en sus apariciones públicas. Hay algo de la distinción a la que se opone. Como decían los viejos católicos que optan por la pobreza, la distinción rompe y agrede lo común. No entra al acto como una estrella de rock pero es ovacionado por su audiencia como tal. Su postura corporal imprime distancia y empatía al mismo tiempo. Posee el rictus de un dirigente pastoral aunque nunca militó en la Iglesia. Un rictus que pierde rápido porque se conmociona con las personas que allí lo esperan. Juan Grabois entra como uno más.
Desde que se lanzó como precandidato a Presidente camina los barrios donde la “agresión económica” sobre los cuerpos populares ha sido más severa y cruel, y pone de manifiesto que esas víctimas —de la inflación, de las políticas de ajuste, de la incapacidad y la restricción de la ayuda estatal— pueden ser parte activa de la construcción de un proyecto político y de una representación.
—Tienen derecho a existir —explica en un auditorio colmado, en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y frente a la mirada de jóvenes de clases medias y sectores populares.
Existir en todos los sentidos, como fuerza, como intereses y expectativas, como representación y como sensibilidad popular al interior del peronismo. Grabois expone las fracturas y disoluciones de esta época: la caída a pedazos de la vieja sociedad salarial y de pleno empleo, y un Estado y un mercado que no pueden hacerse cargo de una parte importante de la sociedad que transita por situaciones económicas y sociales acuciantes (desempleo, pobreza, desigualdad).
La comunidad
Ante la incapacidad de un Estado que necesitó una pandemia para entender que más de 11 millones de personas necesitaban ser asistidas y de un mercado que excluye y busca precarizar aún más el empleo, ahí aparece la comunidad: una entidad política tan fuerte para los tratadistas jesuitas del siglo XVI como para ciertas teorías contractualistas modernas y también para el vademecum peronista donde se indica que es en la comunidad donde residen la sociabilidad, el poder político y la soberanía. Comunidad es una palabra talismán en la cabeza del líder del Frente Patria Grande y que tiene una consideración interesante en estas últimas décadas. En su libro ¿Podremos vivir juntos? (1997), Alain Touraine advierte que “de las ruinas de las sociedades y sus instituciones salen por un lado redes globales de producción, consumo y comunicación y, por el otro, crece un retorno a la comunidad”.
En última instancia, Grabois, con su militancia, va en busca de las potencias comunitarias. Es un político de la comunidad (fragmentada y pobre) que ha organizado cooperativas y emprendimientos colectivos conjuntamente con los territorios para sortear la exclusión, la estigmatización y el maltrato. Mientras la mayor parte de la clase política rechaza los subsidios sociales o prefiere no reivindicarlos ante una posible sanción electoral, él los considera parte de esa ayuda que puede complementar no la vida de “personas vagas”, sino la de quienes necesitan un “plus” para mejorar sus condiciones, un complemento sobre aquello que ganan trabajando y no les alcanza.
Grabois lucha contra su propia casta: la peronista.
El termómetro social de Grabois sabe que existe un núcleo importante de la población argentina que mal subsiste con changas, cartoneo, mantereo, venta ambulante, trabajos de cuidados o inclusive con ciertos trabajos registrados que no superan la línea de la pobreza. Juangra, como le gritan sus seguidores y seguidoras dando cuenta de la complejidad de hacer algo con el apellido Grabois (Grabuá para los expertos), está ahí para mostrar que hay que hacer algo con esta situación. Se para ahí como “reserva popular” del peronismo.
Su liderazgo, sin embargo, no se ciñe estrictamente al mundo comunitario ni a al lenguaje popular de la militancia social, sino que asume modalidades diferentes: dirigente político, músico, escritor de libros, hombre de fe, profesor universitario, esposo de larga data, alguien que diseña cooperativas, que planifica una campaña electoral y que puede “salirse” de lo esperable cuando acude a una convocatoria que realiza Esteban Bullrich, dirigente de Juntos por el Cambio, para promover el diálogo político. No tiene jefes ni jefas porque entiende que su mandato está en otro lado. Rompe muchas correcciones políticas. Discute con CFK cuando advierte que se quedó pegada a una agenda de alguien formada en una sociedad de pleno empleo y sindicatos que, por ahora y por el capitalismo actual, no volverá. Grabois es otra “cosa” y en él, tal vez, hay que empezar a observar parte de la renovación de un peronismo que saldrá golpeado de su propio gobierno y de la severidad económica de la última década. Pese a que sus búsquedas transitan en la doctrina peronista y en algunos pasajes bíblicos posee respuestas contemporáneas para la época.
Grabois hace varias ofrendas a la política argentina: reafirma una sensibilidad popular que podría conectarse con las clases medias y altas, posee ideas fuertes y una palabra que hoy es escuchada por críticos y adherentes. Advertir que en su posible gobierno el 1% de la población tendría que pagar más impuestos y que en este acto serán espiritualmente más felices (aunque no lo sepan) conspira contra cualquier imaginación que suponga que las grandes rentabilidades puedan propiciar desarrollo social. Introduce además una pedagogía humanista de la felicidad social: ricos y pobres —con la mediación del Estado y con la apelación a dar por parte de quienes más tienen— podrían ser, en última instancia, ser más felices.
La casta
Grabois lucha contra su propia casta: la peronista. Esta compulsa no es solo la recreación de la tensión histórica entre posiciones moderadas y de izquierda al interior del peronismo, sino también una tensión en torno a la pregunta sobre qué hacer y cómo incluir a los pobres en el capitalismo dependiente argentino. O, mejor dicho, ¿que tiene que hacer el peronismo con ellos? Su posición intentará marcar diferencia e indicar cómo el corazón popular del peronismo está en juego ante el pragmatismo electoral.
En el escenario actual hay dos figuras especulares y con identidades fuertes. Ambos con estilos imprudentes que se hacen presentes ante una audiencia electoral que, crisis y erosión de la vida cotidiana mediante, buscan establecer certezas y rumbos. Ambos pulseando en relación con el mercado: para uno, al liberarlo de las ataduras del Estado salvará a la Argentina; para el otro, su insistencia y liberalización de protecciones puede traer una mayor deshumanización y dependencia de la que hoy existe.
Milei y Grabois, con fuerzas diferentes y con volúmenes electorales distintos, presionan a su manera a sus “familiares” inmediatos. El primero, fundamentalmente sobre Patricia Bullrich, lanzada a derrotar a Horacio Rodriguez Larreta; el segundo, sobre un peronismo con sensibilidad de izquierda para alejarlo de la lista que postula a Massa. Ambos quieren alejarse de los “tibios”, por los cercanos a esos poderes que no pretenden cambios o transformaciones. Ambos, con un estilo propio, establecen fronteras ideológicas intensas, poco movibles, intentando que el ruido de las ambigüedades se disipe.
Entre Milei y Grabois existen vasos comunicantes: hoy se disputan la rabia juvenil de los barrios populares.
El peronismo actual —a diferencia de Milei, que está por fuera de Juntos por el Cambio— tiene en su seno un llamado de atención. Un doctrinario que posee una lectura sociológica de la sociedad actual y que podría volverse un Martín Lutero dentro del movimiento. Un dirigente que advierte que darle la hegemonía del movimiento a Massa es condenar a una generación de militantes, que su incorporación en el vórtice del binomio presidencial podría “cortar” la renovación y abrir un posible cisma con el peronismo partidario.
Pero entre Milei y Grabois, a su vez, existen vasos comunicantes. Como el dirigente peronista indica, si bien Milei es un “falso profeta, un Mesías sin historia”, no es anti-pobre como sí lo es Patricia Bullrich, que por donde pasa “deja muerte”. El dirigente libertario es utilizado por poderes que no controla pero posee una virtud: empieza a tener adhesiones entre los jóvenes de los sectores populares, jóvenes con bronca que desean cambios drásticos en sus vidas sociales. En los barrios populares Grabois disputa con Milei esa rabia juvenil de que sienten que no tienen eco en el sistema político. La idea de “dinamitar el Banco Central —dice el jefe del MTE— se vuelve seductora para esos jóvenes” que buscan un golpe de timón en sus vidas. Los barrios populares ya no son mayoritariamente peronistas y la “guerra de trincheras” se libra en el territorio.
Grabois se lleva la peor parte: debe convencer que la política sirve para algo y que el peronismo es el espacio que puede garantizar el bienestar de los y las pobres. Con los otros dirigentes de los movimientos sociales nacional populares, el líder del Frente Patria Grande parece el “último de los mohicanos” defendiendo la patria popular peronista.
Juan XXIII
Grabois baja el micrófono. Está parado en una esquina del barrio de Ciudad Evita. Espera que otra persona se acerque. Una chica habla sobre las condiciones de su barrio. La mira atentamente. “Juan nos escuchó”, “Juan nos ayudó”: algunas de las frases más repetidas por aquellos que participan en sus cooperativas y proyectos. Existe una “escucha molecular” en esos territorios. Cuando se cierran los actos Grabois no se retira —como los políticos que hacen “tour campaña” de visita a los pobres— y, cuando lo hace, queda su organización. No hay sensación de soledad. Queda el pulso político de lo comunitario. Queda esa voluntad militante por llegar al lugar en el que se encuentra el padecimiento social para buscarle una salida.
La idea es que todos y todas “ingresen al sistema”. Mantiene una búsqueda por representar y empoderar lo que el capitalismo actual condena, erosiona y descompone. Grabois es, en parte, una respuesta a la beligerancia del capitalismo actual con medidas redistribucionistas y proteccionistas del ambiente. Una respuesta guiada por grandes dosis de humanismo, compasión social y deseos de empoderamiento comunitario. Y en esa respuesta no está solo: por un lado, se encuentra con la mirada social del Vaticano que lo asiste y habilita discursivamente (su idea del “descarte” se hace famosa en la lengua del Papa Francisco); por otro, se fortalece a través del diálogo con otros grupos sociales y políticos y de una sensibilidad de izquierdas y popular que transita con oscilaciones por el peronismo. Limita la fuga de votos de los sectores populares que buscan cobijo en Juntos por el Cambio y ahora en la fuerza de Milei y concentra, en parte, el voto “bronca” al propio peronismo gobernante.
Grabois se lleva la peor parte: debe convencer que la política sirve para algo y que el peronismo es el espacio que puede garantizar el bienestar de los y las pobres.
En sus actos hay una presencia significativa del mundo religioso. Desde el Gauchito Gil hasta algunas “estrellas” simbólicas que lo guían. Grabois tiene su estrella de Belén. Se siente cómodo con el slogan Juan 23 —una asociación con el Papa Juan XXIII— que lo conecta con la idea de reforma social y con la opción por los pobres. Sin embargo, el apoyo de sus seguidores y seguidoras, según la consultora Shila Vilker, no está vinculado con su posicionamiento religioso sino con sus definiciones y su clara inscripción en el campo de la disputa política y electoral: una palabra donde el centro de gravedad son los y las pobres. Un peronismo de descartados y descartadas frente a un capitalismo punk.
Tiene un poder construido que le permite circular por los barrios y por diversas instituciones públicas. Si bien tiene una significativa imagen negativa en ciertos sectores sociales, concentra una intención de voto de más del 5%. Reúne parte de una sensibilidad popular que se fue fugando del kirchnerismo y de las izquierdas partidarias que han ido perdiendo terreno. Donde no llega el peronismo llega Grabois.
En la disputa política se propone construir una propuesta soberanista y rescatar del “secuestro al movimiento nacional para que pueda volver a su lugar”. Así, Grabois buscará representar aquellas voluntades sociales que el capitalismo actual ha dejado en el camino porque, por ahora, no se trata de gobernar o acompañar a este sistema, sino de erosionarlo para que quienes fueron excluidos puedan ingresar de manera digna. Las suyas y los suyos le creen —y aun una parte de la sociedad que lo critica lo considera un dirigente honesto—. Su condición austera, su sensibilidad y su capacidad de asumir diversas modalidades lo vuelven un liderazgo con posibilidades de futuro. Incluso para llevar al peronismo a ese lugar donde su corazón histórico late y vota.