Tienen las manos con sangre. A campo abierto acomodaron el cuerpo en una mesa de campaña bajo la resolana del otoño, sobre un mantel y unos papeles de diario. Lo apoyaron con suavidad sobre uno de sus lados. El pelo cobrizo todavía le brillaba como si estuviera vivo. Por los ojos chinos, dos rayas oscuras, gruesas, pareciera que duerme. Sobre la frente tiene dos heridas, las marcas de las astas que se le cayeron como puede despegarse una rama con la sudestada. En esa posición, cuando lo abran, el rumen, que es el órgano que más espacio ocupa, quedará hacia abajo y podrán ver mejor todo lo demás. Es mediados de junio en el Litoral argentino. Estamos a poco de que invada la lluvia.
Son dos mujeres y un hombre de campo. Calzan botas y guantes de cirugía. Ahora una de los tres le hunde el machete; desde el pubis va subiendo hasta que asoman las vísceras. No es tanta la sangre como debería ser, en este animal deshidratado y anémico. Le levantan la piel y vuelcan hacia fuera las dos patas derechas, desarticulando las de atrás. Con dos cortes al fondo de la garganta, le sacan la lengua, la laringe, la tráquea, la tiroides, el esófago. Después le separan las costillas y se detienen ante el cuerpo indefenso.
Toman fotos que mandan por whatsapp a Buenos Aires, desde donde reciben instrucciones y adonde enviarán las muestras. Antes de cortar el hígado parasitado, le sacan sangre punzándole el corazón. A su alrededor la naturaleza en silencio, inquebrantable. Anoche lo arroparon con una manta para cubrirlo de la helada cuando lo encontraron echado bajo un árbol, no tan lejos del casco. Le acercaron agua y alimento que solo comió cuando se lo dieron en la boca. Lo veían hace días, cosa extraña: dicen que el ciervo de los pantanos se esconde de los hombres, que puede olfatearlos y por eso, si se lo quiere encontrar, no hay que caminar en la misma dirección del viento. Sin embargo, lo habían visto a éste días antes, mirándolos de lejos, primero estático con las patas torcidas y después caminar tambaleándose como un rengo. A la mañana siguiente lo encontraron muerto. Fue para todos una noche muy larga.
¿Cómo será la última noche correntina para un ciervo?
Lobodón Garra, Río Abajo. 1955.
Dos de los ríos más grandes de la tierra, el Paraná y el Uruguay, reunidos más tarde para formar el Río de la Plata, el más ancho del mundo, descienden trayendo su inmenso caudal de agua desde las más distintas regiones de América del Sur […] Esta inmensa cuenca da origen a las dos cuencas de agua mencionadas que fluyen hacia el Atlántico, arrastrando en suspenso el Paraná, cada año, más de 600 millones de metros cúbicos de tierra de aluvión, producto de la erosión ocasionada por las lluvias, lo cual da a sus aguas el intenso tinte barroso que las caracteriza y que, al sedimentarse, han provocado la formación de la multitud de islas del llamado Delta del Paraná, el que avanza constantemente hacia el Sudeste.
* * *
—Viste cómo es la isla.
Estamos en un café cerca de la estación de trenes de Retiro, a la vuelta de la Dirección Nacional de Fauna que gestiona Santiago D’alessio, lejos del Delta que conoce bien. Todo el que fue alguna vez a las islas del Paraná sabe que son como un sueño brumoso, lisérgico. A poco que la lancha avanza río arriba crece el misterio: un lugar donde perderse. El caudal que cortan las aspas se va convirtiendo en fango hacia las orillas donde enraizan los juncos y las cortaderas, los camalotes cierran el paso, se reproducen los mosquitos y se extiende salvaje una vegetación que llega desde el trópico. Más adelante, el ceibal y el monte blanco de la industria maderera.
—Hay gente que no puede traspasar ese umbral inicial.
Las islas son como una puerta.
—A muchas personas el delta les da miedo, o tristeza.
El paisaje de la cuenca se enrevesa y paraliza en sus peligros: el agua oscura, la maciega impenetrable, el aislamiento, el pantano, el silencio.
—Te podés morir atrapado en un pantano. Pero cuando te liberás de su terror y su nostalgia, o incluso si empezás a convivir, y te animaste y te quedaste y seguís, el Delta te atrapa y no te suelta.
Escondido en la espesura y acompasado al vaivén de la marea vive el ciervo de los pantanos, en el Delta del Paraná y también en la zona correntina de la cuenca, en Paraguay, en Brasil y en las provincias de Chaco, Santa Fe y Formosa. Sube por los terraplenes, se salpica en los esteros, puede cruzar a nado los ríos anchos y elige para estar una zona intermedia donde el agua sube e inunda, pero luego baja. Le dicen “el ciervo anfibio”. Anda solo y es, para los isleños, como un fantasma.
—Hay gente que pasó toda su vida en la isla y jamás vio uno. Y vos te metés 50 metros adentro de su campo y encontrás huellas. El tipo ve las huellas, pero al bicho no lo ve.
Su tono pardo colorado se confunde con el medio y la cornamenta, con las ramas. Si lo vieran vivo, sería de repente: como si apareciera por encantamiento. Al ciervo de los pantanos se lo ve si está muerto. Una crecida que lo ahoga o lo obliga a compartir con otros de su especie ese único pedazo de tierra en altura, a alimentarse de plantas que lo enferman, a beber el agua envenenada que baja desde las industrias. Antiguamente era un lazo que lo atrapaba y dejaba por días, agonizante, colgado de las patas en una rama. Hoy puede ser un tiro en el fondo de un arroyo.
El Delta era antes un ambiente virgen. Los pajonales y los bosques controlaban los ríos. Cuando el hombre instaló sus forestaciones, su cultura productiva, drenó la zona y la llenó de tierra: ahí plantó sus árboles. Esto cambió la conducta de las aguas, las del ciervo y de todas las especies.
Hacia los bordes del río Paraná están sus barrancas y más allá la llanura pampeana. En esas zonas altas hacia donde antiguamente corrían a refugiarse los ciervos, ahora hay ciudades, barrios náuticos, arsenales. Las torres de luz de Campana, Escobar, Tigre, Zárate, San Isidro. Perros domésticos que por la noche, en jaurías, son salvajes. Hombres, autos.
—Hemos ido a sacar ciervos de adentro de canchas de tenis, de piletas de natación, de galpones de fábricas— cuenta Javier Pereira, director del Proyecto Pantano que estudia la historia natural del ciervo en el Delta, su ecología y distribución.
Una noche apareció uno en los alrededores de un barrio alambrado. Intentando pasar activó las alarmas. Desde el centro de control, los guardias y los guardaparques pudieron ver la escena a través de las cámaras. Atrás del ciervo, desde los márgenes de Zárate, venían todos los chicos de la zona, y los grandes, con palos. El ciervo de los pantanos es un animal con mucha carne. Un ciervo de los pantanos es, también, 40 kilos de comida.
* * *
- La Provincia debería hacerse cargo, como aquella vez que se infectaron y murieron las vacas.
Es otoño de 2016 en Mburucuyá, un año antes de la escena que abre este texto. Marcela Orozco, mi hermana, veterinaria, le habla en confianza a Abel Fleitas, nuestro anfitrión y aliado en este pueblo correntino. Abel trabaja para el Parque Nacional Mburucuyá. Marcela es investigadora de CONICET. Su tema son las mortandades del ciervo de los pantanos en el Delta y en Corrientes. Abel se ocupa de la logística y la promoción del parque. Conoce a todos los del pueblo y todos lo conocen a él porque nació en Mburucuyá y nunca se fue.
Esta noche en este bar en que el cantor del pueblo cantará canciones dedicadas a la fauna correntina, Marcela le insistirá a Abel en que no puede ser que a las muertes de los ciervos se las dé por sabidas o, a lo sumo, se las considere muertes tristes. Acaso perderlos no significa nada para la economía regional.
Abel se lo dirá a otros, conseguirá notas en todas las radios para visibilizar un acontecimiento que se repite cada año desde los 90, con diversas variables y una multiplicidad de causas: muertes masivas de una especie autóctona que, coinciden todos, es una de las más deslumbrantes del patrimonio natural argentino.
Con la misma determinación con la que acaba de hablarle a Abel, hace meses que Marcela viene hablando con uno y con otro para organizar esta capacitación que los convoca en Mburucuyá, dos jornadas sobre cómo hacerle una autopsia a un ciervo muerto. Vinieron todos los guardaparques de la zona: los nacionales, los provinciales y los privados; además de investigadores de la fauna local. Debemos ser 60 personas.
La planta del mburucuyá, voz guaraní para el maracuyá brasilero o la parchita del Caribe, nombra a más de una cosa en Corrientes. Una enredadera trepadora que da esas flores excéntricas de pétalos blancos y el centro como una corona de puntas suaves en la gama de los azules y los violetas. Su fruto parece un limón arrugado; en su interior un cúmulo viscoso de semillas ácidas y una pulpa dulce. También le dicen “la pasionaria”.
El lugar de reunión, un local de la Municipalidad, al igual que los negocios, las cantinas, el club y los estudios de radio locales, se decoran con las flores del mburucuyá y pósters de los animales de la zona. Algunos tienen un slogan: “Corrientes vuelve a ser Corrientes”. El yaguareté, el yacaré de los esteros, los guacamayos rojos, el fantasmal aguará guazú, protagonista de leyendas en la zona. Hasta los anodinos carpinchos, que no escasean, aparecen en los afiches asomando su nariz sobre el barrial. El ciervo de los pantanos no.
—Es el machismo correntino—, dirá Pascual Pérez, paisano mburucuyeño, actual encargado del nuevo Parque Nacional Iberá que se está fundando en la Provincia. Hasta el año pasado, Pascual era jefe de los agentes de conservación de la ONG The Conservation Land Trust (CLT) –hoy Tompkins Conservation–, mentora de la campaña de reintroducción de especies y dueña de las áreas que se encuentran en proceso de donación para la creación del Parque.
—Por su forma de ser, el correntino se identifica con los animales bravos. Fijate que el logo del Parque tiene al yacaré. El Banco de Corrientes tiene al pez Dorado, “el Tigre del Paraná”. ¿Quién quiere ser un Bambi?
—Nadie quiere ser guampudo —acota otro hombre del pueblo.
Pero los ciervos de los pantanos se mueren en masa todos los años cuando llega la lluvia y aprieta el frío. Ese es el síntoma. Lo que hay que descubrir es por qué. Para eso estamos reunidos.
* * *
Amanece y ya no llueve como los días previos, pero el agua cortó los caminos y se les complica salir del Parque, a 11 kilómetros del pueblo. Desde esa extensión de 17 mil hectáreas llegaron, igual, a la capacitación esta mañana los seis guardaparques que viven allí, desparramados en las tierras que en 1991 donó a la provincia de Corrientes un botánico danés, Troel Pedersen. El lugar solía ser su estancia donde llegó a catalogar 30 mil hierbas diferentes, entre autóctonas y exóticas.
Los guardaparques nacionales tienen a su cargo el control y la vigilancia del Sistema Nacional de Áreas Protegidas, en este caso el Parque Nacional Mburucuyá. Esta, si bien es su tarea principal, se enlaza con muchas otras: recibir a los visitantes, articular con la comunidad para la educación ambiental, prevenir y combatir los incendios en el campo, dar apoyo a las investigaciones científicas.
Ser guardaparque nacional requiere varios años de estudio y tener algunos saberes previos: poder montar a caballo, manejar vehículos grandes, saber disparar un arma. Se forman en las capitales para llegar al territorio profundo encarnando la custodia del Estado, muchas veces tramitando el deseo de alejarse, por fin, de las ciudades. Por lo general, el trabajo implica radicarse en parajes extensos y desolados. Salvo en los casos de lugares como Iguazú o el Glaciar Perito Moreno frecuentados por gran cantidad de turistas, el transcurrir del guardaparque, y casi siempre su personalidad, es retraída y algo salvaje.
Los guardaparques provinciales suelen ser oriundos. Desempeñan las mismas tareas, pero están mucho peor pagos en terrenos que se administran a nivel local. Sin una ley que regule la especificidad de su trabajo, cobran y son en los papeles, empleados administrativos, sin consideración de los detalles que implica su quehacer: en ocasiones pasar en el campo días enteros, adentrados en la naturaleza.
—Es loco que estemos abriendo ciervos para salvarlos. Cuando era chico, los mataba para comerlos o para pagarme los estudios—, me dice Alejandro Moreira mirando el cadáver del chivo que se utiliza durante la capacitación para la práctica de necropsia. Moreira, que es guardaparques provincial, trabaja para la Dirección de Parques y Reservas de Corrientes. Es la mañana del segundo día. Demasiado temprano para ver tanta sangre.
Moreira está apartado del grupo, pero sigue desde lejos el minucioso trabajo de muestreo del animal mientras la mente se le retira a un momento del pasado: su pubertad correntina pobre, su divagar buscándose la vida por los mismos lugares por donde transita ahora como “guardián de la naturaleza” y donde cada tanto se cruza con la disyuntiva moral de llamarles la atención a pibes que son y hacen lo que él era y hacía antes. La naturaleza como algo a conquistar en tanto proveedora de recursos para la supervivencia en oposición a la voluntad de preservar el medio ambiente que determinará el futuro.
Marcela conoce a casi todos por su trabajo en Corrientes hace más de 10 años, con distintas especies: primero el aguará guazú, después la reintroducción de osos hormigueros, ahora los ciervos.
—Esta capacitación es una suma de buenas voluntades—, se dice durante la presentación. Los pasajes en micro de los veterinarios desde Buenos Aires los pagó la Delegación NEA de Parques Nacionales y se gestionaron por un contacto interesado en la problemática. Los guardaparques de Mburucuyá se organizaron para asistir a pesar de la anegación del camino, atentos al tema después de una mortandad grande de ciervos que vivieron en 2014 dentro del mismo parque.
Pascual gestionó el traslado de los agentes de conservación desde todos los puntos de CLT, que también colaboró con dinero para el alojamiento y la comida de los trabajadores de la Provincia. La administración local de Parques Nacionales dio alojamiento en su sede y colaboró con la logística en el pueblo: puso el lugar para las charlas, el café, el predio donde se realizó la práctica.
El objetivo de ambos días fue, en parte, actualizar los conocimientos acerca del ciervo y su riesgo de muerte, pero sobre todo enseñar a los interesados a realizar una necropsia de urgencia en el campo, asegurarse la recolección de muestras en buen estado antes de que los animales se pudran y conservarlas en condiciones para enviar a Buenos Aires en el caso de que los veterinarios no puedan viajar. Armar una red colaborativa.
Sobre el final del encuentro se reparten los kits de trabajo que armamos la noche anterior con insumos que reunieron los veterinarios a partir de donaciones al laboratorio de Ciudad Universitaria. Cada uno contiene: una guía de necropsia, una planilla de necropsia, lápiz negro, barbijo, piolín, guantes, bolsas plásticas comunes para abomaso, intestino delgado e intestino grueso, heces. Jeringa de 10 y 20 milímetros, agujas cono verde, agujas cono rosa, frasco para garrapatas congeladas, tubo Eppendorf para garrapatas en alcohol, tubo Eppendorf para pelo, tubo criovial para sangre entera, hoja de bisturí, portaobjetos para frotis, falcon para orina, tubo para hematología, tubo para suero y bolsas tipo Ziploc para: oreja, lengua, baso, tracto digestivo, cerebro y cerebelo, tórax y abdómen.
* * *
El Parque Nacional Mburucuyá es la más pequeña de las aéreas protegidas de la provincia. El resto del territorio natural correntino –que representa, en comparación a otras provincias argentinas, un porcentaje alto del total de su extensión, e incluye a los Esteros de Iberá– se divide en reservas provinciales y áreas protegidas que se encuentran dentro de campos privados.
Una parte importante de ese total son las 135.000 hectáreas que el magnate estadounidense Douglas Tompkins compró en nombre de su empresa CLT, por partes, a varios terrateniente locales, a fines de los años 90. En el resto de la provincia hay, además, dos forestales grandes, más de dos mil propietarios entre medianos y chicos, y la Reserva Natural Provincial Iberá.
En aquel momento, se dijo que Tompkins venía por el agua. Como parte del Acuífero Guaraní, Iberá es una de las tres reservas de agua dulce más grandes del planeta.
–No me quiero meter en un terreno que yo no conozco, si te cuento algo es por lo que dicen… –se excusa alguien de la zona.
La llegada millonaria de Tompkins a los esteros agitó las voces y los pensamientos. Naturalista moderno, escalador y kayakista de competición durante su juventud, surfer en California y luego yuppie de la industria textil, creó la marca de indumentaria outdoor The North Face: para la inauguración de su primer local en San Francisco, años 60, tocaron los Gratefull Dead, que todavía eran una banda chica. Custodiaron la puerta algunos Hell’s Angels.
Años más tarde, Doug vendió la marca y voló hasta la Patagonia, en un viaje iniciático por los paisajes de Sudamérica del que ya no quiso volver. Sin embargo, siguió un tiempo en la industria de la moda, hasta que se sumergió de lleno en una filosofía nueva: la llamada Deep Ecology, cuestionando incluso en las publicidades de su propia marca el sistema de producción no sustentable.
Tompkins no solo compró vastas extensiones en Corrientes, sino también en otros lugares estratégicos de la Patagonia argentina y chilena. Su objetivo final, que nadie creyó: restaurar los ecosistemas y fundar parques nacionales.
En el Litoral, algunas de sus tierras las dedicó a la explotación agrícola-ganadera y otras al eco-turismo. Una porción similar a las dos anteriores a mantener los espacios vírgenes y a reintroducir especies: actualmente el territorio del Parque Nacional Iberá en trámite burocrático de creación. La campaña “Iberá es de los correntinos”, impulsada por la Fundación Iberá Patrimonio de los correntinos fue pensada en repudio a su presencia y acción en la zona.
Para quienes lo cuestionan, el plan de Tompkins es un plan siniestro. Afirman que, tras la fachada conservacionista, el parque nacional que intentan fundar terminará dejando sin lugar a las personas que viven circundando esos campos. Vecino al área se encuentra, incluso, el pueblo de Yahaberé: el primer asentamiento indígena de la provincia.
Tompkins siempre tuvo claro que era un extraño. Que solo sería confiable, al menos un poco, si su proyecto se materializaba.
–Lo más loco que escuché fue que intentábamos reemplazar las vacas autóctonas por bisontes estadounidenses –dijo en una entrevista para la televisión chilena.
Se dijo también que era un espía, que intentaba fundar un pueblo judío, que estaba preparando el terreno para instalar una base militar. Con los recursos del Tompkins se fundaron en Chile el Parque Nacional Corcovado y el Parque Nacional Yendegaia. En Argentina, el Parque Nacional Monte León, el futuro Iberá y, quizás, el Impenetrable chaqueño.
–Cuando Tompkins llega a Corrientes hay un montón de cosas controversiales, pero sobre todo por la gente que manejaba sus recursos. Hay una figura, unos de los antiguos dueños, que pasa a ser el administrador. Un hombre muy autoritario, con eso del macho alfa correntino, que entró en persecución a la gente.
Se dice que empezaron a trabajar sin un sentido comunitario.
–Este señor no es que iba a charlar porque no quería que haya vacas en los campos, o para pedir que saquen a los chanchos o dejaran de cazar. Tenía otros modos, más violentos. Eso cambia cuando este hombre se va y CLT toma otras políticas. Se van apoderando de los lugares de una buena manera. Y empiezan a tomar gente de acá para trabajar.
Uno de esos locales fue Pascual Pérez, que había estudiado en Misiones para guardaparque y se presentó por un aviso en el que pedían personas con manejo del campo, que fueran jinetes y supieran hablar guaraní. Fue a esa entrevista con su bombacha de campo, su camisa celeste, su pañuelo rojo.
–Ahí me cuentan su ambición de restaurar las tierras en cuanto a lo ecológico, cosa que con los años se ha venido haciendo. Yo no me voy a sentir moralmente bien siendo abogado defensor de una persona, lo que te puedo contar es mi experiencia en cuanto al trabajo de conservación –dice.
Por sugerencia suya, CLT armó un equipo de lugareños y pobladores. La ONG terminó siguiendo una estrategia que ya había utilizado la provincia. Cuando se crea la Reserva Provincial Iberá, en el 83, la mayoría de los cazadores pasaron a ser guardaparques.
–Lo que a mí me enseñó este proyecto es a ver que todo estaba pensado para las comunidades vecinas, no solo para la fauna silvestre. Los portales, por ejemplo, nunca tuvieron accesos libres y gratuitos, hoy día teniendo un parque estamos empujando para que se generen esos accesos públicos a los esteros, que se despierten y desarrollen los pueblos con base en el ecoturismo. Se pensó de los límites del alambrado hacia fuera: ahora los mismos vecinos podrían ser los prestadores de los servicios.
Pascual perdió a varios amigos cuando empezó a trabajar para CLT. Dice que muchos no quisieron entender los objetivos de estas compras.
–Está bastante claro que eso que temían no pasó, con una donación de 70 mil hectáreas ya en manos de Parque Nacionales.
Después de 10 años en CLT, Pascual pasó a trabajar como coordinador operativo de Parque Nacionales dentro del territorio que está inmerso en Iberá, como empleado estatal. Dice que nunca se detuvo a pensar profundamente porqué Tompkins fue tan cuestionado.
–Viste que el tiempo es tirano, y yo trabajo mucho –me evade.
Inmediatamente después de la muerte accidental de Tompkins en 2015 –falleció por una hipotermia al volcar el bote en el que hacía rafting por los rápidos de un río del sur argentino–, comenzaron los trámites para efectivizar la donación de sus terrenos.
El acto para anunciarlo fue presidido por el Ministro de Ambiente y Desarrollo Sustentable, el rabino Sergio Bergman, con el auspicio del Presidente de la Nación, que también viajó varias veces a la provincia por este asunto. En la conferencia de prensa, alguien preguntó por qué, si las tierras serían donadas, el personal y las autoridades de CLT se quedaban trabajando allí con incidencia en la zona.
El Rabino respondió:
–Ellos tienen el know how. Tenemos que hacerles un lugar para que puedan participar a la par del Gobierno nacional y el provincial, aunque no sean gobierno.
* * *
A lo lejos se ve una canoa que atraviesa el agua y tres siluetas difusas: un timonel, el dueño de casa, un animal pequeño. De este lado del canal Alem, Marcela Orozco y Javier Pereira como integrantes del Comité Científico-Técnico del Ciervo de los Pantanos, conversan mientras la embarcación corta y desarma, delante de sus ojos, el paisaje.
—Va para traslado. Lo esperan en Temaikén.
La casa del hombre que carga al animal en brazos, como si fuera un niño, queda en una zona alta del Delta. Ahí fueron a refugiarse los ciervos frente a la gran inundación de 2016. Fue un tiempo inusual; no inesperado, pero sí extremo. Una brusquedad que sucede, más, menos, cada 20 años: la lluvia incansable y el río comiéndose la mayor parte del continente. La última vez que las lluvias fueron así, en 1998, la población total del ciervo de los pantanos en el Delta casi desaparece. La especie fue declarada Monumento Natural de la Provincia de Buenos Aires y especie protegida, y comenzaron a tejerse las redes que hoy reúnen a este poblador con los científicos.
—Dicen que vieron 10 o más. Pero quedarán tres o cuatro. Y este ciervito.
El hombre conoce bien al animal y también el comportamiento de las aguas. Dice haber sido un cazador de los parajes isleños y ahora estar concientizado de algún modo sobre la importancia de mantener a los ciervos vivos. Cuando llamó al INTA, dijo que eran muchos en su campo y contó que agarró al más pequeño para mostrárselo a sus hijos, algo no tan poco común para la zona: querer domesticar a un animal salvaje.
Una vez en la casa, el ciervito tomó tanta leche como le fue necesaria: 20 litros en dos días, un presupuesto alto para una acotada economía familiar. Entonces llamó al INTA para preguntar qué podía hacer con el bicho y así dio con el Comité que organizó el rescate. Para un ciervo de esa edad –en la categoría cría abandonada o perdida–, el protocolo indica traslado –si el animal no se alimenta, muere– y chequeo en lapsos de entre 6 y 12 horas del primer hallazgo. Peso, Alzada, ¿Atento?, Ojos, Orejas, ¿Se deja tocar?, Heridas, Moco-lagañas, Renguera, Diarrea, Posición del cuerpo.
La foto del rescate sale en los medios chicos. Él de jogging gris, botas altas de goma, pulóver y gorro tejidos color blanco jaspeado, alzando al ciervo que mira hacia el frente y tiene las orejitas erguidas. Lo sostiene por las patas a la altura de su abdomen. Detrás, el timonel y la canoa sobre el agua. Al costado, Javier Pereira que, con Marcela, van a trasladar al animal al Centro de Rescate del bioparque Temaiken, donde se hará la rehabilitación. El temporal lo agarra a Javier en una etapa de relevamiento: puso radiocollares a varios animales para estudiar sus movimientos. No saben aún si alguno de los que vieron en el campo, de los que desaparecieron, era de los suyos.
La información acerca de ese parche de ciervos desterrados circuló rápidamente por la zona. Es probable que hayan cazado a uno o a varios, que el resto se haya dispersado como pudo. La caza furtiva es hoy la mayor amenaza para la especie en el Delta: la población es muy chica. De la totalidad de ciervos muertos en la zona este año, el 80% fue por un tiro.
Se supo hace poco del caso de un ciervo que andaba mansito por un terreno privado en la segunda sección y lo cazaron. El acusado dijo que lo habían agarrado unos perros, que estaba malherido y que lo mató para que no sufriera. Otros dijeron que el hombre escondió la carne cuando le llegó el rumor de que lo estaban buscando. En tanto, el Comité sugirió el diálogo: parte de su trabajo es concientizar en el Delta.
—El Delta tiene dos perfiles de cazadores. Por un lado, está el que vive en la zona y cada tanto tira un tiro, se come un ciervo como parte de su actividad de isleño puro, de su quehacer, de su estilo de vida. Después está el cazador que viene de afuera y caza para vender: gente con recursos para comprarse una lancha, tener balas suficientes y armas buenas. A ese cazador no le importa si se extingue el ciervo, porque es nada para él. Para un isleño es otra cosa, parte de su vida y su paisaje. Tratamos de concientizar, pero también hay una ley que está para cumplir. El personal de Fauna, la gente de Prefectura, trabajan para eso—, detalla Pereira.
Una vez en Temaikén, el ciervito va a crecer en aislamiento, en un recinto solo. Los cuidadores le darán la comida sin que pueda verlos.
—Ya cuando está bien, grandecito, que se pueda valer por sí mismo y no haya inundación, se traslada a otro recinto, un corral de pre-suelta donado por una forestal —explica Marcela.
Algunas empresas, para contrarrestar su impacto sobre el ambiente, hacen su contribución a la conservación cediendo espacios semi-vírgenes. Para el animal es un lugar parecido a su libertad, donde todavía le ofrecen comida, pero también puede conseguirla solo. Si todo marcha bien, en pocas semanas volverá a perderse solitario.
* * *
El Iberá es más salvaje que el Delta. Más abierto, extenso y virgen. El horizonte hacia adelante se vislumbra bajo y agreste. El suelo desnudo se interrumpe cada tanto por el bosque nativo. Verdes y ocres dominan el atardecer sobre el terreno espejado cada tanto: los esteros. Ese día hubo sol como los días pasados y los que vendrían, pero no como los últimos tres meses, cuando una lluvia débil pero paciente, ininterrumpida, levantó el agua que tapó la tierra y pudrió el alimento de los animales: el ganado productivo, los carpinchos, los ciervos. Por eso viajaron también este último invierno, en 2017.
—Si decís que toda esta semana va a haber sol, está bien, vengan—, contestó Pascual a Marcela el día que se hablaron para acordar la campaña.
Desde Buenos Aires, se trasladó un equipo de tres personas: ella, otro veterinario y un guardaparque joven, también fotógrafo, encargado de volar un dron por sobre las extensiones inundadas, de tomar el punto de GPS de cada cadáver y contabilizar los casos que no llegaran a muestrear.
Ahora van regresando al pueblo. Los acompañan Moreira y dos vaqueanos, Chuli y Chopé. Adentro de la camioneta nadie habla. Todos tienen en sus pensamientos la imagen del tendal de animales muertos. De a 10, de a 30. El olor de la podredumbre y las moscas. Algún ciervo parecía polvo; indefinido, del mismo color que el barro secándose. La mayoría de los animales estaban desintegrados, imposibles. De un total de 300 pudieron hacer, apenas, 14 necropsias completas. Después cortaron pedazos de oreja, sacaron un poco de sangre, o nada. Las hembras estaban casi todas preñadas.
La inundación de 2013 a Marcela se la contó Pascual. Ese año hubo, también, muchos ciervos y carpinchos muertos.
—La mayor cantidad de los que encontramos ahora eran bichos nacidos después de 2013. Es decir que la zona se había reploblado. Y volvieron a morir.
Este año, la alerta comenzó con el llamado de Alejandra Boloqui, dueña de un casco de Turismo, que avisó Marcela que en sus campos, donde siempre merodean los ciervos, cada vez los veía más flacos, perdiendo las astas. Supo que pronto habría muertos. Fue quien hizo la primera necropsia y envió las primeras muestras. Le pidió a Marcela que vaya, pero dijo también que el lugar estaba inaccesible. El agua había arruinado el camino.
Al tiempo escribió Moreira. La inundación no lo había dejado entrar a San Nicolás, su lugar de trabajo, y entonces había tenido que instalarse en Concepción. Visitando a unos colegas en El Tránsito y en Carambola se enteró de que por allí también había muertos. Habló con su Director para ir a ver la situación. Cuando volvió, también le pidió a Marcela que fueran.
—El agua era mucha, no me acuerdo haber visto tanta nunca. Lo que yo vi en terreno es que los animales se quedaron sin hábitat y por lo tanto sin comida y sin lugar donde dormir. No nos olvidemos que el ciervo es un rumiante, el bicho sí o sí a la noche tiene que postrarse para digerir su comida. También hizo mucho frío.
En una semana coordinaron todo entre Marcela, Moreira y Pascual, que también había reportado muertes en su zona. Moreira se puso a cargo de la logística, consiguió camioneta, lancha y a Chuly, el lanchero. Pascual mandó a Chopé para guiarlos: como paisano de la zona puede leer al dedillo lo que con la inundación nadie reconoce.
—Todos varones y vos, Marcela.
—Siempre.
El trabajo de campo comenzó sobre terrenos no consolidados y por eso, algo peligrosos. Las llamadas “tapialeras”.
—Ahí hicimos las primeras necropsias, íbamos rotando, nosotros y el instrumental, porque el terreno va cediendo y si pisás mal, te hundís.
Fueron de las jornadas físicamente más cansadoras y espiritualmente más agobiantes, la lancha se chocaba en su andar con animales muertos metidos en el agua. La esperanza: algunos ciervos vivos, relativamente sanos, algo asustados.
Ahora que salió el sol y el panorama comienza a escampar se acercan, curiosos, al grupo de humanos que disecciona a sus congéneres.
* * *
Hace muchísimo frío y más se siente en la orilla. Sostenemos vasos de café con los dedos tiesos en la estación fluvial de Tigre mientras esperamos que se hagan las 8, cuando sale la lancha que lleva a las maestras. Es viernes y el Delta está movido, pero todavía no tiene el completo afán del fin de semana. Ayer le avisaron a Marcela que apareció un ciervo muerto cerca de Borches, al fondo y al norte de la cuenca. Subiremos hacia Entre Ríos, virando en diagonal casi hasta Uruguay, llegando a ver por las ventanillas la desembocadura en el Río de la Plata detrás del horizonte blanco de este día nublado, a punto de llover. Va a garuar sobre nuestros bártulos y el instrumental, que es mucho y va en el techo, en varios tramos del camino.
Viajamos sentadas muy cerca, amontonadas. Somos, mayormente, mujeres y niños. Desde la proa llega una cumbia bajita. Alguien haciendo señas pide yerba; una de las chicas sostiene un espejito y un lápiz de labios, otras apenas conversan. Todas nos miran porque nunca nos vieron. Marcela y Yanina Berra, su compañera y asistente, charlan sobre el muestreo de animales que están haciendo cerca de la Reserva Otamendi, también en el Delta; miran en Google Maps a dónde queda y por dónde estamos.
Las nenas y los nenes de jardín llevan salvavidas con sus nombres escrito con fibrón. Comen facturas y nosotras también. La mermelada de membrillo nos saca a todos, despacito, del sopor de haber madrugado tanto, de la humedad, del entumecimiento, del río, del tiempo que tardaremos en llegar.
Navegaremos cuatro horas. Por los vidrios empañados se perciben difusas las olas que armamos a nuestro paso; cómo descubren y tapan la tierra haciendo ondular a los juncos.
Al principio se ven los muelles y las casas, muy cerca unas de las otras. Más adelante empieza a dormir la vegetación. Nomás un tinglado cada tanto, una construcción bien adentro. Quedamos solo nosotras y el timonel cuando aparece en el fondo el destacamento de guardaparques, un edificio que antes fue una escuela. Nos espera Juan. Él, que nació en el Delta, estudió en esa escuela. Ayer trasladó al ciervo desde el lecho del río hasta el quincho donde las veterinarias van a hacerle la necropsia. Cuelga su cabeza por fuera de la carretilla, con las orejas mordidas. Dice Juan que se las comieron los peces. La helada salvó al cuerpo de pudrirse. Él, de que se lo llevara la marea.
—¿De qué murió?
—Tuvo un pico de estrés. Lo persiguieron los perros.
Marcela completa:
—El ciervo de los pantanos es muy sensible a situaciones de estrés prolongado y ejercicio muscular intenso, por eso nunca vas a tratar de atraparlo sin anestesia. Hay que hacerlo con mucho cuidado porque ante la situación el animal empieza a correr sin parar y se agita mucho. Si lo persiguen los perros pasa lo mismo.
—¿Un paro cardíaco?
—Sí.
Imagino al ciervo hace dos días moviéndose locamente, sufriente, entrando al río aturdido por el ladrido de los perros salvajes, con el corazón vibrando. Imagino el momento en que ese corazón se detiene y al animal rompiendo el agua. Muerto pero de algún modo victorioso porque los perros no van a alcanzarlo.
Marcela y Yanina trabajan a velocidad con sus atuendos de bioseguridad, frascos con formol, bisturís y una tijera de cortar pollo.
—Ahora hacemos necropsias exprés—, bromean.
Tienen apenas 30 minutos, que es cuando la lancha, que espera en frente, vuelve para el continente. Para una necropsia completa se tarda, usualmente, una hora.
Abren al ciervo con naturalidad y pericia, como lo que representa para ellas: el animal número 401 que despiezan en los últimos 20 días. Les llama la atención, en comparación a los 400 que encontraron muertos en Iberá por la última inundación, la frescura de éste, sus órganos de colores plenos, los bordes definidos. A mí me sorprende la prolijidad de su vientre y todo lo que contiene. Era un animal sano.