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Videos: Martín Kraut
Fotos: Camila Salcedo
A ver si alguien reacciona. Las preguntas llegan como cachetadas. “¿Creés que la gordura está asociada a lo insalubre? ¿Creés que la gordura está asociada a algo feo? ¿Alguna vez te cruzaste de calle para evitar una agresión gordofóbica? ¿Alguna vez te sentiste más cómoda en un lugar porque había otras gordas?”. Frente a una sala llena, en un lugar tan resignificado de sentidos como el Centro Cultural Haroldo Conti, los interrogantes sobre la gordura que salen de esas cuatro bocas espesan el aire. Es la presentación de Micropolítica de la supervivencia gorda -uno de los seis proyectos del Laboratorio de periodismo performático creado por Revista Anfibia y Casa Sofía-, y (alerta spoiler) las preguntas que estaban al comienzo se multiplican al final. “¿Dónde están las fotos de nuestros cuerpos en la fiesta con onda donde siempre vas? ¿Dónde están las gordas en tu Grindr, tu Facebook, tu Wasap? ¿Dónde están las gordas que no quieren hacer esa perfo empoderada y sonriente para ser escuchadas? ¿Dónde están las gordas?”. Y acá están, con la textura sensible de la primera persona, estas voces que se abren paso.
La puesta en escena es austera y así el protagonismo lo tiene la narración: la historia de Ana Larriel, que habla durante cuarenta minutos de su transitar situaciones cotidianas, es un relato que empieza desde muy niña con el pediatra que dice “¿cómo anda la gorda?” y sigue hasta un presente donde los dolores se batallan colectivamente. En este devenir catártico, lo visible y la palabra son una cura. Como un coro de conciencias que acompañan y subrayan, Rocío Inmensidades, Pabli Balcazar y Jael Caiero pasan al frente para dar cuenta que la historia de Ana no es algo aislado: los cuerpos gordxs viven episodios similares en una sociedad que realza la delgadez como un bien en sí. Al fondo, una pantalla habla con el ritmo de un manifiesto gorde: el cuerpo que baila con soltura, feliz, entregado al goce del ritmo sin censuras magras.
Alrededor de la primera persona colectiva que sale de la voz dulce de Ana, el guión de Micropolítica también toma discursos médicos, de la psicología y la Historia para hacerlos dudar de sus afirmaciones. Esa etimología de verdades entre comillas empieza por la Organización Mundial de la Salud, una entidad que funciona muchas veces como faro de autoridad para la comunidad médica tradicional.
Según el método oficial de la OMS, una persona es también un cálculo: sumamos kilos, dividimos por el cuadrado de la altura en metros y ponemos el resultado en una tabla. Si este Índice de Masa Corporal es igual o superior que 25, se habla de sobrepeso, mientras que al superar el 30 hay diferentes escalas de obesidad, que van del I al III. “Yo, según el IMC, soy obesa. Tengo obesidad tipo 2. Me queda un escaloncito más y me caigo de la tabla. Debería estar gravemente enferma, tener dificultad para moverme, para respirar, para dormir… y quizás personas de mi peso se sientan así. Yo no me siento así, todes no nos sentimos así, por eso me pregunto, ¿de dónde viene el índice?”, dice Ana.
La respuesta nos lleva a la revolución industrial en Francia, que genera una sacudida en los modos de vivir, de comer, de dormir y de circulación de los cuerpos. Mientras el trabajo en las fábricas crecía, al gobierno francés le surgió una duda capitalista: ¿Cuál es el peso mínimo que debe tener una persona para sostener una jornada laboral? La fórmula ni siquiera salió del mundo de la medicina. Adolphe Quételet, un estadista y matemático belga, creó la receta que todavía hoy se usa para definir qué cuerpos encajan en el estereotipo de sanidad. Pero algo que pone sobre tablas esta performance periodística es que si fuera solo un tema de números, las subjetividades no serían tan hirientes.
Lo que duele no es la estadística, sino el campo simbólico alrededor de la gordura. Por eso, después de la medicina y la Historia, el relato hace un viaje por la biopolítica, un concepto que Michel Foucault empezó a usar a mediados de los 70 y que plantea que el control de las sociedades sobre los sujetos no solo nace de la conciencia o por la ideología, sino también en el cuerpo y con el cuerpo. “El discurso médico se inserta en esta biopolítica como un dispositivo y va creando formas de decir, de señalar, que recortan e invaden al cuerpo por completo, produciendo representaciones sobre qué es un cuerpo saludable, qué es un cuerpo normal, qué es un cuerpo enfermo. Podemos pensar entonces cómo el sistema médico afirma y el sentido común repite lo que se debe esperar de quienes poseemos un cuerpo con más tejido graso que otros”, dice Ana y enumera lugares comunes que tildan a los cuerpos gordos: “Físicamente limitados, torpes, sin elasticidad, sin coordinación. En suma, un cuerpo carente de todo lo que sí se espera de un buen cuerpo”.
De la idea a la acción
Cuando Rocío se enteró de la convocatoria para el Laboratorio de Periodismo Performático tuvo una idea relacionada a su pasión de los últimos diez años: la fotografía. Primero se imaginó haciendo grandes paneles intervenidos con cuerpos gordos en espacios públicos. Y con el proyecto en bruto empezó a buscar una compañía que le diera el marco teórico a la postulación: “Participo de ‘Hacer la vista gorda’, que es un grupo de activismo gordo propuesto por Laura Contrera y Nicolás Cuello, dos de lxs primerxs que empezaron a hablar del tema en Argentina. Cuando me largué a buscar por ese lado quién se prendía, Ana se sumó y fue una maestra en teorizar y escribir. Yo hace cuatro años que laburo con el cuerpo y con el desnudo, primero retratando a feminidades cis y trans y después más centrada al cuerpo gordo; por eso se me vino a la cabeza trabajarlo a fondo”.
Ana es psicoanalista y docente. Ella enhebró las diferentes teorías que sostienen la punta del iceberg que se ve en la performance. La acción fue variando pero el objetivo estaba claro: construir un relato a base de imágenes que no patologizaran a los cuerpos gordos, que los mostrasen como cuerpos posibles. “Cuando Ro me contó de la convocatoria lo primero que pensé fue en un texto escrito para la Maestría en Estudios Interdisciplinarios de la Subjetividad en UBA. Varios de los recuerdos que fui sumando nunca se los había contado a nadie, los trabajé bastante y estaban ahí para lanzar al mundo: estaba muy sola cuando los viví y quiero que lxs pibxs puedan ser escuchadxs, que no se sientan así de solxs. Es como cuando vas por un barrio y de repente te encontrás con una pintada anarquista o feminista y decís ‘¡ah, este es un barrio amigo!’. No es lo mismo que si te cruzas con una pintada nazi”.
Durante tres meses se juntaron todos los martes con Sebastián Hacher, Fernando Rubio y referentes del pensamiento y el arte para darle forma a la idea. “Las imágenes quedaron en un segundo plano y se hizo algo más fuerte con el cuerpo en escena, fue un proceso muy largo, hasta desesperanzador en el que por momentos dijimos ‘¡basta, no quiero más!’. En otros puntos entendimos que solas no podíamos, porque para nosotras el activismo gordo no es personalista ni personificador, no es algo que pueda tomar la imagen de una sola persona. Para nosotras se trata de un activismo colectivo y necesitábamos dar cuenta de eso. Así fue que, como también trabajamos desde el afecto y la amistad, lxs convocamos a Pabli y Jael. Todo fluyó”, dice Rocío y Pabli asiente: “Habitar espacios gordos me cambió la vida, me hace sentir mucho más cómodo. Desde ese lugar fue un proceso súper lindo, potente y conmovedor”.
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Micropolítica guarda una estrategia para sobrevivir al relato hostil de la mirada que juzga, de la palabra que hiere, de los abusos que valida un mercado donde hay cuerpos que valen más que otros. Habrá que inventar “modos de vida que permitan encarnaciones desafiantes a los valores del mercado que impregnan el dispositivo de corporalidad”, dice Laura Contreras en “Cuerpos sin patrones”. Durante la performance, la voz de Ana retoma la potencia de Contreras y propone una pedagogía para crearse un mundo posible. “¿Cómo esperar amor propio si creciste escuchando que a tu cuerpo hay que destruirlo para que pueda ser deseado? Pienso hoy que para haber atravesado la docena de dietas y tratamientos reductores que hice a lo largo de mi vida, una parte de mí tenía que estar convencida de que eso que las dietas decían poder eliminar tenía que realmente ser eliminado. Tenía que estar convencida de que estas partes mías –mi panza, mis brazos, mi joroba- eran solo un excedente, un plus necesariamente extirpable para que lo que sea que esté debajo viva”.
En ese transitar diario que se vuelve campo de batalla, ahí donde la estética que gobierna es la del sacrificio que mutila, el relato y el cuerpo de Ana toman la fuerza de una respuesta política. ¿Cómo amarse cuando te enseñan que tu cuerpo sobra? ¿Con qué armarse frente al discurso de la delgadez obligatoria? “Yo destruí partes de mi cuerpo todo lo que pude, bajé de peso, bajé mucho de peso para encontrarme solamente con que eso que había que destruir no era externo, no era un excedente, no era impropio, era yo misma a la que reducía, a la que quemaba, a la que eliminaba. Yo sobreviví, salí del amor propio rompiéndome a pedazos, porque no había nada ahí que el amor pueda salvar cuando te enseñaron a destruirte primero para quererte después”.
Frente al dedo acusador de la flaqueza, este manifiesto performático grita a coro con una voz colectiva que se impone a la regulación de los cuerpos. Son voces que llegan para habitar su espacio; que gritan una advertencia en nombre propio, furioso y deseante: “No nos levanten de bandera, jamás podrán con nuestros kilos sobre sus cuerpos”.