Al tema del aborto lo llevaron al Congreso las mujeres, no los epidemiólogos.
Como todxs sabemos, entre los médicos/médicas y trabajadorxs de salud reina un famoso modelo médico hegemónico, hijo del patriarcado, hijo del capitalismo, que mecaniza nuestras prácticas y nuestras acciones, que tiene un altísimo margen de error, que fracciona a los equipos de salud, que condena a lxs pacientes a nuestra voluntad. Frente a este escenario necesitamos que se apliquen las leyes vigentes para que esa relación de poder no se ejerza sobre los cuerpos.
¿Qué hacemos en los hospitales y clínicas cuando se acercan mujeres por aborto? La clandestinidad y la doble moral son excusas perfectas para vulnerar sus derechos y reivindicar ese poder absoluto. La clandestinidad sostiene negocios con los cuerpos de nuestro pueblo, mujeres trans y lesbianas, por eso muchos de los beneficiados tiemblan con este debate.
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La salud pública está atravesada por una realidad económica tremenda, cruel. Presenta indicadores socioeconómicos estancados, faltan recursos humanos, las contrataciones son precarias, mandan los monopolios, los esquemas de financiamiento son insuficientes y dejan afuera la atención primaria, hay déficit en las redes y en los accesos universales, equitativos e igualitarios.
Todo esto genera altísimos niveles de error médico: en el 80% nos equivocamos cuando decimos de qué mueren nuestrxs pacientes.
Foto: gentileza Gustavo Molfino
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Los hospitales deberían ser garantes de derechos, lo dice la Organización Mundial de la Salud. El modelo médico hegemónico lastima a lxs ciudadanos de todo el planeta.
En la Argentina contamos con un montón de leyes nuevas, renovadoras, aprobadas en la última década. Se supone que estas reformas legislativas deberán haber ido cambiando nuestra forma de ejercer la medicina... Sin embargo, desde que una ley sale de las Cámaras hasta que mejora la vida de las personas pasa mucho tiempo: primero son asignadas a Ministerios que las transforman en programas, después los programas se traducen en acciones concretas, y por último llegan a los hospitales.
Por ejemplo, la Ley de Parto Respetado salió en el 2004. Establece que a las madres no les saquen a sus niños y niñas al nacer y les permitan hacer contacto piel a piel, establece también pasar de hablar de métodos anticonceptivos a hablar de consejería de salud sexual integral. Esto no cambió. Además, en la Argentina hoy al 60% de las mujeres primigestas les hacemos episiotomías -nosotrxs lxs trabajadores de salud hacemos mutilaciones vaginales-, cuando la OMS recomienda no superar el 15%. En los hospitales públicos las cesáreas superan el 30% mientras la OMS recomienda menos del 20%, y en los subsistemas de obras sociales y prepagas asciende a más del 70%.
En la Maternidad Carlotto cometimos errores sobre los cuerpos de mujeres, pero también hicimos que esas mujeres y sus familias pudieran ser escuchadas y recibir propuestas sobre cómo revertir la situación. A nosotras nos permitió rendir cuentas, identificar la equivocación y revincular a esa mujer con el sistema de salud (porque el sistema de salud público no es como el privado: no se puede elegir adónde ir).
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La judicialización de la mala praxis fue negocio en Argentina durante un montón de tiempo. Eso generó miedo y desarrolló la llamada “medicina preventiva del juicio”, pero no generó empatía en la relación médico-paciente sino todo lo contrario: provocó mayor resistencia y abroquelamiento.
Por eso, aunque existan leyes que regulen nuestra práctica hay un modelo de acción hegemónica que condiciona la garantía de los derechos. Esto hace pensar, por ejemplo, en la doble moral de quienes se pronuncian en contra de la despenalización del aborto pero naturalizan que se mutilen mujeres con episiotomías y que nuestros niños y niñas nazcan, en un porcentaje mucho mayor al recomendado, por cesáreas y prematuros.
Llevamos diez años hablando de mala praxis sin lograr afrontarla. Nos resistimos a reconocer nuestras equivocaciones, nos da vergüenza, nos frustra. En nuestro ámbito, la incidencia de la marea feminista va más lenta que en el resto de la sociedad. No saltan conflictos entre pacientes mujeres y profesionales de la salud. Es una pena. Sus quejas podrían ser el puntapié inicial para disminuir errores que son sistemáticos y mejorar la atención.