Desde el año 2011 trabajo narrativas y producciones culturales desde una perspectiva “ecocrítica”. La ecocrítica no es una disciplina en sentido estricto, sino un enfoque, incluso una forma de leer (y sobretodo de releer) desde literatura, hasta artes visuales y expresiones estéticas que emanan de una cultura en particular.
Cuando comencé a trabajar en esta dirección, algunos colegas y amigos veían la iniciativa (la “cosa ecológica” como alguien me dijo una vez) como algo folklórico. Es posible que una perspectiva de arraigo eurocéntrico impidiera ver que la cosa ecológica, por así llamar a la crisis climática, nos afectaba a todos por igual imprimiendo en cada uno de nosotros un profundo estado de vulnerabilidad.
Recuerdo que, cuando en el año 2013 publiqué mi libro Políticas de la destrucción / Poéticas de la conservación, Josefina Ludmer, mi entonces ex directora de tesis, mentora y amiga, me escribió un email: “Terminé de leer tu Introducción sobre la ecocrítica y me parece excelente! Me gustaría que se difundiera más, pero aquí está todo tan atrasado... Te deseo lo mejor”.
Hoy, la cosa ecológica dejó de ser algo folklórico para transformarse en un dispositivo determinante en nuestras vidas, comprometiendo no sólo el presente sino también el futuro. La posibilidad de continuidad y existencia. O, más crudamente, la posibilidad de que haya vida cuando miles de especies ya se extinguieron o se encuentran a punto de desaparecer. ¿Y los humanos? Algunos se preguntan si, como especie, seremos capaces de adaptarnos. Y sobrevivir.
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Una de las deficiones de ecocrítica con mayor alcance es la de Cheryl Glotfelty. Para ella, consiste en el estudio de la relación entre literatura y cultura con el espacio físico: desde montañas, llanuras, océanos y selvas, en todas sus variables y manifestaciones posibles. Será, como sugiere Greg Garrard, la práctica de una lectura politizada que, igual que con la crítica feminista y marxista, desafía las actitudes ecocidas y promueve una propuesta centrada en la tierra y desde la cual se estudian, analizan y exploran los estudios literarios y culturales.
Una perspectiva más amplia reconoce la importancia de los espacios urbanos y concede que lo “natural”, en cuánto fenómeno estético, tiene sus limitaciones. La idea de una “imaginación ambiental de lo global”, según lo plantea la alemana Ursula Heise, pareciera reflejarse más en el trabajo de justicia ambiental, feminismo y poscolonialismo críticos. Estos paradigmas, siguiendo al francés Bruno Latour y al brasileño Viveiros de Castro, exploran el ambientalismo como “cosmopolíticas” o “minorías-micro”, conceptos basados en la idea de “multinaturalismos”.
La discusión en torno a lo que significa “naturaleza”, sus definiciones y la porosidad del dualismo o binomio naturaleza/cultura es lo que la ecocrítica busca poner en crisis. Se trata de disolver esta división, entendiendo que remite a un concepto fundante de Occidente. Elizabeth DeLoughrey, Jill Didur y Anthony Carrigan, en la Introducción a Global Ecologies and the Environmental Humanities. Postcolonial Approaches (2015) señalan que la historia del imperio europeo construyó una jerarquía racial y de género con sujetos con características de (o no) persona, en la misma línea que impuso la separación entre naturaleza y cultura. La mujer, el indígena, el no europeo y el pobre fueron relegados a cumplir un papel de “figura objetivada” y correspondiente con la “naturaleza”; el hombre europeo (obviamente blanco), al contrario, fue asociado con la idea de racionalidad, subjetivado y portador de cultura.
En su ya clásico What is Nature? (1995), Kate Soper sugiere que existe una analogía entre la dominación de la “naturaleza” y la opresión de la mujer, mientras que Carolyn Merchant (Ecology – Key Concepts in Critical Theory, 1994), desde la teoría crítica, enfatiza que cuando una dominación de la “naturaleza” no humana es integrada dentro del campo de la dominación de los humanos, es imperativo reevaluar esta correspondencia inculcándole una dimensión ética.
El movimiento de justicia ambiental comparte premisas con los estudios poscoloniales en cuanto posiciona el binario naturaleza/cultura como problema político. Se distancia de éstos, sin embargo, en que no necesariamente ven el desmantelamiento de esa división como la prioridad intelectual principal dadas las imbricaciones ya históricas de la “naturaleza” y el espacio de lo humano con lo no humano. Sostienen, por el contrario, que diferentes culturas no remiten siquiera a esta noción de división o carecen, asimismo, de la noción misma de “ambiente”. Los estudios poscoloniales, dentro del campo ecocrítico, intentan dar cuenta de mundos de multiespecies y más-que-humano. Y procuran identificar los procesos jerárquicos que llevaron a ciertos humanos (como así a otras especies) a ser reducidos a “naturaleza”. En este sentido, es claro que la ecocrítica –y en términos ya más generales–, las humanidades ambientales, deben ampliar su horizonte e incluir epistemologías alternativas, “saberes de otro modo”, que desestabilicen la estructura presente e impulsen una transformación mayor frente a la crisis ecológica y planetaria actual.
Para bien o para mal, como sugiere el geógrafo británico Noel Castree en Nature (2005), pareciera que la noción de “naturaleza” tiene más de pasado que de futuro (de ahí las comillas). Ya en 1989 Bill McKibben había proclamado, a causa del cambio climático antropogénico, el fin de la naturaleza. Mientras tanto, otros críticos enfocados en la “naturaleza humana” –es el caso de Fukuyama– advertían en el 2002 que las biotecnologías como el splicing alternativo darían a lugar un futuro poshumano.
Sigue habiendo debates en torno a los alcances (y peligros) de definir la “naturaleza” como una construcción, aún cuando es imposible llamar a la “naturaleza” de manera irreflexiva como algo impoluto, virgen e intacto, algunos críticos sugieren, no sin preocupación, que la materialidad del mundo físico fue desacreditada en función de algunos análisis y trabajos que intentan iluminar la no naturalidad de la “naturaleza”. De ahí el “giro ontológico” que ahora desborda artículos y libros como otra moda que muchos investigadores siguen de manera inequívoca.
Según Castree, ciertos neologismos que se crearon pueden ayudarnos a navegar esta necesidad de cuestionar a la “naturaleza” desde una perspectiva epistemológica mientras se respeta, a su vez, tanto la agencia como intransigencia física de aquellos fenómenos que produce. Un ejemplo es el término “naturacultura”, acuñado por la tecnocientífica Donna Haraway, concepto que cuestiona la idea sui generis que remite a las esferas de los “social” y lo “natural”. Otros pensadores en esa línea son el ya referido Bruno Latour, Neil Smith, Andrew Ross y Timothy Morton. Para todos éstos, lo que llamamos “naturaleza” en primer lugar nunca existió. En cambio, lo que existió es una creencia socialmente eficaz de que las cosas “naturales” eran separables de las relaciones, instituciones y prácticas “sociales”. Cuestionar e indagar en lo que se dijo y se hizo –y se dice y se hace– en función de esta creencia, como también en lo que está oculto de la vista, significa iluminar cómo las sociedades occidentales son gobernadas, y cómo intentan gobernar a las sociedades no occidentales en el nombre de cualquier cosa, desde “gestión planetaria” hasta intrépidas promesas para un mundo nuevo con cuerpos y mentes sanos y más “inteligentes”.
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Raymond Williams, autor del clásico The Country and the City (El campo y la ciudad, 1973), señaló que “naturaleza” es quizás uno de los más complejos términos de nuestro lenguaje y que una historia completa de los usos del término implicaría una historia de gran parte del pensamiento humano.
Pero hablar de “naturaleza” es también hablar de ciudades, estos espacios construidos cuya materialidad se nutre de aquella. A la dualidad naturaleza/cultura se corresponde el binomio campo/ciudad. Si la ciudad es el espacio de la cultura y lo racional, el campo es el de la barbarie y lo irracional (y recuerden, queridos lectores, a Sarmiento, Rivera, Gallegos… la lista es larga).
Sin embargo, cuando abordamos estas dicotomías, olvidamos que la comida que nos alimenta en la ciudad se produce en el campo, y que la producción agropecuaria se practica, planifica e implementa a partir de medidas, planificaciones, regulaciones y leyes dictaminadas en la ciudad. Es aquí, en el espacio urbano, donde se estudia la carrera de agronomía, la carrera de química, la carrera de biología. Es aquí, también donde se deciden, se elaboran, se decretan y planifican los usos (y abusos) de la tierra. El campo alimenta a la ciudad. O la ciudad consume al campo. No están separados. No son entidades separadas. Un flujo que se llama mercado los conecta.
Toda una literatura actual da cuenta de este fenómeno: Distancia de rescate, de Samanta Schweblin (2014), tiene lugar en el espacio rural, el campo, donde los personajes sufren de una intoxicación a causa de la eliminación continua de deshechos tóxicos utilizados como herbicidas y pesticidas en la producción de soja. Pero también el espacio urbano aparece contaminado: dos ejemplos son las novelas del mexicano Homero Aridjis, ¿En quién piensas cuando haces el amor? (1995) y La muerte como efecto secundario (1997), de Ana María Shua. Tanto en una como otra el territorio urbano consiste en una distopía urbana, un ecocidio, donde la “naturaleza” se encuentra comodificada (es prohibitiva, solo accesible a una minoría) dejando al resto, la vasta mayoría, en un mapa urbano gris, sin árboles ni pájaros, una cartografía contaminada, donde prácticamente no se puede respirar, y donde el asma o la tos incesante afecta la salud, mental y física, de los personajes. Y aquí vale aclarar que la incapacidad de respirar, como problemática de (in)justica ambiental, va de la mano con el problema de (in)justicia social, como lo demostraron los activistas por la justicia ambiental. En su último libro, Julie Sze refiere al “no puedo respirar” como símbolo literal y metafórico de lo que muchos llaman ambientalismo racial y violencia ambiental.
Del campo a la ciudad y viceversa porque no hay afuera. Tanto la representación del espacio rural como el urbano consiste en un continuum tóxico. La crisis global climática es también planetaria. Es una crisis que Rob Nixon describió, muy acertadamente, como una “violencia lenta” (Slow Violence, en su libro homónimo de 2011). Es una violencia que ocurre lenta y gradualmente, que está fuera de la vista, una destrucción dispersa a través del espacio y el tiempo. Es una violencia invisible e intangible, que nos envuelve, y que reemerge a través de enfermedades, desplazamientos y muertes. Como un virus o una pandemia. Algo que se instala en nuestra realidad, pero que no podemos palpar, aún si extendemos nuestras manos para aprehenderlo.
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Desde que COVID 19 surgió como una amenaza global, las ciudades se vaciaron. Y el mundo se detuvo. El smog se redujo, los ríos y espacios públicos asomaron más limpios. La basura cedió a calles más limpias. El cielo se volvió más brillante. La contaminación auditiva disminuyó al estar los aeropuertos cerrados y las avenidas vacías. Sin embargo, este cuadro para muchos resultó apocalíptico. Para quienes viven en Nueva York, la imagen de morgues portátiles estacionadas junto a los hospitales resultó intolerable. La ciudad que nunca duerme, de pronto apareció, no dormida, sino desmayada. Inconsciente. En Guayaquil, Ecuador, los residentes dejaron a sus muertos en las calles, sin poder enterrarlos ni darles un sepulcro o lugar para descansar (en paz o sin ella). En Brazil los números suben vertiginosamente, mientras que en países como Perú no se pueden cumplir las reglas básicas por falta de agua corriente.
La pandemia es global, pero la experiencia es local. En algunas ciudades, y a pesar de las geografías diversas, clase, género, raza o religión, las parejas se disuelven. El aumento de feminicidios es uno de los pocos crímenes que no disminuyó en cuarentena. Y los chicos pasan día y noche frente a la pantalla. Los ancianos, en los geriátricos, nunca estuvieron tan amenazados.El desempleo y la crisis económica proyecta más crisis, más despidos, más hambre, más miseria. El mundo está en una pausa. Las teorías de la conspiración proliferan y muchos usan esto como excusa para descargar su usual xenofobia, racismo, etnofobia, homofobia. El encierro también dio lugar a que las políticas fascistas se manifestaran con toda su magnificencia, y no hablo sólo de las macros, las de las gobernantes, que ya conocemos bien, sino también las micros, las de la ciudadanía que se volvió policíaca, que arremete ahora contra el prójimo, ya sea porque camina a menos de un metro de distancia, no se cubre con el barbijo, o desacata la autoridad. Ya sea porque quiere abrir o cerrar su negocio.
El planeta, en su mayoría, decidió acatar. Obedecer. La ciudanía decidió hacer una pausa. Retraerse. Es el miedo que todo lo puede.
Pero mientras el mundo se suspende, como un hiato en la teleología del tiempo, el otro mundo, el de los no humanos o más-que-humanos, el de la “naturaleza” (con o sin comillas) también descansa. Muchos se preguntan, precisamente, ¿por qué no desacelerar? ¿Por qué no aprovechar esta tregua para reducir –no detener–el ritmo vertiginoso de nuestras economías? ¿No es acaso ésta una oportunidad única para reconfigurar nuestras dinámicas sociales, culturales, económicas, el consumo insaciable de “naturaleza” y proyectar un futuro alternativo, donde “naturaleza” y “cultura” dejen de ser dos elementos opuestos para devenir una entidad inseparable, un universo donde los humanos y no humanos convivan sin fagocitarse mutuamente? Es decir, ¿no es acaso el momento para pasar de un ecocidio vertiginoso a una posible ecofilia?
Sin duda no. En Brazil, por ejemplo, desde que COVID 19 surgió para tragarse a sus muertos, los “dueños de la tierra” aprovecharon para incinerar aun más el Amazonas. Liberar la tierra para el ganado, entregar la tierra para la especulación financiera.
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El coronavirus permitió que se legitime un discurso sobre el fin del mundo. Como si ese discurso hubiera esperado su llegada para montarse en la esfera pública y circular. El virus llegó como un exceso, agobiando más a unos que otros, reconfigurando el espacio urbano y, sobretodo, subrayando la disparidad racial y económica.
El continuum de toxicidad que forja la simbiosis ciudad-campo reaparece en otras formas, quizá silenciadas, quizá ocultas bajo una montaña atiborrada de información. Algunos investigadores como Kate Jones, de University College London, trabajan la relación entre ecología e historia evolutiva de enfermedades, y el impacto de la biodiversidad en la emergencia y transmisión de enfermedades infecciosas. Jason R. Rohr conecta esta emergencia y transmisión con la producción global alimenticia y David Quammen investiga la relación entre infecciones de animales y pandemias humanas. Su libro Spillover: Animal Infections and the Next Human Pandemic es de 2012.
La relación entre ecología y epidemias no es contingente. El historiador Donald Worster, autor de, entre muchos, Nature’s Economy: A History of Ecological Ideas (1994) sostiene que las epidemias, un 75% de las veces, comienzan cuando las relaciones entre animales y humanos fracasan y que, por lo tanto, es importante buscar las causas de COVID 19 más allá de las ciudades, las fábricas, los hospitales. Hay que buscar las causas, señala, donde la mayor parte de los animales viven: en los bosques, las praderas, los pantanos y valles fluviales, o, más probablemente estos días, en las granjas grandes y chicas, incluidas las instalaciones de animales confinados llamados feedlots o corrales de engorde.
No es posible revertir la crisis global generada por el Antropoceno. Pero quizá sea posible intentar restaurar ese balance, y experimentar la cosa ecológica como algo personal e íntimo. No hay afuera y todos, en mayor o menor escala, estamos y seguiremos afectados por la crisis climática global que, a su vez, causamos a través de nuestros hábitos de consumo que no es sino el continuo acto de diezmar, saquear y vaciar la “naturaleza”.
¿Cómo será el mundo postpandémico, entonces? ¿Seguiremos vulnerando los hábitats que protegen tanto a humanos como a no humanos de depresiones y enfermedades? ¿Crearemos las condiciones para que éstas continúen desarrollándose, afectando más, como ya es sabido, a los que sufren de inequidad sanitaria? Si es así, no sólo veremos nuestras ciudades deshabitadas, sino que nuestro mundo “natural”, como una prolongada extensión de aquellas, también se irá vaciando. ¿Entonces, como sugirió Aridjis, el Apocalipsis será la obra del hombre? Algunas ideas tenemos.