Tratar de caracterizar a una persona solamente en función de la etapa histórica en la que navegó es caer en lo que Louis Althusser criticó como el “error historicista”. Ahora bien, obviar la historia como ese enmarañado relato de acontecimientos donde ponemos un punto en función del cual caracterizamos y leemos en retrospectiva una época es carecer de “corazón”: no solo el de las telenovelas, sino el de las sensibillidades más cotidianas que nos unieron y nos chocaron a tod*s en este navegar que inició la lucha contra el gobierno neoliberal de Carlos Menem. Como sostiene Vladimir Putin en relación con el comunismo: “El querer restaurar el comunismo no tiene cabeza; el que no lo eche de menos no tiene corazón”. Toda una clase de historia condensada en una frase, una teoría de los afectos y efectos de la historia como recuerdos, muescas, nanas y rayones en cada un* de nosotr*s.
Hoy, 2018, luego de más de una década (ganada, sí ganada, a pesar de la tibieza de tantas plumas que escriben o trajean en el submundo gorila lgbt), voy a poner una pausa para contarles un pasado y un presente que es y será bisagra, y que incluye la sentencia por el asesinato de Diana Sacayán. No hubo, no hay ni habrá otra Diana. Ya la filosofía empirista inglesa se desencantó cuando trató de encontrar algo llamado “yo” con los sentidos. De igual modo Hegel se percataba que “yo” es un sustantivo común, colectivo, que nunca atrapa una individualidad que tratamos. ¿Y si también recurrimos a Niezscthe, Marx y Freud que nos encarajinaron en estructuras de pasión, clase y tripartición de nuestro sujeto? ¿Quién habló como Diana? ¿Qué de mí habla sobre Diana?
Y la cosa se pone más fulera cuando la estructura que con una amiga decidimos denominar “la viudas” entra en escena: cada vez que muere alguien que con su vida marcó destinos, estallan cortes de “herederos/as” con la intenciones más diversas, humanas o non sanctas. Círculos de circuito cerrado que rodean y sacralizan sus imágenes para oponerlas o encarrilaras en las continuidades y rupturas de relatos que son funcionales a l*s lloron*s. Así como a quienes nos reconocemos cristianos leemos que Jesús nos mandó a orar en “privado”, es decir, sin aspavientos; cada uno sabrá qué l*s unió a Diana, esa historia presente. Lo que su vida implicó y cómo seguirá con cada un* de nosotr*s.
Un “periodista profesional” o un sociólogo “a la Germani” (sí, ese, el de la hipótesis equivocada según Darío Cantón al que aún rinden pleitecía por su inocuidad que vuelve irrefutable pero eficaz por efecto de autoridad todo lo que toca ese significante) haría un llamado urgente a la rigurosidad o profesionalidad. ¡Mamita! ¿Ven? Yo también encarrilo y en unos párrafos colé durmientes a mi propia vía que no tiene paradas en estaciones liberales y/o socialdemócratas en el ámbito de la prensa, el periodismo y/o la militancia.
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La Diana que voy a contar es un acontecimiento que vivimos ella, yo y varios nosotr*s, en avatares amistosos y enojosos en el ámbito de acciones en las que nos combatimos o peleamos junt*s.
No creo, como much*s de ustedes, en ninguna objetividad. Menos aún para hablar de alguien con quien nos unió la política como esa constelación de amores/odios. No pretendo ser su heredero, su hermeneuta y mucho menos ser de la corte de sus “viudas”. Soy un militante peronista desde el año 1982 que pasó por la militancia lgbt (y que aún visita como familia cercana sin afiliación más que las lealtades) y que la conoció durante la lucha contra el neoliberalismo en el despacho del querido y extrañado militante comunista Patricio Echegaray. Mi amistad con Diana fue menos turbulenta que la que tuve con Lohana Berkins, a quien conocí autodenominándose como mujer en la filas de AMMAR que comandaba Elena Reynaga en una actividad que realizamos como Colectivo Eros en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Diana me midió. Llegaba al despacho de Patricio cuando era Legislador de la Ciudad de Buenos Aires a ver a Lohana, y mientras la esperaba se sentaba en una mesita de reuniones redonda que había en la oficina. Ella me miraba y escuchaba. Creo, no recuerdo bien, que recién a los dos meses me habló. Y nos quisimos, a pesar de las peleas, los entuertos, las internas. Por eso la Diana que voy a recrear es esa, la de las idas y vueltas; la de las alianzas y las rupturas; la de los halagos y los palos que hoy, al menos para mí, está entre nosotr*s de un modo que me consuela por su otra ausencia.
¿Qué historia de amistad o amor no tiene esas polaridades? Diana fue asesinada en el año 2015. Por eso voy a empezar esta nota, retrato, homenaje, recuerdo y pase de factura con nuestros intercambios epistolares vía messenger de nuestros respectivos facebook desde el 24 de abril de 2009 hasta poco días antes de su asesinato que fue la semana en la que nos íbamos a encontrar para cenar en su casa, en la que íbamos a refundar nuestra amistad.
Lo que sigue es un copy paste de esos mensajes.
Pase, vea, lea y saque sus conclusiones más allá, más acá o dentro de los rieles por donde la trato de recordar.
Esta farfulla a dúo de escrituras de amig*s, políticas, éticas no es solo un intercambio, sino también tomas de posición de amb*s ante amb*s. Ese mensaje irónico de “cuando quieras titntillo y podstre jejejeje” luego de mi queja condensa nuestra relación: intento de puentes y prueba de fuerza de sus tensores. Esta gira de significantes que se plasmó en el éter web entre el año 2009 y el 2015 se inscriben sobre un hojaldre con capas que arrancaron en el despacho del Partido Comunista en la Legislatura Porteña, luego de que la mirada escrutadora de Diana levantara la barrera y me dejara entrar a jugar al patio de su vida.
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Durante mucho tiempo mi relación con Diana fue negociada por Lohana porque la “gorda” siempre mezclaba celos de amor y recelos políticos: en una de nuestras últimas cenas me rebautizó entre carcajadas como Katrina (sí, ese mega huracán asesino) como nombre de guerra en la política. Éramos un trío sin prácticas sexuales compartidas, pero con mucha libido. Luego supimos tender puentes por fuera del panóptico Berkins, en los que aprendí (casi siempre con la Tía Silvia Delfino) a tomarme la combie que te lleva a La Matanza; a volver con el tren que te deja en esa estación llamada Buenos Aires; a entender y ver cómo un gobierno municipal del conurba bravo fue permeado (no sin resistencias) por Diana y otr*s militantes de las diferencias genérico-sexuales.
Yo que vengo de Avellaneda, de una familia pobre y con estudios primarios incompletos; que jugué en los potreros de Sarandí; que debuté sexualmente en los eucaliptos de un descampado Ateneo y que entré a la militancia en los cursos de formación política con Herminio Iglesias en el Partido Justicialista (año 82, cuando tenía su sede en un viejo primer piso de la Av. Mitre), me reconocí en un mundo de la vida enmarañada, dolorosa y por momentos de fiestas que apaciguan un poco esa tristeza que siempre parece infinita en las barriadas. Y también volví a corroborar que de esos lugares que en muchos momentos son laberintos no se sale con mapa ni por arriba como propone Marechal, sino por dentro y con lucha, volteando paredes o libustrinas, mordiéndote los labios, llorando a escondidas, mintiendo si es necesario, agarrando manos, con lealtades y traiciones.
Como nos dijo Lacan: ni Sade ni Kant, en la vida heavy había rock como marca epocal. El mío fue más de los 70 (por mera cuestión etárea), por lo que combiné un sacudir Joplin con un disco Summer, Viudas e Hijas/Virus y un sinfónico Simon and Garfunkel; y sobre todo porque soy varón, marica, pero varón. Diana, en cambio, le dio a la vida punk porque era más joven y su territorio posliberal era mucho más denso que el que a mi generación le tocó afinar para vivir. El relato que recuerdo, de parte de ella, es que entró al Partido Comunista vía el movimiento piquetero Movimiento Territorial de Liberación (MTL), esas expresiones políticas de la “cultura del descarte” que habían desplazado a los sindicatos por desindustrialización o traición de los eternos gordos de la CGT, y que fueron el lugar de la resistencia del pueblo contra el patilludo garca y much*s dirigentes que hoy desgañitan discursos populares mientras en esa época le daban a la pizza con champan.
Pero los encuadres sacayanescos nunca fueron a la peronista, sino siempre al borde del quiebre y la multilocación. No solo porque en aquel entonces las estructuras partidarias y movimentistas eran todavía reacias a la “novedad” que le producía nuestra militancia fuera del closet, sino -acá va un “durmiente para mi riel”-, por la lectura que Diana hacía, y por la que discutimos varias veces: su concepción del autonomismo que tomó de cierto feminismo liberal.
Recuerdo esa charla junto con Silvia Delfino en un bar. Gobernaba Néstor Kirchner y debatíamos sobre "inclusión", esa palabra que detestábamos en los 90 porque la enunciaba un Estado opresor, pero que se resignificó con el correr de la década del 2000. Y esto nos acercó a varios que carecemos de los pelos de tanto militante sean mujeres, lgbt, progresistas o de izquierda. A esa experiencia que hoy vemos “no es lo mismo”: vade retro Del Caño. Ese momento fue de quiebres para tod*s: otra vez el peronismo hizo lo que mejor sabe hacer que es construir una masa de poder en la que vos, igual que otr*s, no te sumaste como vari*s de nosotr*s. Valdría la pena un texto aparte los debates y misiles entre ustedes, como cotilleos entre las trans y travestis del que fui un privilegiado de escuchar: vos, Lohana, Claudia Pía, Ornella Infante y Marcela Romero dieron clases de política al hora de cerrar filas a pesar de sus grietas inevitables. Vos, en esa mezcla de “punkeo” como marca de época y necesidad de resistencia, así como muesca en su praxis de esa noción liberal de las feministas que no ven pañuelo verde en el cuello de Evita, hicieron que varias veces Diana se mandara sola. Seamos sinceros: muchas orgas son “uniorgas” por composición numérica o por centralismo leninista a la criollita. Eso convirtió a Diana en una activista (rechazábamos la palabra militante por su connotación milica) que, sin caer en un FODA berreta, subió la vara al movimiento con propuestas y protestas muchas veces en forma de escraches que solo se entendían, por suerte, hacia al interior del microclima, siendo algunos atendibles y otros actos de su libre arbitrio. En esta carrera, la velocidad crucero de Diana variaba. Sabía negociar, pero también arremeter patrulleros lo que le valió en pleno kirchnerismo que la encanaran en unas condiciones deplorables en una comisaría inalcanzable para cualquier bondi en La Matanza. El primer Néstor que tenía entre sus filas al “zapatitos blancos” de Beliz, ese que hoy como “dirigente justicialista” se opone al aborto, no fue el mismo que devino después y al cual muchos que no lo votamos comenzamos a apoyar y militarle.
De ese encarcelamiento de Diana guardo recuerdos. Acá van dos fotos, son las de una visita en la que nos amenazaba con suicidarse si no le daban la libertad. Como no nos abrían las rejas, Silvia Delfino y yo que pudimos llegar en un remise destartalado previa parada por un choripán en una calle-ruta que no sé si figura en un mapa, y tomamos mate mientras hablábamos insoportablemente sobre noticias y algún consuelo (creo que más para nuestra desesperación) y que a ella, por su cara de bronca y tristeza, le debieron parecer sandeces. Y otra espina guardo de ese momento: la indiferencia de mucha militancia lgbt de aquella época: estimad*s cuando alguien está en un agujero sin libertad no da fijarse si hizo una contramarcha o te puteo en un congreso, porque su libertad y sus derechos humanos están sobre internas y hasta de tácticas y estrategias que al fin y al cabo de que valen si una cumpa estaba como la pueden ver en estas fotos que son este relato.
(Archivo personal Flavio Rapisardi)
Ese tiempo fue interminable. No solo cronológicamente, sino en el cuerpo de quienes nos juntábamos para pedir por su libertad. Si mal no recuerdo, salió con condicional y puso mi domicilio en el juzgado. Era claro que nadie la iba a encerrar en mi viejo departamento de un ambiente de San Cristóbal, el rock-punk de Diana siguió. Y en su música nos amamos como cuando nos decimos
Esta farfulla me ablanda el cuerpo mientras escribo la nota durante un examen en el que trato que pib*s del CBC critiquen el neoliberalismo. Porque si de algo siempre estaré seguro es que las palabras de Diana, gustaran o no, fueron sinceras en sus “awwww” de cariño-gatito o sus acusaciones de cafishio que me endilgó en una charla con una agrupación estudiantil opositora a la que apoyó en una universidad en la que trabajo y milito.
Diana, como el punk-rock, te pegaba una frase tierna con una sacudida; un vino con un desplante; una eternidad de odio con otra de amor. Yo me guardo ambas, porque esas dos caras fueron la de una moneda de plata irrepetible, un acontecimiento único encarnado en una piba a la que extraño por lo que compartimos (como un hermoso pijama bordó que le presté cuando la internaron cuando fue apuñalada y nunca me devolvió) y sus respuestas de gatito cuando le reclamaba por esos piedrazos que me tiraba y de los que solía enterarme tarde. ¿Sabés qué, Diana? De haber sabido que me ibas a revolear un canto rodado, seguro te lo respondía, Porque, loca: esa costumbre de barrio todavía la tengo y es ahí donde me encuentro con vos y con Lohana.
Que suerte saber que tu asesino pagará, pero cómo inquieta saber que tantos otros calientan puñales al calor de una época brava de una Ministra facha, un Gobierno garca y una dirigencia política autocomplacida.
Tus gritos hoy sonarían en una canción de Le Punk como quien siempre avisa que su vida no se rifa ni claudica, sino persiste, viva o muerta, esa división para nada absoluta.
Mudaré de piel al hastío
Convocaré a todas mis ánimas
Emplearé mi tiempo perdido
Y buscaré nuevas pláticas
Ahora que estoy tan muerto como vivo
Ahora que me encuentro en la caída
Y el miedo es el esclavo de mi voluntad
Dejaré de ser un alma sumisa
Preguntaré después de disparar
Ahora que estoy tan muerto como vivo.