Este texto es parte de una serie de notas financiadas por Bocado-investigaciones comestibles: una red latinoamericana de periodistas con perspectiva científica y de derechos humanos, dedicada a temáticas vinculadas a la alimentación, los sistemas alimentarios y los territorios.
Un laberinto de contenedores apilados, de muchos colores, forman un mosaico. No dejan ver lo que transportan. Son tan altos que no permiten observar el río. Tripulaciones cosmopolitas hablan en diferentes idiomas. El olor a pescado lo invade todo, llega incluso hasta la terminal de cruceros, donde están los turistas. Accesos controlados, seguridad y ojos que vigilan cada paso. El terreno es muy grande, abarca más de 100 hectáreas. Trabaja las 24 horas. El puerto de Montevideo, Uruguay, está lleno de sorpresas.
Este país con cuatro millones de habitantes tiene un puerto que podría compararse al Port Royal, de Jamaica, en tiempos de piratas. Es considerado el segundo a nivel mundial en transbordo de pescados sospechados de haber sido obtenidos de manera ilegal. Aquí anclan cientos de barcos que realizan travesías ilegales buscando calamares, tiburones y otras especies amenazadas por la sobrepesca. Son barcos chinos.
Porque China -con más de mil millones de habitantes- tiene el doble del promedio mundial de consumo de pescado per cápita y ya agotó la mayoría de los recursos que había en su territorio. Para llenar sus platos se acerca al Pacífico y al Atlántico con cientos de buques que aprovechan los abundantes recursos y la falta de control en las aguas latinoamericanas. Usan el puerto uruguayo y otros de la región.
Pero la pesca es sólo una parte de esta historia. Con un apetito voraz, China llega hasta aquí en busca de todo tipo de alimentos para sus ciudadanos que representan el 23% del de la población mundial. Porque no alcanza a producir lo que necesita, con sólo un 14% de su territorio apto para la agricultura. Porque necesita dar de comer a su clase media en expansión, que además está cambiando de dieta y quiere cada vez más carnes.
Además de aquellos buques pesqueros, hay miles naves chinas surcando nuestros mares de forma legal, cargadas con soja, carnes, frutas, verduras, vino y otros productos que viajan en enormes contenedores hacia el otro extremo del mundo.
Es una pequeña lista de lo que va y viene regularmente, porque en las últimas dos décadas China se convirtió en el principal socio comercial de la mayoría de los países de la región.
“China busca lo mejor para su población pero acá hay alguien que le abre la puerta'', dice Ariel Slipak, economista y docente de la UBA.
La potencia llega atraída por los recursos naturales y alimenticios. Nuestros gobiernos ven en ella al prestamista e inversor que ya desplazó a Estados Unidos y Europa. Esta relación comercial no sólo implica negocios: también cambió nuestros modelos productivos. Permitió consolidar la visión agroalimentaria y extractivista. Precios récord de alimentos, materias primas y una rentabilidad extraordinaria se combinaron con la re-primarización de la economía y conflictos ambientales y sociales, instalando una dinámica por lo menos asimétrica. “China externaliza problemáticas ambientales y sociales. No les estamos exportando solamente soja y carne sino también agua y recursos naturales”, advierte Slipak.
Seguridad alimentaria
China sabe que no puede alimentarse a sí misma. Lo buscó pero terminó resignando sus planes a la realidad. En 1996 tenía el objetivo de producir el 95% de los granos y legumbres que necesitaba, pero con su ingreso a la OMC en 2001 y una relación comercial más abierta terminó replanteando sus metas, abriéndose al comercio internacional de alimentos. Hoy ese objetivo de 95% se convirtió en 80%, consciente de sus limitaciones.
“De a poco, China se empezó a proveer de una gran cantidad de productos agropecuarios a través del comercio internacional. Pasaron por diversos problemas de eficiencia, ambientales y de productividad”, explica Pablo Elverdin, coordinador de estrategia del Grupo de Países Productores del Sur (GPS).
Es un país de grandes dimensiones como también de grandes problemas. Tiene sólo el 7% de la tierra cultivable a nivel global. Y de ese porcentaje un tercio está contaminada por uso excesivo de agroquímicos. La productividad agropecuaria es muy baja, con un promedio del 60% de mecanización cuando Europa y Estados Unidos rondan el 90%. Le falta recursos hídricos para producir alimentos. El agua disponible por persona por día es de menos de 2 litros; un cuarto de lo que tienen se va a la agricultura.
Entre lo que sí puede producir, China también tiene problemas. Sobre todo plagas en sus animales y plantas. Un ejemplo, el brote de peste porcina africana que les ha llevado a sacrificar a millones de cerdos desde 2019, con imágenes que despertaron indignación a nivel global.
“La producción ganadera moderna a gran escala es ambientalmente intensiva. China tiene un entorno vulnerable por la densidad de su población, incluso en el entorno rural. Las plantas de menor escala no tienen las instalaciones adecuadas para proteger a los animales de las enfermedades”, explica Holly Wang, investigadora en Purdue University en Estados Unidos.
Las denuncias por la falta de seguridad alimentaria golpean al país. En 2015, por ejemplo, se incautó carne vacuna congelada de contrabando ilegal; valuada en casi 500 millones de dólares, parte de ella tenía más de 40 años guardada. Estos escándalos afectadoron la confianza de los consumidores chinos en los productos de su país, por eso prefieren lo importado.
Y así, China se volvió dependiente de importaciones de alimentos, que pasaron de 14 mil millones de dólares en 2003 a 104.6 mil millones de dólares en 2017. Se multiplicaron 642 veces. Salió así a buscar insumos fuera porque su producción ya no es suficiente para alimentar a una población en crecimiento, con una clase media cada vez más grande, urbana y nuevos hábitos alimenticios.
La nueva China y su expansión
Baja el consumo de cereales, granos y legumbres. Aumenta la demanda de carne, leche y otros productos alimenticios no básicos. En 1980, el 80% de la dieta estaba basada en cereales, con un 10% de consumo de carnes y un 10% de verduras y frutas. Hoy sólo el 40% de la dieta son cereales, seguido por carne (30%) y frutas y verduras (30%).
El caso de la soja es el más relevante. De 2000 a 2018, las importaciones pasaron de 2.3 mil millones a 38 millones de dólares. China es el mayor importador de soja del mundo. Compra, principalmente, a América Latina. Y por una razón que parece ilógica: para alimentar a sus cerdos, para poder comer carne.
China es también un actor con mucha fuerza en la cadena agroalimentaria de nuestra región. Sus empresas agropecuarias están presentes desde hace décadas y compiten con las grandes norteamericanas y europeas, conocidas como ABCD (Archer Daniels Midland, Bunge, Cargill y Louis Dreyfus Company), que venden todo el paquete para trabajar la tierra, desde la semilla hasta los pesticidas.
El gobierno del actual presidente chino Xi Xinping incentivó a las empresas de su país, muchas de propiedad estatal, a expandirse globalmente para asegurar el suministro de productos agrícolas y mejorar su capacidad de controlar sus precios. Un plan de inversión conocido como “going out” o “going global”.
Primero compraron tierras, como habían hecho en África. Pero acá la mayoría de las inversiones fracasaron por violar leyes sobre la titularidad de la tierra. “Mientras que en África se metió en las tierras, en América Latina desplegó la cadena de producción y comercialización con grandes empresas, muchas estatales”, dice Ignacio Bartesaghi, especialista de la Universidad Católica de Uruguay.
El caso más representativo fue la compra de Nidera, una transnacional de agronegocios, y de Noble, un productor de soja latinoamericano, por la estatal china COFCO en 2014 y 2016 respectivamente.Noble está en Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay en los sectores de la soja, el café, la caña de azúcar, el biodiésel y el algodón. Nidera está en Argentina y Brasil y tiene gran capacidad de almacenamiento y puertos propios para transportar granos y fertilizantes.
China también compra empresas de transporte, logística y marketing, lo que reduce el costo comercial. Destacan los negocios de la estatal china CGC con Molino Cañuelas (soja) y las inversiones en la región por las empresas Chongqing Grain Group, Sanhe y China National Heavy Machinery Corporation (infraestructura agrícola). También hacen grandes inversiones en semillas y en la industria agroquímica, un mercado clave porque China produce el 40% del glifosato usado a nivel global. Fue clave la compra de Syngenta, una de las empresas agroquímicas más grandes del mundo, por la estatal ChemChina en 2017.
La marca
Además de comprador, en América Latina también China se ha vuelto quien presta dinero. Su rol como fuente de préstamos y financiamiento se incrementó significativamente, totalizando 113 mil millones de dólares desde 2003 al presente. Los bancos chinos financiaron, por ejemplo, los trenes Belgrano Cargas en Argentina, proyectos de maquinaria agrícola en Bolivia, hidrovías en el Amazonas.
Sus inversiones traen divisas pero abren la puerta a conflictos sociales y ambientales. Compran nuestros alimentos pero también nuestros recursos hídricos, nutrientes de los suelos y bosques nativos. Al producir aquí lo que consume llá, China exporta las emisiones de gases de efecto invernadero. Contamina con las factorías aquí y con el traslado transatlántico.
Se van barcos con granos, quedan problemas. En Brasil, la organización Trase reveló que las importaciones chinas de soja brasileña provocaron la deforestación de 223,000 hectáreas entre 2013 y 2017, equivalente a un área de dos veces el tamaño de la ciudad de Nueva York. Cientos de empresas participan en la cadena de producción de soja brasileña, pero solo seis concentran el 70% del volumen exportado desde la región de Matopiba: Agrex, Amaggi, LD Commodities, Multigrain, Cargill, Bunge y ADM. Es decir, multinacionales.
Y por el mismo camino de la soja va la carne brasileña. Porque el 44% de la carne vacuna que compra China proviene de Brasil. Bifes, cortes y milanesas que salen sobre todo, en un 70%, de dos regiones, Amazonas y Cerrado, donde la expansión agropecuaria implica más y más deforestación. Se tiran árboles para poner vacas. Se pierde biodiversidad y aumentan las emisiones de gases de efecto invernadero.
Los problemas se repiten en otros países. En Argentina, organizaciones sociales y ambientales alertan por un proyecto de acuerdo comercial con China que duplicaría la producción de carne de cerdo. El plan es instalar 25 plantas productoras en el norte argentino para generar 900,000 toneladas de carne por año. “La instalación de estas granjas de cerdos en las provincias que más deforestaron durante las últimas décadas generará aún más presión sobre los bosques, ya que aumentará significativamente la demanda de maíz y soja para alimentarlos”, alerta Hernán Giardini, experto en bosques e integrante de Greenpeace. “Va a contramano de las medidas necesarias para enfrentar la crisis sanitaria y climática.”
Al acecho
El agua es la otra frontera extractivista para China en América Latina. Durante las últimas décadas, la actividad pesquera china se expandió a nivel global: su flota de barcos de aguas distantes pasó de 1,830 en el 2012 a casi 3,000 en la actualidad.
Por los mares del mundo, en esas llamadas “aguas distantes”, las naves de bandera roja buscan sobre todo el calamar, que luego se consume en China pero también exportan a Estados Unidos y Europa.
“Es imposible controlar los barcos, incluso a través de satélites, ya que desconectan sus sistemas de rastreo. Tenés que estar en el lugar y eso cuesta millones a los gobiernos”, explica Milko Schvartzman, especialista en conservación marina. Estima que en picos de temporada pesquera hay más de 300 de esos arcos en el Pacífico Sur, mientras que en el Atlántico Sur hay más de 500. Los gobiernos de la región no les otorgan licencias de pesca pero tampoco un freno.
Acechan los barcos chinos, como esperando dar un golpe. Parecen dormidos o distraídos, pero no lo están.