Messi tenía seis años y un pacto con Carlos Marconi, su primer técnico en Newell´s: cada vez que hacía un gol, Marconi le regalaba un alfajor. Como todo pacto, también había un inciso: si lo hacía de cabeza, los alfajores eran dos. “A veces le daba por gambetear a todo el equipo rival, incluyendo al arquero, y ya sólo frente al arco, levantaba la pelota y anotaba con la cabeza para ganarse dos alfajores”, recordó Marconi. La imagen es hermosa, aunque el tag —la palabra clave que ofrecía el sitio para que entres a la noticia— era “llorar”. Una vuelta Messi metió seis goles, uno por cada alfajor que Marconi después le regaló. Como era fútbol siete, el nene habrá sentido que era un lindo gesto regalarle uno a cada compañero, y eso hizo. Desenlace: al ver que el duende fabuloso se había quedado con las manos vacías, el entrenador se largó a llorar.
¿Cómo será no fallar? ¿Qué laberintos se levantarán en la cabeza de un nene que tiene ocho años y al que cada vez que está por empezar un partido los rivales —por chiquito, por chiquitito— lo miran con suficiencia y desdén, mientras él sabe, él siente que unos minutos después serán extras a los que humillará? ¿De qué colores son las llamas de un nene que un año después, a los nueve, se para en el centro de un estadio que es un pogo de 45 mil personas y hace jueguitos mientras todos los gritos y todos los aplausos son para él? ¿Cómo se vive con esa seguridad? ¿Qué criatura crece dentro de un niño así? ¿Qué adolescente vendrá después de un nene que a los diez años juega un clásico contra Rosario Central y le tira cinco sombreros a un volante rival? ¿Qué adolescente vendrá después de un nene que a los 12 años juega contra chicos más grandes y les mete tres goles y les gana 5-0 la semifinal, y mete otro y les gana 5-0 la final? ¿Qué piensa de sí mismo una persona a la que todos los técnicos que la dirigieron han dicho que no había nada que le pudieran enseñar? ¿Cómo piensa una persona que creció sin saber lo que es perder? ¿Qué se sentirá al saber lo que siempre sucederá?
Acaso la diferencia más notoria entre Messi y Maradona es que mientras Maradona hacía todo lo posible para que sucediera lo que había imaginado, Messi sonríe después de los goles como si ya hubiera sabido que eso iba a pasar. Los goles de Messi suceden siempre en el pasado. Lo que él está haciendo, en vivo, es cumplir con la evidencia, casi una amabilidad: bueno, sí, ya todos sabemos que estas cosas son las que yo hago, miren cómo voy otra vez. Maradona celebraba un gol y estaba siempre transpirado, tenía una sonrisa que develaba que ni él mismo creía lo que había logrado hacer. Maradona no gambeteaba, Maradona arrastraba la gravedad: al correr se llevaba consigo un pasado que le había deparado otra vida, cualquiera, menos la de estar ahí. Maradona es teatro, es un artista que nos muestra el método, la puerta falsa en el fondo, todo lo que se organiza para que el poder de la belleza confluya ahí. Messi no: Messi es una película llena de efectos especiales, pura ciencia ficción. Messi es Hollywood. No se sabe cómo lo hicieron, no se sabe cómo sucedió; sólo se sabe que ya es así.
El delantero del Barcelona debe ser el único jugador del universo al que le fue peor en inferiores que como profesional. En Newell’s, entre los años ‘94 y ‘99, jugó 176 partidos y metió 234 goles. En La Masia, la fábrica de chocolates del Barcelona, gritó 105 en 106. Son 1,33 goles por partido en Rosario y 0,99 en su segundo club. Es casi inverosímil que alguien haya registrado estos números. ¿Quién es el obseso, el lumpen que ahora debe estar vagando por las calles de Rosario mientras monologa “tres goles a Tiro Suizo, cinco a Alianza Sport”? Ya como profesional —durante los doce años en los que hasta ahora ha sido profesional—, Lionel Messi promedia 0,91 festejos por encuentro. Hace un mes gritó en Sevilla su gol 500 en el Barcelona, con amistosos y todo. Eso no es un delantero, es una falla en el sistema. Messi es un goleador que vino del pasado, del fútbol en blanco y negro. Lo suyos son números de metegol. Ganar siempre. No fallar jamás.
Por eso, acaso, se quedó solo en el vestuario cuando ganó su primera Champions League: se había lesionado y estaba recaliente porque no jugó. Por eso, acaso, también se quedó solo en el banco de suplentes cuando a la Selección la eliminaron de su primer Mundial —recaliente porque no jugó. Por eso, acaso, se ha vuelto a meter a llorar en el vestuario —solo— porque un técnico no lo puso de titular en un partido normalito de la Champions League. Acaso por eso cuando lo provocan en la cancha él grita, casi siempre, la misma palabra: “Bobo”. Lo hizo en un clásico contra el Espanyol, al arquero Pau López. Lo hizo en otro clásico, frente a Arbeloa, en el Bernabéu. Fue lo mismo que le dijo a Fernandinho, del City, a quien fue a buscar al vestuario, algo casi inverosímil para la imagen de Messi que consumimos: “Bobo, vení acá”.
Bobo. Es la palabra —caliente, y por eso sincera, oculta— de Lionel Messi.
“Bobo, vení acá”. Es la palabra del petiso canchero del colegio, el que sabe que el mundo es de él.
Si —como ha escrito el dramaturgo Mariano Tenconi Blanco— “perder es ser nuevo”, entonces Messi no ha cambiado de piel. O sí: el nuevo Messi acaso sea el Messi al que le creció una barba roja y maradoniana durante un torneo con la Selección, justo el torneo que lo impulsó a calentarse y renunciar. Pero ése no es el nuevo Messi: es el Messi de siempre, sólo que no lo habíamos podido conocer. Y hay otra diferencia entre Maradona y el Neo Diez: donde ha nacido el capitán del campeón del mundo todo es desbocado, no hay nada que ocultar. El amor y el dolor no tienen redes. El Neo Diez es de otra clase; como tantos, ya nació con antifaz.
Aún hoy, a más o menos quince años de su primera aparición pública (notas de Olé y El Gráfico, videos de Barsa TV), el Lionel Messi de los medios no es el Lionel Messi real. Mientras tanto, unos cuantos escribimos boludeces que él nunca lee. Nos diría, porqué no, “bobos”. Hay otras teorías posibles. A Messi lo criaron sin coartada: no es músico, no es Charly García, no es pintor. Messi es el único genio del mundo que a los 29 años todavía no le llegó el momento en el que decidió romperlo todo. Es un genio al que criaron adentro de un póster, es una publicidad de clase media, el aviso de un yogur. Algo que no ha existido nunca: un artista civilizado. Un oxímoron.
Tal vez por eso nunca hemos descifrado a Messi: porque no sabemos o no queremos o nos da miedo ver la oscuridad.