“Creo en una endiablada fusión, la del flujo caótico y el concepto preciso e inaudito.” Si ninguna fórmula puede resumir a Horacio González, esta frase suya nos da aliento para aprender a hablar otra vez de su obra, de sus conversaciones y de nuestra amistad. El torbellino González nos tomó en la Facultad de Ciencias Sociales de los años noventa y nos dejó para siempre enroscados en sus piruetas. Desde las grietas del edificio de Marcelo T., la voz de Horacio abría universos. La historia y la tragedia del siglo XX argentino atravesaba esa facultad que se caía a pedazos y se sostenía en el aire, como una rara arquitectura onírica, por la pasión política, pedagógica y la imaginación de unos cuantos, entre quienes Horacio actuaba como un agitador genial. “Acaso seamos los últimos enamorados equívocos de esta facultad” –decía en 1993, en uno de esos ejercicios autorreflexivos que marcaron su relación con las instituciones.
“Sigue siendo un compromiso que nos gusta, aunque para decir que nos gusta tengamos que hacer todos estos malabares de pasillo y crear estas alternativas tan fatigosas que suponen decir que no nos gusta.” En esos actos públicos se juntaban quienes de otro modo no se hubieran acercado, porque Horacio ponía a conversar a todo el mundo. El mundo entraba en estado de conversación, reproduciendo en otra escala lo que sucedía en sus clases. Tantas lecturas a las que nos invitó, cuya danza podríamos evocar como los tristes trópicos de Spinoza, la estética del sueño de Sarmiento, la ética picaresca de Hegel, la fenomenología del espíritu de Glauber Rocha, el arte de la simulación de Proust, el tiempo perdido de Ingenieros.
Es muy cierto que en su pensamiento reinaba la palabra asociativa. Esas asociaciones, que a la vez entendíamos y no entendíamos, iban quedando como hilos enigmáticos que pedían una filosofía, muchas filosofías. Pero también es verdad que él tenía un arte muy peculiar para desajustar y socavar las bases de las construcciones clausuradas y las pretensiones apresuradas en la teoría. En noviembre de 2001, en un encuentro con Diego Tatián en Córdoba, Horacio comentaba un trabajo sobre Spinoza que no escapaba de la torpeza anti-hegeliana que se leía en esa época. Con su tono cordial y exigente, dijo: “Spinoza está muy bien, pero sin Hegel no se explica la caída de las Torres Gemelas”. A partir de ahí, sólo pudimos ser al mismo tiempo spinozianos díscolos y hegelianos inadecuados. La negatividad disolvente del ironismo sutil de Horacio le pertenecía a su pensamiento con la misma fuerza que la lógica de las conexiones infinitas: tenía una extraña capacidad para desestabilizar las cosas, sin sustraerles su fuerza.
Cuando conversaba o discutía alguna idea, iba pateando los banquitos sobre los que descansaban las creencias (con un comentario risueño, con una mirada oblicua, con un silencio); pero la misma intervención que desestabilizaba y desarmaba, renovaba las fuerzas para pensar. Horacio tenía una rara capacidad para escuchar la palabra haciéndose y deshaciéndose, con una atención que se bifurcaba entre lo que el discurso pretendía dejar establecido y lo que iba disolviendo. Entonces, interrogaba lo fijo y levantaba lo que percibía valioso de lo que caía. Nunca dejaba que el pensamiento –ni el suyo ni el de los otros– se reconciliara con su propio desarrollo.
Contra el polemismo habitual, que supone que discutir es encender la hoguera en la que se va a destruir la fuerza del adversario, Horacio hizo algo único con la práctica de la discusión pública. Porque no creía en los interlocutores ideales. Quien tiene interlocutores ideales, no tiene en realidad interlocutores: se habla a sí mismo mientras imagina que le está hablando a la humanidad. Ese es el gran error del viejo liberalismo, que cree que puede construir una comunidad política de seres libres hablándole raudamente a los espejos, que se opacan y se van desvencijando con el paso del tiempo. La interlocución de González es diferente. La huella que él seguía con extraordinaria singularidad es la de la tradición democrática, que se recrea críticamente buscando nuevas forma de poder dialogar con cualquier otrx real, tratándolx siempre como un igual y respetándolx como alguien libre.
Horacio, absolutamente ajeno a la deliberación taxativa inspirada por la familia judicial, se aproximaba en cambio al dialogar de la familia ladrillera, haciendo de la igualdad, la justicia, la libertad, la belleza y la verdad, “cosas” de este mundo que pueden sentirse y experimentarse colectivamente. Sólo así se proyectaba una comunidad posible. Desde esas interlocuciones concretas, que eran cada vez la ocasión para pensar un problema actual, desde cuyo nudo Horacio envolvía desde lo más grave hasta lo más anecdótico, para luego lanzarlo hacia atrás, buscando constelaciones de historias explicativas. Finalmente tensaba todo en una especie de interrogación que apelaba a las posibilidades emancipatorias latentes. Mirando a los ojos de quienes tenía enfrente, invitaba a imaginar futuros comunes.
¿Cómo conectaba Horacio lo que había de promesa en lo más disímil? No era simplemente su sensibilidad en el trato, en la escucha, en la lectura de la actualidad y la historia. Las investigaciones filosóficas de González se sostenían en la misma vocación. Allí hay un manantial de conceptos y reflexiones para estudiar a fondo. En uno de nuestros últimos encuentros, discurría meditabundo y entusiasta, reuniendo en una misma idea la impresión que le producían los trazos filosos de una joven teoría de la militancia, y el impacto que sentía al repasar la obra centenaria del escritor naturalista argentino-inglés W. Hudson. Su avidez lectora y su curiosidad inagotable ponían en una tensión chispeante esas dos cosas: el último libro surgido desde la experiencia de una organización política comprometida con nuestro presente y una literatura poético-utópica de fines del siglo XIX orientado hacia la redención de la naturaleza. De un lado, la estrategia de las resistencias, las palabras justas de las luchas sociales y los horizontes de emancipación; del otro, los estudios ornitológicos de una historia natural, con su tesis sorprendente de que, en última instancia, sólo podemos comprender el significado de los sufrimientos, las añoranzas y las acciones humanas si somos capaces de pensarnos a través del lenguaje puramente musical de las aves.
Horacio se paraba en el abismo que separaba una ciencia-poética del devenir pájaros y una filosofía-política de la organización. Su humanismo trágico y su dialéctica social se alimentaba con las incrustaciones de las viejas historias naturales, de las cuales tomaba la fuerza de una interpelación urgente en torno a la necesidad de proteger a la naturaleza del espíritu de nuestros modelos de desarrollo y de la ceguera de nuestras instituciones políticas. Una vez más, metamorfosis y dialéctica.
Con sus investigaciones, Horacio nos mantuvo siempre entre azorados y en vilo. Y hoy percibimos que a lo largo del tiempo fuimos siguiendo el rastro de su sonrisa luminosa, cuando decía: “bueno, esto hay que seguir pensándolo”. Esa invitación permanece en todos los que hoy lo lloramos, sabiendo que aunque no vamos a dejar de extrañarlo, vamos a seguir creciendo con su pensamiento.