Cuando empecé la facultad me fui a vivir con una amiga a Paraná, la capital de la provincia, a 200 kilómetros de mi pueblo. Teníamos poca plata, vivíamos en una pensión, bastante ajustadas. Para ahorrar, empezamos a irnos a dedo, los fines de semana cuando queríamos visitar a nuestras familias. Al principio siempre buscábamos algún chico conocido nuestro, también estudiante, que nos acompañara. Después nos dimos cuenta de que nos llevaban más rápido si éramos sólo chicas. De a dos o de a tres, sentíamos que no había peligro. Y en algún momento, cuando ganamos confianza, cada una empezó a viajar sola si no conseguía compañera. A veces, por lo exámenes, no coincidían nuestras visitas al pueblo. Nos subíamos a autos, a camiones, a camionetas. No subíamos si había más de un hombre adentro del vehículo, pero excepto eso no teníamos muchos miramientos.
En cinco años fui y vine cientos de veces sin pagar boleto. Hacer dedo era la manera más barata de trasladarse y a veces hasta era interesante. Se conocía gente. Se charlaba. Se escuchaba, la mayoría de las veces: sobre todo los camioneros, cansados de la soledad de su trabajo, nos confiaban sus vidas enteras mientras les cebábamos mate.
De vez en cuando había algún episodio incómodo. Una vez un camionero mendocino mientras me contaba sus cuitas me dijo que había algunas estudiantes que se acostaban con él para hacerse unos pesos, que a él no le parecía mal, que así se pagaban los estudios y ayudaban a los padres. La cosa no pasó de esa insinuación, pero los kilómetros que faltaban para bajarme me sentí bastante inquieta. Cada vez que me subía a un auto lo primero que miraba era dónde estaba la traba de la puerta. Creo que ese día me corrí hasta pegarme a la ventanilla y directamente me agarré a la manija de la puerta por si debía pegar un salto. Otra vez un tipo joven, en un coche caro y que manejaba a gran velocidad, me dijo que era ginecólogo y empezó a hablarme de los controles que una mujer debía hacerse periódicamente, de la importancia de detectar tumores, de pescar el cáncer a tiempo. Me preguntó si yo me controlaba. Le dije que sí, claro, todos los años, aunque no era verdad. Y mientras siguió hablando y manejando estiró un brazo y empezó a toquetearme las tetas. Me quedé dura, el cinturón de seguridad atravesándome el pecho. Sin apartar la vista de la ruta, el tipo me dijo: vos sola podés detectar cualquier bultito sospechoso que tengas, tocándote así, ves.
Sin embargo, una sola vez sentí que realmente estábamos en peligro. Veníamos con una amiga desde Villa Elisa a Paraná, un domingo a la tarde. No había sido un buen viaje, nos habían ido llevando de a tramos. Subimos y bajamos de autos y camiones varias veces. El último nos había dejado en un cruce de caminos, cerca de Viale, a unos 60 kilómetros de Paraná. Estaba atardeciendo y no andaba un alma en la ruta. Al fin vimos un coche acercándose. Era un auto anaranjado, ni viejo ni nuevo. Le hicimos seña y el conductor se echó sobre la banquina. Corrimos unos metros hasta alcanzarlo. Iba a Paraná, así que subimos, mi amiga junto al hombre que conducía, un tipo de unos sesenta años; yo en el asiento de atrás. Los primeros kilómetros hablamos de lo mismo de siempre: el clima, de dónde éramos, lo que estudiábamos. El hombre nos contó que volvía de unos campos que tenía en la zona. Desde atrás no escuchaba muy bien y como vi que mi amiga manejaba la conversación, me recosté en el asiento y me puse a mirar por la ventanilla. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me di cuenta de que sucedía algo raro. El tipo apartaba la vista del camino e inclinaba la cabeza para hablarle a mi amiga, estaba más risueño. Me incorporé un poco. Entonces vi su mano palmeando la rodilla de ella, la misma mano subiendo y acariciándole el brazo. Empecé a hablar de cualquier cosa: del estado de la ruta, de los exámenes que teníamos esa semana. Pero el tipo no me prestó atención. Seguía hablándole a ella, invitándola a tomar algo cuando llegáramos. Ella no perdía la calma ni la sonrisa, pero yo sabía que en el fondo estaba tan asustada como yo. Que no, gracias, tengo novio. Y a mí qué me importa, yo no soy celoso. Tu novio debe ser un pendejo, qué puede enseñarte de la vida. Un tipo maduro como yo es lo que necesita una pendejita como vos. Protección. Solvencia económica. Experiencia. Las frases me llegaban entrecortadas. Afuera ya era de noche y no se veían ni los campos al borde de la ruta. Miré para todos lados: todo negro. Cuando me topé con las armas acostadas en la luneta del auto, atrás de mi asiento, se me heló la sangre. Eran dos armas largas, escopetas o algo así.
Mi amiga seguía rechazando con amabilidad y compostura todas las invitaciones que él insistía en hacerle, esquivando los manotazos del hombre que quería agarrarle la muñeca. Yo seguía hablando sin parar, aunque nadie me prestara atención. Hablar, hablar y hablar, yo que no hablo nunca, un acto de desesperación infinita.
Entonces lo mismo que me había helado la sangre, me la devolvió al cuerpo. Yo estaba más cerca que él de las armas. Aunque nunca había disparado una.
Por fin las luces de la entrada a la ciudad. La YPF adonde paraba el rojo que nos llevaba al centro. Le pedimos que nos bajara allí. El tipo sonrió con desprecio, se corrió del camino y estacionó: sí, mejor bájense, boluditas de mierda.
Nos bajamos y caminamos hasta la parada del colectivo. El auto anaranjado arrancó y se fue. Cuando estuvo lejos, tiramos los bolsos al piso, nos abrazamos y nos largamos a llorar.