De allí venía yo. Establecer una fecha, el momento exacto del garrotazo que me convirtió en el Enano, que hizo de mi originalidad pacata una sopa de resolución y grandilocuencia, de belleza, borracheras dialécticas, felicidad y actitud de estampa, con sabor auténtico de alegría y bienestar, eso es lo difícil. Muy difícil. Toma de conciencia. Rebelión. Percepción retroactiva de la injusticia que padece el otro, porque hasta ese momento nada de lo que había vivido me había resultado tan injusto, mucho menos cruel.
¿Un iluminado de la revolución? ¿Un pequebú acorralado por las circunstancias? ¿Un pibe enfrascado en mil taras a causa de la separación de sus padres que busca sostén afectivo y familiar en una agrupación política y en un discurso de barricada? ¿Quizá un simple pibe que busca pibas? ¿Acaso un revolucionario de veras, novedoso engendro de un amasijo de sangre bancaria y gorila con sangre de funcionario público y gorila?
Todo eso.
Los dioses de la historia de las revoluciones sin campo ni techo lo dirán. O mi mamá podría decirlo, porque ella un buen día vio salir de su casa a un pibe retraído y engominado hacia el colegio, carpeta negra en mano, blazer azul, corbata a pintas rojas y negras, y horas más tarde vio regresar a un pibe engominado, carpeta negra en mano, blazer azul, sin corbata, que la hizo a un lado de un manotazo al grito de ¡correte, no me jodas, burguesa de mierda! Pero ella no está. Pasó a mejor vida con la certeza de que tenía un hijo poseído por un demonio anarcoperonista. Qué cosa, mamá.
De allí venía. Y de esta escena épica: madrugada, estación Retiro, no es fácil abrirse paso entre la masa de gente que a esa hora insólita de la mañana arrastra los pies por los pasillos y los andenes. Hombres, muchos hombres, petisos, agachados, noctámbulos, gordos, largos, aplanados, rotos, ágiles, encorvados, gruesos, derrotados, flacos, chuecos, patizambos; corren, corren como monos asustados, empujan, putean a los gritos, y cuando llega el tren de las cinco se meten en cualquier vagón por las ventanillas, por las puertas, llevándose por delante a los pasajeros que quieren bajar. No hay dudas, son los obreros, revolucionarios en potencia, sólo hay que saber escarbar en su conciencia dormida y en un ¡zas! tomarán las armas y echarán fuera del mapa a toda esa caterva de guachos que los explotan. Estoy aturdido, borracho de sueño y novedad. Nunca había estado vivo a esa hora. Y menos aún acosado por una masa de gente que al parecer tiene apuro por llegar a algún lado. Estoy metido en medio de una clase social nueva, desconocida. ¿La lucha de clases? Aprieto mi cuerpo al cuerpo de mi hermano. Abrazo la bolsa marinera en la que llevo los quinientos volantes del emesebé. Mi hermano me mira con una sonrisa, me palmea la nuca, me empuja al interior del vagón. Nunca lo había visto tan feliz y seguro, y además metido en esas ropas: boina negra ladeada hacia la izquierda, borceguíes de los auténticos, pantalón Graffa y camisa color caqui, todo lo que compró en la tienda La Pulga, negocio de compraventa de ropa y artículos militares usados de la calle Juncal al 1600. Es un amanecer todo frío y de mamelucos azules y ventanillas opacadas por el aliento. Es un verano muy frío, muy frío. Lleno el vagón desde Retiro. No hay espacio para nada, ni para llevarse la mano al bolsillo del vaquero y sacar un pañuelo para largar los mocos. Gente rara.
Es el amanecer de un día del verano de 1973. Vuelan los ojos, vuela el descubrimiento. Por los aires andan conos de sombra y lluvia de certezas. Es mi primera misión revolucionaria. Meta y meta repartija de volantes entre los trabajadores de una fábrica de San Fernando. El volante dice:
Una vez más los dueños de los medios de producción y de nuestra fuerza de trabajo intentan engañarnos. Aceptan las próximas elecciones porque saben que ninguno de los partidos representa los anhelos de independencia y libertad de la clase obrera. Todos los candidatos son cómplices de esta democracia burguesa que no tiene en cuenta la histórica lucha de los obreros argentinos.
Desde el Movimiento Socialista de Base, los convocamos a votar en blanco en los comicios del próximo 11 de marzo. Porque:
¡Gane quien gane, pierde el pueblo!
Movimiento Socialista de Base
Filial Capital
Primera conclusión: los explotados del mundo que trabajan en esa fábrica de San Fernando son ariscos. No saben que dormiste pocas horas, que saliste de tu departamento de Paraguay y Callao cuando todavía no se había ido la noche, que te causa espanto la situación, que no pensás en otra cosa que regresar a tu casa, al cuarto en el que dormís a pata suelta, en tu cama de elástico de acero. Extrañás a tu vieja, la borracha, la que te cocina buñuelos de tallos de acelga. ¿Hasta cuándo? Y que ahora, al cabo de tanto sacrificio, estás ahí, en la entrada de la fábrica, generoso, solidario con ellos, para hacerles saber que su vida no habrá de cambiar con un estúpido voto, que si el sistema capitalista permite el voto, las elecciones, es porque no sirven para nada, apenas para legitimar el sistema. No te entienden.
Bostezan, miran el volante con desgano, lo dejan caer a tus pies sin leer siquiera la primera línea. Y a vos los libros te habían enseñado que todo obrero es un tipo cálido, preocupado por sus semejantes pero sin darse cuenta de eso, y agradecido porque uno llegaba a rescatarlo del yugo imperialista. A decirle: vos, hermano, sos un revolucionario en potencia, nomás tenés que animarte y dejar que yo te lo explique. ¿Sabés lo que es la plusvalía?
El día de las elecciones de marzo de 1973 los ciento veinticuatro militantes del emesebé del país se reunieron en Plaza de Mayo y en medio de una masa de peronistas enajenados desplegaron una sábana apolillada en la que habían escrito con un aerosol de pintura roja: «¡Gane quien gane, pierde el pueblo!».
El 26 de mayo, el día después de la asunción de Cámpora, decidimos, o alguien lo decidió, y a todos nos resultó una decisión tan decidida que a uno le causaba un poco de vergüenza ponerse a opinar, decidimos, digo, unirnos a las agrupaciones políticas de Montoneros. El Oveja, a la Juventud Trabajadora Peronista de Tucumán; Gonzalo, a la unidad básica Felipe Vallese, de San Telmo; Carlitos Ferreyra, el único proletario que teníamos en el emesebé Capital, se mandó al Ejército Revolucionario del Pueblo; y yo, que ese año había dejado los estudios para meterme de cadete en un estudio de arquitectura de Suipacha y Santa Fe, me puse a buscar raíces peronistas y montoneras en el barrio, en mi territorio, rastreo que no me resultó fácil porque en las calles primeras, en las manzanas del contorno de Paraguay y Callao no había más que tipos indolentes y taciturnos y oligarcas, hasta que un buen día caí en la unidad básica de la Juventud Peronista de Santa Fe y Pueyrredón. Ochava, primer piso, en los altos de la pizzería Gran Norte, escalera antigua de mármol y pasamanos de madera rubia, una pieza de tres por cuatro repleta de afiches y banderas: Perón, Evita, el Che, la bandera de Montoneros con la estrella federal; olor a humedad y tabaco negro, y al otro lado de una mesa de escritorio de remate un tipo de metro y cincuenta de estatura, un tal Juan, que dice:
—Buenas tardes, compañero.
Y vos, rígido de tanto compromiso, que no sabés qué responder, y, como toda respuesta, decís:
—Quiero entrar en la jotapé.
El Juan se levanta, se pone a caminar por el cuarto. Mira a través de la ventana, fuma, humea, echa la ceniza del cigarrillo en el piso de tablas de madera rancia.
—¿Por qué? —sin mirarte.
—¿Por qué? Porque es el mejor proyecto que conozco —le decís, sentado frente al escritorio en una silla de asiento y respaldo de cuero sintético y patas de caño cromado.
—Una buena respuesta —dice el petiso—. Y decime, ¿desde cuándo sos peronista? ¿Viene de familia?
Lo mismo te preguntás vos. No sabés, no contestás, mirás con terror a ese tipo petiso que continúa de cara a la ventana, dándote la espalda, pitando como un sapo, ese petiso es la representación del peronismo que te causa recelo, pero en el peronismo está el fondo de la cosa, en ese pozo sin fin, repleto de camisas negras, tipos bienintencionados, conservadores, católicos rabiosos, revolucionarios, liberales, cobardes y valientes, traidores y leales a cualquier cosa, en esa maraña de ideas y deseos y vidas está el camino hacia la revolución.
Te ponés a juguetear con un portalápices de lata que lleva un adhesivo de la jotapé.
—¡Cuidado, compañero! —te grita el petiso al tiempo que se precipita sobre vos y te arranca el portalápices de la mano y te da un empujón y te caés de culo en el piso—. ¿No te diste cuenta que está lleno de líquido, boludo de mierda?
Te levantás. El petiso Juan, lleno de sudor, agarra el portalápices y te grita:
—¡Pelotudo, boludo! ¡Acá tengo ácido sulfúrico para tirarles a los gorilas hijos de puta que vengan a jodernos!