A raíz de la reciente aprobación de la polémica ley de teletrabajo en el Congreso muchas dudas surgen de cara al futuro. Las críticas argumentan que las empresas, sobre todo las pymes, no podrán cumplir con la ley, algunos sindicatos festejan, los trabajadores esperan ansiosos se empiece a aplicar y se les resuelvan deudas pendientes en temas tan básicos como tener una computadora donde trabajar. Lo cierto es que se dijo en algunos editoriales que la ley atrasa. Nada más alejado de la realidad de una ley que es vanguardia en la región e incorpora temas sumamente novedosos que están presentes en otros países del mundo y que acá eran una deuda pendiente con la sociedad.
Para empezar la ley es un claro incentivo a la modernización de los espacios de trabajo. Debido al principio de reversibilidad, se oyeron quejas respecto a mantener una infraestructura edilicia por si los teletrabajadores que luego del aislamiento social preventivo y obligatorio decidan adoptar la modalidad, años más tarde, deseen volver a la modalidad presencial. Lo cierto es que en las empresas más modernas se imponen cada vez más espacios de trabajo dinámicos o de co-working, con grandes superficies físicas compartidas y alternativas, a la vez que un stock de notebooks que no son propias de cada trabajador, sino que cualquiera puede utilizarlas. Esta seria una solución posible al problema que impone el principio de reversibilidad.
La perspectiva de género de la ley resulta en un elemento fundamental y novedoso no solo a nivel regional, sino y sobre todo a nivel nacional. Es la primera vez que se reconocen las tareas de cuidados, buscando compatibilizar la vida personal y laboral de cientos de miles de trabajadores y trabajadoras en todo el país. Es un logro para las familias en general, y para las mujeres en particular: establece la posibilidad de fijar horarios acordes a la doble jornada de trabajo.
Esta ley es un salto a la modernidad. Motiva nuevas dinámicas de trabajo acorde a las tendencias más modernas del mercado y protege a las trabajadoras y los trabajadores, como así también a sus familias.
El último punto resistido es el derecho a la desconexión: nos pone en la selecta lista de países que ya lo han consagrado a nivel mundial.
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Si algo quedó en evidencia en esta cuarentena es la infinita catarata de conectividad en la que estamos inmersos. Mails a cualquier hora, mensajes que no cesan, llamadas en momentos inoportunos y una interminable lista de videollamadas donde nos vemos obligados a acomodarnos para no se vea el lío puertas adentro.
En los hogares la mayoría de las trabajadoras y trabajadores utilizan sus dispositivos personales para trabajar. Este problema instaló la cultura de la hiperconectividad y fusionó la vida familiar con la laboral. Hoy es muy difícil que el teléfono esté apagado fuera del horario de trabajo. “Te vi conectado/a y te escribí”, “me olvide de avisarte que…”, “revisa esto por favor para mañana…” son frases habituales de empleadores que descuidan las situaciones particulares de quienes están online resolviendo asuntos personales.
El derecho a desconexión era una deuda pendiente mucho antes del experimento masivo de trabajo desde casa que estamos viviendo por la pandemia. Suena atractivo, pero poco se sabe de él. En lo concreto es el derecho del oficinista que salió hace media hora del trabajo y lo llaman para recordarle que mañana viene un cliente; es el derecho del trabajador de la construcción, que lo mensajean para preguntarle dónde dejó algún elemento de trabajo; es el derecho del empleado de comercio al que llaman para modificar su horario de manera imprevista. Es un derecho de todos y cada uno de los trabajadores, teletrabajen o no.
Entonces, ¿qué es el derecho a la desconexión digital?
El derecho a desconectarse no implica sólo apagar mi teléfono o computadora, algo casi imposible porque, como dijimos, la mayoría usamos dispositivos personales para trabajar a distancia. Ni se resume en el derecho a “clavarle el visto al jefe”, cosa que ya podemos hacer si tenemos las agallas o la posibilidad. Implica también, y principalmente, el derecho a no recibir cualquier forma de comunicación entre el ámbito de trabajo y el trabajador o trabajadora: un mail, una notificación automática, un mensaje instantáneo por temas laborales tanto de la jefa o jefe, supervisores, compañeros/as o clientes fuera de la tiempo laboral o durante los periodos de descanso, vacaciones o licencias. Es, en definitiva, contar con tiempo libre de calidad.
Aunque se lo suele vincular con la jornada de ocho horas, en verdad está íntimamente relacionado con un tema de salud laboral. La hiperconectividad y los avances de las tecnologías de la información y la comunicación generaron una sobrecarga psicológica en los trabajadores y las trabajadoras: la conexión constante trae fuertes riesgos psicosociales asociados como ansiedad, depresión y agotamiento. En mayo de 2019 la Organización Mundial de la Salud reconoció el Síndrome del Burnout (o síndrome de agotamiento) por primera vez en su Clasificación Estadística Internacional de enfermedades y problemas relacionados a la salud, y varias encuestas nacionales de salud en diversos países indican que el síndrome de agotamiento está en aumento en todo el mundo. Lo interesante de la clasificación de la OMS es que determinó al síndrome de agotamiento como un fenómeno pura y exclusivamente ocupacional y no como una condición médica general. ¿Qué expone esto? El grado de responsabilidad que tenemos como sociedades en torno a las nocivas prácticas en el uso de las telecomunicaciones en los ámbitos de trabajo.
Entendemos el derecho a desconexión como un cambio de actitud social respecto a la hiperconectividad. Y a la hiperconectividad como el resultado de una práctica social consistente en enviar mensajes sin tener en cuenta el momento y lugar en donde se encuentra el receptor o receptora. El derecho a desconexión apunta directamente a tratar de generar una conducta social más razonable y respetuosa de la utilización de las tecnologías de la comunicación que lleve a aliviar el stress de la hiperconectividad y prevenga que el síndrome del agotamiento se instale de manera crónica en nuestras sociedades.
Este derecho no solo está relacionado con la salud mental. Es también un derecho por la igualdad de género. En los últimos años, responder mensajes fuera del horario de trabajo se convirtió en una “habilidad laboral” y empezó a interpretarse como un modo de compromiso con el lugar de trabajo:es tener la camiseta puesta. Lo cierto es que las mujeres en promedio tenemos menos oportunidades de responder a esos mensajes. Al ser las principales actoras de la economía del cuidado, es más difícil que tengamos esa “habilidad” adicional, y esto se puede interpretar como una falta de compromiso y por ende, perjudicar en la carrera profesional. Pero si nadie recibe mensajes fuera de hora se igualan las condiciones para todos, los que tienen responsabilidades familiares o de otra índole, como voluntariados o militancia política, por mencionar algunos.
Establecer las razones por las que uno puede ser contactado también puede evitar mensajes por motivos irrelevantes y también contribuir a la igualdad de género. Frases como “haceme acordar que…”, “agendá la reunión para…”, “recordá que mañana…”, son moneda corriente en los teléfonos de cientos de miles de mujeres a nivel global. Parece ser que el patriarcado nos ha asignado la nueva tarea de ser la agenda del mundo. Entender que estos recordatorios se pueden canalizar a través de medios electrónicos automáticos y no depositar en la mente de las mujeres esa responsabilidad “de acordarse” es un paso más para aliviar la sobrecarga mental. También el derecho a la desconexión puede operar en el sentido inverso: un hombre que no es interrumpido mientras está con su familia es más propenso a participar en las tareas del hogar. Si existe presión por contestar mensajes se interpone una excusa real para abandonar las responsabilidades domésticas y de cuidados. Si recuperamos la soberanía sobre nuestro tiempo libre contribuiremos a que las familias puedan organizar mejor la división de tareas en el hogar.
A todo esto apunta el derecho a la desconexión digital: a propiciar un cambio cultural en el que enviar mensajes fuera de horario sea visto como una falta de respeto al otro, una intromisión en su privacidad y no como una actitud a premiar.
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El primer antecedente del derecho a desconexión surgió en Francia en 2016. Allí se presentó una ley que introdujo el derecho como un tema obligatorio en la negociación colectiva entre sindicatos y empresas. La ley se basó en una sentencia del Tribunal Supremo de Francia de 2001 que establecía que “el empleado no está obligado a aceptar trabajar en casa ni a llevar consigo sus expedientes ni sus herramientas de trabajo”, y en una decisión de 2004 del mismo tribunal en la que dejaba en claro que no se puede recriminar a un empleado o empleada por no estar localizable fuera del horario de trabajo.
Otros países se fueron sumando a la iniciativa. Italia introdujo el derecho en una ley de “trabajo Inteligente” de 2017. En ella se identifica “los tiempos de descanso del trabajador, así como las medidas técnicas y organizativas necesarias para garantizar la desconexión del trabajador del equipo de trabajo tecnológico”. Más tarde, Bélgica, Canadá, Filipinas, India, España, Canadá, EEUU y Portugal exploraron la introducción del derecho a la desconexión a nivel nacional o estatal.
El caso de Alemania es distinto: optó por un enfoque no jurídico de la temática y decidió fomentar las deliberaciones en torno al derecho a desconexión en los ámbitos de las negociaciones colectivas por empresa. Compañías como Volkswagen, Daimler y Siemens ya tienen acuerdos que garantizan el derecho a desconexión.
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Que va a interferir en el funcionamiento de las empresas, que es falta de compañerismo, que así no se puede funcionar con eficiencia. Cuando se habla de este derecho se suelen hacer los peores vaticinios. Lo cierto es que una correcta implementación tiene como objetivo ordenar las comunicaciones y no impedirlas. Previo a la llegada de los teléfonos celulares, las comunicaciones en los ámbitos de trabajo tenían otro ordenamiento. Y si bien no podemos pretender seguir comunicándonos como lo hacíamos hace dos o tres décadas, sí podemos abandonar prácticas nocivas e implementar otras más sanas y tecnológicas. Porque la tecnología puede ser nuestra mejor aliada a la hora de ayudarnos a ordenar la comunicación y combatir la hiperconectividad. Recordatorios automáticos, herramientas para programar mails o elementos de la economía del comportamiento tan simples como un cartel rojo que advierta que se está enviando un mensaje fuera de horario son opciones para aliviar la situación.
El diálogo social es un elemento clave en este proceso. Ningún cambio en el protocolo comunicacional de una organización se puede realizar de manera eficaz si no se negocia entre las partes. Esta negociación debe contemplar que probablemente los primeros acuerdos sean pequeños pasos, cambios casi imperceptibles, pero a medida que se pase el tiempo podremos avanzar hacia un acuerdo más profundo. En este sentido, es necesario un comité de monitoreo y evaluación que capacite a instituciones y sindicatos respecto a qué negociar y cómo emprender este cambio.
Organizar las comunicaciones en los lugares de trabajo y poner límites a los contactos fuera de horario puede beneficiar a los trabajadores y trabajadoras en términos de soberanía sobre su propia vida y su tiempo libre. Pero debemos estar atentos: no se trata de establecer una jornada de trabajo. Va mucho más allá. Es entender que no implementarlo nos afecta la salud, estemos en la escala de responsabilidad que estemos y en el lugar de trabajo que tengamos. El derecho a desconexión implica una apuesta a largo plazo para construir sociedades más sanas y justas, darle más oportunidades a las mujeres y a todo aquel que con esfuerzo se hace cargo de la economía del cuidado en su plano intrafamiliar, respetar los tiempos libres a fin de contribuir y favorecer el reparto equitativo de tareas en el hogar.
Sólo entendiendo esto podemos hacerlo realidad.
El diálogo social es el camino. La salud y la igualdad, la respuesta.