Una cosa rara. A las doce del último día, Ada Ramírez sintió una cosa rara: un escalofrío, un tirón de pecho, un dolor seco. Se quedó muda y escuchó crujir el piso de madera: pensó que aquello era un velorio. Ese primero de septiembre de 2007, el pueblo dejó oficialmente de existir. Los diarios titularon:Parte la leyenda. El cierre simbólico dará paso a la clausura definitiva. La leyenda, lo que se cerró, lo que se clausuró, se llamaba Chuquicamata.
Todos le llaman Chuqui. La-mina-a-cielo-abierto-más-grande-del-mundo.
En pleno desierto de Atacama, a 1600 km de Santiago y tres horas de la frontera boliviana, está el mayor agujero creado por el hombre para obtener cobre. Al costado, surgió un campamento que llegó a albergar 25.000 personas.
Un campamento es por definición efímero, algo que se instala hoy para levantar mañana, pasado, cualquier día. Chuquicamata era un campamento minero. Aunque para sus habitantes, era sencillamente un hogar.
***
En un principio no había nada. Puro peladero. Un sol alto y cerros derramados por la tierra ancha, cerros desnudos como hechos solamente de barro y viento, un viento atroz. La aridez, la perspectiva sin límites y la impresión de que el desierto fuera a rajarse de estirarse un poco más. Para el poeta Andrés Sabella:La tierra donde la piedra habla a las piedras, donde un coro de piedras va de sí hasta lo infinito. Eso era todo.
En 1912, los norteamericanos Guggenheim compraron los derechos de explotación al estado chileno. En sus manos, el desafío de transformar un territorio feroz: una extensión de arena y rocas a 2870 metros sobre el nivel del mar. El viento más veloz intenso constante, la radiación más extrema, la tierra más seca; sin agua, sin caminos, sin piedad. Lejos de todo, carente de todo. La nada. Y el cobre. Lo que vino después, más que una utopía, era en ese momento un disparate.
En 1971, tras la nacionalización del presidente Salvador Allende, la actual Corporación Nacional del Cobre (Codelco) se convirtió en la mayor empresa estatal de la historia de Chile. Chuquicamata, su niña bonita: un cráter de 5 kilómetros de largo, 3 de ancho y 1,25 de profundidad esculpido con la finura de un gran anfiteatro.
Allí entraría el Central Park de Nueva York y tres veces el Empire State Building, un edificio sobre otro. Y todavía sobraría espacio.
Se trabaja 365 días al año, 24 horas non stop.
Parar es caro: en un minuto perdido se dejan de ganar ocho mil dólares.
En un solo minuto.
***
Usted va a tener una casa. Y no va a pagar agua, no va a pagar luz, no va a pagar ningún combustible. Todo se lo damos: atención médica, educación a sus hijos, todos los servicios. Usted vendrá a trabajar y cobrará su plata, pero además vivirá gratis.
El único poblado cercano era Calama, unas 40 casas miserables empotradas en el vacío como lugar de paso: imposible cubrir las necesidades que la mina requería. La compañía debía proveerse su propia logística: se levantó un campamento que terminó convertido en un cuento de hadas.
Una vivienda en comodato a cada trabajador y su familia, la reproducción en pequeña escala de un mundo real donde no faltaba nada. Avenidas amplias e impecables, seguridad y una comunidad unida por un vínculo común: buen trabajo y una vida social de la que todos participaban.
Muchos ignoraban que afuera existiera otro mundo.
La ruta 24 es la cicatriz de 15 kilómetros que une Chuquicamata con Calama. Los calameños son pocos. La Corporación Nacional del Cobre tercerizó procesos y transformó Calama –que llegó a los 140.000 habitantes- en un macrodormitorio de población flotante.
Calama está llena de hombres solos, solos de mujer. En un radio de doce cuadras hay 136 schoperias, locales de vidrio oscuro y hembras de mucha carne. Aquí está el mayor ingreso per cápita del país y también el más alto costo de vida. Es una ciudad sin arraigo, tosca, dura, de geografía radical. Cargada de tierra, apenas un árbol, doble de suicidios del promedio nacional. Para los chuquicamatinos era Calama calamidad, un lugar sin mayor desarrollo que encarnaba todo lo negativo ajeno a ellos: tráfico, delincuencia, suciedad, desorden.
Pero Chuquicamata evolucionó y aparecieron normas medioambientales que no existían. Aparecieron instalaciones como la fundición, que emite anhídrido sulfuroso y arsénico: incompatible con un campamento donde viva gente.
La mina, además, comenzó a necesitar el espacio que ocupaba el campamento. Para sacar 1 kilo de cobre hay que sacar 100 kilos de roca y lo que sobra, hay que ponerlo en algún lugar. Y cerca: un camión de extracción consume en un día el mismo petróleo que un auto común en dos años. El sobrante estéril se amontonaba en la periferia de Chuquicamata, amenazando las viviendas.
La compañía tomó una decisión drástica: el traslado completo de la población a Calama. En la práctica, significaba enterrar una ciudad y construir otra. Pero las ciudades no son piezas de ajedrez. ¿Cómo se planifica y ejecuta un proyecto así?
En algún momento, en algún lugar, alguien tuvo que decir:
—Señores, hay que desplazar esta ciudad del punto A al punto B. ¿Por dónde empezamos?
Le tocó a él.
La voz es amplia y serena y llena la sala con la misma amplitud y serenidad que debió tener entonces:
—Fueron 5.000 familias.
Sergio Jarpa es ingeniero de minas y en aquel tiempo Vicepresidente de Codelco Norte. Era el hombre.
—Fue un cordón umbilical muy difícil de cortar. Esa gente había convivido durante años. No sólo trabajaban juntos: vivían juntos, se divertían juntos, se casaron entre ellos. Allí crecieron sus hijos. Los lazos eran fortísimos; costó mucho sacarlos.
Había, también, una dependencia importante de la empresa.
—Es fácil malacostumbrarse. Y no es fácil mover 20.000 personas acostumbradas a tener todo gratis y transformarlas en ciudadanos de Chile.
Los mineros serían ahora dueños de sus propias casas. Codelco se encargó de construir 5.000 viviendas —una para cada familia— y asumió el 50% del coste en concepto de compensación. Construyó calles, plazas y veredas, un nuevo hospital, nuevos colegios. Trasladaron comerciantes, doctores y maestros, carabineros y bomberos. El cura con su iglesia.
A todos había que recogerles la basura.
Calama no estaba preparada para ello: el presupuesto municipal no podía responder a la demanda de tal número de personas.
En su despacho el director de Obras municipales Luis Alfaro hace memoria de aquellos días:
—Sólo en alumbrado fueron más de 6.000 puntos de luz. Unos 10.000 nuevos vehículos impactaron al tráfico. Las ciudades crecen poco a poco, pero esto fue como recibir media ciudad de golpe. Nos produjo un colapso.
La compañía tuvo que aportar recursos para aumentar el abastecimiento eléctrico, mejorar la infraestructura vial y mantener los espacios públicos.
Toda esa operación costó 500 millones de dólares.
El costo emocional, sin embargo, es invaluable.
***
Cuando llegó el camión de mudanza, Miria Hernández —68 años, 50 en Chuquicamata— estaba desayunando.
—Y ahí se acabó el desayuno.
Meter la vida en cajas de cartón: el último día.
¿Qué vuela entonces en la cabeza? ¿Uno recuerda dejar desocupado el refrigerador, guardar las plantas, despedirse del vecino, del jardín, sacar fotografías?
No tuvo tiempo.
—Fue todo tan rápido —dice— camión, carga, entrega de llaves, arranque y de tripas corazón.
Después, su auto siguió al camión en un silencioso vía crucis a Calama.
—Todavía no la puedo querer. No consigo querer a Calama. Arreglé la casa igual que la de Chuqui, todo en la misma posición. Para extrañarla un poco menos.
Le brota esa forma de mirar —lejana—, cierta aspereza en la voz y un tintineo de plata en sus pulseras cuando agita el brazo para decir:
—¿Usted sabe que yo todavía sueño que vivo allá?
Desde el 2004, el ritual se repitió a diario durante tres años. Una por una, las familias recibieron turno para desalojar sus casas. Se tapiaron puertas y ventanas, se cerraron las llaves del agua potable y el suministro eléctrico, se pusieron rejas y las poblaciones desocupadas comenzaron a desaparecer bajo los escombros.
El hospital fue el primero en caer: siete pisos de alto, revestimientos de mármol y un jardín espeso de pinos inmensos. Los camiones que salían de la mina descargaban el material estéril encima. Poco a poco, lo fueron tapando.
Hubo un momento en el que sólo sobresalía su chimenea de dos metros, un cilindro gris como cabeza de náufrago en un mar de piedras. Después, se perdería el rastro.
El último día, quince autobuses con trabajadores salían de su turno. Renéjar era uno de ellos:
—Pararon todos los autobuses. Llegó un momento en que sólo se veía la chimenea enorme del edificio, su punto más alto.
Pararon todos y los camiones llegaban y llegaban. Todos lo vimos sin decir palabra. Muchos lloraron, habían nacido allí.
***
Veroska sabía lo que haría.
Compró pintura negra y brocha gorda y sobre el muro de la casa en que vivió sus 25 años, escribió:Gracias por todo Chuqui de mi vida. Estarás en nosotros para siempre.
Fue el derecho a la última palabra, un desahogo.
—Chuqui era todo —dice con rabia desde su nueva casa en Calama—. Cuando terminó, fue como si sepultaran mi infancia, mis recuerdos, mi vida entera. Es que era mi vida.
Y repite:
—Mi-vi-da.
No fue la única. Los que se iban dejaban su firma en las fachadas. Era su manera de honrar, de agradecer, de hacer hablar a las paredes en su nombre:
Aquí fuimos niños.
Gracias Chuquito por los años felices.
Adios Chuquicamata, te dirán que te quisimos.
Mis mascotas descansan para siempre en tu jardín.
Los mejores años se quedan aquí.
Chuqui vive.
Ada Ramírez y muchos otros de los 30 mil chuquicamatinos sintieron algo parecido: estaban velando a un muerto.
El mediodía del primero de septiembre de 2007 fue la hora fijada, el instante pactado del adiós.
Las redes sociales estallaron como punto de catarsis colectiva. Hablaron los que estaban lejos y no podían despedirse: Estoy en Santiago y lloré de impotencia. ¿Dónde vuelvo?
Comentarios como elegías breves: Mierda de país que me deja sin lugar de nacimiento, Qué feliz fui en esa mina maravillosa, Te extraño Chuquito.
Y un escueto: Duele.
Lucho Zavala colgó una placa negra con caracteres blancos en la pared de su casa de Calama. Le pidió el favor a un guarda:
—Le dije: Oye chatito, ¿sabes qué? El único favor que quiero pedirte es si me puedes traer la dirección de la casa donde yo vivía. Es la A-1049, está en una esquina. Ya, yo te la traigo. Y me la trajo. Y la puse ahí. Y yo entro y es como si entrase en mi casa de Chuqui.
El 1 enero de 2008 se produjo el cierre definitivo. Chuquicamata se declara zona industrial y el acceso quedó completamente prohibido.
***
No vuela un pájaro.
El centro histórico del campamento, nombrado área patrimonial, es (junto a sus barrios aledaños) lo poco que queda en pie. Una garita custodiada por Codelco verifica el permiso de entrada. Me acompaña Diego, coordinador de visitas.
Pasaron 5 años del cierre del pueblo.
En la plaza central, el parque infantil se ha convertido en un muestrario de óxido. Cada columpio es una atrocidad: una pieza inerte, inmóvil, inquietante como un patio de escuela vacío. En las ruinas del Liceo América, donde Diego estudió, las pizarras mantienen intactos los últimos mensajes de los alumnos, sus despedidas: Maldita contaminación y maldito ripio del cobre. ¿Por qué nos separaste, por qué?Diego escribe su mensaje en la intimidad de un rincón. En un aula destripada -tan sólo una silla coja- el frío y correcto funcionario vuelve de pronto a lo que fue, un ser humano.
Caminamos entre árboles secos y viviendas selladas. Están ahí, como cadáveres tibios.
La calle fantasma es un universo de ruidos sutiles: el batir de calaminas, un crujido de ramas, los pasos en la grava. Tras un portón descascarado están los restos de un jardín. Hay un bolso de mujer semienterrado, zapatos viejos, un triciclo o su esqueleto. Todo aquí son restos de alguna cosa, de alguna vez, las sobras de una vida. Las cortinas escapan por los vidrios rotos. Bajo la ventana frontal, una confidencia anónima: Aquí fue nuestro primer beso.
De tanto en tanto, Diego emite un susurro leve que erosiona el silencio mineral:
—Acá hay algo abierto.
El interior es un espacio interrumpido, atravesado por la urgencia de la partida. Quedan cepillos de dientes en el lavabo, flores de papel, una cafetera inútil. Bajo polvo flotan papeles varios: una postal navideña, cuadernos escolares, la lista de la compra. Esas cosas.
Huele rancio.
Un calendario amarillea en la cocina. Marcael año 2004, el 21 de enero envuelto en un círculo rojo. Y como metáfora cruel, el tronco roto y erguido -raíces muertas sobre una mesa podrida- de un bonsai arrancado de raíz.
***
Fue salir a la intemperie.
A las afueras de Calama estaban las villas construidas por la Corporación Nacional del Cobre, islas de casas color pastel con rejas altas y alarma. Allí, los chuquicamatinos se sintieron extranjeros y los calameños se sintieron invadidos. Más que de integración, el sentimiento fue de intrusión. Eran mutuos extraños forzados a convivir.
Óscar y Blanca -chófer de extracción y su esposa- asoman apenas tras el enrejado:
—En las villas vivimos así, asustados. Cada uno en su metro cuadrado, de puertas para adentro. ¿Que yo comparta un almuerzo con mi vecino? Para nada. Eso ocurría en Chuqui. Allá todos nos conocíamos.
Venían de un lugar donde las puertas se dejaban abiertas, las bicicletas sin candado y los autos aparcados con las llaves puestas.
La familia de Norma Salman fue una de las últimas en mudarse:
—El primer día acá, me robaron. Y nunca en mi vida me habían robado. Dejamos las bicicletas en la terraza y forzaron el portal. En Chuqui jamás hubiera pasado.
El gran dilema del traslado fue el choque cultural: la rutina de un campamento no se parece a la de una ciudad común. En Chuqui todo era perfecto. En las calles no había basura, perros vagos ni maleantes. Los mineros debieron aprender a pagar recibos, a mantener sus casas, a usar transporte público.
—A todo el mundo le cortaban el agua y la luz —sigue Norma—. Nos costó recordar que había que pagarlo todos los meses. Si el calefón no funcionaba, llamábamos a Codelco y venían a repararlo, se rompía un vidrio y venían a reponerlo. Una vecina fue a la municipalidad para que le arreglasen la ventana. Le explicaron que eso era asunto suyo.
***
Cuando el sol calienta, Calama arranca, se llena de lagartos.
Tiene un microcentro y el Paseo Ramírez es el centro del centro. Allí hay un par de piletas y en las piletas cuatro cosas: la estatua estaliniana de un minero, un grupo de llamas, un cactus, un sol de cartón piedra. La síntesis del lugar.
En la esquina, él.
—Lechuga. Échate crema lechuga.Yo la uso siempre.
En Calama el frío corta los labios, amorata la piel, acuchilla el cráneo, el sol abrasa los tuétanos y los viejos saben de cosméticos. No es coquetería, es adaptación. Ya lo dijo Darwin.
Pedro Galleguillos —84 años, flaco piel y hueso, ojos tan azules: un galán— llegó a Chuqui veinteañero y pobre. Tiene tres casas y un cutis fabuloso.
La primera vez que pisó Chuqui llegó a una casa y vio a una niña que apenas le llegaba al pecho: peinaba a unos críos chicos. Después, Pedro se fue a la Pampa, trabajó el salitre, conoció mujeres —“tan bonitas, que uno se enamoraba de ellas” —. A los siete años, volvió. Volvió a aquella casa, encontró a una señora, preguntó:
—Oiga, la última vez que yo estuve acá, había una niña. ¿Dónde está?
No recuerda dónde estaba, pero estaba.
—Ésa es mi señora. Esa niña es hoy mi señora. Y aquella casa hoy está bajo tierra.
***
En el verano de 1988, como todos los veranos, Gonzalo Cerdá llegaba a Punta Arenas -extremo austral del país- después de conducir durante cuatro días desde La Serena -en la zona central-. Viajaba con su esposa en un auto minúsculo, sin aire acondicionado, un auto que contra los vientos patagónicos no superaba los 60 kilómetros por hora. Volvían de vacaciones. Cuando abrió la puerta de su casa -un apartamento que daba al Estrecho de Magallanes- vio encima de la mesa una carta de la Corporación Nacional del Cobre.
—La abro. Lo primero que veo es una cifra que decía sueldo base: Y esa cifra, que era sólo la mitad de lo que iba a ganar, ya era mucha plata.
Gonzalo era un joven ingeniero que trabajaba como profesor universitario en Punta Arenas. Unos meses antes, sin demasiadas expectativas, había enviado su currículum a la estatal.
—Cuando tú ves eso, te cambia el horizonte. Es decir, existe un lugar en Chile que te da la posibilidad de crecer, un futuro tranquilo, te lo da todo.
Al llegar a Chuquicamata, percibieron la soledad del lugar.
—Era como estar desterrado. Así nos sentíamos nosotros.
Sin embargo -como el resto- Gonzalo generó en Chuqui una unión férrea. ¿Qué ocurría en ese lugar? Para él, la clave estuvo en el aislamiento. En ese retiro geográfico sólo se tenían los unos a los otros. Entre todos crearon el ambiente para hacerlo llevadero, atractivo.
—Era un refugio. En el empeño de soportar eso, el consuelo era apoyarse en personas de la misma realidad. Era una necesidad de compartir, de comprobar -después de un par de tragos tal vez-, ¿Estás viviendo lo mismo que yo?, ¿Estás echando de menos lo mismo que yo?
Le dieron un ultimátum.
En la fotografía un hombre de 80 años, abatido, el rostro roto por algo que no es la edad, algo de más adentro. Lo supe después: la marca de la derrota.
La última noche, el 24 de diciembre de 2007, Alcides Lira se abrazaba con su mujer en la entrada de su negocio, La Verbena, emblema de Chuquicamata durante 55 años. Miraban lo que quedaba: poca cosa. Las luces sólo para ellos. En el salón de la casa familiar, sus hijos recuerdan en voz alta. Cada uno una frase, como si lo hubieran ensayado.
—Yo traje hasta el césped de Chuquicamata. Fui al hospital y robé un pedazo, allí aprendí a patear una pelota.
—¿Tú tienes lugar de nacimiento? Yo no. Nací en la zona del Botadero 95. Soy de algo que no existe.
—Yo trabajaba en Comunicación, me reunía con la gerencia y tenía claro lo que iba a pasar. Un día, después de una reunión, le dije a mi papá: Papá, el traslado va. Él dijo: No, Chuqui no se va a acabar nunca. Mi papá no creía, no creyó nunca.
Fue el último en salir. Por las mañanas armaba cajas para irse y por las tardes las desarmaba para quedarse. Cerraron Chuqui y él siguió yendo seis meses a escondidas. Le cortaron el agua y la luz y él usó baldes y velas. Los carabineros lo convencieron: No tiene agua, no tiene luz, no tiene alimento. ¿Qué hace aquí? Ande y váyase ya. Allá está su familia, sus amigos, toda la gente de Chuqui. Ahora Calama es Chuqui.
Se terminó yendo. Pero en Calama sólo duró dos años.
El 2 de enero de 2010, Alcides Lira sufrió un infarto cerebral.
Mario es el hijo mayor.
—Mi papá murió de pena.
Se queda en silencio unos segundos, piensa y agrega:
—Hasta el último momento se negó a estar acá. Andaba todo el día pensativo, mirando, le fallaba la parte emocional. Nadie tiene una estadística de lo que ha pasado con la gente que vino, cuántos no se han recuperado.
En un texto publicado en Página 12 sobre los años que pasó alejada de su país, la uruguaya María Esther Gilio escribió: El exilio no es sólo el dolor de estar lejos de todo lo que amamos sino también de enfrentar este hecho con un interior desbaratado.
¿Se puede ser exiliado a sólo 15 kilómetros del territorio natal? ¿Cuál es la distancia exacta, precisa, a partir de la cual uno queda fuera de lo suyo?
No hay lugar al que volver.
¿Cómo se transita el duelo por la parte de historia perdida, por la memoria hecha añicos, por la certeza del no retorno?
De ciertas cosas, poco se sabe.
Que fueron.
Que no son más.
Que duelen.
*Fotos: gentileza El Mercurio de Calama