El abuso de drogas es una de las fuerzas más viciosas y corrosivas que atacan los cimientos de la sociedad estadounidense actual. Es la mayor causa de crimen y un despiadado destructor de vidas humanas. Debemos luchar con todos los recursos a nuestro alcance. Esta administración ha declarado una guerra mundial total contra la amenaza de las drogas.
Richard Nixon, presidente de Estados Unidos, 26 de junio de 1973
En este momento, mientras usted lee estas líneas, un gendarme puede estar usando dólares de la caja chica de la DEA en la Triple Frontera.
Un policía bonaerense, pampeano, mendocino, cordobés, santafesino, formoseño, jujeño o salteño puede estar dirigiéndose, en una camioneta donada por la DEA, a un curso para aprender a usar tecnología entregada por la DEA.
Un oficial de la Policía Federal puede estar usando a la DEA para blanquear un dato que obtuvo ilegalmente.
Un delincuente, buche de la policía y/o espía cuentapropista, puede estar instigando a un narco para que le venda droga, con el premio de la DEA como zanahoria.
Un abogado puede estar siendo tentado por la DEA para que se convierta en facilitador, a cambio de ser apoyado en su carrera para ser juez, si fuera posible del Fuero Penal Económico.
Un juez federal o un funcionario nacional o provincial pueden estar siendo visitados por un agente de la DEA, paso previo a ser invitados a realizar un curso con todo pago, incluido un tour por diferentes ciudades de Estados Unidos.
Un fiscal puede estar recibiendo por parte de la DEA resultados de análisis de una sustancia que durante mucho tiempo no tuvo los recursos para investigar en la Argentina.
Un despachante de Aduana puede estar pasando el dato de un container a la Estación Buenos Aires de la DEA antes que a su jefe.
La Policía de la Ciudad de Buenos Aires puede estar llevando a un grupo de detenidos a declarar a la oficina de la DEA en el segundo piso de la Embajada antes de trasladarlos a un juzgado argentino.
Un juez federal puede estar compartiendo información sensible con agentes de la DEA a pesar de habérsela retaceado antes a investigadores de las fuerzas de seguridad de la Argentina.
La escuela Camarena Salazar, en Rodero, Humahuaca, puede estar recibiendo un camión con donaciones de la DEA.
En 2021 se cumplió medio siglo desde el inicio de la guerra más larga declarada por Estados Unidos. Una guerra que aún no tiene fin, ni parece que vaya a tenerlo en los próximos años. La anunció el presidente Richard Nixon y, a diferencia de las otras, no tiene una geografía determinada, sino que se da en todo el orbe. Para llevarla adelante, en 1973 el país del norte creó su instrumento más preciado: la Drug Enforcement Administration. De ahora en más, la llamaremos por sus siglas: DEA.
Todos saben qué sucede cuando Estados Unidos avisa que empieza una guerra contra un enemigo difuso, que se expande planetariamente. La respuesta está en el cine o en las plataformas donde hay series a disposición de quien quiera ver la espectacularización de esa lucha de pares entre agentes norteamericanos y narcotraficantes. Sin embargo, fuera de la pantalla nadie se pregunta qué hace la DEA más allá de los principales países productores de droga de la región, como Perú, México o Colombia.
La Argentina pasó de ser sede de la oficina regional de la DEA durante el primer año de vida de la agencia estadounidense a tener uno de los primeros regímenes militares de la región que colaboró con los secuestros encubiertos bajo el eufemismo de extradición de facto. De la profundización de las relaciones formales de las fuerzas de seguridad federales y provinciales durante el gobierno de Raúl Alfonsín al ensayo de la DEA gaucha, conocida como Sedronar, en el menemismo. De la cooptación de la Policía Federal, Gendarmería, Prefectura, Aduana, etcétera, al armado de un colectivo de jueces, fiscales y funcionarios que respondían abiertamente a los intereses de la Embajada. De las diatribas en público contra el imperialismo yanqui de Néstor Kirchner a las concesiones en privado de sus ministros. La Argentina es ese país en el que voló por los aires todo vínculo diplomático construido por décadas a causa de la incautación de material sensible que llegaba en un avión de las Fuerzas Armadas estadounidenses, durante el gobierno de Cristina. Es ese lugar donde mientras todos miraban cómo la DEA quitaba el apoyo económico y tecnológico, por ejemplo, a Frontera Norte en Salta, las propias fuerzas de seguridad provinciales hacían su juego para mantenerse fieles a los gringos que tanto les aportaron. La Argentina es ese sitio en el que, a lo largo de cuatro años, la DEA hizo lo que se le antojaba sin interesarle otra cosa que garantizarle a la ministra Patricia Bullrich la foto, los viajes, los congresos internacionales y otras migas.
La DEA es una agencia policial transnacional cuyo poder no es absoluto sino que lo construye de manera relacional con jueces, fiscales, abogados, policías, gendarmes, despachantes de aduana, espías y ministros, entre muchos otros. El centenar de entrevistados para este libro está de acuerdo en algo: con cambios sensibles en el tiempo, la DEA hace lo que quiere en la Argentina, sin importar si es legal o no, pero eso efectivamente ocurre debido a que sus interlocutores se lo permiten.
Los actores locales suelen justificar su vínculo a partir de los recursos y la información que les bajan, que de otra manera resultarían inaccesibles. El reverso de este argumento expone lo que no admiten. La ecuación sobre por qué se promueven las actividades formativas a granel es sencilla: se trata de eventos desarrollados y presentados con fines formales pero que contienen objetivos informales. El principal es el armado de una red compuesta por fuerzas de seguridad, políticos e integrantes del Poder Judicial que le garantizan a la DEA el acceso a información privilegiada.
Instrumento, país de tránsito, productor en ascenso de drogas, base de operaciones tanto para agentes como para narcos son algunas de las respuestas sobre qué es la Argentina para la DEA. Sin embargo, la pregunta más importante es de qué manera ejerce su poder la agencia en el país: más allá de montarse en la penetración histórica de la Embajada, lo hace gracias a la información que la DEA acopia producto de su relación e intervención en numerosos países, y sus recursos económicos y tecnológicos.
Los números oficiales de la DEA son impactantes: tiene más de 11000 empleados, de los cuales 5000 son agentes especiales, asignados en las oficinas ubicadas en los 50 estados estadounidenses y en 91 estaciones situadas en 70 países.
Esto lleva a que muchos cometan un error de diagnóstico cuando dicen que la influencia de la DEA en el país se encuentra magnificada. Esa tesis se apoya sobre la idea de que su poder se mide en función de la cantidad de agentes enviados a la Argentina. Error. No se trata del número, se trata de la trama de relaciones diversas que alimenta y sostiene desde hace cinco décadas en todo el mapa nacional. Esa red de lealtades es la que le permite hacer caso omiso de los gobiernos nacionales de turno y su coyuntural mejor o peor relación con Estados Unidos.
En la forma de operar de la DEA, un problema irrumpe cada cierto tiempo, y trastoca todo el sistema de relaciones. Lo más importante para el progreso de un agente estadounidense en cualquier país son los contactos oficiales y los informantes, y eso prospera fundamentalmente con cash. Para esto, la agencia necesitó constituir su propio sistema de inteligencia, basado en la compra y venta de información. Este mecanismo prolifera desde mediados de la década del 80, cuando Estados Unidos creó el programa de premios para quienes aporten datos. A partir de ese momento, la cantidad de informantes de la DEA no paró de crecer en todo el mundo. Actualmente, esa fuente de inteligencia humana roza los 20000 sujetos que se mueven a fuerza de dólares, cientos de millones de dólares . En la Argentina, según quien lo diga, son entre dos y cinco por provincia. Imprescindibles a la hora de pegarles a las bandas donde más les duele, si se mira la otra cara de la moneda representan una estructura informal y paralela de espionaje casi imposible de desactivar. Eso incluso lleva a que la duda sobre si Marcelo D’Alessio, el falso abogado que quedó en el medio de una trama de espionaje político, tiene una ficha en la lista de los informantes de la DEA en el país sea un enigma sin solución. No obstante, se convirtió en una bomba de tiempo: en busca del cobre, los informantes hacen lo que sea. 2020 fue el año en que por primera vez un informante reconocido oficialmente por la DEA fue condenado en la Argentina. En fin, una aclaración: este no es un libro sobre drogas ni una enumeración de procedimientos, sino una investigación sobre cómo una poderosa agencia con base en Estados Unidos y tentáculos en todo el mundo fue penetrando diferentes capas de la estructura judicial, policial y política local, hasta controlarla.