Lo había hecho. En Belo Horizonte lo había hecho aunque, claro, no era lo mismo: allá al menos tenía la entrada que uno de los tres había comprado por internet antes de viajar.
Estaba un poco borracho, como ahora: Juan Cruz Forlizzi se agarra con dificultad del caño de la línea vermelha de San Pablo antes de que el metro frene de golpe y el cuerpo estirado y lánguido, un metro ochenta y siete, sesenta y ocho kilos, ocupe brusco un espacio hasta recién vacío: la piel desplaza partículas de aire con fuerza, Forlizzi está a punto de caerse hacia atrás. Una mujer, junto a él, dirá en un portugués suave: cuidado, se correrá hacia la izquierda. Pero no cae Forlizzi. Llega a tomarse del pasamanos metálico justo en el momento en que el metro paulista, frecuencia inédita cada quince segundos, se detiene del todo provocando, en los pasajeros que habitan el tren, una modificación de la velocidad corporal que hace que varios estén a punto de seguir viaje hacia el piso.
—Pasame —le dice a su amigo, haciendo referencia al envase, botella de litro y medio de Coca Cola cortada a la mitad, los bordes hacia adentro, relleno de hielos sin geometrías que flotan en un líquido oscuro, alcohólico y herbal, el fernet.
Tomará Forlizzi un trago largo y reflexivo: cerrará los ojos, aparentando placer, mientras la nuez se mueve arriba abajo, acompasada, producto del pasaje de líquido desde la realidad hacia el cuerpo.
—No lo podía creer. Te juro, no lo podía creer.
Con la lengua, Forlizzi limpia el resto brillante y húmedo que le queda entre la nariz y el labio. Pasa el envase cortado al cronista que, en principio, niega con la cabeza aunque después acepta, un poco por respeto al entrevistado y otro porque siente la boca seca, quizás por lo fluido de la charla.
A un costado, dos amigos de Forlizzi, Topo Zárate y Berna Calabrese, hablan con una brasilera, le preguntan si conoce Argentina, le cuentan que salieron de Mendoza en combi, ¿Voce entiende “combi”?, una combi amarilla y negra, repleta de comida. Aunque a la brasilera parece no importarle: que en el costado tiene un fixture, para ir llenando a medida que los goles se suceden.
Dice Forlizzi que un mecánico les modificó el tanque para que cada cien kilómetros en vez de doce litros gaste ocho. Durante varios meses, juntaron plata, vendieron imanes que, ahora, Forlizzi busca en su bolsillo. Luego de sacar un pilón, le pregunta al cronista si el de Diego y Messi, abrazados, o el de la hinchada argentina, cuál quiere, el que más le guste: a los amigos se regala. Así, con ayudas, dice, llegaron a los $ 20.000 pero a los cien kilómetros de haber salido se les rompió la caja de cambio: volvieron. Un mecánico conocido les cobró $ 1.800 por un trabajo que debería haber costado mucho más y pudieron seguir.
—Pasé el primer control mostrando el ticket. Ahí vi que había gente que quería comprar entradas. ¿La verdad? Si hubiera sido ahora no lo vendo ni a palos, pero necesitábamos plata: me ofrecieron quinientos dólares, como mil reales. Valía la pena.
Después del partido, desde Belo Horizonte no fueron a Porto Alegre donde jugaba la selección sino que siguieron hacia Buzios, mar y playa. Llegaron luego al sambódromo, donde se encontraron con argentinos en carpa, argentinos con motor home, argentinos en auto, argentinos por todos lados y baños, seguridad privada, wifi, que sorprendieron a Forlizzi que antes de venir, pensaba, aquí todo sería incómodo.
Aparecerá, entre Forlizzi y el cronista, la mano extendida del Topo Zárate, que sin hablar, en un gesto claro y vehemente, pide el envase, quiere tomar un poco de fernet.
—Después, seguí adelante hacia el segundo control pero no me dejaron entrar. Terminé viendo el primer tiempo con unos enfermeros en la carpa médica.
Detrás de la remera del Atlético Mineiro de Forlizzi, por la ventana del vagón de metro línea Vermelha, se desliza San Pablo. Edificios colosales, puentes y espacios vacíos hasta recién que, ahora, lejos de nosotros, algunos de sus 20 millones de moradores ocupan por un instante.
—En el entretiempo salí a caminar. Había perdido a mis amigos, vi una rampa por donde entraban los voluntarios y me quedé por ahí, haciéndome el distraído.
El metro se detiene, las puertas se abren, varios pasajeros bajan y Berna Calabrese, el tercero de los tres, pregunta en voz alta, no queda claro si a sus compañeros o a sí mismo, si no es ésta la estación donde deben bajar. Forlizzi interrumpe el diálogo con el cronista, responde que esa estación los deja en la entrada Este y que él, en un principio no expone los motivos aunque después dirá que por la ubicación que tiene Mendoza en el territorio argentino, prefiere la puerta Oeste. Comenta: tiene fe de que por ahí -a pesar de no tener tickets ni plata para comprarlos- van a poder entrar.
Las puertas se cierran. Ya queda poco fernet y la bolsa de hielo, que desde el principio del viaje el Topo Zárate lleva entre sus piernas, disminuye su volumen, mientras un hilo de agua crece en proporción y humedece el suelo del metro, dibujando entre los pies de los pasajeros el cauce de un río tan diminuto como caprichoso.
—Hubo un momento en que los voluntarios entraron. Así que me mandé, pero en vez de subir la rampa bajé por una especie de sótano. Ahí me encontré con un tipo que me preguntó qué estaba haciendo. Le dije que estaba perdido y me puso una mano en el hombro. Pensé que me iba a sacar del estadio, pero me señaló una escalera.
El metro se detiene de golpe y Forlizzi, tal vez concentrado en la disposición de las palabras que entretejen la historia, vuelve a estar a punto de ir al piso, aunque esta vez Calabrese lo detiene, le agarra el brazo, lo ayuda a recuperar el equilibrio.
—No lo podía creer —dice y parece sorprenderse a sí mismo al completar:
—Tenemos que bajar acá.
En los alrededores del estadio, no comerá Forlizzi los bocaditos, negros con grana, que un brasileño de un programa de televisión ofrece, gratis, “só para argentinos”. No será tan virgen el compatriota. No después del bidón de Branco, Valdo y los demás. La venganza aún no ha sido cumplida.
Tampoco trata Forlizzi con los revendedores que piden mil quinientos dólares por una entrada y aseguran que si uno la consigue más barata es porque es “falsa”: sigue de largo hacia el primer control. No ve al hombre esposado, la mirada baja, tratando de no aparecer en el cuadro del fotógrafo, a los dos policías grises impertérritos que con cortesía simulada lo acompañan vaya uno a saber dónde.
Camina Forlizzi, sus amigos atrás, los ojos al piso, como despreocupado, cuando uno de los voluntarios de control lo cruza. Le pregunta si tiene ticket y él explica que en realidad se acaba de perder y está tratando de llamar a sus compañeros, no sabe dónde están y es un problema porque habían quedado en ver el partido todos juntos, ¿voce me entiende?
No se detendrá Forlizzi aunque lo saquen una vez y otra vez y otra. Dará la vuelta al estadio y volverá a hacer el recorrido porque los magos saben que lo único importante es la ilusión y Forlizzi vive de la magia.
Insiste, Forlizzi insiste y algo consigue. Porque uno de los amigos se acerca a la puerta del VIP de la cerveza que auspicia el Mundial y en la confusión consigue un precinto y después sólo es astucia. Entra uno y luego se lo pasa al otro, que se lo pasa al tercero y los tres ven el segundo tiempo, tomando cerveza gratis, comiendo panchos, sanguches, golosinas, como locos una vez que Messi se la dé a Di María, que Angelito la cruce de zurda, cara interna, que todo explote y ya nada nos importe un carajo.