Primero llegan los turistas, después los buitres, luego los tres monjes y al final Gangjian, Wuzhong y el muerto. Los dos rogyapa bajan el cadáver de la caja trasera de la camioneta, lo desnudan y lo acuestan sobre el colchón de piedras ya dispuesto para la ceremonia. Tiene la panza hinchada, las piernas raquíticas y la piel marrón, floja, sin la tersura de los vivos. El cuerpo perteneció a un viejo. O, según la creencia del propio viejo, el cuerpo sirvió como un envase circunstancial para su ser. Hasta hoy.
Gangjian y Wuzhong se cubren la ropa con bolsones de arpilla, se tapan la cara con barbijos y afilan los cuchillos que durante las próximas dos horas cobrarán valor ritual. Los tres monjes prenden un fuego, se acomodan en un banquito y cantan los mantras que ayudarán al muerto a fluir hacia la próxima vida.
El muerto espera sobre las piedras. Junto a él, un cajón lleno de hachas, martillos, sierritas de arco, más cuchillos. La familia no vino; se quedó rezando en el templo. El dolor de los deudos puede complicar el tránsito del ser hacia su renacimiento.
Los buitres, por lo menos cincuenta de ellos, acechan desde atrás de las banderas de plegaria azules, blancas, rojas, verdes y amarillas que adornan el espacio ceremonial. Con su vuelo casi quieto, bajaron desde los picos más altos de las montañas unos quince minutos antes de que llegara el muerto, como si supieran lo que está por venir. Como si lo supieran desde hace miles de años.
Los turistas, por lo menos cien de ellos, todos chinos, unos cuantos niños, sacan fotos desde atrás de la línea imaginaria señalada por los rogyapa. Subieron por la ladera del monte antes de que saliera el sol, con la esperanza de que algún budista hubiera muerto últimamente en Taktsang Lhamo. Abajo, en el pueblo, los folletos de los hostales anuncian a los visitantes: “Jhator. Entierro celestial. De 6 a 8 de la mañana. Sólo en ocasiones. Bastante sangriento”. Los visitantes tuvieron suerte: hoy es ocasión.
Gangjian por fin se arrima al muerto y empieza a cortar. Le saca varias tajadas de los hombros y de la espalda. Wuzhong habla tibetano pero igual se hace entender: pide a los turistas que se alejen un poco porque, según parece, los buitres se asustan. Gangjian sube unos metros hasta el montículo donde las aves esperan su momento y les enseña el camino hacia el cadáver con un reguero de músculos y piel. Como las migas de pan de Hansel y Gretel, pero con pedacitos de carne humana.
Los pajarracos se animan y bajan. Los turistas vuelven a acercarse.
Los buitres se abalanzan sobre el muerto y lo devoran. El cuerpo desaparece bajo la bandada extasiada. Se amontonan, se picotean, aletean unos sobre otros, lanzan graznidos desafinados. Raspan los huesos, arrancan todo lo que pueden tragar. Ya no acechan ni parecen asustadizos: de pronto se transformaron en unos bichos temibles. Ariscos, inflados, con los plumones erizados, las alas extendidas y las cabecitas bañadas en sangre.
Se esfuma el perfume del rocío de la mañana. Ahora huele a carne que se pudre. Los visitantes se tapan la boca, algunos hacen arcadas, pero siguen ahí, disparando fotos a mansalva. Se oye un zumbido en la altura: hay uno que filma con un dron.
Los tres monjes dan por concluida su labor: lo que viene ahora es tarea de los rogyapa. Se arreglan las túnicas púrpuras y emprenden el regreso hacia el monasterio. Saludan y se ríen tímidamente al pasar junto a los que están por vomitar.
Poco a poco, los turistas también empiezan a retirarse. Ya vieron lo que habían venido a ver. Aunque los buitres siguen comiendo, el espectáculo ahora les resulta monótono. Suficiente. De vuelta a los restaurantes de la calle principal, a las cabalgatas por el valle o a los buses para visitar el próximo pueblito lindo de la China tibetana. Aunque el jhator acaba de empezar.
El muerto está atado por el cuello a la base de un troncón de madera para que los buitres no lo levanten por los aires. Gangjian vuelve a cortar, pero esta vez para desmembrar el cadáver: brazos, piernas, cadera, columna vertebral, tórax, cabeza. Wuzhong prende una nueva fogata a la que pronto irá a parar una parte del cráneo.
Los dos rogyapa proceden sin solemnidad, como si esta manualidad no fuera distinta de labrar la tierra o arriar a los yaks. Creen que desdramatizar el rito ayuda al muerto a dejar sin complejos este mundo. Conversan, ríen, se divierten con los buitres más atrevidos que intentan robarse una mano o un pie. Tratan a los pájaros con una extraña familiaridad.
Gangjian coloca las partes desmembradas sobre la madera, las muele a hachazos y embadurna los pedazos chiquitos con harina tostada de cebada, ingrediente principal de la tsampa, una mezcla nutritiva que los monjes de la región comen todos los días. La harina absorbe líquidos y ayuda a que los buitres terminen de deglutir lo que queda del muerto. Cuanto menos sobre, mejor. Gangjian y Wuzhong reparten los últimos restos entre las aves. Como migas de pan entre las palomas de un parque.
Dejan la cabeza para el final. Gangjian arranca la tapa del cráneo, entrega los sesos a los buitres y con pericia de escultor separa el centro del hueso de la frente. Machaca el resto de la cabeza y le da el huesito a Wuzhong, que lo pasa por el fuego para purificarlo. La familia del muerto recibirá la pieza como recuerdo.
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El jhator quedó consumado. Del muerto no quedan más que huesos pelados y desparramados por ahí, entre las plumas marrones y sanguinolentas que perdieron los buitres. Los rogyapa hacen una hoguera con los materiales que usaron y después se lavan y se frotan con alcohol de beber.
Los buitres y los monjes se fueron. También el muerto. Quedan Gangjian, Wuzhong y un par de turistas. Los rogyapa hablan un poco de mandarín y nada de inglés; su lengua es el tibetano. Con un gesto amable y la ayuda del traductor del teléfono se hacen entender e invitan a su camioneta para regresar al pueblo.
La 4x4 ya no huele a cadáver sino al aguardiente que Gangjian y Wuzhong usaron para limpiarse. Son más viejos de lo que parecían mientras desmenuzaban el cuerpo. Entre cincuenta y sesenta años cada uno. Están de buen humor. “Hicimos un buen trabajo”, dice Gangjian. Les da igual que una horda de turistas los haya estado observando durante la ceremonia.
— Nosotros sólo devolvemos el cuerpo a la naturaleza —explica Wuzhong—. No hay problema si la gente quiere mirar. Cada quien sabe si respeta o no en su corazón.
Al llegar a Taktsang Lhamo, los dos rogyapa se despiden sonrientes. Gangjian saluda y ofrece su mano: la misma con la que descuartizó al muerto.
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Taktsang Lhamo es el nombre tibetano de Langmusi, un pueblo alpino de cuatro mil habitantes, setecientos de ellos monjes, justo en la frontera entre las provincias chinas de Gansu y Sichuan, en la Meseta Tibetana. Aunque también hay pobladores de la etnia musulmana hui, la vida acá transcurre al ritmo de dos grandes monasterios budistas, el Sertri Gompa y el Kirti Gompa, que convierten a Taktsang Lhamo en un importante centro de peregrinación religiosa y también turística.
El jhator sólo se practica en el Sertri Gompa, del lado de Gansu. Detrás del templo se abre un sendero de unos dos kilómetros que conduce al dürto, el claro en la montaña que funciona como espacio ceremonial. Unos metros más abajo, las casitas monásticas salpican la anchura del terreno. Entre ellas, la de Danba y Gongque, dos monjes treintañeros ansiosos por recibir en su hogar a un laowai, un extranjero, para conversar sobre sus costumbres funerarias o sobre lo que sea.
Anochece y el frío pela. Los monjes prenden la salamandra, calientan té e invitan a lavarse las manos. Sirven manteca de leche de yak disuelta en agua caliente y entonces ya se sabe lo que viene: harina tostada de cebada, tsampa. Imposible pensar en otra cosa que en la absorción de los líquidos del muerto de esta mañana.
Gongque es un grandote tímido y generoso. Entra y sale de la cocina con galletas, sopa de fideos, más té. Apenas conversa. Danba es un petiso desenvuelto y simpático. Al hablar del ritual, siempre contesta él.
—¿Qué sentido tiene para ustedes el jhator?
—Dar el cuerpo a los buitres es un acto de generosidad con la naturaleza. Son aves inmortales que elevan al ser hasta los cielos.
—¿Por qué hay monjes rezando durante el funeral?
—Rezan por la liberación del ser y por su fortuna en la siguiente vida. Después de la muerte ingresamos en un estado intermedio, de transición. Son siete semanas antes del próximo renacimiento. El karma que acumulamos durante las vidas anteriores define qué estado adoptaremos al renacer.
—¿Hay forma de saber si un jhator salió bien?
—Cuando el ser tiene buen karma, los buitres se comen el cuerpo entero.
—¿Qué significa rogyapa?
—Los rogyapa se encargan de dar el cuerpo a las aves. En algunos templos tienen que ser monjes. Pero en el nuestro cualquiera puede hacerlo. Nosotros no tenemos rogyapa a tiempo completo.
—¿Los familiares de los muertos nunca asisten al funeral?
—No. Mejor que recen en casa o en el templo. El funeral es demasiada infelicidad para ellos.
—¿Y por qué se permite la presencia de los turistas?
—Acá no importa si vienen a mirar o a sacar fotos. Lo que importa es que respeten en sus propios corazones.
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“Entierro celestial” es una traducción inexacta de jhator, cuyo significado literal es “dar almas a las aves”. Del mismo modo que el Libro Tibetano de los Muertos es la denominación occidentalizada del Bardo Thodol, que en realidad quiere decir “liberación durante el estado intermedio”. La escritura del Bardo data del siglo ocho y se atribuye a Padmasambhava, el Gurú Rimpoche, el Maestro Precioso, fundador de la escuela Nyingma del budismo tibetano. El texto reúne enseñanzas e indicaciones sobre lo que se debe hacer con los moribundos y muertos para que transiten el limbo de siete semanas entre la muerte y la nueva vida con el mayor éxito posible.
El mayor éxito posible: renacer como dioses, semidioses o humanos y no como animales, fantasmas hambrientos o seres infernales. La cosmología budista cree en esos seis reinos de existencia, tres superiores y tres inferiores. Son las formas de renacimiento determinadas por el karma a las que aludía Danba.
Las acciones pasadas de los seres definen qué reino habitarán al salir del estado intermedio. Pero al karma hay que ayudarlo. El Bardo Thodol señala los procedimientos y ritos funerarios adecuados para que el muerto obtenga un renacer que haga justicia a sus méritos. Instruye sobre las prácticas y hábitos que conviene observar al deshacerse de un cadáver. Lo cual incluye al jhator.
El entierro celestial existe en la Meseta Tibetana desde hace varios miles de años. La arqueología supone que nació con fines prácticos: el suelo rocoso y la escasez de madera en la región habrían convencido a los pueblos antiguos de entregar los cuerpos a las aves en vez de enterrarlos o incinerarlos. El sentido espiritual del jhator vino después; y Padmasambhava lo hizo inteligible en el Bardo. Casi todo lo que ocurrió en el funeral del viejo ya estaba escrito en ese librito desde hace trece siglos: los monjes cantando mantras, la familia ausente, el proceder liviano de los rogyapa, su empeño en que los buitres devoren al muerto completo, la noción del ofrecimiento generoso a la naturaleza. Casi todo, excepto los turistas.
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Durante la Revolución Cultural, el maoísmo incluyó al jhator en la lista negra de los llamados Cuatro Viejos: costumbres, rasgos culturales, hábitos e ideas de la China tradicional que la nueva República Popular debía dejar atrás para dar el salto hacia el progreso socialista. El gobierno revolucionario prohibió el rito funerario durante casi dos décadas y lo tachó de peligro sanitario y superstición del atraso.
El jhator sólo volvió a practicarse en la Meseta Tibetana luego de la muerte de Mao y de la apertura de ciertos resquicios de libertad religiosa que trajo la reforma de Deng Xiaoping. Cuando China giró hacia la economía de mercado, la relativa liberalización estimuló una revitalización étnica y religiosa en el interior del país, que en la zona tibetana se tradujo en una puesta en valor de prácticas budistas como la reconstrucción de grandes monasterios, el reclutamiento de monjes y la celebración de ceremonias religiosas que atraían a chinos y occidentales.
El dürto del Sertri Gompa en Taktsang Lhamo es uno de los pocos sitios de la China tibetana donde el jhator perdura hasta hoy. Aquí la ceremonia sobrevive en un marco político complejo. El pueblo condensa en sus dos monasterios buena parte de las tensiones que marcan el vínculo entre el budismo tibetano y el gobierno central chino.
El Sertri Gompa goza del visto bueno oficial. Reconoce a los jefes espirituales budistas ungidos por Beijing y en retribución recibe financiamiento gubernamental. El oro resplandece en sus techos. Siempre hay dinero para reformas y ampliaciones.
Aunque ninguno de sus monjes se arriesgaría a decirlo públicamente, el Kirti Gompa se mantiene leal a Tenzin Gyatso, decimocuarto dalái lama, líder religioso y político del autonomismo tibetano, enemigo del gobierno chino y exiliado en la India desde hace sesenta años. De los dos templos, el Kirti es el combativo. Sus últimos mártires se llamaron Losang Dawa y Konchok Woeser: dos jóvenes monjes que, una mañana de abril de 2013, se inmolaron en el salón de actos del monasterio para protestar contra la represión en el Tíbet. En el Kirti no hay oro sino madera, barro, aluminio y cemento. Tampoco abunda el dinero. Pero los monjes de la Meseta que peregrinan a Taktsang Lhamo siempre prefieren comer y dormir ahí.
El Sertri y el Kirti cobran treinta yuanes de entrada a los turistas que llegan a visitarlos. Casi nadie se da tiempo para recorrer ambos. Suele ser uno u el otro. Después, de vuelta a los restaurantes, el valle, los otros pueblitos lindos. En Taktsang Lhamo se libra una competencia sorda por los ingresos turísticos entre los dos monasterios. Claro que el gobierno chino hace fuerza para que el público elija el Sertri.
¿Y qué tiene el Sertri que no tenga el Kirti?
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Amanece y un nuevo contingente de turistas sube por la ladera del monte, con la esperanza de que algún budista haya muerto últimamente en Taktsang Lhamo. Pero hoy no es ocasión.
Esta vez sí hay occidentales: un matrimonio de franceses y sus dos hijos caminan hacia el dürto. Un chino que viene bajando les advierte que ayer hubo funeral, que hay restos humanos, que tal vez no sea el mejor lugar para ir con niños. “Si nomás son huesos, no hay problema”, le dice la mujer al marido.
Arriba no hay más que eso: ni carne, ni piel, ni sesos, ni siquiera tanta sangre. Apenas huesos, plumas y rastros de un trabajo bien hecho: cuchillos sucios, basura quemada, botellas de aguardiente, harina de cebada. Los turistas van llegando. Los tres monjes y los dos rogyapa no vinieron. Los buitres, menos.
Y vaya uno a saber dónde estará el muerto.
Fotos: Facundo F. Barrio