Este texto fue originalmente publicado en Boletin, Cientistas Sociais e o Coronavírus, ANPOCS, No 22, 16 de abril de 2020.
En los últimos años, en las ciencias sociales y, en particular, en la antropología, ha cobrado fuerza una crítica etnográfica del concepto de vida que ha puesto en cuestión su carácter autoevidente, los binarismos que oponen vidas biológicas y biográficas, vidas naturales y sociales, vida en singular y vidas en plural, los universos de la vida y de la muerte, las vidas humanas y no humanas, y que, también, focalizan los vínculos entre vidas humanas y de otras especies, tan importantes para arrojar luz sobre la dinámica sociobiológica de la pandemia que actualmente barre el planeta. Igual de relevantes para entender el presente son las relaciones entre vida y economía que hasta la crisis actual parecían haberse mantenido fuera del radar de nuestras disciplinas. En este breve ensayo propongo una visión de estas relaciones (entre vida y economía) sobre las que he estado trabajando hace algún tiempo, sin imaginar nunca que tendrían la dramática actualidad que han adquirido en los últimos meses, convirtiéndose en cuestiones estratégicas para perfilar nuestra existencia colectiva.
Una de las características de las crisis es el cambio radical en la experiencia temporal. Más que una simple aceleración, se trata de una compresión que colapsa presente, pasado y futuro, y amenaza con tornar obsoleta o banal cualquier fotografía de los acontecimientos actuales. Eso impone una doble responsabilidad para los intelectuales y para los científicos sociales, más que nunca necesitados de humildad y de fundamentos empíricos. Lejos de los diagnósticos apresurados que inundan la emergencia, es necesario describir y poner en perspectiva.
Hoy en día vemos, como nunca antes, figuras públicas impulsadas a pronunciarse sobre las relaciones costo-beneficio (o trade-off) entre vida y economía. De Boris Johnson a Donald Trump, de Recep Tayyip Erdogan a Jair Bolsonaro, del gobernador de Texas al presidente mexicano, se clama por que el remedio no sea más doloroso que la enfermedad, condenando el supuesto falso humanismo de quienes valoran la vida de los relativamente pocos (los enfermos y los ricos) a expensas de la vida de los muchos (los desempleados o los pobres). Otros, denuncian a los primeros de priorizar la vida de las empresas y de los bancos en detrimento de la de las personas, y exigen la universalización de políticas sociales o de renta básica, anunciando la inevitabilidad de un tiempo post-neoliberal o neo-keynesiano para atravesar la emergencia. Los principales dirigentes del Fondo Monetario Internacional y de la Organización Mundial de la Salud firman conjuntamente declaraciones en las que llaman a la razón y al equilibrio. En la misma línea, se manifiestan los medios de comunicación tradicionalmente considerados como portavoces del capital financiero (The Financial Times, The Economist). El trade-off, dicen, es inevitable. Incluso en las formas moleculares de gestión de la enfermedad en la que los trabajadores de la salud se ven obligados a gestionar recursos escasos, como los respiradores, decidiendo quién vive y quién muere en los hospitales. El ritmo de la elaboración de nuevas medidas de regulación económica desborda la comprensión de los propios expertos: paquetes de rescate del Banco Central Europeo y de las autoridades monetarias nacionales, del Banco Popular de China al Federal Reserve. En pocos días se editan y revocan disposiciones legales (medidas provisorias, enmiendas constitucionales), proyectos proyectados se confunden con normas vigentes o por entrar en vigor.
Se sabe que una de las características de las emergencias es siempre la transferencia masiva de recursos. Se desencadenan entonces batallas por la distribución de cifras nunca antes vistas: trillones y miles de millones de yuanes, dólares, euros, reales, pesos... Nada se compara con la escala del flujo monetario puesto en marcha, lo que demuestra la relativa pequeñez de los que hasta ayer eran considerados como los principales problemas colectivos, ahora infinitamente reducidos, como el déficit presupuestario y la deuda pública de algunos estados o los fondos estimados para combatir el cambio climático. Se anuncia el fin de varias épocas: la hegemonía americana, la Unión Europea, la democracia, el neoliberalismo. Y se anuncia también el comienzo de tantas otras: desde el estado de excepción digital planetario hasta las utopías de la comunión universal a un ritmo más lento y más verde, un “nuevo New Deal” más igualitario, alimentado a salud pública en vez de guerra y de industrias a base de carbono.
La difusa proximidad de la muerte en la forma de un virus cuyo comportamiento preciso se desconoce acentúa la incertidumbre que molda los comportamientos individuales y colectivos. Surge un nuevo modelo de buenas costumbres: la distancia física, el aislamiento, la disciplina de los cuerpos y de las emociones en cuarentena, distribuidos de forma dramáticamente desigual (¿quién dijo que la pandemia nivela las vidas humanas?). Para las mayorías, para la multitud de los sin salario que crece exponencialmente al mismo ritmo que la pandemia, o para los migrantes que viven en los circuitos de las diásporas, la inmovilidad es un lujo inaccesible, sinónimo de muerte y no de vida; para muchos otros, como los millones en los campos de refugiados o en las cárceles, la inmovilidad ya era una condena que el virus ahora multiplica.
En los últimos años hemos aprendido nuevos significados de los muros. Hasta ahora unos los construían y otros los condenaban. Hoy el miedo que los muros buscaban exorcizar remodelando las fronteras adquiere nuevos significados con la tenaz búsqueda del valor positivo de la "distancia social". Los diagnósticos técnicos basados en números proliferan y se mezclan con argumentos ético-morales, contribuyendo a la densificación de la atmósfera de la emergencia o, mejor quizás, del “estado de peste”. La dinámica cismogenética de la distopía se acelera.
Los primeros tratados sobre desequilibrios monetarios y gestión de cadenas de suministros de alimentos fueron escritos precisamente a mediados del siglo XIV en el contexto de la peste negra -el más célebre de ellos, Da Moneta de Nicolás de Oresme. Especialmente en los crecientes centros urbanos de la pre-modernidad europea, al mismo ritmo en que se multiplicaban las muertes por millones, proliferaban las propiedades sin propietarios ni herederos, se producían inestabilidades nunca antes vistas en los precios: unos bienes sobraban por la ausencia de consumidores, otros escaseaban debido a la desaparición de productores y distribuidores. Las relaciones mediadas por el dinero entre las personas y entre las personas y las cosas fueron radicalmente alteradas. También las relaciones entre las monedas y la existencia misma de las entidades políticas que las emitían: ciudades-estado, reinos, principados. Como evoca Oresme, un mundo en agitación que "nunca permanece igual a si mismo", en el que las medidas y los valores se transforman vertiginosamente, exigiendo una "nueva disciplina de los cálculos" y de las medidas.
Esta nueva disciplina sólo ganaría densidad (y legitimidad en las universidades) mucho más tarde, a finales del siglo XIX, dando lugar a una nueva ciencia del comportamiento: la economía. Como sugiere Georg Simmel en la Filosofía del Dinero, uno de sus principios fundacionales fue precisamente la medición monetaria de las vidas humanas: ¿cuánto debe pagar un asesino o su familia como compensación a los parientes de la víctima? ¿Cuál es el valor monetario del trabajo humano? ¿Cómo se puede cuantificar el trabajo esclavo? ¿Qué significa el soborno? ¿Cómo establecer el valor monetario del amor o del honor? Más precisamente: ¿cómo calcular el costo de vida? El sociólogo alemán describe mucho más que un proceso continuo de monetización: una valoración progresiva y diferenciada de las vidas humanas que se presenta de manera dramática y cruda en nuestra actual emergencia. Por un lado, la vida humana en singular, como valor común a todes; por otro lado y al mismo tiempo, vidas en plural, desiguales, según métricas sociales y morales que distribuyen expectativas de vida de forma diferenciada según regiones del planeta, color de la piel, género, paisajes dentro de las metrópolis, desde las villas o favelas hasta los estacionamientos de los hoteles de Las Vegas hoy fantasmagóricamente vacíos y dedicados a distribuir los cuerpos, debidamente aislados unos de otros, de centenas de homeless. Vidas organizadas en escalas ordinales, como las monetarias, que dibujan jerarquías e injusticias.
Las emergencias económicas son regiones espaciales y temporales específicas que adquirieron un estatus singular poco después de la Primera Guerra Mundial y que tienen la propiedad de mostrar de manera descarnada modulaciones de las relaciones entre vida y economía. La reconstrucción de las cadenas de suministro de alimentos y de infraestructuras, primero, el gobierno de las deudas y de las hiperinflaciones que asolaron Europa, después, condujo a la multiplicación de los regímenes de emergencia: intervenciones radicales en el funcionamiento de los mercados para restablecer su "autonomía", emisión de dinero (en el caso de Alemania, el llamado "dinero de emergencia", Notgeld) para mantener el poder adquisitivo de los individuos y de las familias. Y, al mismo tiempo, también después de la Segunda Guerra Mundial, debates acalorados entre las figuras más prominentes de la ciencia económica, desde John Maynard Keynes a Friedrich Hayek y muchos otros. De hecho, y esto sería objeto de una nota mucho más larga, la emergencia se convirtió en una forma rutinaria de gobernar la economía, una verdadera endemización de lo extraordinario en varias escalas temporales y geográficas: del estado de Río de Janeiro que declara una emergencia económica en 2015 como forma de legalizar la suspensión de salarios y otros contratos a la "emergencia estadística" decretada por el presidente argentino Mauricio Macri en su primer acto de gobierno, como forma de intervenir los organismos oficiales de medición del costo de vida para, supuestamente, combatir mejor la inflación - sin mencionar la Ley de Emergencia Bancaria firmada por Franklin D. Roosevelt en 1933 o la Ley de Estabilización Económica establecida por George W. Bush en 2008, y tantas, tantas otras.
Las emergencias, como vemos dramáticamente en estos días, implican verdaderas crisis cognitivas, cambios radicales en las formas de conceptualizar la realidad, en general, y la llamada "economía real", en particular. Basta observar la casi desaparición en la meteorología diaria de los medios de comunicación de los indicadores de riesgo país o de inflación (los técnicos de los institutos de estadística ya no pueden realizar su trabajo de medición del costo de la vida, se anuncia en varios países), y su sustitución por cifras y por curvas de enfermos y de muertos, imágenes que proyectan proporciones de unidades de cuidados intensivos o de respiradores por habitantes. A veces, también, como en las últimas semanas en los Estados Unidos, aparecen terribles agregados de desempleo -se nos informa que entre finales de marzo y principios de abril, el número de personas que solicitan seguro de desempleo en la mayor economía del mundo ha pasado de 250.000 a casi 30 millones- y, por supuesto, la curva es exponencial, como la de los infectados. Las vidas en riesgo inminente y en una temporalidad indefinida por la dinámica del virus y la depresión afirman la perversa metonimia entre economía, medicina y guerra.
Las emergencias tienen la propiedad de situarnos ante los imperativos contradictorios de la verdad y de la urgencia. La (re)valoración de la ciencia en tiempos del virus (otro eco del siglo XIV europeo), la esperanza de un nuevo renacimiento en el horizonte de la post-pandemia. Cuestiones cognitivas que son, al mismo tiempo, morales y políticas y que nos involucran intrínsecamente como científicos sociales, aunque no somos, ni podemos ser, expertos en coyuntura. Una de las lecciones que aprendemos al poner la crisis en perspectiva es precisamente el largo horizonte que el vertiginoso presente obnubila. Una esperanza y una apuesta por descubrir nuevos objetos y nuevos conceptos, y nuestro propio papel en un mundo que todavía no conocemos, mientras seguimos reflexionando teórica y empíricamente sobre cuestiones que siempre nos han acompañado, y que la emergencia pone en carne viva, como las dinámicas de la desigualdad, la interdependencia, la inestabilidad y la incertidumbre.