Daniel Ortega volvió a triunfar en las elecciones presidenciales y su fuerza política se impuso en la Asamblea Nacional. Va por el cuarto mandato. Más allá de cualquier informe preliminar, el resultado ya se sabía. Oficialismo y oposición se prepararon para esto. Fue una campaña sin incertidumbres ni grandes competencias. Un escenario hiper controlado.
El último guerrillero de América Latina se mantiene en el poder de manera consecutiva desde 2006. El capítulo maquiaveliano sobre cómo perpetuarse en el poder está eficientemente comprendido. Queda por ver si ese ejercicio de conservación sigue intacto o si su nuevo mandato estará plagado de sinsabores.
Este resultado tiene un impacto interesante en la Argentina. Nicaragua posee un lugar significativo en nuestra historia política. En los años 70 y 80, muchos argentinos combatieron para los sandinistas y para la “contra” (Batallón 601 para Latinoamérica). Formaron a guerrilleros y contrarrevolucionarios mientras Jimmy Carter gobernaba Estados Unidos. Pero no se acaba ahí la referencia; hoy la Nicaragua de Ortega es presentada por la oposición argentina como faro o destino del presidente Alberto Fernandez. Nicaragua no es Argentina, y Alberto Fernandez está demasiado lejos de Ortega.
Autoritarismos, un tema que la literatura centroamericana también piensa. Miguel Ángel Asturias, Horacio Castellanos Moya, Gioconda Belli y Sergio Ramirez escriben sobre sus culturas, puntos ciegos y modulaciones violentas.
Antes de la dinastía Ortega, la familia Somoza también practicó las artes de controlar la política nicaragüense desde 1937 hasta 1979. No solo eso. Se extendió en el poder y en la economía. Fue expulsada del gobierno por una revolución en 1979, de la cual Daniel Ortega fue protagonista. Tachito Somoza, hijo de Tacho quien inauguró la dinastía política, fue asesinado en el Paraguay de Stroessner y murió sobre la avenida Generalísimo Franco. Lo que no sabía esa casual tríada de dictadores es que el atentado fue organizado por la inteligencia sandinista y ejecutado por el argentino Enrique Gorriaran Merlo. En ese escenario quedarían vinculados Stroessner, Tachito, Franco y el sandinismo. A veces la muerte violenta y los imaginarios se pegotean demasiado.
En estos años, Daniel Ortega también ha ampliado su propia familia en el poder, en particular en la gestión de empresas públicas y privadas. El presidente también es un empresario de bienes estatales (petroleras, por ejemplo). Dato que no debe ser soslayado para considerar su relación con el mundo empresarial ni algunas de sus tareas (importaciones y exportaciones).
Rosario Murillo, su esposa, se consagrará como copresidenta. Una figura simbólica más que legal pero que indica esa sociedad hermética y homogénea que conforman, que lo llevó a apoyarlo ante las denuncias de abuso sexual que realizó una de sus hijas biológicas.
En la política nicaragüense los apellidos políticos son significativos. Los Chamorro son parte de este universo. Enfrentaron al Somozismo y, después de mantener por un tiempo un vínculo con el gobierno sandinista de los 80, se transformaron, hasta ahora, en críticos del Orteguismo. No solo eso. La periodista Violeta Barrios de Chamorro (conocida como Violeta Chamorro y esposa del dueño del periódico La Prensa, Pedro Joaquin Chamorro) derrotó al sandinismo en 1989.
Ahora nuevamente una Chamorro (Cristina, hija de Violeta) se había convertido en una contrincante real si hubiese podido participar en las elecciones con su Partido Ciudadanos por la Libertad. Una encuesta realizada por CID Gallup apuntaba a que ella y su hermano tenían alta consideración entre el electorado a diferencia de Ortega-Murillo que cosechaban una abrumadora crítica. Ese apellido, además, es parte de esa memoria de las derrotas de la cual Ortega se quiere alejar. Un apellido que recuerda a un liberalismo que reorganizó el país asumiendo los ajustes y privatizaciones de los noventa, pero también un liberalismo que en 1993 se anima a clausurar el Parlamento y disolver la presidencia de la Cámara. Violeta fue llamada también Dictadora.
Dictador, dictadura, tirano es parte del vademécum del léxico político y crítico que se extiende desde lejos en la historia nicaragüense (y centroamericana). El escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el salvadoreño Horacio Castellanos Moya, nicaragüenses como Gioconda Belli o Sergio Ramirez indagaron sobre los autoritarismos. Sus pulsos culturales, sus puntos ciegos y sus modulaciones violentas. No hay una suerte de “cultura autoritaria” sino concepciones del ejercicio del poder que terminan desconociendo y despreciando los límites que suponen derechos y deseos individuales y colectivos (libertad de expresión, de reunión, derecho a un juicio justo para presos políticos, a elecciones transparentes) Una mirada que encierra un profundo temor al “caos” que puede provenir de la sociedad.
Rosana Murillo, copresidenta. La mujer que defiende a Ortega hasta de la denuncia de abuso que hizo una de sus hijas.
Una sociedad con una cultura diversa que se organiza entre comunidades rurales y las bellísimas ciudades de Managua, Granada y León, entre el Caribe de Bluefields (población negra) y el territorio de los Miskitos (nación indigena). Todo atravesado por ese aroma a tierra húmeda, por esa fragancia salvaje de las enredaderas, de los cítricos y las plantas huelenoches. En ese escenario se entreteje un drama político que parece muy alejado de florenciente belleza natural. Al modo de una maldición.
El humor político
Pese a que existen diferencias entre Somoza y Ortega, los memes y las intervenciones artísticas de los últimos años los vinculan para movilizar sensibilidades antigubernamentales. Hay frases de Tacho Somoza como "Las Tres P" (“Plata para los amigos, Palo para los indiferentes y Plomo para los enemigos”) que son convocadas para plantear la mirada del oficialismo frente a los y las jóvenes y estudiantes opositores.
Elvira Cuadra, socióloga y analista política, considera que la dominación de Ortega es más sofisticada que la de Somoza. Hoy la fuerza y la represión se articulan con grandes territorios de acuerdos y un meticuloso control de grupos paraestatales, del FSLN en los barrios e instituciones. Un “modelo PRI (mexicano)” entró en el cuadrante de derechas e izquierdas.
Las elecciones presidenciales del 7 de noviembre deben ponerse en perspectiva. La construcción del “orteguismo” o del proveniente desde 1994 donde el propio Ortega realiza un gran ajuste de cuentas con sus propios compañeros centralizando en su figura el poder del FSLN. Se produce una expulsión y un cambio de estrategia: llegar al poder asumiendo la victoria del neoliberalismo y los nuevos actores que este modelo había recreado en Nicaragua. Aparece un FSLN modelado y pragmático. Para triunfar en las elecciones de 2006, Daniel Ortega fue estableciendo acuerdos con viejos enemigos. Fue organizando su marcha al poder en alianza con el PLC (Partido Liberal Constitucionalista), los grandes empresarios reunidos en el COSEP (Consejo Superior de la Empresa Privada), la Iglesia Católica (sólo cabe recordar la foto de Juan Pablo II retando a Ernesto Cardenal en el aeropuerto de Managua), las Fuerzas Armadas y la Policía. La estabilidad económica iniciada en 2007 le permitió construir consensos que posibilitaron una reforma constitucional en 2014. Entre otras reformas se permitía la reelección indefinida.
¿Por qué la dominación que ejerce Ortega es más sofisticada que la de Somoza? El “modelo PRI" entró en el cuadrante de derechas e izquierdas.
El crecimiento económico, el win win de la mayoría de los actores y actrices sociales permitió hacer viables diversos intereses en una propuesta gubernamental que centralizaba el poder cada vez más en la figura presidencial y en la de su familia. La deriva autoritaria no surgió de repente al modo de un Leviatán que se despierta, sino que se fue construyendo con las grandes elites económicas y políticas de Nicaragua. No solo eso. La estabilidad orteguista permitió al propio Ortega incorporarse a la elite política y económica. El viejo guerrillero se abrazó al COSEP y a sus grupos empresariales.
Esta alianza con el gran empresariado local lo diferencia del gobierno de Nicolás Maduro y del cubano Miguel Diaz-Canel. Por eso Estados Unidos no lo vio, hasta ahora, con excesiva preocupación. El vínculo con el gran capital (entre ellas, empresas extranjeras) parecía un límite a cualquier propuesta izquierdista. Esa alianza era un aliciente. Por eso, la picardía Orteguista permitía cierto beneplácito de Estados Unidos en el mismo momento que sellaba un acuerdo petrolero y económico con Maduro. Un jugador de todas las canchas que pocos vinieron venir.
El estallido de 2018
En 2018 la sociedad nicaragüense y las alianzas construidas por Ortega estallaron. El COSEP y la Iglesia Católica se convirtieron en opositores. Ese miedo del poder que se funda en aquello “peligroso” que puede provenir de la sociedad se hizo real. Ortega y Murillo activaron las fuerzas de seguridad, el FSLN, organizaciones paraestatales para resistir las movilizaciones y una retórica anti norteamericana. Tacho Somoza había interpretado ese miedo: “Darle democracia a Nicaragua es como darle chile a un niño”.
Abril de 2018 fue el mes de un conflicto social sin precedentes desde el inicio de la Ortega. Miles de ciudadanos y ciudadanas rechazaron las reformas al Instituto Nacional de Seguro Social (INSS) impulsadas por el oficialismo. Fueron derribados los "árboles de la vida", un símbolo del sandinismo, y parte de lo que quedaba de ellos eran retenidos como souvenirs del rechazo. Este conflicto evidenció la profunda polarización política en Nicaragua, el surgimiento de una oposición empresarial de peso y la movilización de jóvenes que desde las calles y las redes enfrentaban al poder.
La crisis del 2018 provocó un desgaste al gobierno de Ortega, con una importante salida de dirigentes y opositores fuera del país. Costa Rica hoy concentra a una parte importante de la oposición al régimen (casi un millón de nicaragüenses vive en ese país). Era la primera vez, desde 2007, que el gobierno se enfrentaba a un estallido social y a una fuerte presión internacional. Además, desde 2017 hay una contracción en el crecimiento económico que se extendió hasta 2020. La insuficiente gestión de la pandemia provocó malestar. El aumento de gasto público se asoció con una campaña de vacunación poco exitosa: menos del 10% de la población está vacunada.
La crisis de 2018 desestructuró adhesiones e hizo temblar la economía hasta fines de 2020. Recién en 2021 el Banco Central indicó que podría crecerse más de un 6%. Es interesante un dato: en los últimos años, lo que ha sostenido parte del superávit de la balanza de pagos fueron las remesas. Tanto los y las migrantes por razones económicas y políticas sostienen el erario público, la vida cotidiana de grandes porciones de la población y la viabilidad gubernamental. Ortega apuesta al “rebote” pospandemia para reconducir su alianza con los grandes empresarios. De hecho, ha intervenido en la interna empresarial. Dirigentes del COSEP fueron detenidos y asumieron otros con intenciones de negociar con Ortega.
Las elecciones de este año se presentaron como la posibilidad de articular una nueva fórmula gubernamental. De volver al redil. La pandemia no fue el punto cero de su proyecto de centralización del poder, sino que la crisis económica y la presión de algunos actores locales aceleraron esa tendencia. Controlar el espacio institucional, cercar el sistema electoral e intervenir en las dinámicas territoriales.
La campaña electoral 2021 estuvo signada por una serie de procesos judiciales contra líderes de la oposición. Además se dirigieron contra figuras vinculadas a los movimientos feministas, contra la ex guerrillera sandinista Dora María Téllez, contra el movimiento campesino que se opuso a un canal interoceánico y, cómo dijimos más arriba, contra la dirigencia empresarial. La cancelación de personerías jurídicas de ciertos partidos políticos, la persecución judicial y la limitación de realizar actos colectivos o electorales en nombre de la lucha contra la pandemia diseñó una disputa política encapsulada y reducida al mínimo.
Cristina Chamorro es parte de un grupo de siete dirigentes que se candidatearon para la presidencia y, cinco meses antes de las elecciones, terminaron presos. Sus detenciones se fundamentaron en la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros (Ley 1040, 2020) y en Ley de defensa de los derechos de los pueblos a la independencia, la soberanía y autodeterminación” (Ley 1055, 2020). Las caricaturas no dejaron de advertir la persecución ni el encarcelamiento. A ello debe considerarse aquellos lenguajes de la ciudadanía que erosionan la imagen de Ortega como son la de dictador o moclin (como se les dice a los abusadores de menores).
La presión internacional va en aumento. Estados Unidos, Europa y algunos países del continente americano desconocen los resultados electorales. Pero hay un margen de “maniobra orteguista”. Honduras y El Salvador dependen del agro nicaragüense y empresas de Costa Rica están radicadas en Nicaragua. Ambas situaciones pueden ser utilizadas para presionar sobre esos países, presionando sobre los alimentos (precios, logística, etc) o exigiendo que las empresas costarricenses radicadas hagan lobby frente al Gobierno de ese país para que reduzcan la tensión.
Ortega no solo tendrá que ver si recupera confianza externa e interna (empresarios, iglesia, etc) sino recrear bases de su propio partido. De esta jugada, que puede trazarse desde 2018, el oficialismo no saldrá indemne.
La ausencia electoral, más allá de la discusión por los números de asistencia entre el Consejo Electoral y la organización Urnas Abiertas, habla de la imposibilidad de una gran movilización electoral propia y del descontento. Estamos ante un gobierno que puede encontrarse en el futuro inmediato con una base reducida y en crisis. Con litigios con otros actores hoy opositores.
En nombre de la pandemia Daniel Ortega censuró las otras voces de la campaña electoral. Judicializó a referentes de la oposición, de los movimientos feministas y campesino, incluso avanzó contra la dirigencia empresarial.
La disputa electoral deja en un problema a Ortega: los partidos que compitieron con el FSLN y asociados poseen una débil legitimidad, el apodo de “zancudos” (mosquitos chupasangre) lo dice todo.
El malestar social se mantiene aunque el espacio público para su demostración se encuentre “cercado”. Pese al intento de un Dialogo Nacional, Ortega da cuenta de las heridas a la que ha sometido su propio poder y liderazgo. Mientras las elites (entre las que podemos considerar al “sandinismo”) se miden, en las sociedades se producen fenómenos interesantes. Como la redefinición de los “pequeños” espacios para hacer política y criticar al régimen.
La dupla Ortega-Murillo deberá regenerar un orden estable; si no, cualquier acto de debilidad puede propiciar nuevos conflictos sociales. Cargan con el peso del orden.
El último guerrillero está bajo el fuego del descontento. Transita por otro enigma maquiaveliano, si basta con ser amado o temido, y decidir si estas pasiones (o la combinación de las mismas) pueden mantenerlo en el poder por algunos años más.