Homenaje anfibio


Cuando Pedro aún no era Lemebel

Tímido, irónico y cerebral. Un divo mayor que daba miedo porque observaba mucho y hablaba poco. La escritora chilena María José Viera-Gallo recuerda aquellas noches de fines de los ochenta y principios de los noventa en el bar Jaque Mate de Santiago y dice que aunque se convirtió en Lemebel nunca dejó de ser Pedro.

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Por: María José Viera Gallo

 

Estos recuerdos transcurren entre fines de los 80s y principios de los 90s, siempre de noche, siempre con algo de vino en el cuerpo. Santiago y el fin de la dictadura –que es el final más largo de todos-sólo se soporta así: a oscuras y bebiendo, primero en el Jaque Mate, una fuente de soda de horario continuo ubicada en Plaza Italia, luego en el living de algún adulto generoso. Tengo 18 o 19 años. Pedro aún no es Lemebel; es sólo un hombre de 30 y algo que se viste siempre de negro. Es el más callado de las Yeguas del Apocalipsis, el menos social y más cerebral de ese dúo de Acción de Arte conformado por él y otro genio, Francisco Casas, que alguna vez entró a la Universidad de Chile desnudo y a caballo, y le puso una corona de espinas al poeta Zurita.

 

Pedro me da miedo porque observa mucho y habla poco. Cuando lanza una ironía, hasta la mayonesa se corta.

Pedro, y esto lo supe desde el primer momento en que lo vi, es un divo mayor.

 

A nosotros, los niños burguesitos y underground que damos vuelta por el Santiago de esa época, nos mira duro pero con amor, se ríe de nuestros padres, tan abiertos, tan socialistas, tan cultos. Llega a nuestras casas siempre de noche y a hurtadillas, llevado de la mano de Pancho (Casas), para tomarse con justo derecho ese vino que no encuentra en otros lugares, reírse “con” y “de” nosotros, pendejos recién salidos del colegio que vemos en él un manifiesto contracultural, ensayar sus performances, improvisar aplausos, bailar música pop, matar juntos la espera del día y de la lenta democracia.

 

En esos años, el derecho al glamour es una demanda sentimental, y me atrevo a decir, política, que Pedro capta antes que nadie en la izquierda chilena. Con Pedro no se habla de Pinochet. Se alaban los labios de Marlon Brando, el último hit de Madonna, el arte de Warhol, Nueva York, aunque Pedro todavía no haya ido Nueva York, y así.

 

Y así, somos nosotros los que buscamos la aceptación de Pedro y no al revés. El normal es él. Los raros nosotros. Estar a su lado es una forma de aprendizaje. Lo que aprendemos es de una sencillez reveladora: el llamado a la aventura no está en los libros sino en la calle. Se llama hacer/vivir/encarnar el arte. ¿Qué adolescente no ha creído en esa posibilidad alguna vez? Con ese loco afán, lo seguimos a dónde vaya. Vamos a ver a las yeguas. Dónde van a estar las yeguas. Qué van hacer hoy día las yeguas. En una época sin celulares ni Internet, los mensajes corren de boca en boca con igual eficacia.  Somos sus fans, su público, sus ayudantes, sus extras.

 

Un día todo se acaba pero Pedro no. El sigue. Escribe. ¿Nadie sabía que escribía?, se preguntan algunos. Pedro se convierte en Lemebel pero nunca deja de ser Pedro.

 

Hace muy poco a la salida de una comida de Filsa, nos hicimos a un lado para acordarnos “del auto rojo” de mi mamá. Nos reímos. Sólo nosotros y ciertos amigos de ese entonces podíamos entender el chiste.

 

Fue el 91. La Yeguas del Apocalipsis querían homenajear el cierre del Cine-arte Normadie con una performance. La idea era aparecer a la salida de la última función, travestidos de clásicas estrellas de Hollywood. Pedro en la piel de Rita Hayworth. ¿Qué otro escritor chileno ha llegado tan lejos?

 

Había un solo problema: no podían desembarcar al cine desde un vulgar taxi. Había que usar un auto. Y ojalá elegante. Luego de varios llamados aquí y allá, terminamos en el auto rojo de mi mamá, un mazda que lucía perfecto.  Lo que sucedió después es literalmente de película: Pedro y Pancho cruzan una alfombra roja, en medio de luces de falsos paparazzí, se paran en medio de una estrella imitación de las que hay en el paseo de la fama de Los Angeles, y le prenden fuego con bencina. En cosa de segundos, Pedro queda envuelto en las llamas del sueño hollywoodense.

 ¿Te acuerdas?, le  repetí la última vez que lo vi, a la salida de esa comida.

Pedro me sonrió y luego se quedó mirando al vacío. Estaba recordando su juventud, nada menos que su juventud.