Ensayo

Cinco apuntes sobre la guerra comercial


Cuando la política se somete a la ideología

La política de suba de aranceles no se basa en un análisis estricto del proceso de producción, sino en una potente narrativa ideológica. En un contexto de caída del poder de occidente frente a oriente, y de la transición de un mundo hegemonizado por Estados Unidos a uno multipolar, la promesa de Trump de volver a la época dorada del capitalismo parece incumplible. ¿Hasta dónde puede escalar y qué formas puede tomar esta guerra comercial entre Estados? Pablo Villarreal se pregunta por los escenarios posibles para la Argentina, donde la derecha local, históricamente incapacitada para mirar sin prejuicios la política internacional, nos ha dejado siempre a contramano de las tendencias globales.

Estamos frente a un evento histórico, un punto de no retorno que nos lleva hacia reestructuraciones mundiales nunca antes vistas. Los especialistas en todo el mundo hacen sus diagnósticos y sus apuestas: “es la peor crisis desde el crack de 1929”, “es el fin del capitalismo”, “se acaba el patrón dólar”, “estamos ante la caída de la hegemonía norteamericana y el ascenso de China”, “estamos dejando atrás el neoliberalismo”, “ la era globalista llegó a su fin”, “estamos en la antesala de la tercera guerra mundial”.

La proliferación de diagnósticos se debe a que nos acostumbramos a pensar toda crisis como un evento inesperado que irrumpe en el normal desenvolvimiento de las cosas humanas. Como se suele decir: un rayo en el cielo sereno. Pero quizás haya que pensarlas como procesos, como una condensación de tensiones sociales y económicas que se entrelazan en una coyuntura.

Hay que pensar las crisis como procesos, como una condensación de tensiones sociales y económicas que se entrelazan en una coyuntura.

Cuando analizamos la creciente caída del espíritu democrático en occidente, desde el Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos señalamos que podía inscribirse en una crisis social amplia, en la que es posible reconocer al menos tres grandes rasgos. En primer lugar, una economía global que nunca se recuperó de manera plena luego de la crisis financiera global del 2008, cuando se agotó el modelo de crecimiento impulsado por la deuda. A partir de ese momento se instauró una economía inestable y volátil, guiada por la influencia decisiva de las empresas tecnológicas, la acelerada carrera de innovaciones y un crecimiento sin precedentes de la desigualdad a nivel global. Luego, hay que tener en cuenta los efectos de la crisis sanitaria que desató la pandemia del COVID-19, que antes que el retorno del Estado, afianzó el poder concentrado de los gigantes tecnológicos y la digitalización del mundo. Pero quizás lo más importante es que exacerbó la sensación de hartazgo e impotencia de los sujetos frente al mandato irrealizable de autosuficiencia y autogestión de sus propias vidas, el saldo de 50 años de régimen neoliberal. Esa sensación de impotencia, vinculada a los efectos de la desigualdad, la precarización y la promesa de una reparación siempre aplazada, fue la antesala de la expansión de los nuevos autoritarismos a nivel global. Finalmente, sucede que el principal señalado por esas promesas incumplidas fue el Estado, y con él, los encargados de gestionarlo. El corolario de todo este desplazamiento fue la crisis del sistema de representación democrático, cuyo efecto más profundo es la creciente desconfianza en los compromisos y los valores propios de la democracia.

También deberíamos pensar en otros elementos de la crisis que parecen estar languideciendo y nunca terminan de resolverse. Uno de ellos es el declive del modelo de producción industrial, que horadó el cinturón del acero de los Estados Unidos y es hoy la justificación ideológica de la política arancelaria de Trump, pero que también ha tenido consecuencias nocivas en otros países: deslocalización productiva, menores tasas de ocupación, caída del poder adquisitivo, amenazas de un mundo post laboral. Pero ¿no será que todas estas crisis acumuladas son dimensiones de un movimiento tectónico de mayor amplitud, temblores producidos por un movimiento más vasto?

En la sesión inicial del Ciclo Leer el Mundo del 2025, Juan Gabriel Tokatlian junto a Hinde Pomeraniec sugirieron algunas ideas para entender estos movimientos de escala global. Tokatlian señaló que estamos frente a una etapa de transición caracterizada por dos procesos. El primero de ellos, de mayor amplitud, es la caída del poder de occidente frente a oriente; el segundo, de más corto alcance, es la transición de un mundo hegemonizado por Estados Unidos, a un mundo multipolar. En este sentido, la actitud autoritaria y prepotente de Donald Trump es síntoma, no solo de un imperio en decadencia, sino de una civilización que entra en su ocaso. 

La actitud autoritaria y prepotente de Donald Trump es síntoma, no solo de un imperio en decadencia, sino de una civilización que entra en su ocaso.

Las consecuencias de esta transición a dos bandas se profundizan desde el momento en que Trump decide quebrar la alianza atlántica entre Estados Unidos y Europa, con el argumento de terminar con la ayuda económica a los países europeos en su cruzada con Vladimir Putin. A los ojos de Rusia, todo este conflicto nace de una promesa incumplida de asimilación a occidente por parte de la alianza atlántica, que se enunció luego de la caída del muro de Berlín y las reformas económicas pro mercado que realizó Boris Yeltsin, pero terminó con en el apoyo económico y militar a la Ucrania de Zelenski, que no es otra cosa que un avance de la OTAN sobre un territorio que Rusia veía como su último espacio de protección frente a occidente. El argumento de Trump para terminar con la guerra en Ucrania se mueve entre lo económico y lo pseudo pacifista: sostiene que el país que representa ya no está en condiciones de sostener ese conflicto, y que no hay nada mejor para el comercio internacional que una paz duradera, una idea liberal clásica.

El problema es que en el largo plazo, en el tiempo civilizatorio, esa decisión implica un quiebre de la alianza entre Europa y Estados Unidos, que es el corazón del poder de occidente. Y aún más, se produce en el momento en que ya se ha vuelto indisimulable la superioridad china en lo económico y lo productivo, pero también en lo geopolítico, con su espacio de influencia ampliada hacia África y América Latina. Una Europa azorada, que había entrado confiada a una cruzada contra Rusia, se encuentra ahora en la disyuntiva de volverse una zona comercial periférica y dependiente, al margen de los grandes jugadores de la época, o romper definitivamente con los Estados Unidos y volver a un proyecto político propio.

Luego de que Trump anunciara su nueva política comercial, la cuenta oficial de la Embajada de China en Estados Unidos publicó un video en el que Xi Jinping compara al gigante asiático con el océano, que se mantiene impertérrito ante los momentos de tormenta: “como el océano, luego de 5000 mil años de tribulaciones, China sigue aquí”.

Está metáfora de la fortaleza y la capacidad de adaptación de China aparece de manera concreta en una reciente conferencia de prensa de J.D. Vance, vicepresidente de Estados Unidos y republicano ultra conservador, donde explicó su visión crítica sobre la globalización. La idea básica de un mundo global era separar el proceso productivo: por un lado, el diseño e innovación de los productos quedaba a cargo de los países a la vanguardia del sistema mundial, lo que les garantiza trabajos de mayor calidad y el control de la innovación tecnológica. Por otro lado, el proceso de producción industrial quedaba en manos de los países más “rezagados”, sin capacidades de innovar y con salarios más bajos. Vance señala lo evidente. Este proceso que debía garantizar la hegemonía de Estados Unidos en las cadenas de valor simplemente falló. 

El argumento de Trump para terminar con la guerra en Ucrania se mueve entre lo económico y lo pseudo pacifista.

Con el paso del tiempo, China se ha vuelto cada vez mejor no solo en la producción más simple, sino en los procesos de diseño e innovación tecnológica. Primero, a partir de la copia de la tecnología de avanzada y, últimamente, generando sus propios proyectos. Tenemos varios ejemplos de esto. La empresa china Build Your Dreams (BYD) se convirtió este año en el líder global del mercado de autos eléctricos, desplazando a Tesla, propiedad de Elon Musk, lo que implica una derrota comercial para la empresa norteamericana que se puede ver en los números: en 2024 Tesla logró vender 1,8 millones de autos eléctricos (por debajo de sus ventas del 2023), mientras que BYD alcanzó 2,5 millones de unidades vendidas. Y más aún, BYD logró quedarse con el mercado Europeo, que ahora compra más autos chinos que estadounidenses. Pero esta no es solo una derrota comercial que se solucione con una guerra arancelaria. En una entrevista del 2011 le preguntaron al CEO de TESLA si veía a la recientemente creada empresa BYD como un competidor global. Elon Musk lanzó carcajadas y le preguntó irónicamente a la periodista: “¿viste sus autos?”. Tan solo 15 años después, Tesla fue desplazada por la capacidad productiva de la empresa china, pero también por sus enormes avances en el diseño tecnológico, el software y la eficiencia de la baterías de litio que, por cierto, también usan los modelos Tesla.

La rapidez con la que avanza China en sus procesos de actualización tecno productiva no solo se reflejan en el mercado automotriz, sino en todas las ramas de la economía. Recordemos que la última gran caída de la bolsa norteameriana -en particular las acciones de las grandes tecnológicas- se había producido el pasado enero, cuando la empresa china DeepSeek, creada en 2023, dio a conocer su modelo de R1, gratuito y de código abierto, que resultó ser más eficiente y rentable que los modelos de Silicon Valley. Este proceso también se explica por la formación de mano de obra altamente especializada: para el año 2024, Estados Unidos formó a unos 200 mil ingenieros, mientras que en China ese número asciende a 1,4 millones.

Este proceso globalista que debía garantizar la hegemonía de EE.UU. en las cadenas de valor simplemente falló. China se ha vuelto cada vez mejor no solo en la producción más simple, sino en los procesos de diseño e innovación tecnológica.

A esto hay que sumar el lento pero persistente avance de China en su área de influencia global. Con una diplomacia que se suele caracterizar como paciente y de largo plazo, el gigante asiático tiene una política de inversiones en proyectos internacionales que se basa en la estricta premisa de no injerencia en los asuntos internos de los países a los que lleva inversiones. El propio presidente Milei reconoció haberse sorprendido por esta política en una entrevista reciente a Susana Giménez. 

Uno de los últimos resultados de está diplomacia de la paciencia es que la Unión Europea, encabezada por Úrsula von der Leyen, ha disminuido sus críticas a China e iniciado un proceso de acercamiento para disminuir las consecuencias económicas y geopolíticas de la nueva política arancelaria de los Estados Unidos. El gigante asíatico parece estar finalmente en una situación en la que solo debe sentarse a esperar para que vengan a buscar su ayuda, paso previo al ineludible reconocimiento de su creciente liderazgo mundial.  Y entonces, ¿quién puede estar seriamente convencido de que una política arancelaria proteccionista puede revertir todo este proceso?

Los analistas críticos sostienen que la política económica de Trump carece de racionalidad. El mismo gobierno chino calificó la suba de aranceles como una “absurda y torpe extorsión disfrazada de política”. Las voces más benévolas o afines dicen que antes que económica, es una estrategia política típica del repertorio de Donald Trump: golpear y después negociar. Pero desde otra mirada, podemos pensar que es el resultado esperable de la sobre-ideologización de la derecha de occidente, un tipo de abordaje desbocado de la diplomacia del que tanto Milei como Trump son cultores. Esta mirada nos permite comprender mejor la nueva política arancelaria norteamericana, que no se basa en un análisis pormenorizado de los componentes de los costos de producción ni en la identificación de posiciones de debilidad en las cadenas de valor transnacionales. La suba de aranceles está enfocada en un cálculo simple que se basa en el déficit comercial que tiene Estados Unidos con cada uno de los países. “Nadie hace costos”, diría Guillermo Moreno. Esta política arancelaria insensata nos demuestra que la pérdida de las capacidades estatales de planificación no es solo un problema de los países que están rezagados en la cadena productiva global, y nos habla de un occidente en el que la política de la decisión racional ha sido sometida a la potencia de la ideología.

La política arancelaria se basa, entonces, en una potente narrativa ideológica según la cuál el resto del mundo se viene aprovechando económicamente de los Estados Unidos, y por lo tanto es necesario cerrar el comercio, relocalizar en el país los proyectos de inversión offshore y así devolverle el trabajo y la dignidad al trabajador industrial americano. Esta narrativa le permite elaborar a Trump una promesa que toca una fibra íntima y emocional, razón por la que recibe tanto apoyo: que Estados Unidos volverá a la época dorada del capitalismo, al patrón de crecimiento guiado por el mercado interno y los altos salarios, ese momento glorioso del siglo XX en el que fue amo y señor del mundo. Pero esta retórica de redención se sostiene en un posicionamiento ideológico que se erige sobre un mundo que ya no es el mismo. Es una promesa incumplible. Así como hay rupturas y crisis profundas, tampoco hay vuelta atrás. Las formaciones sociales y los modos de producción no vuelven a configuraciones anteriores. En otras palabras, la ideología del retorno a la grandeza productiva ya no tiene estructura económico-política en la cuál arraigarse.

La suba de aranceles es el resultado esperable de la sobre-ideologización de la derecha de occidente, un tipo de abordaje desbocado de la diplomacia del que tanto Milei como Trump son cultores.

Está forma desbocada de la ideología no tardó en generar divisiones al interior de la oficina oval. Durante esta semana, el propio Elon Musk criticó la política arancelaria y apuntó contra Peter Navarro, principal asesor comercial de Trump y autor de la fórmula detrás de la tabla de tarifas que generó el lunes negro. Navarro, como si de un empresario fueguino se tratará, dijo que Elon Musk era un simple ensamblador de productos que se hacen en otras partes del mundo; el dueño de X le dijo que era un idiota. Detrás de esta diatriba está el conflicto entre las diversas facciones del capital norteamericano, entre los antiguos señores industriales de Detroit —aquellos que pertenecen a la época dorada de la que habla la narrativa de Trump— y los nuevos magnates tecnológicos de Silicon Valley —que actualmente dominan el aparato tecnológico y productivo del país, y a quienes debería beneficiar en los hechos la política económica del gobierno republicano—. Quizás ninguno de los dos comprenda bien la distancia entre la ideología que promulgan y el espacio que disputan en la estructura productiva. Una vez más, es la relación esquiva entre la ideología y la opacidad de lo social.

La primacía de la ideología desbocada no es privativa de los Estados Unidos. En nuestro país es el núcleo de la gestión libertaria. Algunos le llaman “gestión pragmática” al modo en que Milei se relaciona con sus pares y con el resto del mundo, pero ninguna racionalidad pragmática queda tan en offside como el Presidente en su apoyo a Zelenski, su salida intempestiva de la OMS, el último discurso en Davos, los desplantes en los banquetes en Mar-A-Lago o el hecho de que el arancel que se le impone (10%) sea el mismo que reciben los países “comunistas” de la región, como Brasil y Chile.

El problema de la sobre-ideologización libertaria es que combina la lucha anti-woke, el antiglobalismo y la centralidad norteamericana con una ideología aperturista y librecambista típica de la derecha argentina. Una mirada ideológica extemporal e inmune a la realidad que también afectaba a la gestión de Macri, que veía en el primer Donald Trump a un adalid de las ventajas comparativas cuando llegó a la presidencia fomentando muros en las fronteras. La diferencia entre Macri y Milei es que el primero es un hijo legítimo del poder económico nacional, ávido de hacer negocios financieros con el norte global; mientras que el segundo es un mal lector de Rothbard, Hayek y Friedman. Nunca pudo leerlos en su contexto histórico y creó presente imaginario a partir del contenido de esos textos. Por eso cree que todavía vivimos en el mundo de la guerra fría. Sea cual sea su origen, la sobre-ideologización de la derecha, incapacitada para mirar sin prejuicios la política internacional, nos deja siempre a contramano de las tendencias globales.

Durante el año 2024, la inversión extranjera directa en Argentina se redujo un 64% con respecto al 2023. Consumado el lunes negro de la bolsa, nos encontramos ante una perspectiva de crisis global que aleja las posibilidades de inversión en la economía real, será difícil encontrar nuevos comensales para la mesa del RIGI. Por otra parte, es sabido que una menor actividad económica a nivel mundial tiene el efecto de una caída de la demanda de los commodities que el país exporta, lo que impacta en las cuentas nacionales vía precios y nivel de exportaciones.

Lo más relevante es lo que puede suceder con la caída del precio de la soja y del petróleo. El valor del Brent (Mar del Norte) cayó a los USD 60, mientras que el WTI (Texas) llegó a los 57 USD, lo que reduce la rentabilidad de las inversiones en Vaca Muerta, donde estaban puestas las expectativas para solucionar la escasez de dólares. La crisis global que se desató el lunes retrasa además la liquidación de divisas de los agroexportadores, que ya venía en niveles bajos debido a la tensión cambiaria que acumula argentina hace unos meses.

Argentina se encuentra en una situación de extrema fragilidad económica en medio de la tormenta global.

Argentina se encuentra en una situación de extrema fragilidad económica en medio de la tormenta global. El esquema de dólar blend y crawling peg con ajuste del 1% mensual que aplica el gobierno desde enero, y que es el corazón de su política de estabilidad anti-inflacionaria, enfrenta críticas de los especialistas y presiones devaluatorias por parte de algunos actores económicos. A estos cuestionamientos locales a la sobrevaluación del peso se le suman dos elementos que presionan sobre el tipo de cambio en la nueva situación de crisis global. Por un lado, el embate tarifario de los Estados Unidos y la devaluación del yuan chino pueden generar una estampida hacia devaluaciones competitivas que terminarían por presionar el esquema cambiario de Caputo y Milei; por otro lado, el acuerdo informal alcanzado con el FMI por USD 20 mil millones de dólares contempla una modificación del esquema cambiario hacia una flotación administrada entre bandas que, en los hechos, implica una devaluación cercana al 30%. El problema para el gobierno es que el resultado de este acuerdo en la economía real es un nuevo golpe sobre el ya escaso poder adquisitivo de los salarios y una reactivación del proceso inflacionario, y derivado de esto, una caída de su credibilidad y de su imagen frente a la sociedad. 

Una serie de analistas coinciden en calificar esta crisis como particularmente extraordinaria por una razón: a diferencia de la crisis financiera de 2008, el desplome actual no es resultado de un error del sector privado, como el sobre endeudamiento de los hogares; esta crisis tiene origen en decisiones deliberadas del sector público, en particular, el Gobierno de Estados Unidos, que desató una guerra comercial entre Estados que no sabemos hasta dónde puede escalar y en qué otras formas del conflicto puede derivar. 

Sin dudas estamos frente a un golpe directo al factor que ha sostenido el crecimiento económico mundial por lo menos desde la década del setenta: la globalización. El cuestionamiento no es solo económico, vía modificaciones del esquema arancelario de Estados Unidos, sino también ideológico, a través de la expansión de un rechazó al proceso que estaba destinado a entronizar a occidente, pero en el que China está ganando.

A diferencia de la crisis financiera de 2008, el desplome actual tiene origen en decisiones deliberadas del Gobierno de Estados Unidos, que desató una guerra comercial entre Estados que no sabemos hasta dónde puede escalar y en qué otras formas del conflicto puede derivar. 

El mundo imaginado después de este cimbronazo tiene varios horizontes posibles. Algunos sostienen que vamos hacia una globalización sin Estados Unidos, liderada por China. Es fascinante observar las respuestas oficiales del gobierno chino, en las cuáles cita discursos del propio Ronald Reagan, el padre del neoliberalismo y la globalización en su fase actual, para criticar la aventura arancelaria de Donald Trump. Otros sostienen que vamos hacia una regionalización de las relaciones comerciales internacionales y un aumento del poder de los bloques supranacionales, en los que se van a generar nuevas áreas monetarias sin la influencia del dólar. Esto obligaría a Milei a retomar las relaciones con el MERCOSUR y sus pares de la región, a los que ha denostado tanto; o quizás tenga que volver a acudir a los BRICS luego de haber cerrado esa posibilidad de un portazo.

La principal pregunta que deberíamos hacernos, sin embargo, es por el futuro de la democracia. En medio de la batalla comercial y la crisis desatada, podemos encontrar al menos una coincidencia entre los diferentes actores de peso a nivel global. El país que más se desarrolló durante el presente siglo no puede ser caracterizado como un país democrático. Es más bien lo contrario: la velocidad del desarrolló económico de China es una función de la falta de sometimiento a la opinión pública y a un debate democrático sobre qué hacer con la economía. Las nuevas derechas de occidente han tomado nota de este asunto, y parece que el creciente cisma entre democracia y capitalismo que había tematizado Wolfgang Streeck ya no está relacionado solo a la necesidad de mayores retornos del capital, sino a la competencia civilizatoria por el liderazgo global. Entre tanto diagnóstico que anda dando vueltas, podemos hacer un señalamiento más: quizás entramos en una nueva era de auténtica corrida hacia los autoritarismos.