Sobre los espacios en blanco de un libro guardado en una vieja biblioteca anarquista, alguien dibujó en lápiz un carro que estalla en pedazos, una muchedumbre en movimiento y un hombre vestido con harapos, armado con una bomba encendida. El anarquismo suele convocar ese tipo de imágenes, de estallido o de explosión. Sin embargo, con apenas una primera exploración del mundo libertario surgen otras imágenes acaso tan potentes e incendiarias: su pretensión de revolucionar las formas de amar y las relaciones entre los sexos. Fiel a su vocación de discutir todas las formas de autoridad, el anarquismo debatía al mismo tiempo sobre el amor libre y la huelga general, sobre la emancipación de la mujer y la lucha de clases, sobre las vicisitudes de un atentado y la destrucción del matrimonio burgués.
El anarquismo dejó en evidencia la politicidad del sexo antes de los escozores que provocó Sigmund Freud, antes de los ensayos soviéticos, antes de la libertad erótica sesentista, antes de la quema de corpiños, antes de que se escribiera la historia de la sexualidad misma. Se sumó muy temprano a la tematización de la emancipación de las mujeres y el amor libre, y discutió esas ideas como ninguna otra expresión de izquierda: con mayor intensidad y con la convicción de que la emancipación humana no sería nada sin la emancipación sexual. Las voces que asumían que esta temática merecía ser debatida tuvieron como escenario lo que llamaban “el concierto de la prensa anarquista” o “el campo de la propaganda”: un conjunto denso y heterogéneo de periódicos, revistas, folletos, hojas sueltas y libros.
Si bien en la escena local coincidieron con librepensadores, feministas y socialistas que, en distintas versiones, apuntaban contra el mundo afectivo establecido, los debates entre varones y mujeres anarquistas fueron los más tempranos y los más radicales. Un contexto muy dinámico, de gran intercambio cultural e idiomático y con los aires de renovación que supone un nuevo mundo, dio lugar a un anarquismo que, sin ser por completo original, desarrolló una intensidad particular. Aquí, afrontaron la necesidad de pensar la subjetividad revolucionaria que los definiría, y ese desafío surgió no tanto del cuerpo doctrinario, o de los discursos canónicos, sino de las polémicas que –por medio de la prensa periódica– provocaron el despliegue de inquietantes cuestionamientos: ¿el mejor de los oradores es también un padre? En la fábrica, ¿una joven es obrera o mercancía? ¿Amar es poseer? ¿Las mujeres desean como los hombres? ¿Las mujeres desean? ¿A quién pertenecen los niños y las niñas de los amores libres? ¿Cómo se organizan colectivamente las relaciones íntimas?
Leer en el presente aquellos debates permite que nos acerquemos a un momento en la historia de las izquierdas y los movimientos radicales en que la sexualidad no se fusionaba con las lógicas del derecho; un momento en que “ciudadanía sexual” se oiría como una aberración, y, sobre todo, uno en que se sostenía que la emancipación humana no sería tal sin la emancipación sexual. Los obstáculos que el anarquismo encontró al optar por ese camino son, también, muy significativos. Hubo quienes confiaron a ciegas en una idea de liberación absoluta, en la bondad de la naturaleza, en el poder benéfico de la racionalidad. Hubo quienes creyeron que para combatir la autoridad bastaba con denunciarla y resistirla. Les resultó muy difícil desoír el imperativo heterosexual e imposible pensar identidades por fuera de la dicotomía hombre-mujer. Plantearon un combate personal y colectivo que obligaba a reinventar los lazos con amantes, amigos, compañeras, padres. Anunciaron que lo íntimo merecía su rebelión y descubrieron lo que significaba llevar la revolución sexual a la casa familiar. No sin temor, vislumbraron que podía gestarse una sociedad futura, y que, a veces por un instante, ya se hacía presente trastocándolo todo.
Quienes participan en una aventura como esta asumen el desafío de repensarse, de aprender que los poderes no son entidades exteriores y sí demonios con los que se lidia día a día, en primera persona. Esos poderes se extienden al elegir un nombre, por esa razón quienes formaban parte del anarquismo inventaron otros modos de llamarse y de llamar a sus hijos: Universindo, Acracia o Fructuoso. Y esos poderes se enseñorean no sólo en los tronos, sino en la familia (esa trampa amorosa) y en su rincón funesto: el hogar. Habitan en la tibieza de la intimidad, volviéndola un espacio de mentirosa reserva. Por tanto, el llamado a emancipar a la Humanidad (siempre con mayúscula inicial) no puede agotarse en el odio al Estado y a todas sus aparatologías civiles o militares, ni siquiera en la denuncia de la esclavitud a la que nos somete el capitalismo en su conjunto. En cambio –y esto es lo que todavía nos interpela–, señala que es necesaria una revolución en la vida cotidiana, en las relaciones afectivas y sexuales.
Consideremos una premisa anarquista por excelencia: esa revolución excede la lógica del derecho y el Estado. Debe buscar la destrucción de esas instancias y no creer en la integración, la protección, el buen nombre que prometen darnos. El anarquismo lo repitió una y otra vez. Se nota en quienes recriminaron a las feministas su creencia en esa igualdad ilusoria y sus ansias por sumarse a la mentira de los códigos civiles y la farsa electoral. O dispararon contra algunos de sus representantes bombas mortíferas y palabras letales. O gritaron que hay que resistir las supuestas bondades de algunos gobiernos porque está allí siempre la calamidad estatal. Fueron perseguidos, deportados, asesinados, fusilados; algunos con estruendo, otros en el silencio atronador que surca la historia del Estado argentino cuando mata y desaparece.
(Reparemos en el género gramatical de la frase anterior. La escritura androcéntrica de la historia insiste en borrarlas a “ellas”, también anarquistas. ¿Debería, entonces, escribir “perseguidos y perseguidas”, “deportados y deportadas”, “desaparecidas y desaparecidos”? ¿Debería recurrir a otros signos o marcas? Hay en la escritura del libro un esfuerzo, contra los remilgos de las regias academias, por utilizar creativamente los recursos de que ya dispone nuestro idioma: adjetivos sin género evidente, artículos repetidos, pronombres intercambiados, voces que escapan a los binarismos y sintaxis algo heterodoxas. Esto no siempre se cumple, y no será una solución del todo satisfactoria; sin embargo, señala con su ineficacia que la falla persiste.)
De biografías errantes por persecución o por vocación, ejercieron un internacionalismo a ultranza. En un mundo que se globalizaba bajos sus pies, aprovecharon las conexiones marítimas, telegráficas, epistolares. Cargaron periódicos, folletos y hasta máquinas para imprimir sus ideas. Creyeron que leer y escribir era una tarea urgente y liberadora y que anarquistas se hacían al contacto fugaz de las letras de un periódico. O desde el oído, apenas al exponerse al voceo de un orador ardiente. Algo de todo esto supieron resguardar, a lo largo del siglo XX y hasta hoy, quienes continuaron la senda libertaria.
Este libro querría participar en la recreación colectiva de esa sensibilidad anarquista para el activismo contemporáneo, para esas luchas que cambian de nombre al son de fragorosas discusiones: sociosexuales, disidentes, sexopolíticas, diversas, sexogenéricas, antipatriarcales, posfeministas. Sería impropio, por definición, dictar esa sensibilidad, pero podemos delinearla en algunos de sus principales sentidos; sentidos que se cultivan a diario en múltiples agrupaciones, afinidades, encuentros espontáneos y movimientos sociales. Se trata, en principio, de rescatar la historia del anarquismo y de las izquierdas en general como un recurso vivo porque existe –sobre todo en los márgenes de una tradición que sin pausa se intenta dar por acabada– una gran cantera de textos, biografías, experiencias y debates para recuperar desde una urgente pregunta presente. El contacto con esa historia, siempre en clave crítica, fortalece la más innovadora de las imaginaciones políticas actuales y contrarresta el efecto de soledad autocomplaciente de quien se siente pura vanguardia.
Por supuesto, esta sensibilidad supone una certeza inapelable: el Estado no es un punto de llegada, no es siquiera cuna de una hegemonía aceptable y hasta habría que escribirlo con minúscula inicial. Así, el estado es siempre represivo, fuente de confusión para quienes tienen otro horizonte, el de una emancipación social completa que revolucione los medios de producción de la economía y de los cuerpos. Todas las batallas que se resuelven en una instancia estatal son un alerta para la sensibilidad libertaria, que siempre notará el precario amparo de un derecho otorgado por las leyes del capitalismo. Llamará a rechazar también la jerarquización de luchas y la clásica postergación de la revolución de las estéticas, los cuerpos, los sexos y los placeres. A la estrategia del lobby parlamentario y el oportunismo oficialista se oponen las fuerzas de la autogestión y las formas de trabajo que buscan la regulación propia y la creación de nuevas reglas, aun a riesgo de que la autonomía revele la imposibilidad de su promesa: ser por completo libre de los poderes de turno y, también, de la cercanía vital de los demás. Al contrario, la palabra ajena y la polifonía que habita en la palabra misma conspiran contra nuestra fantasía individual y soberana. Son fundamentales para una sensibilidad compartida, advertencia ante la tentación de la voz única y de los catecismos, llamado a dudar de las citas autoritarias y de los grandes nombres autorizados, invitación a tomar la palabra desmañada (de ortografía reprobable, con neologismos todavía fuera de los diccionarios, creativa ante el corsé de género de la lengua) y, ante todo, un convite para celebrar toda la potencia de la imaginación afectiva y sexual.
Fotos: Gentileza CEDINCI - UNSAM.