Crónica

Luis Zamora, trotskismo y autodeterminación


Soy leyenda

Fue el primer diputado trotskista de la historia argentina. Cuando en 2001 ningún político podía caminar por la calle, a él lo vitoreaban. Entonces rompió con la izquierda tradicional, propuso la autodeterminación de la sociedad y en poco tiempo su espacio político quedó al borde de la desintegración. Hoy, lejos de las asambleas multitudinarias pero no del conflicto, dedicado a la abogacía, Luis Zamora busca otra vez conquistar el voto del vecino porteño que pide honestidad, socialismo o asambleas permanentes.

Publicado el 19 de junio de 2017

“De Luis Zamora qué podemos decir, ¡pero por favor! Yo recuerdo el incidente que tuvo cuando vino Bush por primera vez…”. Quien habla casi desencajado es Carlos Menem. Mariano Grondona lo mira con atención filosófica. El expresidente recuperaba así uno de los momentos tal vez más recordados de la historia política de Luis Zamora: el repudio que, a voz alzada, lanzó contra George Bush padre en una visita llena de pleitesías a la Argentina. “Este homenaje no es unánime”, trataba de hacerse oír el diputado. Era diciembre de 1990. Eduardo Duhalde, como presidente del Congreso, repetía: “No corresponde el uso de la palabra”. Y le daba la bienvenida al mandatario “en nombre del pueblo argentino”. A su lado, Bush se reía. Luego diría a los parlamentarios haber escuchado “el eco del marxismo en declinación”. Medio siglo antes, Liborio Justo, otro trotskista, había hecho lo mismo con Franklin D. Roosevelt. Mientras su propio padre, el presidente Agustín P. Justo, lo agasajaba, el hijo rebelde se infiltró en la cena de gala y gritó ¡Abajo el imperialismo! A Justo se lo llevó la policía; a Zamora lo trató de correr a empujones el diputado ucedeísta Alberto Albamonte.

Eran los años del fin de las ideologías y la del triunfo de una democracia liberal que no debía tardar en extenderse por todos los rincones del mundo. El Muro de Berlín se había caído y la URSS tenía sus días contados. En Argentina, en los trabajos, se discutía a qué AFJP convenía afiliarse para tener una rentabilidad de un 0,5% mejor. En ese clima, en el que no escaseó la resistencia, Zamora devino el primer diputado trotskista de Argentina (no de América Latina, como a veces suele señalarse).

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Se lo veía siempre con saco y corbata, tenía llegada a la gente sin ser particularmente simpático y pasaba menos tiempo en su oficina que en la calle: era difícil encontrar un conflicto sindical o social en el que no hiciera su aparición el diputado del Movimiento al Socialismo (MAS). En el hemiciclo del Congreso, presentó un proyecto de despenalización del aborto y, poco antes del fin de su mandato, otro de nulidad de las leyes de obediencia debida, punto final e indultos. Participó en las primeras marchas del Orgullo Gay y en huelgas de fábricas industriales. Tras terminar su mandato en 1993, se haría famoso por haber rechazado la jubilación de privilegio.

Hubo otro gesto que lo volvió popular y que cada entrevistador le recordaba: su trabajo como vendedor de libros de la editorial Colihue y su transitar por la ciudad arriba de un colectivo o en un vagón del subte.

Pocos dirían, cuando se lo cruzan, que tienen enfrente a un exjugador de rugby del club Curupaytí. Sí podrían adivinar que su padre también fue abogado. Hoy Zamora está distanciado de la izquierda tradicional. Supo reinventarse en una clave tributaria de los nuevos vientos asamblearios que soplaron en la Argentina en 2001.

Y en 2017, cómo no, va como candidato a diputado nacional por la Ciudad de Buenos Aires, encabezando la lista de Autodeterminación y Libertad.

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En algunos puntos de Buenos Aires, como islotes, volvieron los carteles con la cara del exdiputado trotskista. En el interregno entre elección y elección se lo suele ver menos en los medios y la izquierda tradicional se indigna de que este “no dirigente” de 69 años, que abandonó el trotskismo a fines de los ‘90, a menudo saque más votos que el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT) que “se mata” militando.

Entre las particularidades que tiene la Ciudad de Buenos Aires, puede decirse que es el único lugar del país donde existe un particular electorado zamorista. En 2013 Susana Giménez le dijo a Jorge Rial: “A mí un político que siempre me encantó, que era mi ídolo, es Luis Zamora. Lo amo. Venía en colectivo al canal. No soy de izquierda, para nada. Yo siempre le decía ‘Te quiero, Luis”. Es un zurdo que vive como zurdo. No tenía un mango, era un idealista”. Pero agregó que por ser demasiado puro, se lo tragó la política. Por eso Susana habló en pasado.

Zamora también es presente. En 2015, en la categoría Jefe de Gobierno, lo votó un nada despreciable 3,87% frente a un 3,05 de Myriam Bregman, candidata del Frente de Izquierda. El FIT logró vencerlo en la lista de legisladores, pero para un movimiento con escasos militantes y casi sin campaña no deja de ser un resultado sorprendente que confirmó que algunos hitos de su pasado parecen suficiente para mantener la leyenda Zamora. Hoy su partido, Autodeterminación y Libertad (AyL), tiene un legislador en la Ciudad: Fernando Vilardo, de muy bajo perfil público, electo en 2015.

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El histórico líder del Partido Obrero, Jorge Altamira, lo definió con malicia como “un desaparecido sin acción”. “Zamora no existe, es un tipo ambiguo y muchas veces la ambigüedad atrae”. El enojo del trotkismo local con Zamora tiene un fuerte componente electoralista: sin boletas de Zamora, el Frente de Izquierda cree que podría duplicar su caudal de votos. En algún momento, hasta le propusieron un acuerdo: casi una forma de tener al enemigo adentro. Pero Zamora cerró la puerta: opuso la “autoorganización” a la lógica de la izquierda partidaria, de los “dirigentes que quieren guiarnos como el baqueanos”.

“Si en lugar de mirar los programas de TV donde publicitan las empresas del poder económico que denunciamos y combatimos –y que nos discriminan notoriamente–, miran las luchas populares, nos verían más seguido”, dice Zamora.

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Luis Zamora comenzó su actividad política en el antecesor del Movimiento al Socialismo (MAS), el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), y en 1983 fue fichado por Nahuel Moreno, el histórico dirigente trotskista, para encabezar la fórmula presidencial. El joven militante tenía un capital simbólico valorado en ese año decisivo: como abogado había defendido a detenidos de la dictadura –entre ellos, la joven sueca Dagmar Hagelin– y además trabajaba en el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) desde sus primeros días.

“Siempre pienso que fui un privilegiado por haber marchado junto con las Madres alrededor de la Pirámide cuando en la Rosada estaba Videla y haber aprendido tanto de ellas. Esa lucha ha cruzado mi vida desde entonces”, dice.

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Compartió fórmula presidencial con Silvia Díaz. Pero los esfuerzos en la campaña no rindieron los frutos esperados: sacaron un escaso 0,28%.

El salto se produjo en 1989. El MAS proclamaba la necesidad de “socialismo con democracia” y se entusiasmaba, a menudo en exceso, con que los europeos del Este que levantaban bandera con agujeros –en los que antes estaban los símbolos comunistas– transitaran por esa vía en lugar de avanzar a la restauración del capitalismo. Festejaba la caída de los Honecker y los Ceaucescu.

Al mismo tiempo, el MAS puso en marcha una inédita alianza con el Partido Comunista. En 1989 Izquierda Unida (IU) hizo unas inéditas PASO avant la lettre entre Zamora por el MAS y Néstor Vicente por el espacio del PC. Por esos días, las columnas del MAS en las marchas eran imponentes. Tuvo su apogeo en la movilización contra el indulto menemista.

“Fue el más grande partido leninista, clasista, socialista y extraparlamentario que se construyó en la clase obrera en los últimos 45 años. Éramos, después del peronismo, el segundo partido en todas las fábricas del conurbano. Una minoría pero enorme, con comisiones internas, delegados y delegadas antiburocráticos, luchadoras y luchadores y locales en todas las barriadas populares”, recuerda Zamora con entusiasmo, aunque agrega que, ya entonces, “un reexamen crítico hubiera sido imprescindible”.

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En IU no escasearon las tensiones: en un acto en Plaza de Mayo, los militantes del PC le lanzaron monedas e insultos a Zamora por haber criticado el régimen de partido único en Cuba. Pero eso no quitaba que el MAS imprimiera millones de volantes con las “declaraciones” de Maradona afirmando que en la isla no había niños descalzos. Lo que había que hacer, decían, era “democratizar” el socialismo, no tirarlo con el agua sucia de la burocracia.

Entre fines de los 80 y comienzos de los 90, el MAS no paraba de crecer. Pero lo que debería haber sido una bendición fue el inicio de su fin. A menudo, la izquierda trotskista parece más preparada para resistir que para crecer. ¿Cuánto abrirse para mantener y ampliar el crecimiento sostenido? ¿Cuánto entusiasmarse con los aparentes brotes verdes de la revolución expresados en votos? ¿Cómo trabajar en la democracia burguesa? Las divisiones no tardaron en llegar y la muerte de Nahuel Moreno en 1987 agravó sus derivas. Los años gloriosos se convirtieron en nostalgia del pasado. Zamora optó por una de las facciones: el Movimiento Socialista de los Trabajadores (MST). Pero en 1997 rompió con este partido y luego publicó un artículo en El Rodaballo en el que materializó sus nuevas búsquedas ideológicas. Se trató de una crítica global a la forma-partido centralista que, no casualmente, precedía a un “polémico” artículo de Horacio Tarcus sobre la “secta política”.

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Al comienzo del siglo XXI, Zamora era una especie de estrella de rock. En 2001, mientras algún diputado llegó a barruntar un túnel entre el edificio de oficinas del Congreso y la Cámara, en medio de constantes escraches a los políticos, Zamora se ufanaba de poder “caminar” tranquilo por la calle. Y era verdad: a cualquier hora del algún porteño lo frenaba en la calle, pero no para insultarlo: lo alentaban y festejaban vecinos que nunca se reconocerían como “de izquierda”. Lo mismo ocurrían en las marchas diarias que se sucedían en Buenos Aires. En un momento de decepción, deconcierto y furia, su figura podía llenar la demanda de políticos “como la gente de a pie”. El “fuerza Luis” lo seguía por esos días como una sombra.

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Fue en ese clima que, convencido por amigos y excompañeros de militancia, se lanzó a una nueva aventura: formar una suerte de “no partido”. Con que solo una fracción de que quienes lo elogiaban lo votara ya tenía asegurada una banca y no pudo resistirse. El proyecto se plasmó en Autodeterminación y Libertad. Por teléfono, él mismo convocaba a las reuniones, que sin ninguna estructura, eran masivas. Eran muchos quienes se sentían huérfanos de anteriores experiencias militantes y la renovada frescura de Zamora los convocaba a volver a las andadas. Faltan unos pocos meses para el estallido del “19 y 20 de diciembre” de 2001.

En la disco Cemento, en el bar palermitano El Taller o en la facultad de Filosofía y Letras, la asistencia desbordaba las posibilidades organizativas del propio Zamora. No era raro que, antes de los apasionados debates, el “no líder” dijera que esas reuniones no eran para sacar conclusiones: lo que importaba era más bien discutir, preguntarse, dejar todo abierto. ¿Todo? En esas jornadas, la presentación de un libro podía dar lugar a un acto de masas, como ocurrió en octubre de 2002 con el famoso texto del irlandés-mexicano John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder, en una colmada aula magna de la Facultad de Medicina.

Las asambleas barriales, las empresas recuperadas, los comedores comunitarios aparecían entonces como “embriones de contracultura”, como grietas en el capitalismo hegemónico. Clarín tituló su crónica, no sin ironía: “La izquierda ahora debate por qué no hay que tomar el poder”.

Zamora ponía el acento de su crítica en la representación y en la apuesta por la autodeterminación de la sociedad. No obstante, aclara que no fueron los autores del autonomismo (Antonio Negri o Holloway) quienes inspiraron la formación de AyL, “sino más bien nuevas relecturas de los clásicos del marxismo como Trotsky, Lenin, Luxemburgo, Gramsci, Serge, y el propio Marx”, sumado al estudio de experiencias concretas de autoorganización y al clima de época de los indignados.

Vestido con el nuevo traje de la autodeterminación, Zamora volvió al Congreso en las elecciones de 2001: el año del “voto bronca”. Los porteños no solo ponían en el sobre al personaje Clemente que no roba porque no tiene manos. Un 10,13% puso la boleta de Zamora. El resultado era aún más inesperado si se tiene en cuenta la absoluta carencia de recursos de AyL. No obstante, esa visión de la anti-representación presentaba problemas. Los capitales simbólicos no estaban repartidos del mismo modo: Zamora de ningún modo era uno más. Era, sin duda, el dueño de los votos.

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En 2003 se amplió el “milagro”. En las elecciones de la Ciudad entraron a la Legislatura ocho diputados. Como ya se dijo, más preparada para resistir que para crecer, al éxito electoral sobrevino la diáspora. En pocos meses, los parlamentarios de la Ciudad y una mayoría de los integrantes de la boleta de AyL abandonaron el grupo en malos términos. Y lo mismo ocurriría con los diputados nacionales. Además, muchos militantes fueron expulsados sumariamente del partido. En el momento de crecimiento de AyL, Zamora desconfiaba de quienes se acercaban para obtener cargos. Si el movimiento era laxo y sin fronteras, y el único que disponía de votos era él, el dilema era cómo evitar el ingreso de oportunistas. El problema era real, pero la forma de resolverlo fue un repliegue en sí mismo y en su familia.

Las denuncias cruzadas, expulsiones y descalificaciones personales minaron al grupo. Zamora, en un artículo de fines de 2004, criticó a los que se fueron y los acusó de “desconocer la voluntad de la gente que no les dio el voto a ellos individualmente”. Entre los que abandonaron el barco estaba el actor y dramaturgo Héctor Bidonde. En una carta escribió: “AyL tuvo un comportamiento paranoico, conspirativo. No se quería un partido de cuadros, ni constituir un movimiento social”. La diputada electa Marta Castaño, quien no llegó a asumir su banca porque fue reemplazada, opinó en la misma dirección: “Zamora tiene una gran contradicción. Él llama a la población a tomar la política en sus manos. (…) Sin embargo, cuando la gente se acerca a AyL no tiene cómo participar, no tiene lugar dónde decidir”. Para Castaño, AyL no era un proyecto político sino un “almacén de familia”.

“Tuvimos avances y retrocesos, fundamentalmente producto de la cambiante realidad y de manera complementaria de errores propios, míos especialmente y del grupo fundador, por el rol que cumplía en esos primeros años de AyL”, admite Zamora. Pero “hoy, nuestro crecimiento, relativo por supuesto, es más sólido y colectivo”.

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Casi nadie recuerda que alguna vez Zamora, Elisa Carrió y Víctor De Gennaro ensayaron una alianza política que incluso, no sin wishful thinking progresista, fue tapa de la revista Tres Puntos. Poco después Carrió justificaba su alejamiento: “Estar cerca de Zamora me hizo perder inserción sobre todo en las ciudades y pueblos de las provincias. Tuvimos mucho costo”. Aquellas conversaciones solo fueron posibles por el clima de crisis y de búsquedas post-2001.

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Más tarde, Zamora fue uno de los primeros políticos que acompañó las luchas socioambientales, como la Asamblea de Gualeguaychú contra la instalación de las pasteras y las luchas contra la megaminería a cielo abierto. “Recuerdo que lo conocí personalmente en Famatina, en una gélida mañana de julio de 2007, caminando con su pequeño bolso (había llegado en colectivo hasta ahí), para asistir a una de las reuniones nacionales de las asambleas ciudadanas. Siempre ha sido muy respetado por los movimientos socioambientales, de carácter autonomista, que encontramos en pequeñas y medianas localidades”, apunta la socióloga y escritora Maristella Svampa. “Como defensor de los derechos humanos, ha venido acompañando a dirigentes piqueteros y a asambleístas ambientales judicializados en la última década”.

El Zamora figura social supera al constructor de partido. Hoy ya no vende libros y volvió de pleno a su trabajo como abogado (los casos de DDHH no los considera “trabajo” sino militancia). Atiende a menudo en el bar La Academia o en La Giralda –“que está cerca de Tribunales” –. Pese a los vaivenes, no perdió sus dotes de polemista y sus discursos mantienen aperturas a las novedades del mundo actual. Su figura aún atrae un voto refugio socialmente muy variado y que tiene en Villa Crespo, su barrio, uno de sus núcleos de mayor visibilidad.

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“Hay de todo en el voto a Luis Zamora: ‘honestistas’, gente de izquierda que se ‘quemó’ de militar en el trotskismo y busca lo más izquierdista posible sin la rigidez de esas organizaciones, gente que lo ve como alma bella y se siente alma bella votándolo, socialistas a la antigua y también espíritus asamblearios del 2001”, dice Pablo Semán desde su “intuición” antropológica.

Según una encuesta de Ricardo Rouvier, Zamora podría alcanzar un 4% y si bien es cierto que deberá enfrentar a una izquierda trotskista más fuerte, con candidatos más conocidos, su nombre sigue resonando aunque ya no active las utopías de ayer.

Las tensiones entre liderazgos y autoorganización social son, históricamente, un camino minado. AyL pisó varias de esas minas y sufrió el impacto. Zamora –que se autodefinió en la cancha como un “volante laburador”– mantuvo la sigla pero ya no hubo reuniones multitudinarias ni el entusiasmo de los días de Cemento. Los candidatos elegidos, salvo él mismo, fueron desde entonces figuras desconocidas para los votantes. A él todavía lo saludan en la calle y este año tratará de transformar, otra vez, algunos de esos saludos en votos.

Fotos: DYN, Facebook y Twitter Luis Zamora AyL.