Crónica


Spregelburd y una nueva ética de la ficción

A días de cumplir los 47 años, Rafael Spregelburd tuvo que esperar una década para estrenar su obra La Terquedad en la Argentina. El actor más premiado de su generación, el dramaturgo del Oeste, el director obsesionado por los tonos construyó una carrera con lógica propia en torno a la actuación. El periodista Emiliano Gullo reconstruye su vida a partir de una frustración a los 19 años, cuando fue rechazado de la Escuela Nacional de Arte Dramático, hasta transformarse en un artista que con sus construcciones poéticas, lingüísticas y políticas provocó un quiebre en la tradición del teatro argentino.

Fotos interior: de Federico Cosso del ensayo La terquedad y del archivo Rafael Spregerlbud

Esta es la historia de un fracaso. Rafael tiene 19 años. Es profesor eventual de inglés, correcto bailarín de tango, estudiante metódico y ejemplar. Luego de un año sabático, en el que tomó un curso de teatro, decide dar un salto: entrar a la Escuela Nacional de Arte Dramático. Sólo falta el último paso, casi un trámite. Rafael ya devoró la obra de Julio Verne; goza de los textos de Chejov, pero más aún de Ionesco, Adamov, Genet, Salacrou, los absurdistas franceses que de pequeño encontró en la frondosa biblioteca de su abuelo anarquista. Descuenta que la foniatra dará el visto bueno para comenzar a darle forma profesional a su vocación. “Spregelburd, usted es seseoso; no sirve para esto, así no puede ingresar”.

Rafael Spregelburd, a punto de cumplir los 47 años, no recuerda la frase exacta, pero sí la sensación. “Era una chanta, lo hizo con muchos para que después fueran a atenderse a su consultorio. Me dediqué a la actuación sólo para demostrarle que estaba equivocada”, ríe irónico en una oficina del Teatro Nacional Cervantes. Acaba de inaugurar su temporada con La Terquedad, obra con la que cierra su monumental Heptalogía de Hieronymus Bosch después de 20 años de trabajo. Lo cierto –dirá después- es que la historia comenzó en La Sociedad de Fomento de Villa Luro, muy cerca de su casa, donde padre y madre subían ocasionalmente a las tablas para interpretar obras de Discépolo y Figueiredo.

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Fue después del diagnóstico de la foniatra que el joven Rafael comenzó a visitar al dramaturgo y director Mauricio Kartún, a quien no daba paz ni en las vacaciones. Para llegar a Capital desde Merlo –a donde su familia se había mudado-, Spregelburd viajaba en el tren de la Línea Sarmiento. En ese agobiante ritual ferroviario nació su primera obra: Destino de dos cosas o de tres, una pieza absurda que transcurre en la estación de Ciudadela, y con la que ganó el Premio Nacional Iniciación. Tenía 19 años y Kartun se acuerda perfecto. “Fue un proceso fulminante, de mucha efervescencia: escribiendo encontró su voz. Montado en ella todo se le hacía extremadamente fácil. Tenía una inspiración interminable. En los veranos, cuando todo el mundo se dispersaba, él seguía viniendo. Recuerdo un enero en el que era el único alumno que asistía”. 

Spregelburd se enciende con el recuerdo de su maestro. “Me quedé todo enero para terminar la obra. Estaba obligado a escribirla porque era el único que estaba yendo. Era sólo el ejercicio de un taller, pero hasta que no la terminé, la obra no me dejó ir”.

En el prólogo a las primeras obras del joven Rafael –publicadas cinco años después de ganar el premio–, Kartun viajó al futuro. “Rafael Spregelburd es un impertinente, que suele hacer y decir lo que no se debe. Y en esa desobediencia suele estar la clave de sus hallazgos. Su teatro va al choque con buena parte de las estéticas al uso, de sus fórmulas, y es casi imposible reconocerle referentes. Configura una rara excepción. En vez dedicarse a prometer se dedicó a cumplir. Raro ejemplo de pasión, empecinamiento, y convicción, en este medio en el que hay tanta gente que escribe teatro, y tan pocos dramaturgos”.

Capaz de actuar en decenas de películas comerciales –El hombre de al lado, El crítico, Días de vinilo, entre otras- o de sostener un texto hiperlúcido durante tres horas –como en SPAM! o en Apátrida-; responsable de casi 50 obras de teatro; traducido a más de 10 idiomas; financiado y respetado en Alemania; admirado en Francia y en España; bautizado en Italia como el nuevo Harold Pinter; Spregelburd, el dramaturgo del Oeste, el autor más condecorado de su generación, tuvo que esperar casi 20 años para volver a mostrar su trabajo de manera estable en un teatro nacional. En esos años, el circuito público y estatal sólo lo había convocado para exposiciones pasajeras en el CTC del Teatro Colón y en el Teatro Argentino de La Plata.
Hasta que sonó un teléfono.

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Era abril de 2016 y Alejandro Tantanian acababa de ser nombrado director del Teatro Cervantes. Al otro lado de la línea esperaba una respuesta que no tardó un segundo. Spregelburd aceptó la propuesta. Después de estrenarla en otras partes del mundo, La Terquedad haría pie en Buenos Aires. Para Tantanian no sería más que “justicia poética”.

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Compañeros en el mítico colectivo teatral Caraja ji de finales de los 90s, Tantanian explica que Spregelburd “es único por el vínculo que tiene con la escritura teatral. Como la entiende en términos procedimentales, en términos de lenguaje. Su búsqueda, sus obsesiones por la lengua perfecta. Siempre tienen que ver con lo hilarante y las vincula con teorías en un punto ajenas a lo teatral, un signo de época de la generación de los noventas, cuando el teatro dejó de mirarse a sí mismo para escribirse”. 

En este caso –continúa Tantanian- “tiene que ver con la teoría del caos y otras teorías científicas, con las que construye un discurso y un soporte argumentativo para trasladar esas estructuras más abstractas a un plano dramatúrgico”.

“Rafael le da la espalda a la tradición del teatro argentino; la mira negándola, dejándola atrás, donde tiene que estar. Se sale de la lógica narrativa introducción, nudo y desenlace. Sus obras son más desestabilizantes en términos narrativos. Sus construcciones poéticas, lingüísticas y políticas hacen que no sea exagerado decir que con él hay un quiebre, aunque eso lo dirá la historia”.

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Spregelburd cuenta que, precisamente, una de sus inquietudes tiene que ver con la fuente de sus textos. “Me preocupa cuando el teatro sólo se nutre del teatro. Entonces siempre busco cosas en otros universos y precisamente me estimula pensar en cómo llevarlos a escena. Cómo escribir un teatro situacional, que esté vivo como está la célula. Y los organismos para estar vivos necesitan orden y caos, ambos a la vez”. Y es ahí donde la Teoría del Caos, la biología y la matemática, ingresan al mundo Spregelburd como herramientas para ayudarlo a problematizar el lenguaje sin dejar de ensayar posibles respuestas.

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“Me codeo mucho con artistas plásticos, mi relación es muy de ida y vuelta. Por ejemplo con Marcos López, que intenta darle a la fotografía cierta teatralidad. La forma en la cual Marcos reflexiona sobre su hacer me ilumina en muchos aspectos”, cuenta el actor, director y dramaturgo del Oeste.

Una obra de teatro escrita y dirigida por Marcos López, un monólogo con Spregelburd como protagonista, una película collage dadaísta son algunos de los proyectos que –según el fotógrafo- se deben con el dramaturgo. López le devuelve la admiración en espejo. “Siempre me da la sensación de que tiene la frase y la respuesta justa para todo. Podría salir airoso en un programa de TV en vivo donde tuviera que responder preguntas sorpresas sobre Francis Bacon, Eugene Ionesco, Schopenhauer, Nietzsche, Hegel, el circo criollo, Florencio Parravicini o los Hermanos Grimm”.

“Me despierta algo cercano a la envidia que hable a la perfección cuatro idiomas y el hecho de que -sin contar a la fotografía- siento que de todos los temas sabe más que yo. Lo uso mucho como interlocutor interno. Me sirve. Me es útil. Se vuelve una especie de maestro, de crítico, de profesor sabelotodo con el que interactúo en la búsqueda inconsciente, o deliberada, de encontrarnos en relaciones desiguales”.

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La Terquedad, escrita hace 10 años, forma parte de la Heptalogía de Hieronymus Bosch , obra del pintor holandés -también conocido como El Bosco- sobre los pecados capitales. Ya se estrenó en otros países, pero es la primera vez que sale con 13 actores –uno por cada personaje– en un escenario giratorio de dimensiones bestiales. Desde 1997, cuando expuso su pieza-pecado La Extravagancia, Rafael Spregelburd realizó otras grandes obras como Bizarra, Lúcido, Acassuso, además de actuar películas como El escarabajo de oro de Alejo Moguillansky o Historias extraordinarias, de Mariano Llinás. Pero jamás descuidó sus otros pecados. Siguieron La Modestia, La Paranoia, El Pánico y La Estupidez.

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 Cuando terminó la filmación de El escarabajo de oro, Llinás, que era el productor, acompañó a Spregelburd hasta el aeropuerto de Posadas. La charla con el dramaturgo lo conmovió. “Me habló de la nueva ética de la ficción. Se trata de la ficción convertida en un elemento de derroche, en una materia exuberante que se resistía a ser utilizada para cualquier propósito que no fuera su crecimiento enloquecido y autónomo. La ficción no servía para nada más que para dar vuelta el mundo, para ponerlo todo en jaque y abofetear el pálido simulacro de lo real. Ante la triste ficción disfrazada de la que cotidianamente se sirve el mundo, la "nueva ética" oponía una ficción subversiva, imparable y devoradora”. 

El cineasta ante la epifanía: “Descubrí que yo debía consagrar mi vida a esa nueva ética, y que esa nueva ética era una forma de generosidad. No conozco a un artista más generoso que él”.

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Marcial Di Fonzo Bo es el director del Centro de Dramaturgia Nacional de la Comedia de Caen, en Normandía, pero también es actor y traductor de las obras de Spregelburd en Francia. En ese país se estrenó La Terquedad con él como el comisario Planc, el rol que Spregelburd encarna ahora en el Cervantes. Como intérprete de sus obras, el actor argentino-francés dice que “son largas, son continentes, imposibles de ensayar, necesitan meses y meses de trabajo porque la complejidad es absoluta. Pero cuando esa parte está resuelta y se ejecuta, la obra es muy simple. Es un teatro de situaciones, de desplazamiento. Uno cree estar hablando de algo, cuando está hablando de otra cosa”. Entonces “es muy lúdica y divertida para actuar”.

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Spregelburd montó muchas de sus obras con su compañía El Patrón Vázquez, fundada junto a la actriz y directora Andrea Garrote, y otros tres actores. Ambos se conocieron a fines de los noventas en el estudio de Ricardo Bartis, su segundo maestro, y todavía trabajan juntos. Garrote, la actriz que más participaciones tuvo en la serie de la Heptalogía, lo describe como “un gran arquitecto que hace grandes estructuras, con imágenes bellísimas, lo que lo convierte en un autor extraordinario; pero esas grandes estructuras tienen una exigencia enorme, sobre todo en casos que doblábamos personajes. No es fácil hasta que uno adquiere ese recorrido. Después es realmente muy placentero porque muy pocas obras permiten actuar tantas cosas, tantos personajes, estilos; todo eso es difícil de encontrar”.

Durante los ensayos de La Terquedad, Garrote advierte a los que sólo buscan entretenimiento en el teatro. “La mayoría de la gente que viene a verlo no espera un relato lineal. Acá hay varios puntos de vista, muchas historias, un relato clásico gigante, una estructura del tiempo que vuelve y ves desde otro punto de vista. Usa estructuras muy ambiciosas con mucha consistencia, se le anima a mundos exóticos, al futuro, a hacer una obra con slang venezolano, otra ambientada en Alemania o La Terquedad, que transcurre en valencia y que habla sobre el problema del valenciano y la guerra civil española”.

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El único gesto de incomodidad en Spregelburd aparece cuando se habla sobre la complejidad de sus obras. “Me molesta un poco, claro. Es como que me dijeran ‘dale, dale hacéla más fácil, no nos rompas las bolas´. ¿Por qué, dónde está el error? Y además creo que mis obras son divertidas. No le pido a la gente que pague un peaje cultural”.

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En ese sentido, Di Fonzo Bo aporta una comparación con la escena francesa, donde “es al revés de lo que sucede en la Argentina. En Francia tener humor sobre el escenario no es aceptado como divertido y poderoso a la vez. El hecho de que sus obras sean también divertidas muchas veces hizo que la crítica lo tomara como una facilidad de escritura, como una cosa ligera más allá de que, por ejemplo, La Estupidez haya sido un éxito total con entradas agotadas todas las funciones”.

Algo similar sucede por estos días con esa misma obra pero en España, de donde Spregelburd volvió con tantas preguntas como certezas. “¿Quién dice en la Argentina que esas obras son de elite? ¿El espectador que salió y supuestamente no entendió nada? ¿O el medio (críticos, periodistas) que piensa que el público para el que escriben entiende menos que ellos? Es un poco mentira. La estupidez en España es popular y divertida. Les va mejor que a mí cuando la hacía acá en un teatro independiente”.

-¿Por qué cree que sucede eso?
- Porque el teatro comercial argentino no asumiría el riesgo de los autores argentinos. Acá utiliza textos extranjeros dirigidos por directores de renombre como Javier Daulte, Alejandro Tantanian o Daniel Veronese. Pero difícilmente el teatro comercial asuma una pieza del propio Daulte, mientras que una pieza suya en Barcelona llena salas de 800 personas.
- Con casi cincuenta obras, ¿cómo hace para no repetirse?
-No lo hago. Hay que ser fiel a la propia repetición, es lo que genera tu trazo, tu estilo. Después naturalmente trato de no aburrirme diciendo veinte veces las mismas cosas. Lo que descubro cada vez que hago una obra es un nuevo procedimiento, no una nueva forma de ver el mundo. Llamo procedimiento a las reglas, a los aspectos matemáticos. Cada obra es un juego nuevo; en una el tiempo va hacia atrás y se repite tres veces, en otra los personajes saben más o menos que el público.
- ¿Piensa en el público cuando escribe?
- Yo no pienso en ellos ni me interesa trabajar para una elite. Hago obras que a mí me gustaría ver y cruzo los dedos para que gusten. Si llego a pensar en un público para mis obras me paralizo. Yo creo que el mayor respeto que se le puede tener al público es tratar de llevarlo por caminos nuevos.
- ¿Hay algún rol que disfrute más que otro en el teatro?
-Escribir, actuar y dirigir son cosas necesarias para mi teatro. Yo no sabría cómo escribir teatro si no actuara en él y tampoco si no viera como resolver en tres dimensiones las ocurrencias del texto. Pero la actuación es la que más me estimula, la que hace que llegue a mi casa lleno por haber trabajado. Cuando yo escribo y dirijo mis propias obras, me pongo mis propios límites. En cambio, cuando no soy el director puedo ampliar mi rango expresivo.
-¿La escritura?
La padezco un poco pero tiene a la vez el premio de la libertad absoluta. Es una angustia muy estimulante, no tengo límites. Me rio solo cuando escribo. No lo consultó con nadie, es muy difícil que empiece a compartir manuscritos hasta que piense que son legibles. Es una travesura infantil, una picardía sin la cual no imagino mi vida.
-¿La dirección?
-La dirección es lo que más padezco. Es la actividad más policíaca de la creación. Hay que acotar, cortar, negociar con las personas los horarios, las vanidades, los apetitos, los deseos y los talentos. Trabajar con lo real, con lo posible, sobre todo en el teatro independiente. No hay casi libertad de ningún tipo. El límite metonímico es la regla de nuestro trabajo, los directores argentinos hacemos de la reducción nuestro credo, del corte de nuestra técnica. No es estimulante, mucho menos cuando no voy a actuar. Es muy raro sentir que la obra vive sin mí como actor. Por lo general no actúo en mis obras en otros países; pero cuando se trata de mi propia cultura trato de hacerlo siempre.
-¿Y en el cine?
-En el cine me tratan muy bien. Es mi pequeño espacio de vacaciones de mí mismo. Acá suelo encontrarme con roles inesperados, que yo mismo no concebiría totalmente para mí en mis obras.
-¿En algunas de estas área se siente más virtuoso que en otro?
-No. Todo me trae mucha dificultad, que es la forma de crecer. Es la frase de Harold Pinter: ´Escribo una nueva obra para corregir los errores de la anterior´. O lo que es lo mismo dirijo una nueva obra para corregir lo que fue imposible, o actúo porque la vez pasada lo hice mal. Es muy lindo porque hace tu trabajo eterno, porque siempre hay algo nuevo que modificar que descubrir y te hace sentir joven. Y luego que tu próxima obra será mejor. Y eso también es un buen pensamiento.

"El dramaturgo del Oeste" sólo se confiesa virtuoso en el rigor con el que ordena sus proyecto. Se define como una especie de obsesivo compulsivo del ordenamiento. Lo obsesionan ciertas palabras, ciertos tonos. Lo enojan los actores cuando no los dicen como los había pactado.

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El método Spregelburd se trata siempre de trabajar en condiciones adversas, de hacer lo que puede (más ahora que tiene hijos y poco tiempo). El dramaturgo del Oeste no cree en el idilio de la inspiración. Nada de estar sentado y esperar a que venga la musa. Escribe cuando tiene media hora en cualquier circunstancia: puede ser una prueba de vestuario o mientras espera una entrevista. Es capaz de corregir una escena que se está ensayando en Bruselas en una pausa entre tarea y tarea.

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La tiranía de la agenda lo pone contra las cuerdas. Mientras ensayaba La Terquedad en el Centro doblaba una película en Saavedra, afinaba los detalles para montar la colosal “El fin de Europa”, obra que incluye varias piezas cortas y que se presentará en la Comedie de Caen, el Teatro di Genova, y el Théâtre de Liège y que planea terminar de montarla en octubre. Además de los proyectos en cine, entre ellos la próxima comedia de Adrián Suar; “Los perros”, de la directora chilena Marcela Saíd; y el inminente estreno de “Zama”, de Lucrecia Martel. Y más.

Fiel a su adicción a los mundos ajenos, al borde de los 40 años, Spregelburd se enfrentó a uno de sus mayores desafíos: el fútbol. En 2010 sus colegas alemanes lo invitaron a participar de un campeonato de escritores en el marco de la feria de libros de Frankfurt, donde la Argentina era invitada de honor. Su misión, montar un equipo lo suficientemente tenaz y capacitado para ganar en territorio prusiano. Spregelburd no había visto una pelota en su vida. Sus amigos dramaturgos Matías Feldman, Bernardo Cappa, Mariano González y algunos más operativizaron las necesidades. Sería un equipo para triunfar, con doble entrenamiento semanal a cargo del histórico goleador de Boca, Alfredo Graciani. La final, claro, fue Alemania vs Argentina. Más precisamente versus el Combinado Argentino de Dramaturgos (CAD). Dicen que los germanos fajaron como locos. Que fue durísima. Que el CAD ganó 1 a 0. Guido Losantos fue parte de la gesta europea y recuerda la disciplina del Spregelburd futbolista. “Rafael no faltaba nunca a los entrenamientos. Seguimos jugando por dos años o más. Estaba aprendiendo a jugar al fútbol a los 40 años. Mejoró mucho y pasó de ser arquero a lateral izquierdo hasta consolidarse como un 9 pescador”. El CAD, o lo que queda de él, todavía mantiene el encuentro semanal. Hasta no hace mucho al dramaturgo del Oeste se lo podía ver en una cancha de Almagro, siempre en el área rival, esperando –paciente como un cocodrilo– el pifie de algún defensor.

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Lejos de la pelota, ahora el que debutó fue Losantos. La Terquedad es su primera obra bajo las órdenes de su ex delantero. Está más contento que después de la final contra los alemanes. “Me siento feliz de estar metido en este mundo enloquecedor. La obra es un manojo de complejidades. Se trabaja sobre cada capa, meticulosamente. Esto demanda mucho tiempo, paciencia. Como director es caótico, laberíntico, brillante. Sabe todo lo que quiere y como lo quiere, después comprueba qué se puede hacer y qué no. Y se divierte como un niño, descubriendo en la escena todo lo que excede al texto. La Terquedad es un monstruo de mil cabezas, un material lleno de aristas, de superposiciones, que sólo una mente fractal como la de Rafael puede dirigir”. 

Spregelburd sale por fin a escena con su monstruo de 13 cabezas en el Teatro Cervantes. En algún rincón del texto, debajo de las botas del Comisario Planc –un fascista valenciano que cree haber inventado el lenguaje universal al final de la guerra civil española– quizá todavía haya un poco de barro de las calles sin asfaltar del Conurbano bonaerense. Ese barrio que -dice- está presente en toda su producción. Cuando trata de pensar algo parecido a las comodidades y temperaturas del infierno, casi siempre aparece el Merlo profundo. Aunque Merlo nunca es Merlo. “Es una suerte de venganza contra el pobre municipio porque cuando era chico me arrancaron de mi escuela, de mis amigos de Villa Luro”. Por eso, sigue el dramaturgo del Oeste, “Merlo es fundamental y necesario”.