Crónica

El desembarco del gigante asiático


Sombras chinas

En una torre de Puerto Madero, junto a cada directivo argentino del banco ICBC hay un chino que los observa, los sigue, trata de entender su trabajo. Tras el desembarco de empresas asiáticas, llegaron de China gerentes y empleados de alto rango con aspiraciones de ascenso social y la sensación cotidiana del desarraigo. Una crónica anfibia sobre los migrantes ricos del capitalismo.

En la torre de Puerto Madero, donde los máximos directivos del banco chino ICBC tienen sus oficinas, hay sombras. Dos por cada uno de ellos: una opaca, con la misma forma de su cuerpo, producto del contraste con la luz y otra: viviente, oriental. Aunque nadie les dice así en la cara, a estos nuevos empleados los nombran como reflejos oscuros porque siempre están ahí. Adonde uno va. Y en el rumor del pasillo, muchas argentinos que comparten oficinas dicen temer que los flamantes ejecutivos chinos se queden con sus puestos de trabajo.

Como parte de una estrategia estatal, en los últimos 10 años empresas chinas como el ICBC –según Forbes, el banco más grande del mundo en facturación- desembarcaron en el país. A veces a partir de la adquisición parcial o total de compañías ya instaladas, otras creándolas de cero. En poco tiempo, miles de argentinos que trabajaban para una multinacional holandesa, sudafricana o americana, se encontraron en empresas chinas.

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“La sombra no quiere hablar”.

Eso dice en un mail Ezequiel Pinedo, un joven empleado del banco. Es el único que lo dice. Como si la palabra fuera tabú. Los demás no dicen sombra. Cuando el grabador se prende dicen: “el par chino que acompaña al director argentino”.

Ezequiel dice que trabaja con la sombra de su propio director.

–Más que reemplazar o dar órdenes, la sombra tiene que aprender el negocio porque no alcanza que sepas de finanzas, tenés que entender el contexto.

Y luego, como si pudiera ser de otra manera, en un comentario que suena casi irreal, dice:

– Con nuestra sombra, nosotros nos llevamos muy bien.

Las sombras son parte de los cerca de mil chinos expatriados en el país. Son parte de un nuevo flujo migratorio de élite, en su mayoría universitario, traído para gerenciar las cada vez más empresas chinas en la Argentina. Son las piezas de una potencia emergente que ya resquebrajó al mundo unipolar. Y como todas las sombras, son silenciosas y sumamente discretas.

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Un informe que la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe -ONU-) hizo en 2014 indica que Argentina descendía posiciones en el ranking latinoamericano de estados que atraen divisas. Los fondos buitres lanzaron la bomba del default y el país fue tapa en diarios de todo el mundo. Aunque para muchas multinacionales todo parece indicar que no es buen momento para invertir en el país, eso no parece importarle tanto a China en su decidida apuesta de expansión.

La primera apuesta del ICBC, el banco más importante del mundo y una de las empresas estatales chinas, fue invertir 100 millones de dólares en capitalización. En los primeros meses de 2014, dicen fuentes en off de la empresa, el banco hizo toda la ganancia que tenía proyectada para el año.

Pinedo es uno de los tantos que están de acuerdo con que los chinos inviertan en este país. Nos recibe en la torre del ICBC, esa que se levanta imponente a la izquierda de la Casa rosada, y nos deja acceder al único piso apto para extraños. Salas inmaculadas, idénticas, una al lado de la otra, flanqueadas por máquinas de café y otras delicatessen que, da la sensación, nunca nadie probó. Habla seguro.

— El objetivo es ser un banco internacional y para operar necesita formar una red: convenios con empresas y todas sus filiales en el mundo. Para ellos es muy poco lo que importa la Argentina en facturación, pero igual lo toman como algo importante y estratégico para venderse en Sudamérica.

— ¿Por qué empezar por Argentina?

— Brasil aparecía como una jugada muy fuerte: es más costosa la instalación y el mercado es más grande y más difícil. El resto de los países son demasiado chicos. Y a ellos no les preocupaba si estábamos en crisis o no. Hoy tienen plata y salen al mundo a invertir. El riesgo es secundario. Su objetivo pasa por instalarse. Una empresa estadounidense, por ejemplo, si no gana, se va. Ellos, en cambio, quieren estar, más allá del retorno. Mientras el resto de los bancos de afuera financian menos a las empresas argentinas, los chinos acá pusieron 100 millones de dólares de capitalización y prestan.

China es uno de los países miembros del nuevo bloque emergente mundial, el BRICS —Brasil, Rusia, India, y Sudáfrica—. El Estado chino, encarnado en el ICBC o la petrolera Sinopec, por ejemplo, pero también su mercado, con empresas privadas multimillonarias como Huawei, hacen su debut en la conquista de la geoeconomía mundial. Y las primeras veces no suelen ser las más sencillas.

O al menos así parece ser para buena parte de los mil chinos expatriados que apenas superan los veinte años y que son los protagonistas, o los conejillos de indias, de un proceso económico que los desborda, pero que cumplen a rajatabla.

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—Preferiría tomar licor chino en vez de vino —dice el asistente de finanzas Won Liming mientras levanta una de las copas que acaba de volver a llenar con malbec Catena Zapata, aunque todavía tenían más de la mitad. Lo dice con una sonrisa amable, pero tímida: labial. Tiene 25 años y van a cumplirse dos desde que se fue de China. Hace calor, pero tiene puesta una camisa celeste. Su piel es blanquísima, no tiene ni una marca, ni siquiera un grano.

La comida, que empieza con apenas un plato, de pronto rebalsa el disco que gira en el medio de la mesa. Somos diez en la mesa de un restaurant privado de Almagro donde Huawei -empresa global de tecnología- paga cenas para sus empleados chinos expatriados que viven en la Argentina, como Won, y algunos colados. A nosotras, que llegamos más temprano a la cita, no nos habían dejado entrar. “Se deben estar confundiendo con el restaurante chino de la esquina”, se excusaron. Frente a nuestras quejas, apenas nos permitieron sentarnos en el pasillo de entrada al lugar. Y una vez adentro lo confirmamos: los comensales eran todos chinos que accedían con reserva, anoticiados gracias al boca en boca.

Todos rotamos el disco, nos servimos sin cesar y aún así parece que cada vez hay más platos para probar. Y vino. En la barra del restaurante solo hay marcas de tres bodegas: Rutini, Luigi Bosca y Catena Zapata. Todos de reserva, buenos, caros.

—Si pudiera elegir, tampoco comería esto. Extraño la comida picante de Sichuan —dice Won—. Acá no existe el picante de verdad.

Charlamos en español. Casi todos algo saben decir y hay dos que hablan con acento porteño: en realidad, son “argenchinos”. Así les dicen a los hijos de padres chinos nacidos o crecidos en la Argentina. La mayoría de ellos son, también, hijos de oleadas inmigratorias anteriores y que, a diferencia de sus padres, llegaron a formarse en la universidad.

De fondo se escuchan las canciones del karaoke. Suenan igual que las canciones pop que pasan las radios argentinas, pero en chino: gang tai pop o, como lo llaman, C-pop.

—Quizá el amor es el final de un sueño —canta en chino Gaoshan, una de las chicas, mientras lee en la pantalla la letra de una canción de Jay Chou, una especie de Justin Timberlake oriental.

Justo al lado de la mesa hay una televisión y un micrófono y en el medio de las conversaciones y el ruido de los platos y vasos, la voz de Gaoshan suena dulce y afinada.

Ella tiene 23 años, casi como todos los que están ahí, pero enfundada en su buzo rosa unos talles más grande de lo necesario parece más chica. Cuando no encuentra la palabra en español que quiere decir, termina riéndose.

—Apenas terminé la carrera universitaria en China -que allá duran entre tres y cuatro años- empecé a trabajar en la empresa. Dos meses después me mandaron para Argentina como expatriada. En general, si estudiaste idiomas, es casi imposible que no te manden a vivir a otro lado, donde la empresa te necesite.

—¿Podrías haber dicho que no?

Otra de las chicas, Meili, se sonríe y dice que sí, pero que nadie se niega porque aceptar ser expatriado es parte del trabajo, es lo que hay que hacer.

—En China el mercado es muy competitivo. Por cada puesto estás vos y miles más atrás esperando entrar.

—¿No extrañan o les molesta estar solos acá?

—Es que venimos con amigos —dice Meili y señala a la morocha, más tímida, que tiene al lado.

—¿Pero sienten que acá están mejor?

—Sí, ganamos más, pero tampoco tanto. Por mes, ganamos 15 mil yuanes, como 30 mil pesos argentinos. Allá ganaba la mitad, o incluso un poco menos.

Entonces mira al resto de sus compañeras. Más que complicidad, es como si buscara respuestas.

—Trabajamos más tranquilos, allá hay mucha competencia. El país es lindo, es lindo estar acá —dice Meili, un poco convencida y otro poco como si quisiera convencerse a ella misma de que lo que le tocó está bien.

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Aunque el trabajo le interesaba, a Marcelo Páez le pareció un poco extraña la entrevista laboral que acababa de tener en Huawei.

—¿Vos tenés algún problema en trabajar con chinos?

—Mmm...no.

—¿Estás seguro?

La pregunta se repetiría varias veces más durante la reunión, pero Marcelo recién lo entendería una vez adentro. A tres años de haber ingresado, sabe que la respuesta está en una palabra, aunque tarda en mencionarla.

–Siempre está lo que nosotros llamamos “sombra”. Es tu par chino. No es que te vigile, trabaja con vos.

No suena convencido de lo que dice. Por momentos, Marcelo parece que va a explicarlo un poco más, pero no. Da vueltas, vuelve a empezar, se decide.

—La comunicación con ellos es difícil. Necesitamos alguien que entienda lo que pasa acá y lo pueda trasmitir allá. Yo sé que si pido algo allá es probable que no me lo den, pero si lo pide el chino, sí.

Aunque al principio, cuando la empresa se instaló en la Argentina en 2001, la mayoría de los empleados eran chinos, según Marcelo hoy la proporción es cincuenta/cincuenta: hay sombras para todos y todas.

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Como cualquier migrante, los expatriados dejan en su país familia, amigos y costumbres. Sufren un desarraigo que el mercado intenta suavizar con recompensas económicas. Son jóvenes, pero empiezan con sueldos que en Argentina son gerenciales. Y aunque el número en pesos pueda no ser tan abultado, en dólares o yuanes -que es como les pagan- los deja definitivamente bien acomodados. De yapa, gastos pagos all inclusive para la vida cotidiana: alquiler, pasajes aéreos para fines de semana largos o vacaciones, comidas con los compañeros de trabajo, paseos.

Como si el dolor de dejar el origen pudiera comprarse.

Despojados, solo les resta cumplir con la trama: una migración elegida que sigue las reglas del capitalismo.

Para la mayoría es una oportunidad. A cambio, la expectativa de que una vez de vuelta podrán acceder a mejores puestos. Para muchas de sus familias, son la generación del ascenso social: el sueño del primer auto, la casa propia.

La pregunta entonces es si los chinos tienen tanto poder como los argentinos que se sienten amenazados por ellos parecen endilgarles. O si, por el contrario, no son más que piezas en un mundo en el que todos vivimos, en realidad, a la sombra del capitalismo y en donde todo tiene siempre su costo.

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—Son como polillas que caen encima de uno —dice Javier Monte, un venezolano de treinta y tantos que trabajaba para Huawei en Caracas y que ahora está en la sede de Buenos Aires, cuando piensa en los chinos con los que trabaja. Lo dice con exageración, como si hace tiempo estuviera esperando para desquitarse con alguien.

Es domingo a la tarde y el sol, aunque recién comienza la primavera, está ardiente. Chinos, angoleños y hombres de diversas nacionalidades juegan al fútbol en unas canchas de barrio Parque, atrás del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Casi no se escucha el español. Allí, empresas como Huawei y embajadas pagan horas de canchas para sus empleados.

Hay algunos venezolanos, colombianos y panameños que trabajan en la empresa china y que se quedan en la Argentina por algunas semanas. Como Javier, son todos ingenieros en informática o técnicos en telecomunicaciones. Tienen treinta y tantos. Una vez que termina el partido, se sientan a tomar unas cervezas en el bar, pero lejos de los chinos.

Javier dice que cuando en Venezuela se estrenó la película Avatar —que narra una historia futurista en la que los humanos deciden desplazar a una suerte de tribu humanoide para quedarse con sus recursos a través de dobles que lucen como los propios nativos para engañarlos— los venezolanos de Huawei encontraron su propia metáfora.

—A los chinos, les empezamos a decir “avatars”. Porque son algo igualito a tí, pero en otra realidad —dice entre risas.

Para Javier, sus “avatars” chinos no lo consideran un par. Aunque se queden en la oficina muchísimo tiempo más porque deben estar online en horarios chinos, los ve como desconfiados y controladores.

“¿Pero por qué hiciste esto?”, dice que lo increpó una vez su “avatar”. Algo había hecho mal, pero Javier no entendía qué. Hasta que la pregunta comenzó a repetirse a lo largo de las semanas y notó que a él le faltaba información que su sombra tenía: los manuales y documentos de trabajo de los chinos eran más grandes que los que estaban en otros idiomas. Los que estaban en inglés, por ejemplo, tenían menos páginas que los originales en chino. Para Javier era claro que alguien había decidido que cierta información sólo la podían conocer quienes fueran chinos. Y lo que empezó como un detalle entendió que sucedía con todo lo que circulaba en la empresa.

—El conocimiento baja de los jefes en China y se queda en las sombras. Hay muchas cosas que nosotros no conocemos, algunas técnicas y otras más de la estrategia de la empresa —se queja. Sin embargo, el mandarín es la lengua de poder por donde pasar las decisiones más importantes que se toman y dejando afuera a quienes no la dominan.

Juan Medina, otro de los venezolanos, no está de acuerdo con Javier. Para él, es solo una forma de trabajar, quizá molesta, pero parte del proceso al fin.

—Son así porque es la única manera que tienen para comprender realmente el negocio. Como me explicó uno de mis colegas chinas, no hace tanto tiempo que ellos se lanzaron al mundo, están todavía aprendiendo cómo hacer las cosas. El otro día un argenchino me dijo algo que es cierto. Los expatriados chinos reciben una doble presión: la de sus jefes en China y las de una manera de hacer negocios en todo el mundo que para ellos es nueva. Es como su primera vez.

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Ashe Fang y Katherine no eran amigas. Katherine vino a la Argentina como otros tantos chinos que Huawei, la empresa para la que trabajaban, traía al país. Ella ganaba en moneda extranjera. Ashe lo mismo, pero en pesos. Las dos, en cambio, hacían el mismo trabajo. En realidad, no. La traducción, trabajo extra de Ashe, es más que un simple cambio de palabras.

Ashe dormía cuando a las seis de la mañana su celular comenzó a sonar. Es “argenchina” y universitaria así que cotiza en alza para las nuevas empresas chinas en la Argentina. Los jefes expatriados recién llegados no hablan español; su mundo cotidiano está lleno de imposibles de no ser por algo de ayuda. Y ahí, los “argenchinos” cotizan. Por eso, aunque no sin algo de fastidio, Ashe se vistió con lo primero que encontró y fue a buscar a Katherine. Su jefa estaba a punto de parir. El marido era parte del costo que Katherine había dejado en China para ganar varios miles de yuanes extra. Allá también había quedado su hijo de ocho años.

A Katherine le tocó cesárea. Ashe entró al quirófano con ella y le decía que todo iba a estar bien, que respirara y todo lo que ordenaba el médico. Fue la primera en sostener al bebé después de la madre.

–¿Cómo le explicás a una mina que acaba de dejar al hijo de ocho años, al marido, a su familia, a todos sus amigos, para venir a trabajar quince horas por día, que acá la gente no iba a venir a trabajar si hay paro? En China los paros están prohibidos, aunque en realidad ni siquiera existe el concepto. ¿Qué hacés cuando entra un nuevo empleado y el primer día se da cuenta que su jefe no sabe nada de nada?

No parece importar tanto que los ejecutivos chinos sepan mucho sobre las funciones y tareas que deberán cumplir en el nuevo país. Eso se aprende y ahí es donde los “argenchinos” se vuelven tan codiciados. Lo que importa es que dejen su propia tierra.

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Hay viento, pero no hace frío, así que nos sentamos a almorzar unas hamburguesas en unos de los puestos de comida de la costanera con Yang Wei, Máximo Chen y Marina Xu. Los tres trabajan en la empresa Sinopec Service, de servicios petroleros. Máximo es “argenchino”. Marina y Yang, en cambio, son chinos y hace ya más de cinco años que viven en la Argentina. Como expatriados, la empresa les paga el almuerzo en un restaurante privado que está a un par de cuadras, aunque allí no podríamos hablar. Tienen sueldo alto, posibilidad de ascenso y bonos para todo lo que necesiten comprar. Lo único que no les pagan es la peluquería: ninguno de los tres entiende muy bien por qué.

Marina es bajita y flaca, tiene cara de nena. Acá en la Argentina conoció a su marido chino y con él tuvo un hijo. Planifican que una vez que el niño crezca y termine de estudiar, volver todos a China. Extraña todo: su familia, su mejor amiga, la comida. Acá no tiene amigos.

Máximo, que es “argenchino”, asiente. Un compañero de trabajo tuvo un bebé y viajó a China para conocerlo. Recién pudo volver cuando tenía tres meses. Luego tendría que esperar hasta el año y medio. Máximo dice que su compañero no aguanta la melancolía.

–¿Por qué no trae a su familia?

–Porque eso le sale plata a la empresa. La empresa es estatal y tiene que ahorrar, entonces le piden que aguante un par de años.

Apenas asumió en 2013, el presidente chino Xi Jinping inició una guerra anticorrupción para purgar los escándalos por sobornos y lavado de dinero a través de consumos de lujo en el Partido Comunista Chino. La nueva política arrasó con las cabezas de numerosos funcionarios, e impuso ahorro total y control.

Máximo piensa que los expatriados se exceden al buscar darles mejores condiciones de vida a sus hijos. De espaldas al río, recorre con la mirada los complejos, torres y edificios ostentosos de Puerto Madero.

— ¿De qué sirve si les das dos mil dólares para que puedan ir a un buen jardín y estudie afuera si el papá durante veinte años no estuvo en casa?

Yang, que hasta ahora había estado callado, lo interrumpe. Dice que para él, el sufrimiento no vale la pena. Piensa que no importa cuánto uno pueda ganar, lo que importa es la valoración de la vida que cada uno hace.

—Hace tiempo que yo pido que me trasladen a Beijing.