Crónica

La violencia en México


Si el miedo se contagia, el coraje también

En este ensayo, la directora Ana Cacopardo relata la génesis de la película que, hoy, a un año de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, se emitirá por Canal Encuentro y la TV Pública. En el viaje, que hizo junto a Andrés Irigoyen al Municipio de Iguala, buscaron historias de la resistencia: quisieron contar el universo de las víctimas que los medios suelen dejar de lado. Cuando llegó, una colega le dijo: "Bienvenida a esta gran fosa común que es Guerrero”.

Cuándo hay que enfrentar el desafío de narrar hechos complejos, nada mejor que encontrar una historia o un hecho que sintetice las dimensiones relevantes. Que ponga en acción a los personajes de los que nos importa hablar. Por eso decidimos viajar a México el 9 de agosto para contar “la rebelión de Tixtla”. Ese día se conmemora el aniversario del nacimiento del héroe de la independencia Vicente Guerrero. Es una celebración cívico-militar que en Tixtla adquiere especial relevancia con la presencia de autoridades nacionales y el desfile militar por las calles del pueblo. Pero a casi un año de los crímenes y las desapariciones de los 43 normalistas,  la Asamblea Popular de Tixtla resolvió apropiarse de esa celebración. Darle otro significado y enviarle un mensaje al gobierno: no permitirían que el ejército entrara al pueblo hasta que las puertas de los cuarteles se abrieran para investigar que sucedió. Se resolvió también que habría una marcha, pero encabezada por los padres y familiares de la víctimas y los alumnos de la escuela rural de Atyotzinapa. Y sería la policía comunitaria, conformada en los pueblos indígenas de Guerrero hace dos décadas, la que rendiría sus homenajes a la bandera de México. 

Definimos nuestra fecha de viaje en torno a esta fecha y a este episodio, porque nos permitía poner en foco el tejido de las resistencias de la sociedad civil en México.  Las víctimas de Ayotzinapa y un puñado de organizaciones se atrevían a desafiar al narcogobierno de Guerrero y al batallón 27 de Infantería ubicado en Iguala, que participó activamente en la guerra sucia de los años 70 y 80, con prácticas atroces y miles de desapariciones forzadas documentadas. Los padres y familiares creen que la desaparición de los 43 estudiantes sólo pudo consumarse con la ayuda del ejército.

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Si el miedo se contagia, el coraje también. Nos propusimos hablar del coraje que hace falta para resistir la violencia y la impunidad en México y para atreverse a inventar otras formas de la política que asumen la forma de proyectos autonomistas. Eso lo saben bien los zapatistas que en 1994 se atrevieron a proclamar que otro mundo era posible. Eso es lo que hicieron las comunidades indígenas de Guerrero cuándo hace dos décadas conformaron sus policías comunitarias y un sistema de seguridad y justicia autónomo y paralelo al del Estado. Hay policías comunitarias en 41 de los 80 municipios. Y ese mismo horizonte autonomista es el que se trazaba la Asamblea de Tixtla: luego de la marcha del 9 de agosto conformarían un Consejo Municipal para hacerse cargo del gobierno del pueblo. 

Si pensamos en la información que nos llega de México, está claro que sabemos más de las violencias que de las resistencias. Los medios de comunicación ofrecen información profusa sobre sucesos atroces. De modo indiscriminado se nombran fosas comunes, ejecuciones, cadáveres decapitados, femicidios  o asesinatos de líderes comunitarios. Estas crónicas conforman un relato donde no es posible comprender o distinguir las lógicas o el origen de estas violencias. Y por lo tanto generan miedo,  alimentan el morbo y  producen una suerte de acostumbramiento o naturalización.  Los acontecimientos del 9 de agosto nos permitían pararnos en otro lugar.

Recuerdo que cuándo nos preparábamos para ir a la marcha, Miguel Vargas, maestro, director de escuela y vocero de la Asamblea, nos advirtió que podía haber alguna provocación. “Pongánse ropa y calzado cómodo para poder correr”.  Finalmente la celebración alternativa transcurrió en paz. Nos conmovieron los ayotzinapos que marchaban con las fotos de sus compañeros desaparecidos, repitiendo una consigna que era pregunta y tenía cadencia de lamento: porqué, porqué nos asesinan, si somos el futuro de América Latina.

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Una colega mexicana de un medio alternativo que sacaba fotos a mi lado, me preguntó de dónde era. “Bienvenida  -me dijo- a esta gran fosa común que es Guerrero”. Mientras la columna de manifestantes avanzaba, la gente del pueblo miraba. De pie en las veredas o sentada en los cordones. Unos pocos acompañaban con aplausos o repitiendo las consignas. La mayoría miraba con el gesto de quien mira una escena que le resulta ajena. Por miedo o por indiferencia, no lo sabemos. Recuerdo el documento que publicó la agrupación H.I.J.O.S México, días después de lo sucedido en Ayotzinapa. Un fuerte llamado a la sociedad civil mexicana. A esa que mira por la ventana pensando que nunca le va a tocar.  “Si hoy, cuando nos siguen faltando y urge localizar a los 43 estudiantes desaparecidos,  si hoy ustedes tienen la sensación de que pueden volver a mirar hacia otro lado, si tienen el oculto deseo de que todo vuelva a ser igual, si quieren que este episodio de horror pase y no atormente más sus pobres almas, sepan que esa es la señal inequívoca: el suelo ha empezado a desmoronarse precisamente bajo sus pies”.

Queríamos contar el universo de las víctimas. Fuimos a la comunidad campesina de Omeapa.  Allí nos abrió las puertas de su casa don Benito. Su historia sintetiza la de miles de campesinos de Guerrero. Nos contó que hace unos años migró a Estados Unidos junto a dos de sus hijos, que en la frontera lo tuvieron secuestrado los Zetas, que estuvo 9 años en Texas cuidando caballos y haciendo trabajos de pintura. Que en Estados Unidos le mataron un hijo. Y que el que le queda manda el dinero que usan para vivir.  Muchas vidas se resumen en la de don Benito que vive de las remesas que llegan de Estados Unidos porque abandonó su sembradío para convertirse en buscador incansable del normalista Jhosivani Guerrero de la Cruz. Una historia que expresa el despojo y la exclusión de estas familias campesinas que veían con ilusión el destino de maestros para los hijos que lograban ingresar a la escuela de Ayotzinapa. 

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Trabajamos muy cuidados. Por nuestro colegas mexicanos, por la policía comunitaria y las organizaciones de la Asamblea de Tixtla. Pero siempre estuvimos controlados. A veces de un modo evidente, cómo cuándo en medio de un rodaje irrumpió la camioneta de la policía municipal.  O cómo cuándo los halcones (informantes narcos) rodearon nuestro auto ni bien ingresamos a Iguala, epicentro del tráfico de heroína a los Estados Unidos.  

Pero del miedo y como enfrentarlo saben los que se quedan y resisten.

El policía comunitario Miguel Angel Jimenez que participó de las búsquedas de los normalistas fue asesinado mientras estábamos en Guerrero. Hace apenas una semana  supimos que habían baleado el auto del joven y querido maestro Miguel Vargas, vocero de la Asamblea de Tixtla. Un profesor fue asesinado y 5 maestras violadas por la policía federal durante una protesta contra la reforma educativa en Acapulco: la violencia sexual como forma de disciplinamiento. La lista es interminable y habla de niveles inéditos de violencia, terror e impunidad.  

La protesta y la indignación por los crímenes de Ayotzinapa y la escalada nacional e internacional de la protesta pareció poner en jaque al gobierno del presidente Enrique Peña Nieto y abrió un escenario de confrontación donde lo que está en entredicho, es el régimen político e institucional mexicano y las derivas de un capitalismo criminal.  Muchos afirman que Ayotzinapa  marcó un salto en la conciencia social y un parte aguas en la política mexicana.  No estamos seguros.  En todo caso, es una pregunta abierta que interpela fuertemente a la sociedad mexicana y con la que elegimos terminar el documental.