Migrantes de otro mundo: la historia de Nar Dieng


Un senegalés en Bahía Blanca

La justicia argentina lo acusa de sacarle provecho económico a sus compatriotas recién llegados. Él está convencido de que no es más que un líder solidario de su comunidad, y además no tiene ni casa propia. Su caso puede ser una advertencia para quienes criminalizan la migración: no todas las redes solidarias son criminales. Investigación de Cosecha Roja/Anfibia, socios de la investigación periodística transfronteriza liderada por CLIP, Migrantes de Otro Mundo.

Investigación: Sebastián Ortega

El día en que supo que no había pasado su primer examen final del Profesorado de Matemática, Nar Dieng volvió a su casa de Diourbel, Senegal, y se encerró en su habitación a llorar. No cenó, se quedó despierto hasta bien entrada la madrugada, y la mañana siguiente, durante el desayuno, le soltó a su madre que abandonaba la facultad. Le faltaban tres materias para graduarse. Un profesor fue a verlo hasta su casa para que recapacitara. Pero cuando toma una decisión, dice Nar, no vuelve atrás.

—Si no soy capaz de hacer las cosas como tenía que hacer, no tengo forma.

Nar recuerda la vida en África dos décadas después, desde la cocina de su casa en Bahía Blanca, una ciudad al sur de la provincia de Buenos Aires, en Argentina.

—Porque viste cómo son las matemáticas… Tienes que ser muy prudente desde arriba para llegar al final, porque fallás arriba, perdés todo. 

Diourbel es un pueblo humilde de campesinos a 144 kilómetros de Dakar, la capital senegalesa, donde Nar nació hace 44 o 45 años. La vaguedad temporal no se debe a su falta de memoria: la edad africana es una tradición oral y para él, dice, como para muchos otros senegaleses, la palabra tiene más valor que el papel. Nar asegura que nunca festejó un cumpleaños. Cuando era chico, la mayoría de sus amigos no iban a una escuela “occidental”. Aprender el idioma francés, el modo de vida del conquistador, era visto como una traición. Así lo veían sus abuelos, pero su padre quiso que él y su hermano fueran a la escuela.

La primera generación de los Dieng en pisar las aulas.

Hasta el día que reprobó ese examen, Nar nunca había pensado en viajar. Creía en el estudio de las matemáticas como una llave para la supervivencia. En su pueblo, el salario de cualquier profesor era de 200, 300 dólares. Si hacía las cosas bien, esa cantidad le bastaría para vivir hasta llegar sin sobresaltos a la jubilación, y después que sus hijos pudieran ayudarlo. No era raro –no lo es aún- como dinámica de sostén en las familias africanas. Sobreviviría. Y en cierto modo, hasta podría ser feliz. 

—Pero una vez que llegas al nivel de responsabilidad familiar —explica Nar—, para tener una familia o para crecer o para cualquier cosa, necesitas económicamente solvencia. Esta mirada te lleva a veces a querer ir al Occidente, a emigrar a otro lugar para buscar una vida mejor.

Se acercaba el fin del siglo XX cuando Nar Dieng miró a Occidente y empezó a jugar con la idea de irse de Senegal. Iba todos los días al único café-internet del pueblo y se ofrecía con el dueño para cualquier trabajo: el último fue darle clases de matemáticas al hijo. A cambio, lo dejaba navegar en una computadora durante las tres horas de siesta en las que no se movía un alma en Diourbel.

Nar tenía vagas referencias de la Argentina. Le apasionaba el fútbol por Maradona, y conoció por Skype a una amiga que vivía en Bahía Blanca, en el sur bonaerense, y le iba bastante bien. Aunque en el fondo, ninguna de las dos cosas fueron las decisivas. Para Nar, como casi todos los africanos que dejan su patria con la ilusión de un destino mejor, la decisión crucial no es dónde, sino cuándo.

—Salir por salir —recuerda Nar, en un castellano rústico pero perfectamente entendible—. No tener nada que perder.

De modo que eligió Argentina, pero podría haber sido cualquier otro lugar.

Nar de 45 años, originario de Diourbel, Dakar, la capital senegalesa. Fotografía: Pablo Presti / Cosecha Roja
Nar de 45 años, originario de Diourbel, Dakar, la capital senegalesa. Fotografía: Pablo Presti, Anfibia/Cosecha Roja

Ya no se acuerda cómo juntó la plata. No es como en Argentina, dice Nar. En África, el hijo varón que emigra –casi siempre el mayor- recibe la ayuda de toda la familia. Por eso él se dice hijo de su padre, pero también de sus tíos. 

—La verdad no me acuerdo bien, porque a veces los padres hay cosas que no dicen para no cargarte de más. Son capaces de empeñar la casa misma o hacer cualquier cosa.

Sí le quedó grabado el recorrido: tres días en el colectivo viejo, atravesando la selva. Diourbel-Dakar, Dakar-Bamako –la capital de Malí-, Bamako-República de Benín, Benín-Abuja, la capital de Nigeria. Allí estaba la embajada argentina más cercana: todavía hoy recuerda la calle exacta. 

—Fue muy duro pero muy feliz a la vez —dice—, porque yo tenía una meta. A veces con la meta no ves el sacrificio y no medís también el peligro. Fue un viaje difícil porque en Nigeria está la mafia, los militares. Te puede matar la mafia. Nigeria es un país muy jodido para entrar por vía terrestre.  

Después de conseguir la visa para viajar a Argentina tuvo que volver a su pueblo para terminar de juntar la plata y comprar el pasaje de avión hacia Buenos Aires.

En Argentina la cosa no mejoró. Vagó sin rumbo y sin dinero: San Bernardo, Mar del Plata; consiguió unas baratijas de la comunidad para vender en la calle. Después de pasar por la fiesta del tomate, cree que en Roca, llegó a Bahía Blanca. Según los registros, fue el primer africano en pisar la ciudad. Dice que la eligió por estar a mitad de camino entre la Patagonia, al sur del país, y la ciudad de Buenos Aires. Pero la vida allí siguió sin ser fácil: durmió tres noches en la peatonal y la policía lo corrió varias veces cuando tiró la manta en la calle. 

—Yo sé que siempre dije en cualquier lugar del mundo vas, que si valoras a la gente, la respetas y sos sincero con ellos, le ganas.

En el puesto conoció a una mujer bahiense con la que se casó y tuvo un hijo argentino, en 2004. El diario La Nueva Provincia lo entrevistó en la vereda del hospital, apenas después de ser papá. Se ganó un respeto en parte de la comunidad y se volvió una referencia entre sus paisanos. Dice que le fue bien no porque ganara mucho, sino porque sabía no gastar. Puso comercios en la localidad balnearia de Monte Hermoso, y ofició más de una vez como representante de los vendedores ambulantes ante la Cámara de Comercio local. 

—Yo soy líder. Nací líder. Yo tengo la obligación moral, porque soy criado como el hombre que da soluciones. Fui criado así, y todo, las luchas, todo, las marchas, todo, las cosas que hay que hacer por los demás, yo estoy ahí.

En febrero de 2019 la vida en Argentina que había edificado en las últimas dos décadas se sacudió. La policía federal y la Dirección Nacional de Migraciones allanaron sus comercios en la costa y su casa en Bahía Blanca. Un año después, Nar está sentado en la cocina que aquella tarde revisó la Federal. Lo encarcelaron en una prisión federal de la localidad de Marcos Paz. En pocos meses llegó a ser jefe del pabellón. Ahora está detenido en su hogar. Lo acusan de ser el líder de una asociación ilícita dedicada al tráfico de migrantes y al ingreso de mercadería de contrabando al país.

Nar sentado en la cocina detenido en su hogar. Fotografía: Pablo Presti / Cosecha Roja
Nar sentado en la cocina detenido en su hogar. Fotografía: Pablo Presti, Anfibia/Cosecha Roja

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En febrero, marzo y septiembre de 2019 los tres diarios más importantes de Argentina publicaron la noticia: se desbarató una organización internacional de tratantes senegaleses que tenía su base de operaciones en el país. La Nación, Clarín e Infobae detallaban, con gran despliegue, que la mafia africana ingresaba a sus compatriotas por pasos fronterizos ilegales, les retenía los pasaportes originales y los obligaba a trabajar bajo un régimen esclavo hasta que pudieran pagar los 5 mil o 6 mil dólares del traslado. 

Las crónicas narraban con un halo de euforia los operativos ejecutados por la Policía Federal y los inspectores de la Dirección Nacional de Migraciones: doce allanamientos simultáneos en Bahía Blanca, las playas de Monte Hermoso y la Capital Federal. Decían que habían detenido a cuatro miembros de la banda -todos senegaleses- y liberado a once compatriotas esclavizados. 

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—Muchas de las cosas que dicen esas notas no son ciertas.

En su despacho en la ciudad de Buenos Aires una de las investigadoras del caso enumera las diferencias entre la versión que el Ministerio de Seguridad había filtrado a los medios y la versión judicial. En primer lugar, la cantidad de imputados. En la causa que instruye el juez federal Marcelo Martínez de Giorgi hay tres detenidos, no cuatro: Nar Dieng, su hermano Amar e Ibou Diagne, un senegalés que vive en Buenos Aires y que jura no conocer a los otros dos. Las notas hablan de 61 pasaportes secuestrados, cuando en realidad encontraron solo uno.

—No hay ningún indicio en la investigación que permita entender que hay un delito de trata de personas —cuenta la investigadora—. Los delitos imputados son violaciones a la ley de migraciones.

Fue el subdirector de la Dirección Nacional de Migraciones Julián Curi -que además es el presidente de la Comisión Nacional para los Refugiados (CONARE)- quien presentó la denuncia con la que se inició la causa de oficio: juntó el relato de cinco senegaleses que contaron en las oficinas de la CONARE cómo habían entrado ilegalmente al país.

Ninguno de ellos se habían acercado al organismo con la intención de denunciar un delito, sino de obtener el estatus de refugiados del Estado argentino. El juez Martínez de Giorgi ordenó medidas de prueba y terminó procesando y dictando la prisión preventiva a Nar Dieng, su hermano Amar y a Ibou Diagne. Los acusó de haber violado el artículo 116 de la ley 25.871, que pena con uno a seis años de cárcel a quien cometiera “la acción de realizar, promover o facilitar el cruce ilegal de personas, por los límites fronterizos nacionales con el fin de obtener directa o indirectamente un beneficio”. 

La reconstrucción judicial de Comodoro Py estableció que los migrantes eran captados en Dakar –posiblemente por Ibou Diagne, aunque nunca lo confirmó-, a quienes les pedían fotos y dinero y les entregaban a cambio pasaportes de Gambia con nombres falsos, que usaban para entrar a Ecuador. Después, el periplo mencionado: Perú, Brasil y Argentina, ingresando por Misiones en un taxi sin licencia conducido por un argentino. La maniobra, según la justicia, se había hecho 76 veces, entrando además mercadería sin la documentación de origen.

El testigo de identidad reservada había confirmado que el “contacto” en Dakar le reportaba a un senegalés que vivía en Argentina. Cruzándolo con otros indicios, habían concluido que esa persona era Nar.

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Cuando los abogados de los senegaleses apelaron los procesamientos, la Cámara Federal de Apelaciones excarceló a Ibou Diagne y a Amar Dieng –explicando que cumplían roles muy menores como para perder la libertad-, pero confirmó la prisión de Nar. Además, los camaristas le exigieron a Martínez de Giorgi que profundizara la pesquisa en varios puntos: los tres más importantes eran que les tomara declaración a los senegaleses que habían ido a la CONARE –sólo estaban en la causa los testimonios ante ese organismo-; que averiguara la identidad del taxista que los cruzaba clandestinamente en Misiones; y que identificara a una persona que en las escuchas telefónicas que había se hacía llamar “F.”, y que era el contacto que presuntamente tenía la banda dentro de Migraciones. 

El fallo de la Cámara, además, ponía en potencial lo que los diarios habían asegurado con absoluta certeza: que algunos de los migrantes “habrían laborado en sus comercios (los de Nar)”. 

Pasó un año desde entonces. La causa sigue en el mismo lugar.

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La antropóloga María Luz Espiro, dos abogados que patrocinaron migrantes senegaleses y tres miembros de la comunidad africana consultados para esta crónica negaron la existencia de redes de tráfico: para ellos, la información que surge del expediente no es cierta, o es exagerada.

—Las redes migratorias existen como concepto, pero no con la idea de la red de trata, como algo misterioso y delictivo, sino por cómo nos movemos en la sociedad: todos tenemos contactos y nos movemos por “conocidos de”. Así se va formando una cadena que después conforma una red migratoria. Y en el interior de esa red, obviamente, se mueven recursos, información y personas.

Espiro se doctoró en Antropología con una tesis en la que exploró durante seis años las costumbres de las comunidades senegalesas que se establecieron en La Plata y Puerto Madryn. La investigación se llama “Trayectorias laborales de migrantes senegaleses en La Plata y Puerto Madryn: una etnofotografía de los imaginarios y prácticas en torno al trabajo (2012-2018)”. Algunos vendedores ambulantes se volvieron sus amigos. Dio decenas de charlas y disertó en seminarios sobre su indagación de la migración senegalesa. Incluso voló a Dakar para terminar su investigación. Jura nunca haber sabido de la existencia de organizaciones criminales que los trajeran y esclavizaran. 

—Hay lazos de solidaridad al interior de esas redes. Así como también hay relaciones desiguales, jerárquicas, en las cuales hay deudas, favores y obligaciones —explica la investigadora, sentada a la mesa de un café—. En las oleadas migratorias siempre hay cadenas familiares o de amistades que los reciben. El tipo que llega sabe que va a trabajar en la venta, y es el amigo o pariente que lo recibe el que le muestra una esquina vacante, o le da la plata para la primera inversión que después le tiene que devolver. Claro que se establece una deuda: hay prestación y contraprestación.

Nar de 45 años, originario de Diourbel, Dakar, la capital senegalesa. Fotografía: Pablo Presti/Cosecha Roja
Nar de 45 años, originario de Diourbel, Dakar, la capital senegalesa. Fotografía: Pablo Presti, Anfibia/Cosecha Roja

La antropóloga desestima las categorías rígidas que utiliza el poder judicial para mirar los procesos migratorios: delincuentes o víctimas, ciudadanos legales o clandestinos. La antropología, dice ella, en su lugar, ve complejos procesos humanos: 

—En cuanto a las rutas migratorias, entre países como Senegal y Argentina que no tienen vínculos directos, la forma de llegar al país va a ser siempre irregular, o en algún tramo caen en una situación irregular, porque la estructura estatal no tiene ninguna capacidad de regularizar esas personas.

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—Es un viaje muy duro. Tenés un solo vuelo. Es Dakar hasta Ecuador. De Ecuador ya empezás a manejar todo lo que es la frontera, abajo. Llega un momento yo digo: ¿para qué mierda me gasté tanta plata para pasarme este sufrimiento? ¿Si me llega a pasar algo, qué? Porque mis viejos todavía no saben dónde pasé hasta llegar acá.

Khadim B.L. habla mientras dobla cuidadosamente su ropa de entrenamiento y la deja al pie de la cama. Tiene 29 años, una contextura pequeña pero fibrosa. Afuera, sin parar, pasan autos, colectivos, motos y los taxis que estacionan en la vereda de la terminal de buses de La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires. En los dos metros cuadrados que lo circundan, hay una mesa con frutas, dos sillas, una mesa de luz, una moto, una cama doble y un televisor LED que venderá en pocos días, cuando se decrete la cuarentena obligatoria por la pandemia del Coronavirus y ya no pueda salir a la calle a trabajar.

—En esta historia tengo que ir a mi casa, sentar a contarle a mi mamá, porque ellos pensaban que te tomaste vuelo y llegaste en treinta minutos. Cuando bajamos ahí me fui a un hotel. Y del hotel tenés gente que te llevaba, voy pagando plata que me lleven, pero llega un momento digo ‘no’. Hay algunos senegaleses, que tenés contacto con ellos, pero lo que te llevan no sabés ni quiénes son. A veces te metían en un auto, te ocultaban para que la policía no te vea, todo eso, y te cansaba. Sé que algunos de los que nos buscaban en Perú eran argentinos que vivían en Jujuy.

—¿A Argentina por dónde entraste?

—Por Jujuy. Me pasaron en autos. Sin hacer trámites en la frontera ni nada.

En Jujuy, Khadim tomó un colectivo hasta Retiro donde unos paisanos senegaleses por fin le dieron algo para comer, y un lugar donde bañarse y dormir. Dice que nunca, nadie, le retuvo su pasaporte senegalés. Desde un locutorio habló con su papá, que le dio el número de un conocido suyo que vivía en La Plata, a 45 kilómetros de ahí. Al día siguiente tomó un colectivo y en la terminal el hombre lo estaba esperando:

—Ese chico me compró las cosas para que yo arranque y después devuelve su plata. Pero es ayuda. Como vine y no sabía nada me llevó donde tengo que vivir, te aguantan un mes, después de un mes ya entrás a pagar todas las cosas.

Khadim llegó a Argentina hace siete años. Hace cinco conoció a una mujer jujeña con la que tuvo un hijo y se casó consagrándose ante el Corán. Atrás –en Dakar- quedaron los juegos de la infancia -mancha, escondida- y su propia familia: una madre que se ocupó de criarlo a él y a sus ocho hermanos –dos murieron: una hermana de fiebre amarilla-, un padre que enseñaba karate y trabajaba como vigilante privado para el gobierno, y un abuelo transportista. Los extraña, y se comunica con ellos cada vez que puede por Whatsapp.

Khadim detesta la venta ambulante. Trabajó hasta noviembre de 2019 en el rubro de la construcción, que le permitía tener un ingreso fijo. Entrena diariamente para participar de campeonatos profesionales de kick boxing; una disciplina parecida a la “Lucha de Senegal”, que empezó a practicar siendo un adolescente y peleando por azúcar o café contra chicos de otros barrios, en callejones de las afueras de Dakar. Sueña poder ser instructor de pelea, vivir de eso.

—Uno también necesita tener su sueño de progresar, hacer otra cosa más importante, que no estando en la calle todo el día. Si llueve, hace frío, hace calor, estás todo el tiempo en la calle. Todo el día. Por ahí ganas, por ahí no ganas nada.

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Los primeros senegaleses llegaron a la Argentina en la década del ‘90, provenientes de la región de la Casamance. En esa época Argentina no les exigía visa y había representación diplomática en Senegal. Pero el grupo mayoritario llegó a partir del 2000, después que el país cerrara la mayoría de las embajadas en el África subsahariana. El cálculo no oficial de las asociaciones de senegaleses es que hoy hay unos 5.000 en el país. Por la falta de relación diplomática entre ambos Estados, la mayoría tuvo que entrar como Khadim, por pasos inhabilitados. Crecía tanto la llegada de sus compatriotas al país, que en 2013, el gobierno dictó el decreto 02/13, que regularizó a unos 1.700 senegaleses expidiéndoles un documento argentino sin tener regularizado el ingreso. Pero en 2017, un decreto firmado por el entonces presidente Mauricio Macri endureció la ley migratoria y restringió nuevamente la llegada de los senegaleses.

—Para intentar regularizar su situación migratoria, la mayoría inició en la CONARE el trámite como refugiados. Saben que no los van a aceptar porque no son perseguidos políticos ni religiosos, pero mientras el trámite sigue abierto tienen la posibilidad de tener la precaria, un papel que dura tres meses —explica el abogado platense Damián Brumer, miembro de la organización de juristas “La Ciega”.

Brumer describe el callejón sin salida al que se enfrentan los peregrinos que quieren llegar a la Argentina desde Senegal: para obtener la residencia temporaria necesitan un sello en el pasaporte. Pero en Argentina no hay consulado del país africano -el más próximo está en Brasilia-, de modo que recurren a pasos fronterizos ilegales o sobornos en la frontera: métodos que ya han usado antes los paisanos que los esperan aquí. Luego, sin papeles, el rebusque obligado es la venta callejera, y el hostigamiento de las autoridades se vuelve por momentos una obviedad.

En la mitad del año 2018, la policía bonaerense y la intendencia de La Plata lanzaron operativos conjuntos en las calles céntricas de la capital provincial. Cada vez con mayor frecuencia les incautaban la mercadería -casi nunca se las devolvían- y les abrieron varias causas penales bajo figuras genéricas: “daños” y “resistencia a la autoridad”, el cliché de todas las policías. Aunque el absurdo jurídico hacía que los expedientes casi nunca avanzaran, el antecedente penal agravaba su situación migratoria. Los abogados y abogadas de “La Ciega” no solamente asumieron el patrocinio legal, sino que organizaron talleres semanales para formarlos en sus derechos como migrantes y miembros de la comunidad.

Nar Dieng, en su casa en Bahía Blanca, Argentina. Fotografía: Pablo Presti, Anfibia/Cosecha Roja

—De la relación que tenemos con los senegaleses, de los distintos relatos, no hay ningún tipo de prueba, secuencia o situación que tenga que ver con una mafia que los organiza y los trae a trabajar para ellos —asegura Brumer—. En absoluto. En general, son cosas que han salido en el diario El Día. Siempre que algún periodista les pregunta, dicen lo mismo: ‘cada uno es su propio jefe’.

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Cheik G., 41 años, sentado en un banco de la calle 12 de la ciudad de La Plata, con unos auriculares blancos conectados a su teléfono, también lo dice:

—Yo soy mi propio jefe. 

Pero para poder serlo viajó durante 17 días con otros seis senegaleses, atravesando límites nacionales por caminos de tierra, caminando, cruzando un río, eludiendo los controles aduaneros, y durmiendo en hosterías hundidas en pueblitos latinoamericanos. Dos veces los detuvo la policía. En la frontera entre Ecuador y Perú, y entre Perú y Bolivia. Los metieron tres días en una comisaría, hasta que pagó a los “guías”, como los llama Cheik, para que salieran.

—A Argentina cruzamos por Orán, Salta. Es un río. Escondiendo en la frontera, esquivando el control, caminando. Había una señora que era nuestra guía. Salimos de noche y cruzamos el control esquivando, en el campo, y cuando pasamos el control volvimos a la ruta. Estaba todo planificado. 

En Argentina la odisea con los guías se terminó, dice Cheik. Él y sus seis acompañantes quedaron por las suyas.

—Lo que se dice no es verdad. No era un negocio como esclavo. Uno quiere ir y paga su plata. Pero nadie obliga a nadie ni nada. Eso es todo mentira. Es como un guía turístico. Yo compré boleto de micro de Orán a Retiro. En Retiro desayuné con chicos de Senegal y me tomé colectivo a La Plata.

Emigrar es lo lógico, dice Cheik. Para él siempre lo ha sido. Un mandato antiguo según el cual los hombres salen a buscar la comida y las mujeres se ocupan de la casa. Cuatro hermanas y su madre quedaron en Senegal -Cheik no soportaba ver que a su madre le faltara algo-, además de su mujer con dos hijos. Él trabajó como conductor de taxis especiales en Dakar, en la panadería de su tío, pero después se fue a Valencia, en España, donde estuvo seis años, y pasó nueve meses en Ancona, Italia. En 2014, por un “tío lejano, que no es como el hermano de mi mamá”, eligió Argentina como su nueva patria. Su hermano menor llegó después, y otro sigue viviendo en Italia. Recién ahora, muy de a poco, ese mandato empieza a cambiar: Cheik está haciendo el papeleo para que su esposa y sus hijos vengan de África. 

Cheik es uno de los pocos senegaleses que no se benefició del decreto 02/13 -quedó afuera porque llegó un año después de que se dictara- pero pudo sacar su documento argentino de todas formas. Venía de ser deportado por vender CDs falsificados en España; de modo que conocía el idioma de los hispanos y de los letrados. Unos abogados en Capital Federal lo asesoraron: tenía que pedir el estatus de refugiado; mientras tanto gestionar “la precaria”; y luego, residiendo dos años en el país, podría iniciar el trámite por su documento. Ese periplo hacia la naturalización fue posible hasta que Macri firmó el decreto en 2017: la “precaria” dejó de servir para gestionar la doble ciudadanía. Los africanos que llegaron en los últimos tres años a la Argentina entraron ilegalmente y deambulan en un limbo administrativo.

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—Mi idea es estar un tiempo. Tarde o temprano voy a volver a mi país, y no vuelvo más. Porque no tengo mi vida acá. Estoy por tema económica nada más. Si me junto plata y tengo algo para poder regresar a mi país, me voy. Yo y muchos más. No digo todos, porque el pensamiento de la gente es diferente, pero el 99% de los chicos piensan igual que yo. El día de mañana se van y no vuelven más.

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—¿Cómo era tu vida antes de estar detenido?

—Antes de estar detenido... 

Nar se detiene a pensar un segundo la respuesta. Mientras enrosca alrededor de su mano izquierda un rosario de cuentas de madera, se balancea levemente hacia ambos lados. Tiene puesta una camisola indú azul y marrón, con cuello mao. Su hijo menor grita por él desde una habitación lejana.

—… vivía para los demás. En realidad, esto generó todos los problemas, porque qué pasa: en la causa judicial supuestamente yo la hago venir acá y la hago trabajar como esclavo. Realmente yo confirmé y dije: que yo vivía para los chicos. No tenía vida familiar, generalmente. Estoy trabajando en la peatonal y llega un chico con un problema y yo tengo que dejar todo, acompañarlo para solucionarlo. Llega un punto en que todo Bahía Blanca o todo Monte Hermoso o toda la gente piensan que ellos son empleados míos. Y realmente que nada que ver. Por eso en la causa figuraba tráfico de personas, que creo que bajó. Porque no hay prueba. Acá en Bahía Blanca baja un africano, cualquier inmigrante, no tener lugar. Te van a decir mira, va a ver Nar, te va a dar una solución.

Nar sostiene un rosario de cuentas de madera. Fotografía: Pablo Presti / Cosecha Roja
Nar sostiene un rosario de cuentas de madera. Fotografía: Pablo Presti, Anfibia/Cosecha Roja

—¿Cómo hacen para insertarse en la vida laboral? ¿Hay algún grupo que los apoya, que les enseña español?

—Yo generalmente lo apoyo. Si hay que hacer un trámite, lo acompaño. Si hay un problema municipal, lo acompaño. Si hay un conflicto entre un bahiense la acompaño y en tanto ser la voz de ellos. Yo soy todo para ellos. Imagine que en Monte Hermoso caminan a la playa, la mayoría no entienden español. La policía lo agarra. La primera cosa que dicen es "Nar, Nar, Nar". La policía interpreta que están trabajando para Nar.

—La justicia dice que tenías contactos en el extranjero que utilizás para traer de manera ilegal a otros senegaleses al país a cambio de dinero.

—No era así, mirá como vivo. Dicen que cada chico cobraba 2000 o 3000 dólares. No tengo mi casa. Yo tengo mi auto acá hace cinco meses, no lo puedo usar porque me robaron la batería y no tengo para comprar una batería. Nosotros tenemos una tontin, se llama Tontín. La tontín es: cada chico africano trabaja cada día junta 100 pesos. Somos tres trabajando en un lugar, cada día 100 pesos. Son trescientos pesos. Durante 10 días son 3000 pesos. El más débil: tomá, agarrala. Seguimos juntando: 10 días, tomá. A los 30 días, cada uno agarró sus tres mil pesos y nadie debe nada a nadie. ¡Figura en la causa! 

—¿Y los pasaportes?

—El tema de los pasaportes. La gente que vive en Bahía Blanca, si encuentra un chico africano lo primero que le dice es: ‘vas a lo de Nar’. Es lo más común. Si encuentran un pasaporte de un africano me lo traen. Yo moralmente no puedo negar esta responsabilidad.

—¿Cómo tomó la sociedad de Bahía y la comunidad tu detención?

—La comunidad se sintieron muy mal. Aprovecho para decir gracias a toda la comunidad. Es más, la gente juntó peso por peso y pagaron un abogado. Si yo me he portado mal con este comunidad no van a pagar un abogado. Y tengo el apoyo también de la sociedad cuando salgo a la calle con el permiso para llevar a la escuela a mis hijos, la gente te preguntan qué necesitas. Pero lo que sí duele es si hoy por hoy está confirmado que hay un chico senegalés que denunció contra mí, duele porque yo sacrifiqué mi vida familiar y mi vida económica por la comunidad senegalesa. Como le dije al juez, miro a la cara a cualquiera y lo voy a decir: no me vas a ver mintiendo, no me vas a ver robando, no vas a ver donde no tenés que verme. Si es para ayudar a gente, si para ayudar a gente la cosa se te complica… bueno: yo lo hice por Dios.

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*Migrantes de Otro Mundo es una investigación conjunta transfronteriza realizada por el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), OccrpAnimal Político (México) y los medios regionales mexicanos Chiapas Paralelo y Voz Alterna de la Red Periodistas de a Pie, Univision Noticias (Estados Unidos), Revista Factum (El Salvador); La Voz de Guanacaste (Costa Rica); Profissão Réporter de TV Globo (Brasil); La Prensa (Panamá); Semana (Colombia); El Universo (Ecuador); Efecto Cocuyo (Venezuela); y Anfibia/Cosecha Roja (Argentina), Bellingcat (Reino Unido),  The Confluence Media (India), Record Nepal (Nepal), The Museba Project (Camerún). Nos dieron apoyo especial para este proyecto: La Fundación Avina y la Seattle International Foundation.

 

Esta crónica es parte de "Un negocio cruel". Podés navegar por el sitio "Migrantes de otro mundo" acá abajo: