Cosecha récord sin infraestructura


Seis mil millones en la caja de un camión

Para la Argentina, que llueva mucho o nada en la zona más fértil tiene precio: 6 mil millones de dólares. Visto de cerca, el paraíso de la cosecha récord que salvará a una economía en crisis es una trampa. Las jornadas inciertas, los riesgos de aspirar agrotóxicos y la falta de políticas nacionales que garanticen una infraestructura a medida del principal polo agroexportador de soja del mundo convierten el traslado de cereal en un duelo entre transportistas, policías trasnochados, pungas, automovilistas y vecinos. El cronista Ricardo Robins recorrió el gran Rosario para mostrar la otra cara del maíz, el trigo y la soja, la de los camioneros que duermen al costado de la ruta.

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Los camiones que llevan la cosecha de cereales desde los campos hacia los puertos harán este año un millón de viajes más que en 2018. Tres de cada cuatro atravesarán las rutas del Gran Rosario, con picos de 15 mil acoplados por día y aún falta que llegue el grueso de la cosecha de soja 2019. El gobierno nacional festeja el milagro: 6 mil millones de dólares extra sólo porque llovió cuando y cuanto debía. Pero a los camioneros nadie les abre paso. Son como el agua que baja en tiempo de inundación y desborda los caminos. Copan las banquinas. Bloquean los accesos a las ciudades y a los pueblos. Saturan puentes, rompen pavimentos. Las agroexportadoras no los quieren apilados en sus playas de estacionamiento ni los intendentes en sus calles. Necesitan sus cargas pero a ellos los desprecian. Los empujan lo más lejos posible. Entonces les roban en la oscuridad de una banquina. Andan mal dormidos y mal comidos como los trabajadores golondrina. Son el orgullo de un sistema que los exhibe y al mismo tiempo víctimas de una maquinaria que los deja con los nervios al límite. Hasta que uno se muere aplastado en la ruta y otro en un puerto, y todos dicen “accidente”. A la semana siguiente se muere otro más y ahí ya nadie sabe qué pasó.

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La cola de camiones empieza en el kilómetro 14 de la autopista que une Rosario con la ciudad de Santa Fe. En realidad, en ese punto termina la hilera. Los primeros están a 15, 20 ó 25 kilómetros, en los accesos a los once puertos de las empresas del agronegocio sobre el norte del Gran Rosario. A dos, tres y hasta cuatro rutas de distancia porque las terminales y playas de estacionamiento para descarga no están sobre la autopista sino sobre la costa del río Paraná. En el medio hay otras vías nacionales y provinciales, enlaces y hasta toscos caminos de ripio. El serpenteo de camiones se hace difícil de entender. ¿Qué hacen ahí?

No lo saben, no lo entienden tampoco los camioneros que frenan y engrosan la cola que se extiende de forma amenazante hacia la ciudad más poblada de la región, pasadas las seis de la tarde del jueves.

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—Son los milicos, los milicos, que están allá adelante cortando el acceso de “San Lorenzo norte” y atrás no hay nadie —dice Julio, de 37 años y 20 de experiencia en el rubro. Es el más enérgico de los tres choferes, junto a Mario y José Luis, que hablan sobre la banquina.

Mario, más sereno, de 47 años y 15 al volante, explica que la salida siguiente hacia los puertos, sobre la localidad de La Ribera, está cortada hace una semana de forma total para los vehículos pesados. “O sea que tendría que seguir 30 kilómetros hasta Maciel y desde ahí volver por la ruta 11, que es peor porque tiene una sola mano y no tiene banquina, como acá”, dice.

—Hay que sacarle una foto a la policía, no sé por qué cortan, qué negocio tienen, si hay tres kilómetros adelante que está todo vacío —agrega José Luis, 41 años y siete como chofer. Interviene poco y mira con una media sonrisa, desconfiado.

A un costado espera Pablo, entrerriano de Crespo. Es transportista, dueño del camión y mantiene cierta distancia con los otros tres.

—Las playas están vacías, las cierran para que no entremos, pero están vacías. Mirá, acá un amigo me mandó una foto de la playa de Bunge, ¡no hay nadie, nadie! —grita Julio, el más petiso e inquieto, de remera verde, jogging gris y zapatillas azules.

La imagen es clara: una larga y ancha explanada de cemento con algunos camiones a lo lejos. Mario, pelo enrulado, cara roja y cuerpo robusto como un acoplado, mira la foto desde el celular de Julio. Sus ojos celestes enrojecidos por la falta de descanso y el trajín de la cosecha se clavan en la pantalla. Hace que no con la cabeza.

Los choferes putean. Descargan la bronca contra sus enemigos. En primer lugar: los policías de Seguridad Vial que no los dejan pasar. Puesto dos: los intendentes. En particular el de Timbúes, Amaro González, el más nombrado porque subió de 300 a 400 pesos el derecho a circular por un “ripio asqueroso de cinco kilómetros” dentro del municipio. Lo acusan de no usar esos fondos para mejorar los caminos. El año pasado le tirotearon la casa. En tercer lugar, los delincuentes: los que les roban a ellos a mano armada y los que abren las boquillas del camión para dejar caer las cargas de cereal y venderlas en el mercado negro. También están las multinacionales pero ese rival les provoca menos pasión.  

El sol cae y el oeste es pura pampa. Algunos rayos que dejan pasar las nubes encienden los bordes filosos de los plumerillos. El ocre de los campos cosechados, el verde de las arboledas, esa paz lejana contrasta con la banquina este de la autopista, en donde los zumbidos de los autos y otros camiones se cuelan entre las chapas de los acoplados apilados. Los choferes repasan los posibles circuitos alternativos. Todos malos. La noche anterior se toparon con una cola de 15 kilómetros sobre la 11, de Timbúes a Oliveros. Eso no es nada, dice uno y enumera 20 kilómetros sobre la 91 hacia Serodino. Ahora parecen pescadores comparando el tamaño de sus presas.

—Para colmo, algunos muchachos se duermen y quedan solos con las luces apagadas sobre la ruta. No los ves, es un peligro —dice Julio.

—De noche, con frío, sin baño, con hambre; así nos dejan —agrega Mario.

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El tiempo de la cosecha los emparenta con los trabajadores golondrina. Los peones rurales que van de pueblo en pueblo para levantar los cultivos. Estos motorizados también se mueven detrás de la dinámica de los campos, viven y padecen al mismo tiempo la explosión del agronegocio y saben que deben aprovechar el momento. Cada viaje puede dejarles unos cuatro mil pesos, según la extensión. Mientras más cereal lleven y traigan estos meses, cuando el trabajo es el doble o el triple que el habitual, más tranquilos vivirán el resto del año. Las jornadas de trabajo no tienen horarios, visten overoles que son también pijamas y duermen arriba del camión.

“Toda la noche acá tirados como perros, o peor. Por suerte hasta ahora acá no pasó nada grave. Gracias a dios”, cierran a coro. Mientras esperan, le agradecen y le piden a dios. Pero andan armados por si no los escucha.

 

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En Argentina, que llueva bien o mal tiene precio: 6 mil millones de dólares. Esa es la diferencia del resultado económico de la cosecha de la campaña actual (2018/19) frente a la anterior, afectada por la sequía. Según un informe de la Escuela de Economía y Negocios de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), el gobierno nacional recaudará este año 20.140 millones de pesos más que en 2018 sólo por retenciones. El “campo”, además, liquidaría hasta septiembre unos 10 mil millones de dólares en el mercado de capitales. Esa es (debería ser) una de las claves para controlar la cotización de la divisa en la previa a las elecciones nacionales.

No sólo en las arcas que maneja Nicolás Dujovne se perciben los réditos del agua que cae del cielo cuando debe. Para mover desde los campos hasta las zonas portuarias o industriales las más de 140 millones de toneladas de granos de este año se necesitará el equivalente a un millón de viajes de camiones más que en la campaña anterior, calculó la UNSAM.

La Bolsa de Comercio de Rosario precisó que el año pasado se concretaron 1.550.000 de traslados (solo de ida) hacia los 19 puertos de la región (una franja de 70 kilómetros que tiene a la ciudad en el medio). Por la sequía, hubo 450 mil menos que durante “la hermosa cosecha de 2017”, recuerda nostálgico Julio Calzada, economista de esa oficina céntrica. En 2019, estima, se harán 2,2 millones de viajes (unos 650 mil más que en 2018 en el Gran Rosario).

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Sobre la autopista Rosario-Santa Fe, cinco kilómetros al norte de donde Julio, Mario y José Luis hacen catarsis, dos policías y un patrullero con las sirenas azules bloquean el acceso “San Lorenzo norte” un jueves por la noche. Por ese desvío se accede a once puertos de las localidades al norte de Rosario: Molinos, Vicentín y ACA (en San Lorenzo); Bunge, ADM Agro, Cofco (ex Nidera), Cargill y Terminal 6 (en Puerto General San Martín); y Dreyfus, Cofco (ex Noble) y Renova (en Timbúes).

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Los dos policías de la Agencia Provincial de Seguridad Vial (APSV) están parados sobre el pavimento, a un costado de la camioneta. Empezaron su turno de 24 horas a las dos de la tarde. Al principio, abrían el paso a 30 ó 40 camiones y cortaban. Hasta que llegó la orden de otro de los puestos de control: “Que no pase nadie más”.

“Se llenan las playas de los puertos, se amontonan en la ruta 11 y acá en la curva del desvío no pueden estar porque no dejan transitar a los autos”, explica el mayor de los agentes, un rosarino con seis años en la fuerza que asume el rol de jefe de ese puesto. La agencia tiene doce patrulleros y 40 agentes para esa tarea, día y noche. “Yo me pongo en el lugar de ellos que tienen que quedarse la noche ahí, tienen razón, pero cuando el operador corta, no pueden circular”, explica el jefe.

Ahora son las ocho y el mal humor de los choferes que quedaron varados crece. A los policías de veintipico les toca la misión de mantenerlos bajo control. Ellos también sacan cuentas: faltan horas para que todos puedan pasar, quizás a las cinco de la madrugada puedan levantar el puesto fijo.

“No, no te podés tirar a dormir, no te podés distraer porque se te meten”, dice el jefe. Otra forma de rebelión de los choferes: estacionan en doble o tercera fila, que en la práctica es montar un piquete.

En el otro extremo de la cola, José Luis ya se resignó a pasar su cumpleaños 42 en esa banquina, lejos de su casa en La Pampa. Solo tiene unos mates y masitas. “Este mes no vuelvo. Hay que aprovechar la cosecha”, explica. Aprovechar la cosecha es tratar de juntar la mayor parte de los 28.000 millones de pesos adicionales que tendrán los transportistas por los viajes extra del récord de cereales. Julio avisa: compró rodajas de surubí al paso y las tiene en un balde con hielo. Hay plan.

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La producción de soja pasará de 35 millones de toneladas del año de la sequía a 56 millones de toneladas en esta campaña (21 millones más). La de maíz subirá de 32 millones a 48 millones (16 millones extra). Más de media cosecha extra en promedio, señala la Bolsa de Comercio de Rosario. Además, el miedo a las lluvias apura a las cosechadoras.

Esa expansión asomó los últimos días de marzo en los caminos pero solo por el maíz. En abril comenzó la invasión hacia los puertos del poroto de soja modelo 2019, el plato fuerte del negocio. La Secretaría de Agroindustria actualizó los datos: serán 145 millones de toneladas de granos y oleaginosas. Un ingreso de divisas por exportaciones de 28.100 millones de dólares.

En medio de ese despegue, el presidente Mauricio Macri celebró con un video que publicó en Twitter con la frase “Miles de camiones llevan sus cosechas”. Se ve una fila y la cámara avanza a modo de traveling. El texto que se lee sobre las imágenes, difundidas el miércoles 27 de marzo (el día que el dólar cantó 45 por primera vez), dice: “Kilómetros de camiones esperan para ingresar a los puertos del gran Rosario”.

Kilómetros. Que esperan.

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El caos sobre el acceso “San Lorenzo norte” en la autopista se repite en otros puntos: sobre La Ribera (ruta 11 y 91, unos 15 kilómetros al norte) y sobre la A012 (al oeste), con autos que escapan por las banquinas. Son los cuellos de botella habituales de un sistema que, todos reconocen, funciona mal.

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Donde no hay coincidencias absolutas es en el responsable de esa falla: las cerealeras que cierran las playas o dan más turnos de los que deberían, la Policía de Santa Fe encargada de los operativos, los camioneros que se apuran para hacer más viajes -aún sin sus turnos- y son imprudentes al volante, Nación que cuenta los dólares pero se desentiende del asunto, la histórica falta de obras de privados y públicos, y siguen los nominados.

Para el vocero de la Agencia Provincial de Seguridad Vial (APSV), Sebastián Kelman, “el problema es que el 80 por ciento de los granos del país salen por esta zona y falta infraestructura, en los municipios y comunas, y en la ruta 11 que es nacional; y no nos mandaron un móvil de las fuerzas federales”. “Hace poco –pone como ejemplo–, se rompió parte del puente sobre el río Carcarañá y lo tuvo que arreglar Vialidad provincial porque Vialidad nacional demoraba dos días en llegar”.

En ese lugar, el martes 26 de marzo los vecinos volvieron a quedar como rehenes de los transportes de cargas. Se cumplían además dos años de la muerte de dos chicos de 5 y 9 años aplastados en una Traffic por un camión que no frenó. Para reclamar una solución definitiva, cortaron los cruces de la 11 y la 91. De pronto, un puente roto, un piquete y todo el mundo encerrado.

Dos meses antes, la diputada provincial del oficialista Frente Progresista Alicia Gutiérrez pidió por escrito al Ejecutivo de Santa Fe que exija a Nación de “forma urgente” la reparación de ese puente. “El estado del asfalto es muy deficiente”, marcó y advirtió: “El puente se mueve”.

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La semana siguiente a la protesta llega una cuadrilla de Vialidad Nacional. En total son apenas 15 operarios que deben cubrir un área de mil kilómetros y por eso la demora. El presupuesto no les alcanza. Ahora bajan de dos camionetas blancas. Reparan ese puente sobre el kilómetro 343. Son siete: dos banderilleros en las orillas y cinco con palas, picos, un taladro y un soplador.

Para trabajar, cortan el tránsito de una de las dos manos de la traza. Levantan el relleno sobre las juntas de la estructura, mezcla de asfalto con granos de maíz y porotos de soja. Descubren un hueco que es más ancho de lo que debería. Meten un chapón parado y vuelven a rellenar. En general los puentes se mueven pero este mete miedo. “Es un movimiento incongruente, entre losa y losa”, explica el encargado.

El río Carcarañá corre veloz abajo. Uno de los operarios se asoma hacia lo que queda de la vieja pasarela: hierro, cemento y ladrillos entre el agua marrón.

—¿Este también se cae? —lo sorprende un camionero pícaro.

—¿Se cae o no se cae? —se suma entre divertido y nervioso un pelado desde un utilitario blanco que avanza a paso de hombre.

—No —responde el jefe y agrega más bajo—. Estimo que no.

En la salida del puente hacia el norte hay un santuario del Gauchito Gil con ofrendas. Del lado sur, un cartel del Ministerio de Transporte de la Nación que anuncia el “reacondicionamiento” de ese tramo de la ruta 11. “Inicio”, dice en letras blancas sobre el fondo celeste. “Febrero 2017”, responde en un azul despintado. Después de “Plazo:”, un espacio vacío. “Contratista: Cincovial S.A. = Macri”, completa la mezcla de información oficial con un agregado en aerosol negro.

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Antes del piquete en el puente, de la cola en la autopista y del video presidencial, el domingo 24 de marzo le tocó el turno de descargar a Víctor Cáceres, un joven cordobés de 30 años, en la playa que la gigante china Cofco tiene en Timbúes. Como el chofer de Villa María no aparecía con su camión Iveco rojo lo fue a buscar el personal de seguridad de la planta. Lo encontraron a las cinco de la madrugada dentro de la cabina, sin vida.

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Prefectura dio la primera versión oficial de lo ocurrido. Despejó rápido cualquier sospecha. Descartó que se haya tratado de un hecho por intoxicación con fosfina (un agrotóxico). El caso se catalogó como “muerte súbita sin signos de criminalidad”, según el informe de esa fuerza federal y el de Fiscalía de la provincia. Desde la empresa agropecuaria cordobesa Lorenzati, Ruetsch y Cía SA reconocen: “Sí, era empleado nuestro hace unos años”. “Fue una muerte súbita”, repiten ante la consulta de este medio y no dan más información.

La semana anterior, el lunes 18 de marzo, murió Hugo Domingo Pelandino, de 63 años, en la playa de Molinos Agro, en San Lorenzo. Otro cordobés, de Colonia Castellanos. Mientras esperaba, vio que su camión se desplazaba y cuando corrió para subirse terminó aplastado, informó el sitio regional Infomasnoticias.com.

Uno, muerte natural. Otro, accidente fatal por error humano. “No son camioneros, son transportistas. Tenés que llamar a Fetra”, responden desde la delegación de San Lorenzo del Sindicato de Camioneros. Fetra es la Federación de Transportistas Argentinos. “¿Dos muertos? ¿Cuándo?”, es la primera reacción del vocero del gremio. “No son asociados”, la segunda.

“El problema es que hay camioneros de primera y de segunda, que están desprotegidos. Son trabajadores desesperados que están en pésimas condiciones, algunos como monotributistas. Las multinacionales los usan como silo a cielo abierto y hotel al mismo tiempo. Las empresas no ignoran los riesgos que corren al condenarlos a esperas tremendas en cualquier lado, pero se aprovechan de la situación”, explica el diputado provincial Carlos Del Frade, quien pidió informes sobre la muerte en Cofco y explicaciones al gobierno nacional por la falta de controles fitosanitarios (del Senasa) sobre las cargas que ingresan y salen de los puertos.

China National Cereals, Oils and Foodstuffs Corporation (Cofco) es la principal exportadora en la Argentina de granos y subproductos, con 10,1 millones de toneladas en el período 2017/18, según la Bolsa de Comercio de Rosario. Desplazó del primer lugar a las tradicionales, como Cargill o Bunge. “La facturación mundial de Cofco es de 35.500 millones de dólares según su propia información”, señala Del Frade. La cerealera china dice también que se prepara para 2050, cuando “existirán más de 9.000 millones de personas en el planeta”.

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Aquel domingo 24 de marzo, Gatti, un chofer de 49 años, entró a la playa de Cofco en Timbúes a las cinco de la madrugada con su Mercedes Benz 1114 rojo modelo 1972. Se despabiló con las luces de una ambulancia, unos metros adelante. Había gente alrededor de un camión. Estacionó en un lugar libre dentro de ese depósito interminable de acoplados. Siguió a una patrulla de la Policía y vio que a un Iveco rojo lo habían cercado con una cinta de nylon de peligro. Le dijeron que había un muchacho muerto. Esa madrugada se corrió la bola que había sido por el veneno que le ponen al maíz. Gatti no conocía a la víctima, eso le contaron unos compañeros.

La fosfina es un gas que se desprende de una pastilla (de fosfuro de aluminio) que le agregan a las cargas para matar a insectos y plagas. Uno de los más conocidos es el “gorgojo”, que le dio hace años el apodo a los camiones que trasladan cereales: “Los gorgojeros”.

Aunque ese tóxico de banda roja (muy peligroso) está prohibido hace años, algunos cerealistas todavía lo usan, dicen los choferes. Si sus cargas llegan con bichos a los puertos pueden ser rechazadas. Gatti conoce el olor de la fosfina: es fuertísimo, ácido. El Iveco tenía la cabina separada del acoplado pero en su Mercedes Benz de 1972, tipo bolita, con espacio para un colchón detrás del asiento, está todo pegado. “Si me pasa a mí, me muero seguro”, pensó Gatti.

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A las 9 llegó el gabinete de criminalística, sacaron fotos, recolectaron pruebas. Gatti se fue a las 11. “Descargué y me fui. No sé qué pasó, si lo taparon o qué”, contará después el camionero de Casilda que en 2018 logró juntar 450 mil pesos para comprarse su propio vehículo y ascender de chofer a transportista.

Una semana más tarde, el sábado 30, saldrá de su casa a cargar soja en Escalante, Córdoba. Pero el domingo a la mañana la lluvia arruinará sus planes. Recién el miércoles siguiente podrá llenar los acoplados y el jueves conseguirá otro turno y carta de porte para viajar hacia las terminales del Gran Rosario. Le tocará Cofco pero de Puerto General San Martín -donde en diciembre de 2017 una explosión dejó dos muertos y siete heridos-. Llegará a las cinco de la tarde y lo dejarán esperando toda la noche. Dormirá tres horas, de dos a cinco de la madrugada, y constatará que no están llamando para descargar. A las once de la mañana del viernes 5 de abril calculará que le quedan 30 camiones con soja adelante y cuando los llamados por altoparlante para la descarga se reactiven tendrá para cuatro horas más. Con suerte, dormirá esa noche en Casilda y volverá a ver a sus hijos de 18, 12 y 5 años una semana después de haber partido.

“Nos tienen acá, varados un día completo y estamos en plena cosecha. Algunos se quejan porque tocamos bocina. Pero somos muy mansos nosotros”, dirá cerca del mediodía, mientras arregla su viejo camión, frente al poste amarillo que sostiene en lo alto un número negro con su ubicación, como si estuviese en la largada de un enorme hipódromo de cemento.

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El jueves 18 de abril otro camionero es hallado sin vida dentro de su vehículo. Ramón Ángel Carlos Ramírez, de Oliveros, se descompuso en un predio del Automóvil Club Argentino (ACA) sobre la ruta 34, entre Rafaela y Susana, en el oeste de Santa Fe. Según el sitio Rafaelanoticias.com, “al lugar del hecho se acercó personal de la Policía Científica con la médica policial que determinó muerte natural”.

¿Cuántas serán esas muertes que aparecen en notas sueltas de algún diario digital, así, desconectadas unas de otras, tan naturales?

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El presidente Mauricio Macri adelantó el 13 de marzo en Expoagro la puesta en marcha del programa Cosecha segura 2019 para “acabar con las mafias que atacan a los transportistas”. La presentación se concretó casi un mes más tarde. El martes 9 de abril la ministra de Seguridad Patricia Bullrich aseguró desde uno de los puertos de San Lorenzo la presencia de unos 300 efectivos de las fuerzas federales para controlar las rutas. “Este año el flujo de camiones no para”, dijo y anunció que extenderán el operativo hasta noviembre.

Además, para desmontar el caos repetido en la región el programa implementó un sistema de turnos que se conoce como Stop. Sólo los camiones que tienen ese permiso pueden circular hacia los puertos. El turno dura un día y mejoró la situación, pero no tiene horarios. Entonces casi todos cargan a la mañana, viajan y el cuello de botella se repite por la tarde o cuando una empresa decide cerrar sus puertas.

Una de las invitadas al acto de Bullrich, la vicepresidenta de Pueblo Andino, Gisela Signorelli, expresó sus diferencias: “Llegar en helicóptero es fácil, por las rutas se complica. Lo único seguro del operativo es que llegue el grano a los puertos. Queremos sentir que nuestras vidas valen más que un grano de cereal”.

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Lo previsible se vuelve inevitable y ocurre la semana siguiente: la medianoche del lunes 15 de abril. Un camionero no frena e impacta desde atrás a una hilera de vehículos detenidos sobre la ruta 11, un kilómetro antes de llegar al puente roto que se mueve. Un joven conductor de 28 años queda atrapado en su cabina. Los Bomberos Voluntarios de Oliveros no pueden llegar al lugar por la congestión. Se meten a contramano (por la ruta de dos carriles) y los camiones que vienen de frente se tiran hacia la banquina precaria. Quedan torcidos. “Si un camionero se baja y se asoma a la ruta nos matamos todos”, piensa Esteban Jiménez, el jefe de los rescatistas.

Pasan 15 minutos interminables hasta el lugar del choque. El camionero está entre el acoplado del vehículo de adelante y su chasis. Aplastado por su propia carga de maíz. Trabajan a la madrugada, durante tres horas para sacarlo, arrodillados sobre los granos del cereal derramado en el piso. La cabina, un acordeón de chapa. El acordeón, un ataúd. Diego Godoy, santafesino de Piamonte, muere antes de ser retirado.

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Ese mismo lunes se dan otros seis accidentes viales en las rutas de la región. A las diez de la noche, sobre la autopista a Santa Fe, en el desvío a La Ribera, con el paso cortado a los camiones, un conductor quiso girar en u para volver hacia el sur y chocó a un auto que circulaba por la otra vía. Ese chofer quiso evitar seguir hacia el norte, ir hasta Maciel y bajar por la ruta 11. Por ese camino, hubiese llegado hasta el punto en donde se mató el camionero de 28 años, dos horas más tarde.

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Cuando las rutas colapsan, la Policía de Seguridad Vial monta controles, anillos de prevención y hasta válvulas de contención. Inventan nombres técnicos pero en el fondo son marineros que corren y cierran escotillas para frenar el agua. Pero el barco se hunde igual.

“Desde el accidente de marzo de 2017 cuando murieron dos chiquitos en Villa La Ribera a la fecha se podrían haber ejecutado las obras que faltan, si importaran las vidas humanas. Pero se pone primero la ganancia económica del movimiento de la soja que la seguridad”, dice Signorelli, la vicepresidenta de Pueblo Andino, un rincón de cinco mil habitantes.

Para la vicejefa, además de construir rutas nuevas y accesos a los puertos son indispensables las playas de estacionamiento intermedias, antes de arribar a la zona. Cuando los camiones llegan desde el oeste y el norte del país a la costa del Paraná ya es tarde. “El gobierno nacional actúa como un socio privado más del mercado agroexportador. Lo único que le interesa son las divisas que se generan pero los dólares van a parar a otro lugar y no a la infraestructura. Macri dijo que estaba preocupado por la rentabilidad y que tampoco le importaban las fumigaciones sobre los pueblos. Entiendo que es un sector poderoso, el más poderoso del país, pero si sos un socio capitalista no podés ser un órgano de control”, cuestiona desde su casa tabicada con acoplados.

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“La provincia podría también hacer unos caminos alternativos sólo para vehículos pesados porque mientras tanto esta zona es una trampa mortal. No importa a quien le corresponde hacer las obras, hay que tener la decisión de que la vida de las personas que estamos en esta situación vale”, dice Signorelli.

“Es lamentable cuando ocurre una fatalidad pero hace 20 años que reclamamos estos trabajos”, suma Gabriel Abdo, titular de la Cámara de Industria y Comercio de San Lorenzo. “El único sector que crece y que mueve la economía es el sector agroexportador pero no tiene la infraestructura adecuada. Pasamos las 100 millones de toneladas y vamos camino a las 200 pero con las mismas rutas viejas. Es un contrasentido increíble. El gobierno anterior no nos dio ni bolilla. Este sí nos escuchó, tomó las propuestas y están los proyectos. Pero si las obras no se hacen en unos años vamos a estar peor que hoy”.

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En el primer semestre de 2016, el gobierno nacional era sinónimo de ilusión y buenas noticias para el sector. El ministro de Transporte Guillermo Dietrich prometió 2.400 kilómetros de nuevas autopistas, “la misma cantidad que lo hecho en los últimos 65 años”. Para la zona del Gran Rosario, ese diluvio de pavimento incluía la estratégica ruta nacional 11, el anillo circunvalar de la A012 y las vías que vienen del oeste: la 33, la 34 y la 9. Todo sería más grande y nuevo y mejor.

Las obras se demoraron entre reuniones, carpetas y sonrisas pero el 27 de julio de 2018, en una de sus visitas a Rosario, el ministro Dietrich redobló la apuesta. “Vamos a hacer una megaobra: la A012 en autopista va conectar con una variante de la ruta 11 que va a ser una nueva autopista sobre campo travieso. Nunca más esas colas de 20 kilómetros de camiones”, dijo.

“Al principio tuvimos buen diálogo –aclara Pablo Jukic, secretario de Transporte de Santa Fe–. Acordamos en 2016 un Plan Vial Federal. Nación tenía que hacer las obras troncales y la provincia los peines, que son los accesos a los puertos para camiones y liberar así los actuales caminos al tránsito liviano”.

Las obras nacionales (en A012 y 11) se anunciaron para abril de 2018 pero se dilataron. Se incluyeron en los proyectos de Participación Público Privada (PPP). Entre el ajuste del presupuesto y el temor que generó el caso judicial de “los cuadernos/fotocopias de las coimas”, se quedaron sin financiación. “De los 1.100 millones de dólares de inversión prometidos para el corredor E, que incluye la zona de puertos al norte de Rosario, sólo consiguieron 100 millones. En lugar de empezar a fines de 2018 lo harán a fines de 2019 pero con los trabajos para un tercer carril de la autopista Rosario-Buenos Aires”, dice Jukic. Las obras empezarían entonces un año más tarde, con menos de una décima parte de lo anunciado y del otro lado del problema, hacia el sur, justo mirando hacia la Ciudad de Buenos Aires, gritan los Federales descendientes de Estanislao López.

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Con lo que aportan los productores de Santa Fe solo por retenciones y en un año, el Estado nacional podría hacer 3.300 kilómetros de ruta nueva, calculan desde Vialidad provincial. La zona conflictiva de los puertos del Gran Rosario, dentro del corredor E de las PPP, son 389 kilómetros.

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“Esta es la consecuencia de un modelo virtuoso que tiene puntos de colapso”, dice Juan Carlos Venecia. El director del Instituto de Desarrollo Regional de Rosario no busca provocar, hace historia. Datos: en los últimos 25 años por la evolución de la biotecnología aplicada a las cultivos y de la hidrovía Paraguay-Paraná, Argentina duplicó su área sembrada y triplicó su producción exportable. Esa explosión multiplicó las terminales, sobre todo privadas, a lo largo de 70 kilómetros de Villa Constitución a Timbúes: el principal de polo de crushing (producción de aceites y harina) del mundo. Esos gigantes generaron trabajo. Timbúes, por ejemplo, pasó de 500 habitantes a unos 10 mil y hoy tiene tres compañías agroindustriales en su ejido sobre el río.

Hasta la década del ochenta, Argentina producía 35 ó 40 millones de toneladas de cereales y esa cantidad estaba estancada. Con ese proceso de transformación, creció a 100 millones de toneladas y este año récord a 140 millones. Pero el 80 por ciento de esas cargas se mueve en camiones. En 1930, los trenes trasladaban 30 millones de toneladas y eso se redujo a la mitad en la actualidad. En cambio, los buques para llevarse la producción se duplicaron: son 2.200 en el Gran Rosario. También se forman sobre el Paraná colas de barcos “en rada”.

La saturación de camiones es entonces una consecuencia lógica de un crecimiento económico sin planificación territorial, ni plan integral de transporte ni inversión sostenida. “Se abre una puerta de tres meses de cosecha gruesa y vemos un pedacito de un sistema, el de los accesos terrestres a los puertos. Pero el proceso general en el tiempo ha sido virtuoso para el país, más allá de cuestiones ambientales. Ahora debemos reformular el sistema de transporte vial, fluvial y ferroviario”, resume el autor del libro “Pensar el futuro. Infraestructura y obra pública 2018-2027”.

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El embotellamiento resurge como destino, como “búsqueda de la desgracia, de la infelicidad y la exasperación”, como definió Julio Cortázar hace casi medio siglo. Todo lo contrario creen los vendedores de hamburguesa, gaseosa y torta asada que florecen en cada bloqueo. Para Figueroa, un gaucho con boina desocupado de 53 años, que cuando quiere dar el vuelto se le caen los billetes de una mano dura como un garrote, es sobrevivir.

En la autopista del sur santafesino, Julio, Mario y José Luis no se rinden. De pronto, el camión de adelante se mueve y se dispersan como hormigas en la lluvia. “Vamo, vamo, vamo”, grita Julio casi en sapucai. Pablo, el diferente, el que es dueño de su camión, ya se subió a la cabina y es el primero en arrancar para no perder su lugar.

Esa diferencia, la que flota entre “transportistas” y “choferes”, no es de títulos y honores. Los productores agropecuarios pagan 780 pesos por tonelada por unos 200 kilómetros de distancia, según Fetra. Un camión a tope con 30 toneladas implica un viaje de 23.000 pesos, en bruto. Pero eso (menos gasoil, peajes y gastos) es para el propietario. Los choferes, según el arreglo que tengan, suelen cobrar entre el 15 y el 20 por ciento del monto del viaje: unos cuatro mil pesos.

La cola se mueve pero es una farsa. No avanza ni medio kilómetro y todos se detienen. Les toca a choferes y titulares, por igual, otra larga noche.

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El día siguiente, viernes, sugiere que esa rueda es incesante. Los camiones atascados llegan hasta el kilómetro 16 de la autopista. A las once de la noche, sucede. El corte policial sobre el acceso a “San Lorenzo norte” se abre y el tránsito fluye por el desvío a la derecha, hacia el peaje lateral.

La hilera de vehículos que asoma desde la otra ruta, la 10, que cruza por arriba a la autopista, pierde la paciencia. Una bocina, otra y nace una sinfonía latosa. El tramo que va de la 10 hasta empalmar la 11 es un paréntesis entre la espera en la banquina y la otra que se vendrá en el acceso al puerto. El movimiento es lento, de a ratos a paso de hombre.

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En una explanada, camiones detenidos y un hombre que parece jugar a la escondida: levanta la carcasa de la cabina como si fuera una capucha y se mete debajo. Más adelante, otros cinco toman una cerveza en el “Comedor Leo”. Sillas y mesa de plástico blanco. Poca luz, no se mueven. Son una postal no comercial. Enfrente un puesto de venta que promete “horario corrido las 24 horas” está cerrado. La vía del tren, profunda, marcada, cruza el pavimento y el paso a nivel es como una baldosa rota para una vieja con bastón. Así pasan los camiones, lentos y temerosos, quejándose de sus caderas.

Por fin llega el cruce de la 10 con la 11, que corre paralela a la autopista y une las ciudades y puertos del Gran Rosario norte, ex cordón industrial, hoy polo agroexportador.

Un auto rojo aparece entre los camiones como un pez rodeado de tiburones. Es un pececito de color que busca escapar y, en su desesperación, casi choca con un tiburón. El camionero le grita. El pececito que maneja el Fiat rojo le hace un gesto como diciendo qué te pasa y el tiburón muestra los dientes, saca la cabeza por la ventanilla desde lo alto, amaga con salir. Nemo escapa, huye por su vida en ese océano de hojalata y ruedas.

Al girar a la izquierda, hacia Puerto General San Martín, la 11 no trae paz, ni el brillo con que la civilización suele fingir su presencia. Es una pasarela con pozos, galpones, comercios y algunas casas tristes. Trabajadoras sexuales se ofrecen a los costados. Un increíble cartel blanco de “ATENCIÓN” con información sobre “LA RUTA” que perdió la patita de abajo de la “R” parece presentarlas a ellas. Una morocha alta, pelo largo y pantalón blanco mira, más desafiante que sexy. Otra, pelo enrulado y cara redonda, tiene la vista clavada hacia abajo y una expresión ida, como esas viejas muñecas de porcelana. Cinco se juntan en una plaza y se divierten, o se cuidan. Son diez, doce, catorce a medida que pasan las cuadras.

El alumbrado público se rinde de a ratos. Dos siluetas de personas sentadas en un banco, sin rostro, siguen los movimientos. Es como si nadie deseara ser observado en esta distopía del presente: el año 2019 de Blade Runner pero del tercer mundo.

De la 11 surge el cruce con la avenida América, una vía perpendicular que lleva hacia el río. Pero como los puertos están dispersos por esa zona y tienen sus propias playas de estacionamiento, el camino hacia la meca tiene un nuevo desvío. Se acaba el pavimento y nace un ripio. Las ruedas de los camiones levantan una nube gris y la visión se reduce a las luces rojas del que va delante. O las que encandilan de otro que viene de frente. A un lado y al otro, una nada negra de campos vacíos.  

Más lejos, hacia el este, donde debe estar el ingenuo Paraná, flotan conglomerados de luces blancas y amarillas de los puertos y fábricas. Pero acá en este camino de ripio y polvo sólo hay polvo y más polvo que parece conducir a ningún lado.

Visto de cerca, el paraíso de la cosecha de los millones de dólares que salvará a una economía desértica, ese oasis de cereales que la pampa húmeda ofrece al mundo como un fruto divino, es un infierno de camiones gigantes y sucios, choferes enojados y desbordados, policías trasnochados, trabajadores muertos, putas lúgubres, sombras al acecho y tierra que se levanta, se cuela entre los dientes y no deja ver el horizonte.