Crónica

Monjas y religiosas


Mujeres de Dios

El poco conocimiento que, en general, tenemos de las monjas, suele darse a través de los medios frente a hechos extraordinarios como el allanamiento a un monasterio. También, a partir de telenovelas estereotipadas o personajes del cine donde son, en general, santas, malvadas o pervertidas. Como protagonistas de relatos urbanos, la fantasía popular también estigmatiza; no las comprende. ¿Pero cómo viven de verdad quienes se dedican a la vida religiosa? ¿Qué son las laicas consagradas? Fragmento de "Mujeres de Dios. Cómo viven hoy las monjas y religiosas en Argentina" de Sonia Budassi.

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Santas, aburridas, raras, perversas, vírgenes monstruosas, chicas que fracasaron en el amor, sacrificadas por el otro, lesbianas, enfermas, ignoradas, locas, autoritarias, marginadas, sometidas y tristes.

Las monjas son un misterio construido muchas veces sobre la ignorancia y el rechazo; la idealización y el estereotipo.

El imaginario alrededor de ellas deja espacio para pensar la posible utopía feminista extrema; la de un mundo sin hombres. Pero las condiciones imponen la paradoja de estar subordinadas a una estructura verticalista y patriarcal: la Iglesia Católica.

 

En las telenovelas latinoamericanas tradicionales, mezcla de melodrama, novela rosa y cuento de hadas, con heroínas humildes, lloronas, castigadas pero al final triunfantes al ritmo de la marcha nupcial, suele haber un personaje religioso. En general, es un sacerdote sabio y bonachón que aconseja a los protagonistas.

Algunas veces, religiosas abnegadas –atributo que suelen compartir con la protagónica- y de una adorable calidez que le prestan el hombro a las heroínas para que lloriqueen a gusto. El gran salto a la fama de las religiosas, la gloriosa conversión del convento en decorado de TV en Argentina se produjo gracias a Omar Romay que en 1989 produjo la exitosa Extraña dama. Si bien hay otros ejemplos, la telenovela protagonizada por Luisa Kuliok (que, claro, hacía de monja) y por Jorge Martínez (como el galán) es un producto icónico. La historia, por supuesto, tenía todos los elementos que caracterizan al género: personajes villanos y personajes buenos; el malentendido y el azar como motor de la trama; hijos ilegítimos y triángulos amorosos.

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La protagonista, Gina, es una chica de campo que se encuentra por casualidad con Marcelo Richiardi, un joven apuesto y, desde luego, adinerado; ambos se enamoran, como lo exige el género, a primera vista. Pero el amor surge al tiempo que los obstáculos: el hermano de Gina, alcohólico y muy malo, impide que la relación siga adelante. Por su parte, Marcelo tiene la obligación de casarse con Elsa, a quien, por conveniencia, su padre ha elegido para él (en las telenovelas, más que en ninguna otra ficción, la gente se casa con gente a la que no quiere). Mientras tanto, Gina descubre, desmayos terribles de por medio, que está embarazada. Y se enferma. Y de una manera por demás extravagante, unas monjas le dan asilo y a pesar de que la cuidan ella empeora. Da a luz pero todos piensan que va a morir. Entonces ella pide a las hermanas que entreguen la beba al padre.

Al poco tiempo, en el convento de la Adoración, la moribunda se recupera. Y al salvarse de la muerte descubre su vocación religiosa. Gina viaja a Roma para comenzar el noviciado, años más tarde vuelve convertida en Sor Piedad y toma el lugar de la fallecida Madre Superiora. El regreso es celebrado por la bondadosa Sor Beatriz, una de las religiosas que la había socorrido y ayudado años antes.

La telenovela reafirma uno de los clichés más habituales: la vocación religiosa como consuelo de un fracaso de pareja, un remedio para la desilusión amorosa. En La extraña dama, pasan más cosas y el convento en el que transcurre gran parte de la ficción está lejos de ser un elevado lugar de paz espiritual: Sor Paulina y Sor Sacramento se empecinarán en volver insoportable la vida de la protagonista. Sor Paulina, ambiciosa y malvada, quiere a toda costa quedarse con el puesto de Madre Superiora; el odio y la mezquindad incentivan la lucha de poder. Y la protagonista, por su parte, llora y está triste la mayor parte del tiempo.

La figura cristalizada de la monja sufriente.

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Show sin TV

Sábado a la mañana. Obelisco, Buenos Aires: Una multitud -300 000 personas- se aglutina, por segundo día consecutivo, para presenciar el espectáculo del pastor evangelista Palau, música, oraciones y el nombre de Dios cantado con rima. “Aleluya”.

Sábado a la mañana. Luis María Campos y Maure, Buenos Aires: La capilla del colegio Las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús está llena, es decir hay, aproximadamente, 100 personas. Al costado del templo, un coro de adolescentes; chicas con jopos uniformes –vuelve la moda de principios de los 90- cantan; varones tocan la guitarra; el pelo con cortes estudiadamente desparejos que sólo puede lograr un peluquero profesional, los pantalones bajos dejan ver boxers de reconocidas marcas. Tres sacerdotes ofician misa. Los feligreses visten muy bien, algunos tienen rastros de emoción y cámaras de fotos. Al promediar la celebración, tres chicas de veintipico de años se acercan a los sacerdotes. Uno de ellos les va entregando el micrófono sucesivamente.

Ella dice que pide renovar sus votos de obediencia, pobreza y castidad. Que quiere vivir como una Esclava del Sagrado Corazón de Jesús. Lo dice arrodillada, al micrófono. Después se incorpora. Toma la comunión y vuelve a arrodillarse pero ya no en el piso si no en el primer banco de la Iglesia. Si no fuera por lo que dicen, sería difícil saber que son novicias: no usan hábito si no polleras hasta la rodilla y camisas; una gran cruz cuelga de sus cuellos.

Un papel con una fotografía de estas tres chicas, fotocopiada blanco y negro en la puerta de la parroquia pedía: “Acompañanos este sábado a la misa donde renovaremos nuestros votos. Celebración de la Eucaristía y Renovación de votos”.

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Y en el encabezado de los cancioneros, hojas también fotocopiadas con el repertorio del coro que se reparten en cada banco, la frase: “La certeza de que le pertenecemos fundamenta nuestra esperanza. Nos sabemos instrumentos suyos, queridos, enviados y acompañados de su Espíritu”.

La convocatoria tuvo éxito: hubo gente que escuchó toda la misa de pie y se quedó en el salón del colegio compartiendo sándwiches y gaseosas para festejar. La ceremonia tuvo algo de emotivo, madres, tías, hermanas y padres lagrimeando y canciones alegres “porque es una fiesta”, según dijo el cura. El procedimiento no tuvo la carga de penitencia y humillación de décadas pasadas cuando, como puede verse en el film Historia de una monja, las novicias debían tirarse en el piso boca abajo para recibir la bendición.

Este ritual se repite cada vez menos en Argentina.

Cuando ser la extraña dama ya no resulta tan atractivo.

Los últimos registros de la Guía Eclesiástica Argentina datan del año 2004. Desde el 2000 hasta ese año, la vocación religiosa femenina decreció en un 5,5 por ciento. En el 2000 se contaban con 9113 religiosas y monjas, y en el 2004 la cifra había descendido a 8.612. Una tendencia que se profundizará por el hecho de que hay poco recambio generacional; las religiosas que están en función desde hace más de cuarenta años están llegando a una edad elevada y cada vez hay menos chicas que ingresen en los conventos.

Para la licenciada Claudia Touris[1] el fenómeno se explica por “la cuestión de la secularización, que está cada vez más acentuada. El mundo actual lleva a resaltar más la realización personal sobre el hecho colectivo. Hoy nadie estaría dispuesto a sacrificar mucho de lo personal en relación a una institución que pide todo y en la que son más evidentes las renuncias que las compensaciones. Simplemente la gente cree que puede vivir de otra manera su fe, quizá más liviana. Claramente eso se manifiesta y en la vida religiosa hay una profunda crisis”. Touris agrega que “Cada vez son menos los casos de jóvenes que sienten el “llamado” a vivir su vida de esa manera. La Iglesia como disciplinadora ideológica o de formación de conciencia, es hoy muy marginal, aún para los propios creyentes. Se sigue con esa cuestión de negar la comunión a los divorciados, de condenar las relaciones prematrimoniales y el uso del preservativo. Son cosas que ninguna de las personas de hoy en día consideran. Los católicos y creyentes no sienten un conflicto. Si viven en las antípodas de lo que dice Benedicto XVI no dejan de sentirse católicos. Es al revés: ‘Yo me siento católico a pesar de lo que dice el Papa’”.

El padre Daniel Echeverría, miembro de la CONFAR[2], admite el descenso de vocaciones y cree que las causas constituyen un tema “muy opinable”. Por un lado, dice, el Concilio Vaticano II provocó, entre otros grandes cambios, el surgimiento de la figura del “laico consagrado”, una manera de vivir la fe que sumó opciones a las escasas alternativas tradicionales existentes hasta entonces. “Hay muchos cristianos y cristianas que encontraron que podían vivir de una manera radical su compromiso de seguimiento de Jesús sin necesidad de una consagración específica como es la vida religiosa o sacerdotal. En otro tiempo, quien quería vivir su vocación cristiana a pleno tenía que pensar en ser religioso o sacerdote. La vida laical estaba devaluada. Pero el Concilio vino a recuperar también el lugar de los laicos en la Iglesia, su misión. Creo que la Acción Católica, ese movimiento de acción misionera de los laicos, ayudó muchísimo”. Según él, “esto puede haber tenido una consecuencia en la disminución de las vocaciones, porque se afina más el discernimiento”. El Concilio Vaticano II, anunciado por el Papa Juan XXIII en 1959 y convocado en el año 1962, empezó a llamar a la Iglesia “pueblo de Dios”, lo que resignificaba la idea que se tenía hasta ese entonces de vida religiosa como “camino de perfección”.

En síntesis, la propuesta conciliar es que sacerdotes y religiosas se coloquen junto a los laicos, pero no por encima de ellos; al tiempo que hace un enfático llamado a trabajar por los pobres. También se convoca a que cada congregación revea su misión y su carisma[3]. La formación intelectual, que hasta antes del Concilio estaba reservada a los curas, se extiende a las religiosas de muchas congregaciones.

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Con respecto a la secularización y la falta de vocaciones, el padre Echeverría sostiene: “Hay aspectos como la pobreza o la castidad que están cuestionados, y no sé si otros tiempos fueron mejores, pero no parece que el ambiente actual invitara mucho a eso. A mí me cuesta hablar de esta cuestión porque me da la impresión de que terminamos haciendo un discurso muy negativo de nuestra cultura.

En otra época había una exaltación tan grande de esta forma de vida, formaba parte de un imaginario tan ideal, que quizá ayudaba a que alguno canalizara esta opción más desde una búsqueda personal y de un lugar en el mundo y en la Iglesia por cierta relevancia social. Hoy eso ya no existe”, concluye el sacerdote.

Algunas abuelas recuerdan que la que no tenía novio de chica, consideraba como alternativa válida “meterse a monja”. Cambió, como señala Echeverría y Touris, la importancia social de la vida religiosa, y cambió la opinión generalizada sobre las renuncias que implica. Cuestiones como la virginidad eran consideradas un valor trascendente, una virtud imprescindible; el machismo era aceptado con mayor naturalidad y las mujeres eran llamadas a silencio más fácilmente. Que las competencias de la mujer se redujeran al espacio doméstico, al mundo privado, no planteaba gran conflicto para los sectores más visibles de la sociedad.

El panorama no es el mismo en muchos aspectos; lo que provoca que hoy, entre creyentes y no creyentes, la elección de una chica por la vida religiosa sea vista con desdén, extrañeza y, a veces, con desaprobación.

La mujer invisible

Las religiosas parecen tener un papel subordinado en muchos aspectos. La licenciada Claudia Touris, incluso, habla de una doble invisibilidad; como mujeres dentro de la sociedad y la historia, y como religiosas dentro de la Iglesia. “Trato de recomponer la ausencia de las mujeres en la Historia, que a lo largo del tiempo ha preferido estudiar a los grandes hombres o los procesos sociales en donde no interesa la variable de género. En el caso de las religiosas, existe una doble invisibilidad, como mujeres y como monjas. Hay un gran verticalismo claramente paternalista en la estructura de la Iglesia. Los lugares de poder están ocupados por varones y las características de la vida consagrada para las mujeres han tenido que ver con la obediencia y la sumisión. Es un lugar de total entrega, casi como sacrificio a Dios y a la Iglesia. Si bien fueron muy importantes desde el punto de vista numérico –predominan las religiosas sobre los curas–, el lugar que han tenido es de subordinación. Cumplen funciones muy importantes pero que, aparentemente, son las menos relevantes: estar en los hospitales, los hospicios, la educación y directamente la vida de clausura”.

El Padre Echeverría reconoce la marginalidad del rol de las religiosas aunque desde el surgimiento de esta forma de vida, en el Siglo III, hasta este Siglo, ha habido ciertos avances. “Quizá la invisibilidad pase por la naturaleza de la vocación, en cuanto a que la vida religiosa no es jerárquica; las mujeres no acceden a un grado sacerdotal”, dice el cura. “Por más que haya pasado todo lo señalado con el Concilio, los laicos tampoco llegan a formar parte de muchas estructuras de decisión, de evaluación, de discernimiento en la Iglesia. Las decisiones las siguen tomando un pequeño número, que son sacerdotes. De la misma manera, las religiosas forman parte de esa invisibilización. Con todo lo que hayamos caminado, al lado de la sociedad civil estamos unos cuantos pasos atrás. Además, me parece, que puede tener relación con la naturaleza misma de la Iglesia pero también tiene que ver con un lastre cultural de invisibilización de la mujer y del laico dentro de la Iglesia”.

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El sacerdote señala que en América Latina las religiosas –más que los hombres- dejaron lugares de relevancia social como los colegios para irse a vivir junto a los pobres. Para él, “esa es una consecuencia real” con respecto al desprestigio social. “Hay otro empoderamiento ante los pobres, un sano empoderamiento en el que la vida religiosa cobra una relevancia, una significatividad, en los barrios y en el interior del país que también hay que mirarla. Pero este éxodo de la vida religiosa de las grandes estructuras que son poderosas, trae una cuestión innegable. Dirigir un colegio relevante socialmente, una universidad, da un status. Irte a un barrio, no tiene socialmente esa significatividad. No es lo mismo que una hermana se presente en una casa diciendo ‘soy la rectora de una universidad’, a ‘soy la hermana que vive en el asentamiento de Ciudad Evita, en la Matanza’. Creo que no ser sacerdote y ser mujer en la Iglesia todavía implica pagar derecho de piso. Parece que los que tenemos derecho a hablar, a imponer los criterios, a decidir somos todavía los varones, los sacerdotes”.

Una monja en el subte

Esta falta de vocaciones –en consonancia con la crisis de la Iglesia Católica en nuestros días - redunda también en que hoy ya no es común tener trato, ni conocimiento directo con monjas y religiosas[4]. Quienes no están vinculados a instituciones católicas, pueden ver alguna, cada tanto, en terminales de ómnibus, en la calle o en el subte. Es posible también que nos hayamos cruzado con alguna más pero sin notarlo. Desde el Concilio Vaticano II ni religiosas ni sacerdotes están obligados a usar hábito. Algo que, según Touris “generó mucho impacto porque había sido el símbolo por excelencia de la vida consagrada, del ocultamiento del mundo y de los rasgos esenciales de la feminidad”. En general siguen usándolo las congregaciones más conservadoras o las mujeres mayores que no se acostumbran al cambio. Sin embargo, las seguimos imaginando, siempre, con hábitos oscuros.

Al mismo tiempo, las pocas noticias que tenemos de ellas se dan a través de los medios de comunicación. Algo que sólo ocurre, por su propia lógica, ante un acontecimiento considerado extraordinario, que soporte los “criterios de noticiabilidad”. En Internet y en algunas revistas, las monjas son personajes eróticos. Las vedettes lucen provocativos disfraces de mucama y enfermera pero también posan como monjas, las manos juntas, una cruz y un hábito nada convencional, que sólo les cubre el pelo.

Como protagonistas de relatos urbanos, la fantasía popular estigmatiza. En general, en el imaginario colectivo las monjas encarnan el papel de lesbianas, de mártires, de reprimidas, psicóticas o, en el otro extremo, santas.

Especie en extinción, pequeñas monstruos inentendibles, la vida de las religiosas sigue teniendo un halo secreto y misterioso, vinculado más que nada a cierta iconografía y lugares comunes, que a un verdadero conocimiento. Todo parece conducir a que los tópicos que implican conventos, votos o vocación resulten algo confuso o ignorado.

En la película Historia de una monja, ambientada en el período entreguerras, protagonizada por Audrey Hepburn, la Madre Superiora le dice a la novicia que piense bien si está preparada para la vida del convento porque, dice, esa elección “tiene mucho de antinatural”. A la mayor parte de la sociedad le resulta incomprensible la elección de estas mujeres que, en todas las congregaciones hacen tres votos, de pobreza, de castidad y de obediencia, aunque algunas órdenes suman uno más; como el de silencio o el de servir a los “más pobres entre los pobres”. Más allá de estos y otros elementos en común en su formación, la realidad resulta más compleja: hay casi tantos tipos de monjas y religiosas como personas que vemos caminando por la calle.

Son casi infinitos los matices que existen entre Leónie Duquet y Alice Domon -las monjas francesas desaparecidas en la última dictadura militar argentina-, y las crueles y sádicas Hermanas de la Misericordia de Irlanda, cuya historia se convirtió en una película dirigida por Peter Mullan, Las hermanas de la Magdalena.

Entre la graciosa y austera cocinera de televisión, la hermana Bernarda y la inteligente y compleja Helen Prejean que muestra la película Dead Man Walking (Pena de muerte), basada en el libro que escribió la religiosa sobre su lucha contra la pena de muerte –posiblemente uno de los pocos films que muestra a una monja sin estereotiparla.

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De la luchadora Marta Pelloni, a las más cómodas madres superioras de colegios tradicionales.

De las monjas histéricas de Los demonios de Loudun de Aldous Huxley, a las insensibles monjas robot que, a partir de una antigua revista Para ti, diseñan una máquina para procrear en la novela El sueño del escritor argentino César Aira.

Las historias de este libro son una pequeña muestra de la diversidad de carácter, de misiones y pensamientos de mujeres que, a pesar de todo, eligieron convertirse, por motivos diversos, “servidoras” de la Iglesia y de Dios.

Mujeres que reflejan la heterogeneidad de la propia Iglesia, divida desde hace años entre la renovación y la ortodoxia.

Mujeres que eligieron una vida comunitaria. Poner todos sus bienes en común. No estar nunca con un hombre. No tener hijos. Jurar perpetua obediencia, sometiéndose voluntariamente a las reglas y necesidades de su congregación.

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Dos religiosas, una alegre, otra desconfiada, de un tradicional colegio de monjas que, por mandato de la Iglesia, ha pasado a manos de laicos. Su Congregación tiene un nombre impresionante: Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús.

La historia de una religiosa joven que persevera en una comunidad acusada de secta y cuyo fundador fue enjuiciado a nivel civil y penal y de otra que, después de nueve años, abandonó esa comunidad y la vida religiosa.

Las herederas de la Madre Teresa de Calcuta en Argentina, mujeres de pocas palabras, que asisten a discapacitados mentales en estado de extrema pobreza en Beccar.

Una Carmelita Misionera Teresiana que narra con nostalgia sus aventuras cerca de la guerrilla colombiana, y con desdén asume que ahora trabaja de “hotelera”, refiriéndose al cuidado de una residencia para universitarias en Buenos Aires.

Una hermana Carmelita Descalza cuenta su elección por la clausura: oración, silencio y aislamiento para “salvar las almas”.

También hermanas cibernautas que tienen blogs, twitters, cuentas de facebook y usan sin miedo todo lo que Internet y las nuevas tecnologías les proponen.

Estas crónicas son apenas una pequeñísima muestra de la diversidad que hay detrás de las silenciosas mujeres invisibles, del estereotipo o el monstruo que imaginamos; un pequeño coro de contrastes, para escuchar a las que eligen, felices, algo distinto a lo que parece pedir, incentivar y sugerir, la cultura de nuestra época.


[1] La investigadora Claudia Touris ha estudiado la evolución de la vida religiosa femenina el período de mediados de los años 50 hasta los 70, antes y después del Concilio Vaticano II. También ahondó en la actuación política de los miembros de la Iglesia durante ese proceso, analizando el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Si bien los curas condensaron fuertemente las preocupaciones políticas desde lo religioso con una impronta muy clerical, le interesa reconstruir una trama en la que hubo otros actores. Principalmente, le interesan el papel de las religiosas durante ese período y cómo procesaron su actuación política. Ver entrevista completa en el epílogo.

[2] CONFAR: Conferencia Argentina de Religiosas y Religiosos. Entidad de Bien Público sin fines de lucro, aprobado por derecho Diocesano. “El fin de CONFAR es animar y promover, dentro del ámbito del país, a la vida religiosa inserta en la misión eclesial, en espíritu de comunión, búsqueda y participación fraterna y constante”.

[3] Carisma: Según la Enciclopedia Católica: “En el sentido más estrecho, carisma es la palabra teológica que denota las gracias dadas a individuos Cristianos para el bien de otros.” Se aplica a los dones recibidos por el fundador de una congregación, que se extiende a los religiosos y religiosas que pertenecen a ella. Es la fuente de la misión.

[4] Clásicamente, se utiliza el término monja para referirse únicamente a las mujeres que pertenecen a congregaciones de clausura. El término “religiosa” se usa, en cambio, para aquellas de vida activa o misionera. En el habla cotidiana, sin embargo, suelen usarse como sinónimos.