Crónica

Pescarse el Covid en país ajeno


Me olvido de todo menos de mi cuerpo

La chilena Alia Trabucco Zerán había pasado muchas experiencias con P., su pareja argentina. Menos pescarse el coronavirus en un país ajeno, Inglaterra, donde ver el comportamiento de su primer ministro o llamar al 911 y explicar los síntomas en otro idioma sólo les devolvía desconcierto. Cómo atravesaron esos días fuera del tiempo, en el presente absoluto de sus cuerpos sin fuerza ni para el aplauso de las ocho. Cómo atravesaron el dolor mientras por la ventana se anunciaba la primavera.

No es nada, me repito. Debo dejar de leer las noticias. Me estoy volviendo loca, paranoica o peor aún, hipocondríaca. Loca o no, me tomo la temperatura. No puede ser, imposible. Mi conclusión: no es fiebre, deben ser los nervios o el calor o la pura sugestión. Y los ojos rojos, irritados, qué duda cabe: alergia. Y el cansancio: estrés. Y el dolor de espalda: la silla. Mejor me voy a dormir. Mejor me olvido de mi cuerpo. 

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No está vivo, eso dicen. 

Pero tampoco está muerto. 

Para existir, el virus necesita una casa. 

Solo si la encuentra y empuja la puerta, irrumpe y se multiplica. 

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Nuestros cuerpos son su casa. Ya no tengo dudas. El cansancio da paso a la fatiga y a una sensación extraña en los pulmones. Como si vibraran en la espalda. Como si repentinamente ardieran. Estamos lejos, en Inglaterra. El país de la “inmunidad de rebaño”, el que durante semanas se negó a la cuarentena y cuyo primer ministro, tras jactarse de estrechar la mano de los enfermos, se contagió poco antes que nosotras. Aquí, solo testean a los que ingresan al hospital. Las instrucciones para el resto son claras: aislarse, monitorear los síntomas y llamar al 111 solo si fuera necesario.

 

La familia de P. está en Argentina y la mía en Chile. Les hemos dicho que se cuiden, rogado que no salgan. Allá, el riesgo aún parece lejano aunque eso está por cambiar. Aquí, de un día a otro, todo ha cambiado. Sonrío nerviosa a la cámara y les confieso a mis padres y a mi hermano que creo tener el virus. Digo “creo” y me encojo de hombros, pero estoy totalmente segura. Somos anfitrionas involuntarias, rehenes de un huésped que nadie invitó.

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Unos días antes de enfermarnos, salimos a trotar por Victoria Park, en el Este de Londres. Como siempre, yo voy atrás, más lenta y perezosa, mientras P., cada vez más lejos, esquiva a los corredores para guardar la distancia obligatoria. Zigzaguea, acelera, los demás corren distraídos. Si ella se enferma, me enfermo yo; si yo me enfermo, se enferma ella. Finalmente, seré yo. En el supermercado, en la caja contigua, una mujer tose sin parar. El guardia la mira, espantado. La cajera retrocede. Luego sus ojos se fijan en mí. El hilo que nos conecta, de pronto, se hace visible.

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Cuando la epidemia también me parecía lejana, leí una entrevista a Judith Butler. Allí no habla sobre este virus sino sobre otro, el VIH, el vínculo entre el cuerpo y el cuidado, qué cuerpos lo merecen y cuáles no. Se pregunta entonces, como al pasar, por la relación entre el cuidado y la violencia y por qué en los tribunales solo algunos, por lo general hombres y blancos, pueden blandir con éxito el argumento de la auto-defensa. Siempre atenta a las palabras, Butler se detiene en el término, “self-defence”, y se pregunta: ¿qué “self”, qué “yo”, tendría derecho a esa defensa?

 

Sus palabras resuenan dolorosamente en el epicentro de esta crisis:

Qué cuerpos se defienden, cuáles no.

Qué vidas se salvan, cuáles no. 

Qué vidas se lloran, cuáles no. 

Qué gobiernos han acelerado su impulso de muerte y cuáles han optado por el cuidado. 

Y a quiénes han decidido cuidar. A qué seres humanos. 

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La última vez que salimos, justo antes de los primeros síntomas, revisé el buzón y en el interior encontré un folleto amarillo. #ViralKindness, decía, bondad viral. “Si estás en auto-aislamiento te puedo ayudar con las compras, el correo o paseando a tu mascota.” Luego, escrito a mano, un nombre, Georgina, y su número de teléfono. Me alivió ese papel en una ciudad tan solitaria. Pero como si se tratara de un mal augurio, no lo saqué del buzón.

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Butler, en la misma entrevista, critica la idea liberal de que el individuo existe de manera autónoma. “En cierto sentido, ese modelo de individuo es cómico pero también letal”, afirma. “El objetivo es superar las etapas formativas y dependientes de la vida, para emerger separados e individuales, convertidos en individuos autónomos, selbstständig, una traducción del alemán que significa estar parado por sí solo.” Luego, lanza la pregunta que recordaré semanas después: “¿Pero quién puede realmente ponerse de pie, solo?”

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Desde la cama, algo asustada, le mando un mensaje a Deborah, nuestra vecina. “Nos enfermamos”, le digo, “me temo que es el virus”. Unos segundos más tarde, recibo su respuesta: “Si necesitan cualquier cosa, día o noche, me llaman, no lo duden”.

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Sin avisar, Tristan nos trae chocolates y paracetamol.

Deborah deja aspirinas en el felpudo.

Los hombres del supermercado, sin nombre, sus caras sin mascarillas, dejan pan y verduras en la puerta de nuestra casa.

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Por cierto, no pienso en Butler cuando ya estamos en cama, afiebradas, los brazos y piernas adoloridas, con jaqueca y el pecho aplastado por un peso que no se ve. En realidad, no pienso en nada durante horas, días. Soy garganta, cabeza, pecho, costillas, pulmones, ojos. Soy sed, sudor, frío, confusión, cansancio, miedo. Afuera, incesantes, suenan las sirenas de las ambulancias, las aspas de los helicópteros de emergencia, mientras cuento en secreto nuestras respiraciones, aterrorizada. 

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Con esa idea de individuo en mente hemos construido una forma de habitar el mundo, un modo de relacionarnos con la naturaleza y una estructura de sociedad. En el derecho, esa idea dio origen a constituciones y pactos de derechos humanos. Más tarde se hablaría de derechos de primera y segunda generación. Yo los estudiaría así, jerarquizados: los esenciales y los secundarios. Como si existiera la integridad física sin el derecho a la salud. Como si se pudiera tener libertad sin seguridad social. Como si pudiéramos ser, estar de pie, sin agua, sin comida, sin el oxígeno que producen los bosques que nos empeñamos en desmontar.

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Suena el teléfono al mediodía. Es mi mamá, desde Santiago. Si tenemos fiebre, pregunta. Si es mucha la tos. Noto la angustia en su voz y le digo tranquila, vamos bien. No le cuento del incendio en mi pecho ni de esta fatiga tan extraña. “El agua a pequeños sorbos”, escribe Chantal Maillard. “El miedo a grandes dentelladas.”

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Cada noche, en las noticias, los países comparan sus muertos. Cuentan, suman, restan las cifras de este año y el promedio de un año normal. Informan de excedentes, de poblaciones de riesgo, de decesos por millón. Las cifras son devastadoras. Las palabras, sin embargo, nombran otra realidad. Se habla de una guerra silenciosa, un enemigo invisible, batallas, combates, víctimas, bajas. Como si no existiera un lenguaje para nombrar este momento, las palabras se vuelven imprecisas y proyectan bombas y enemigos donde no hay más que cuerpos frágiles y enfermos. Aniquilar es el verbo predilecto de la guerra. Nadie se sanó con ese verbo. Nadie se salvó con ese verbo. Me pregunto en qué momento se volvió tan difícil pronunciar la palabra “cuidar”.

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Es la primera vez que P. y yo nos enfermamos juntas. En ocho años nuestros cuerpos siempre habían enfermado a destiempo: o ella o yo, a veces una y luego la otra. Ahora la que se para al baño debe rellenar las aguas y las manzanilla. Ahora debemos vigilar las mutuas señales de alerta. Alimentarnos, hidratarnos, distraernos, descansar. Los síntomas van y vienen y también nosotras, aturdidas: de la cama al sillón, del sillón a la cama. Nos escriben los amigos, la familia, pero no retengo mis respuestas. Esto no se parece a una gripe. No se parece a la influenza. Incluso ahora me cuesta rememorar esos días. Una enfermedad vaporosa, irreal, hecha del material algodonado de los recuerdos más lejanos.

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Debíamos venir a Londres unos pocos meses. Poner nuestros libros en cajas y dejar la ciudad donde habíamos vivido los últimos años. La dueña había vendido el departamento, yo había terminado mi doctorado, una nueva etapa se abriría. Entonces se desató la pandemia. Las fronteras se cerraron. Nuestros países prohibieron la entrada a los extranjeros. Yo soy extranjera en Argentina. En Chile, la extranjera es P. Le escribimos a la dueña del departamento para explicarle las circunstancias. Tiempo, eso necesitamos, hasta que estemos mejor. La respuesta no tarda: “Lo siento, no. Temo espantar al comprador y no conseguir un buen precio en el futuro cercano”.

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Sophie nos manda un ramo de astromelias y margaritas.

Gwen reenvía un video con ejercicios de respiración.

Marcelo me dice, desde su consulta en Chile, “atenta si empeora el cansancio”. 

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Nunca antes los habían llamado así. Les decían empleadas y obreros, asalariados e independientes, “low skilled”, “low paid”, poco calificados, mal pagados. Ahora, de un día a otro, su nombre es “trabajadores esenciales”: cajeros de supermercado, recolectores de basura, empleados de limpieza, conductores de transporte, motoristas de delivery, empaquetadores, reponedores.

 

Cuanto más esencial, mayor es el riesgo.

Cuanto mayor el riesgo, menor el pago. 

Cuanto menor el pago, más invisible el trabajo. 

Hasta llegar al más bajo, el doméstico, el más invisible de todos: limpiar, cocinar, ordenar y cuidar. 

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En cama, casi sin movernos, pasan los tres peores días. Lo curioso es que solo después repararemos en que fueron tres. Uno de ellos desapareció. O nosotras, fuera del tiempo, en el presente absoluto del cuerpo, perdimos la cuenta. Uno de esos días fue jueves. Ahora lo sé porque cada jueves, a las ocho, se aplaude a los trabajadores de la salud. “Clap for carers”, es el lema, “aplaudir a los que cuidan”. Los mismos que no tienen suficientes guantes ni mascarillas ni delantales. Los mismos que hace años exigen un alza en sus salarios. Es irreal, la escena: hace apenas unos meses P. y yo caceroleábamos en Santiago y ahora el mismo tintineo resuena desde los edificios contiguos. Nos miramos, los ojos vidriosos, el sonido atravesando las ventanas hasta alcanzar su cuerpo y el mío. No podemos aplaudirlos. No tenemos energía para salir al jardín.

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Lejos, en Chile, muere una mujer muy joven por la infección que provoca el virus. El Ministro de Salud aclara entonces, en un tono soberbio y frío, que la muchacha probablemente no habría salido adelante de todos modos. Tenía leucemia, dice, para que nosotras, las que no tenemos leucemia, suspiremos aliviadas. Para que pensemos: estaba enferma o era una anciana, tenía cáncer o hipertensión, era débil, obesa, diabética, diferente, no era un “self”, eso es, no era un “yo”.

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Más tarde, cuando los muertos pierdan sus nombres, los ministros, aquí y allá, irán por tramos etarios. Lamentarán más algunas muertes, menos las otras. Como si la vida perdiera letras a medida que pasan los años. Como si se volviera menos urgente, menos intensa, menos valiosa. Recuerdo un libro de Giorgio Agamben anterior a sus desaciertos pandémicos: “Se dice que a los viejos solo les queda una cuerda para tocar”, anota. “Y es, tal vez, una cuerda desafinada, que produce lo que Stefano llamaba ‘la nota del lobo’. Sin embargo, esa nota desafinada suena más larga y profunda que el instrumento intacto de la juventud”.

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La presión en mi pecho no cede. Le pregunto a P. y siente lo mismo. Tiene, además, un dolor de cabeza enloquecedor. A escondidas hago exactamente lo que me prometí no hacer. Busco los síntomas en internet. Un artículo del New York Times me provoca más escalofríos de los que ya tenía. Me paro a cargar los celulares por si hubiese que ir al hospital. 

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Se busca al culpable. En eso pierden el tiempo algunos presidentes. Apuntan a China, a un laboratorio, al murciélago o al pangolín. Es curioso que no hayan encontrado la respuesta todavía. Es tan obvia, tan conocida: son los mismos responsables de la extinción del guacamayo azul. O del rinoceronte negro. O del sapo dorado. Pienso en ese último ejemplar irremediablemente muerto. Y con él, desaparecido un modo de percibir el tiempo y una dimensión del mundo. ¿Cómo volver a nombrar ese mundo incompleto? ¿Dónde encontrar un lenguaje que refleje lo borrado? Olga Tokarczuk propone crear un nuevo narrador. Más allá del yo y del tú, muy alejado de la omnisciencia. Lo llama “the tender narrator”, “el narrador tierno”. “La ternura”, dice, “es la forma más modesta del amor”. 

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Afuera, el viento dobla suavemente las ramas y un mirlo busca gusanos entre la tierra humedecida. P. tiene las mejillas rosadas, los ojos irritados y cansados. Lolita, la gata del vecino, maúlla desde el jardín. No entiende por qué, como otros días, no la dejamos entrar. Cómo explicarle que estamos enfermas, que tal vez contagiaríamos a los demás. Cómo rebasar la propia lengua para nombrar lo que hemos negado.

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Federica, amiga de mi hermano, nos recomienda gotas para los ojos.

Mi prima Belén reenvía mensajes de sus colegas del hospital.

Lina habla con su mamá. Es doctora y nos explica cuánto demora en sanar una posible neumonía.

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Me he enfermado otras veces. He tenido gripes e intoxicaciones, un buen número de amigdalitis y me operaron el año pasado de una sinusitis inusual. Esto, sin embargo, es radicalmente distinto. Y no me refiero solo al sinfín de síntomas extraños. La experiencia, supuestamente individual, en realidad no lo es. Es muy distinto enfermar sola que en el medio de una pandemia. “No era mi cuerpo”, escribe Anne Carson, “no el cuerpo de una mujer, era el cuerpo de todos nosotros”. 

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Cada día, a las cinco, ambas empeoramos. Como en una pesadilla, el virus arremete al atardecer. Entonces, cuando se cierra el pecho y la jaqueca late en la sien, me paro de la cama, desesperada, a encender cada lámpara de la casa: las de la pieza, el living, la cocina, el baño. Nos cobijamos dentro de la luz, mientras afuera, lentamente, la oscuridad apaga el jardín.

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En mi sueño, P. y yo visitamos una casa. Es más bien un galpón, rodeado de grandes ventanales que dan a una ciudad desconocida. Es y no es Santiago, es y no es Buenos Aires. Las paredes están descascaradas, el piso de madera carcomido. Busco la cocina y al abrir la puerta no hay más que una llave de agua. Me acerco y la giro, pero no cae una sola gota. Despierto sobresaltada, sedienta, cubierta en sudor. 

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Por la mañana, los cuervos atraviesan un cielo celeste y despejado. No hay aviones, casi no hay autos, ya no oímos el rumor de la ciudad. Nuevos sonidos, habitualmente mudos, amplifican otros mundos. Una plegaria islámica, el graznido de una gaviota, las campanadas de una iglesia. Abrimos las ventanas para ventilar. Lavamos sábanas, toallas, toda la ropa que hemos tocado. Desde la ventana del living, miramos el jardín. Afuera florece el manzano y los capullos de un arbusto que plantamos hace un año se abren por primera vez. Se llama “bleeding heart”, corazón sangrante, como si a esta historia le faltara una pizca de dramatismo. Nos reímos, estamos mejor, inventamos palabras para nuestros síntomas: ojos covídicos, toses covídicas, carcajadas que nos dejan sin aliento.

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Selma quiere romper la cuarentena y traernos comida y remedios.

Paulina nos ofrece su turno prioritario en el delivery. 

Vuelven los hombres del supermercado, aún no les entregan mascarillas.

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Envueltas en chalecos y bufandas, nos aventuramos al jardín. El aire frío nos hace toser pero caminamos lento, como sonámbulas, sobre el pasto largo y lacio. Me siento mejor, aunque inexplicablemente adormecida. Como si este acontecimiento no pudiera entrar del todo a la realidad. Avanzo por el jardín, extrañada, cuando noto el efecto de mis pies. Aunque normalmente podría dar siete, tal vez ocho pasos hasta llegar al muro, ahora doy treinta sin siquiera acercarme al final. Ya no veo los ladrillos, no hay un adentro ni un afuera. Hay flores sin nombre coronadas de pétalos lilas y amarillos. Una araña diminuta se eleva hacia el cielo en su hilo invisible. Una plaga de pulgones se acomoda en las ramas nuevas del manzano y las hormigas los acorralan en el reverso de las hojas recién nacidas. Las abejas vuelan de una flor a otra y las moscas brillan tornasoladas mientras refriegan sus patas quebradizas sobre el esqueleto de una flor. Cada planta habita un verde: el romero, el geranio, el ruibarbo, el rosal, el trébol y el verde grisáceo de la lavanda. Estoy muy lejos del mundo, muy lejos de mí. Hasta que escucho, allá, un sonido de alarma. Entre el trinar de los gorriones, una vibración aguda y desesperada. P. también la escucha, debe ser real. Nos acercamos juntas al arbusto, el espino de fuego. Nos acuclillamos y esperamos hasta escucharlo otra vez. Ahí está, en lo alto, esa nota metálica. Entre las ramas, rodeado de espinas, un nido de paja y pasto seco decorado con dos guantes de látex. Asoman del borde tres cabezas, los picos abiertos de par en par, los ojos vidriosos como los nuestros.

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Esa noche recaemos y la enfermedad toma rumbos distintos en nuestros cuerpos. Siento los pulmones irritados, las costillas delicadas y adoloridas. A P. le sube la temperatura, se siente ahogada, el pecho cerrado. Esas, creo, son las señales de alarma. Llamo al 111, el número destinado al virus. La voz, serena, emprende el interrogatorio de rigor. Yo, nerviosa, confirmo que la lengua de mi cuerpo y el de P. siempre ha sido el castellano. Tartamudeo y tardo en encontrar las palabras en inglés. Ella escucha, anota, no cree necesario ir al hospital. “Manténgase alertas”, dice, “seguramente han tenido neumonía y tardará semanas en sanar”. Es el peak en Inglaterra, así lo advierten las ambulancias y también su urgencia por cortar. Quiero que nos vea un médico. Que nos cuiden los que cuidan. Quiero que nos saquen radiografías y como Hans Castorp en la Montaña mágica, que alguien me mire y diga: “Estoy viendo tu corazón”. 

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Pasan los días, monótonos. Empieza el horario de primavera. Vemos las cinco temporadas de You Better Call Saul. Me quedo dormida, me despierto, tengo un poco más de energía. A P. le baja la fiebre pero otros síntomas persisten. Caminamos de la puerta al jardín, del jardín a la puerta. Germinan las albahacas que sembré varias semanas atrás. Florece el rosal y se caen todos los pétalos del manzano. Comemos sándwiches cada noche, sin excepción. Ya no sabemos qué más poner entre dos rebanadas de pan. 

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Por momentos me convenzo de que nada de esto pasó. Cómo es posible una realidad donde conviven la enfermedad y la primavera. Podría decir que estoy abismada. Podría decir conmovida. Mientras traduzco la entrevista a Butler pienso que mi mirada cambió. Hay un hilo que va desde mi pecho al de P., del suyo al pecho de ese mirlo, del mirlo a la copa del manzano y desde ahí a tantos cuerpos queridos y tantos otros, desconocidos. Creo que mi cuerpo ya no termina donde termino yo. O que “yo”, tal vez, no era exactamente lo que creía. 

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Durante veintiún días casi no leeremos noticias. No saldremos del departamento en exactamente un mes. Veremos al mirlo alimentar laboriosamente a sus pichones, sus alas cada vez más gruesas, la pelusa desplazada por unas plumas moteadas y suaves. Una mañana saltarán de su nido a una rama. Al día siguiente, desaparecerán. Me asustará, una y otra vez, la insistencia de algunos síntomas. “Aquel cuerpo convertido doblemente en cuerpo”, escribió Thomas Mann. Faltará cada vez menos para irnos de esta casa. Otros la habitarán, enfermarán y sanarán aquí. Un domingo, finalmente, nos animaremos a salir a la calle. Será como caminar después de haber estado profundamente dormida. Sentiré que desconozco el barrio, el parque, mis pies. Como una extrañeza, eso es. O como dijo Max Blecher desde su propio cuerpo enfermo: “como si yo hubiese vivido en un mundo conocido mucho tiempo atrás”.