Crónica

Paul Auster


LA INVENCIÓN DE NUEVA YORK

La semana que viene Paul Auster, autor de clásicos contemporáneos que marcaron a varias generaciones, visitará Buenos Aires invitado por la Universidad Nacional de San Martín. La escritora Mariana Enríquez analiza su obra y los motivos por los que logró, siendo un “autor nacional”, trascender las fronteras de su país y triunfar en Latinoamérica y Europa. La vida en Brooklyn, la búsqueda del padre, y la mirada sobre la capacidad de Estados Unidos para generar mitos.

Foto de portada: Nancy Crampton

El primer texto que Paul Auster publicó, en 1982, contaba la historia de la muerte de su padre. Aquel libro, “La invención de la soledad”, resultaba muy extraño como fundador de una literatura porque es de esos confesionales, que se escriben con ánimo consagratorio, al final de una carrera, cuando los pudores ya quedaron atrás. En la segunda página, Auster dejaba claro el impulso de escribir este libro privado, dividido en dos partes, la de la muerte y la de reconstrucción de la memoria del hijo. Escribía: “Supe que tendría que escribir sobre mi padre. No tenía un plan ni una idea precisa sobre lo que eso significaba; ni siquiera recuerdo haber tomado una decisión consciente al respecto. Pero la idea estaba allí, como una certeza, una obligación que comenzó a imponerse a sí misma en el preciso instante en que recibí la noticia de su muerte. Pensé: mi padre ya no está, y si no hago algo deprisa, su vida entera se desvanecerá con él”.

Entonces escribió al padre. El padre hecho palabra. La novela de su familia: Auster Sr. era un hombre distante, un hombre que estaba ahí pero ausente, un trabajador judío de Nueva Jersey que había hecho dinero en compra y alquiler de propiedades. Un hombre frío, incapaz de ternura o emoción. Auster Jr descubre en “La invención de la soledad” una de las posibles razones de esa ausencia: cuando era chico, apenas un niño, ese padre había presenciado un asesinato.

Harvey Keitel en Smoke (1995)

No cualquier asesinato. Su madre, la abuela de Paul Auster, había matado a su marido, el abuelo de Paul Auster, el padre de ese hombre ausente que sería el padre de Paul Auster. Un hombre que nunca había logrado sacudirse el trauma, la punzante desdicha, la soledad.

Y entonces, en sus novelas, Paul empezó a buscar padres, a preguntarse por el vínculo, a imaginar qué pasa cuando el afecto y la ley desaparecen por imposibilidad o por violencia. Una pequeña editorial de San Francisco publicó en 1985 “La trilogía de Nueva York” y ahí el mejor relato de los tres, “Ciudad de cristal” (“City of glass”) es un extraño policial donde un escritor llamado Quinn, que ha perdido a su familia –a su mujer, a su hijo pequeño: que es viudo y también eso indecible que es ser portador de hijo muerto-- es contratado para buscar a otro padre, un padre abusador, posiblemente asesino. Pero lo contratan por error: la persona que pide sus servicios busca a un detective llamado Paul Auster. Quinn se hace pasar por Paul Auster, porque está aburrido quizá, porque tiene curiosidad. Entonces conoce a Peter Stillman, el joven que, cuando era chico, fue encerrado en la oscuridad por su propio padre, un teólogo enloquecido quien creía que el chico cautivo, sin estímulos exteriores, iba a ser capaz de encontrar el lenguaje de Dios en las tinieblas. Por supuesto, el chico pierde el lenguaje y no encuentra ningún otro. Y el padre terrible quema la casa, con el hijo adentro en su habitación oscura, cuando se enfrenta a su fracaso. El chico se salva. Lo internan en un instituto psiquiátrico. Se casa con su terapeuta. El padre demente sale de la cárcel y el chico abusado, el chico casi sin lengua, ahora un hombre de habla entrecortada, le pide a un escritor que pretende ser detective que elimine a su padre porque teme por su vida.

“Ciudad de cristal” está llena de temas Auster: Cervantes, teorías históricas que se vuelven obsesiones, Brooklyn, Nueva York, las caminatas catárticas, el ascetismo autoimpuesto, el espiral de angustia que lleva a un hombre a desprenderse de todo y abandonarse, dejar su casa, sus amigos, todo, e irse a las calles, el fin último del vagabundeo, que al principio es casi disfrutable o al menos ocioso y se va convirtiendo en destructivo.

Cuatro años después, Auster publicó una de sus mejores novelas y de las más populares, especialmente en Francia y en Argentina: “El Palacio de la luna”. El título tiene que ver con un restorán chino que se llama así, con la fecha de 1969, año del alunizaje, con la banda del querido y querible tío del protagonista, los Hombres de la Luna. Pero también podría ser un nombre alternativo para el lugar donde se almacenan las Obsesiones Auster, que en este libro están todas expuestas, descarnadas. El padre, por supuesto. Fogg, el protagonista, no tiene padre: le han mentido, le han dicho que está muerto y ha crecido con el tío, un amoroso sustituto, pero un sustituto. “El Palacio de la luna” es la historia inconsciente de esa búsqueda: Fogg no se lanza a buscar a su padre pero gracias a decisiones tomadas por azar finalmente lo encuentra. Y lo pierde. Y se pierde a sí mismo dos veces, al menos: primero cuando es vagabundo en Central Park después de la muerte de su tío, el hombre a quien quiere como un padre, y después cuando su novia decide abortar y le niega ser padre. 

“El Palacio de la luna” es también un homenaje a Estados Unidos, a su capacidad de producir mitos, a sus contradicciones, su decadencia, sus espacios, sus ciudades. Aparece el Oeste en una sección media de la novela que podría considerarse un mini western. Está, claro, Nueva York. Y están los grandes escritores de la Edad de Oro: Whitman, Mellville, Thoreau, Hawthorne. Vagabundos, aventureros, poetas, excéntricos, los verdaderos padres de esa patria loca y despiadada y fascinante. Y “El Palacio de la luna” transcurre hacia el fin de la segunda Edad de Oro, en 1969, cuando con el sueño hippie muere Martin Luther King y la guerra de Vietnam, a pesar de la derrota, confirma el deseo imperial.

Todo en aquel libro parece suceder por azar, y así el azar, junto con la paternidad –y la ciudad, y el vagabundeo o mejor, el desamparo--, se convirtió en uno de los temas de Auster. El término está en el título de una de sus grandes novelas, “La música del azar”, de 1990, la de los jugadores de póker que terminan esclavos de dos millonarios, una curiosa mezcla de relato beatnik sobre autos y libertad y dinero en un Estados Unidos sin freno que se da de cabeza contra el muro del dinero de unos millonarios vulgares que apresan a los jugadores para que paguen una deuda. Atención al año: 1990. La era Bush. Post Reagan. Los millonarios son vendedores de humo. Son millonarios de Wall Street, no los millonarios que Auster admira, los capitanes de la industria como Ford, Edison o incluso Goldman Sachs, los Constructores del sueño ahora en ruinas. Estos hacen armar una pared a sus deudores y, cuando no se les obedece, matan. “La música del azar” es una novela de trama, “redonda” se diría, y al mismo tiempo es depresiva y muy claramente derrotada. Un poco de Keroauc, mucho de Beckett.

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Paul Auster, sin embargo, no quiere que se lo conozca como el Escritor del Azar. Ni tampoco como un escritor únicamente autoreferencial. En una entrevista que le dio a Rodrigo Fresán para Vanity Fair en 2010 decía: “No me interesa que se confundan o se fundan en una sola cosa mi vida y mi obra. De acuerdo, en mis libros hay personajes que se llaman Paul, incluso Auster, pero hasta ahí llego y eso es todo. A la gente le cuesta aceptarlo, tal vez porque muchos me conocieron con “La invención de la soledad”, donde sí revelo episodios un tanto particulares de la vida de mi familia. Pero yo siempre separo la realidad de mi vida de la realidad de mis libros. En ocasiones no es fácil. Con esto quiero decir que, a pesar de que mis tramas suelen estar afectadas por las misteriosas leyes de la casualidad, yo no voy por ahí decodificando signos y tratando de interpretar señales. Yo no espero nada porque cualquier cosa puede suceder. De eso sí estoy seguro. Pero de ningún modo es algo que me perturbe demasiado. Es algo que he aprendido a lo largo de mi vida y de lo que me acuerdo cada vez que me detengo a contemplarla desde la perspectiva de mis años. Ha sido hasta ahora una buena vida y la disfruto como tal, pero no me preocupa si resulta una buena historia. La calidad de mi vida es lo que me permite inventar otras vidas. Ese es, en realidad, el oficio de un escritor”. Su vida en breve. Hijo de un comerciante de clase media de Nueva Jersey y de un matrimonio fracasado y triste, quiso ser jugador de baseball y dejó el deporte por la literatura. Tiene 67 años, empezó a publicar a los 38, antes fue traductor y vivió en Francia, navegó en un barco petrolero y se graduó de la Universidad de Columbia. Se casó dos veces con dos escritoras, Lydia Davis (madre de su hijo Daniel) y Siri Hustvedt, con quien vive hace casi treinta años en un matrimonio feliz. La hija de ambos, Sophie Auster, es escandosamente linda, fue tapa de Rolling Stone España –porque es talentosa y obviamente por su apellido, su padre es un ídolo pop en España-- y nació y vive en Brooklyn. Ganó muchos premios importantes pero el más fue el Príncipe de Asturias en 2006, una manera de decir que en Estados Unidos se lo respeta mucho pero no se lo tiene en la misma consideración que en Francia, en Argentina, en España. En su tierra es conocido y, por algunos, es ninguneado (el provocador crítico Harold Bloom, por ejemplo, alguna vez fingió que jamás había escuchado su nombre). En los países donde vende muchos libros puede ser criticado, sí, pero como se critica a alguien muy importante, incluso muy querido. 

Una especie de buen padre que, de viejo, repite algunas de sus mejores anécdotas, que siguen siendo muy buenas, pero ya cansan.

Publicó 16 novelas, 8 libros de no ficción autobiográfica y ensayo, 3 de poesía; escribió para chicos (“El cuento de Navidad de Auggie Wren” (1990), con dibujos de la argentina Isol) y también produjo libros ilustrados como “La historia de mi máquina de escribir” (2002), junto al pintor Sam Messer. También escribió y dirigió cine. Y eso fue de lo muy muy bueno, como “Smoke” junto a Wayne Wang –sobre ese vendedor de tabaco de Brooklyn que fotografía durante años su esquina, siempre la misma esquina, y en su local se producen esos diálogos tan Auster, entre asombrados y sabihondos, y luego todo se convierte en una oda a fumar, cosa que en 1995, año del estreno, ya era bastante incorrecta-- hasta lo muy muy flojo como “Lulu On The Bridge” de 1998, que mejor no contar de qué trata.

Es inquieto y burgués, escritor lateral en su país, guapísimo de joven –guapo como una estrella de cine, y aún ahora, un hombre hermoso. Con ciertas mañas, también, y sus bien ganados privilegios. Desde 1974 trabaja en un estudio a seis cuadras de su casa en Brooklyn, un lugar que no se muestra ni a la prensa ni a los escritores que lo visitan, y donde trabaja cinco horas por día de lunes a viernes y a veces los fines de semana si está entusiasmado o el libro lo pide. No parece mucho tiempo de trabajo. Parece más bien metódico, disciplinado. Su escritura sigue siendo analógica. En 2012 le contaba a Bárbara Celis, para una entrevista con Rolling Stone España: “Nunca me ha gustado el ordenador. No me gusta el tacto del teclado. Lo he intentado pero no me funciona. Yo escribo a mano y luego paso a máquina lo que escribo, hago correcciones a bolígrafo y luego vuelvo a escribir a máquina. Me gusta la dureza de las teclas. Adoro las máquinas de escribir”.


En los años 90, los Amarillos de Anagrama, en rigor, la colección Panorama de Narrativas de la editorial entonces dirigida por Jorge Herralde, era un símbolo de estatus, de buen gusto y, más importante, de onda. Se podían comprar si el lector aún permanecía aferrado como a un clavo caliente a la clase media argentina. Eran lo que se perdió hoy con la diseminación de la legitmidad del cambio de siglo, con el dominio electrónico y la obsolencia de ciertas curadorías: eran una garantía. Si era un Panorama de Narrativas iba ser bueno. Como otros mitos de la época: el sello Vertigo de DC Comics, el sello musical Matador, los primeros Baficis (festival que aunque arrancó casi en el cambio de siglo, mantenía ese espíritu del indie accesible de los 90 en su seleccionado de películas y temáticas). No exactamente indie, sino con espíritu indie, una categoría que es más fácil reconocer que explicar. Ahí entraba Paul Auster vía los amarillos de Anagrama y las películas que él dirigía, donde aparecían Tom Waits y Harvey Keitel y Jim Jarmush y claro, Nueva York, esa Nueva York que cuando acá se leían los libros de Auster ya no existía, porque sus libros llegaron con un desfasaje de diez años. (Hay que decir, también, que Paul Auster muy rápidamente trascendió el fetichismo amarillo para convertirse en un escritor popular).

La Nueva York de Auster, entonces. El Central Park donde se pierde Fogg en “El Palacio de la luna” ya no existía con la primera edición de Anagrama, de 1996. Primero por cuestiones de trama, porque transcurre en los 60 pero segundo y más importante porque en 1994 Giuliani era alcalde republicano de la ciudad y su administración redujo la criminalidad en un 70% con consecuencias en el estilo de vida absolutamente inesperadas, injustas para muchos; como sea, cambió la ciudad para siempre. Auster es una especie de bisagra en este sentido porque ciertamente, su Brooklyn, su Nueva York, no es negra ni mestiza ni hip hop ni punk ni perseguida por la policía, ni siquiera es pobre: pero sí es un lugar de la imaginación, donde el vagabundeo y la pérdida son posibles; una ciudad abierta, donde todo aquello que tiene filo y mestizaje existe y es bienvenido, una especie de isla diversa. Suele decirse que Auster es un extranjero en su país: sucede que referencia y está influenciado por escritores latinos, desde Calvino hasta Verne, pasando por Cervantes, y por otros europeos como Beckett. Sucede que habla y traduce francés, que cita a Mallarmé. Pero, sobre todo en una relectura actual, sorprende lo increíblemente estadounidense que es Paul Auster. En sus posiciones políticas algo ingenuas incluso, típicas del progresista medio de su país (jamás posiciones tontas, jamás: ingenuas). Otra de sus mejores novelas, “Leviathan” (1992) es casi un lamento por el país perdido, por el despertar del sueño, encarnado en Benjamin Sachs, el escritor protagonista, que termina sus días haciendo volar con bombas, réplicas de la Estatua de la Libertad por todo el país y cuya única y mejor novela es una especie de réquiem por los Estados Unidos de fines del siglo XIX. Auster tiene verdadera fascinación por el deporte nacional, el béisbol. También por el mítico viaje de Este a Oeste, que se repite en muchas de sus novelas –en “El Palacio de la luna”, en “Leviathan”, en “La música del azar”. Es el viaje que construyó el país, la ampliación de la frontera. Está fascinado por Edison y Tesla, por los inventores. Algo de ese espíritu del hombre ingenioso que se hace a sí mismo, tan esencialmente estadounidense, es el material de “Mr. Vértigo”, la más influenciada por el realismo mágico latinoamericano de sus novelas, aunque sus personajes trashumantes enfrentan cuestiones sumamente locales como la mafia de Chicago o el Ku-Klux Klan. 

Paul Auster por Jean Christian Bourcart

Y sin embargo, este hombre tan obsesionado por su país y su cultura es amado en el extranjero. Algunos dirán que hay cierto didactismo en la América de Auster pero no es así, para nada, su presentación de los hechos históricos no es para dummies. ¿Se tratará de alguna especie de nostalgia global por el Imperio que no fue, el Imperio que pudo ser mejor?

Jonathan Lethem, autor de “La fortaleza de la soledad”, que es norteamericano pero vive en Barcelona –al menos, va y viene con frecuencia--, le dijo a Fresán en 2010, pensando en la “extranjería de Auster” y en por qué no es una influencia para los escritores contemporáneos norteamericanos: “Auster resulta una influencia difícil de incorporar y de asumir sin caer en la más torpe imitación o la burda parodia. Así que tiene menos seguidores y continuadores que, digamos, Pynchon o DeLillo. En cuanto a su lugar dentro de la literatura norteamericana, me parece que su situación privilegiada y poco común pasa por la de ser alguien completamente libre y ajeno a la tradición de los Estados Unidos, donde hasta los más grandes siempre han tendido a ser escritores claramente nacionales. Aunque, claro, en Auster hay una evidente influencia de Poe y de Hawthorne en lo que hace, a mí me parece en más de un sentido que Auster es el gran escritor pos-americano. Lo que es muy raro de encontrar entre nosotros. Europa se las ha arreglado para producir o atraer a más escritores de esta clase, como Calvino o Beckett o Cortázar. El tipo de sensibilidad que trasciende fronteras.”

Que tiene una sensibilidad que trasciende fronteras es cierto. Que no sea un escritor “nacional” es discutible. En realidad, Paul Auster es un escritor nacional que trasciende fronteras.


A mediados de los 90 la producción de Paul Auster no se alteró significativamente pero sí empezó a tener altibajos. En ‘Clasificación’, un cuento de “Cada vez más cerca”, el último libro de Elvio E. Gandolfo, aparece un sistema de, justamente, clasificación de libros. Ahí se dice que “El Gran Gatsby” de F. Scott Fitzgerald es un 1 y “Soldados de Salamina” de Javier Cercas un 3, por ejemplo. Se trata de un ránking juguetón aunque no del todo arbitrario. Dice “algunos libros cambiaban de nivel con frecuencia, de forma a veces brusca e intensa: del nivel 2 o 3 a los posteriores al 10 (como pasó con casi todo Paul Auster).”. El “casi todo” quizá se refiera a sus novelas posteriores a “Mr. Vértigo”. En 2005, sin embargo, “The Brooklyn Follies” vendió 200.000 ejemplares en España y revitalizó inesperadamente su carrera: el libro plantea el escenario austeriano del hombre viejo muriendo y el joven que acompaña: son Nathan Glass, de 70 años, enfermo de cáncer que vuelve a Brooklyn después del abandono de su esposa, y se encuentra con su sobrino. Hay algo de la atmósfera de despedida y nostalgia de “Smoke” y algunos lo leyeron como un adiós a aquella Nueva York sucia de su juventud, pero Auster lo niega: él no está decepcionado de su ciudad, él no vive en el hipster barrio de Williamsburgh; su Brooklyn es cómodo y tranquilo pero le queda algo de filo y sigue creyendo en la condición única de Nueva York. Después de todo, su Nueva York nunca es el Bronx, el punk Lower East Side, las noches terribles de “Taxi Driver”. Su ciudad nunca fue la marginal y romantizada. Como sea, en el libro aparece, otra vez, un homenaje a los padres fundadores de la literatura originarios de la Costa Este: uno de los personajes intenta falsificar el manuscrito de “La letra escarlata” de Nathaniel Hawthorne, el autor, entre los grandes del siglo XIX, que Auster ama por encima de los demás.

Lulu on the Bridge (1998)

Hay otras novelas menos logradas. “Sunset Park”, de 2010, sobre unos okupas existencialistas, con dosis de malditismo, homenajes a Fitzgerald, referencias a la crisis económica y Salman Rushdie y el omnipresente béisbol (es como el fútbol para Sasturain y Soriano: ésta puede ser una relación brusca pero es cierta). Cuando en 2006 le dieron el premio Príncipe de Asturias, Auster parecía algo decaído, dijo que no sabía si le quedaban cosas por decir. Pero siguió buscando y se reencontró con su vida. Escribió “Diario de invierno” (2012), un volumen autobiográfico (en Estados Unidos la jerga editorial los llama “memoir”, una especie de memoria recortada): es la primera parte de la saga de su vejez. A eso se lanzó: a la crónica de sus últimos años. “Diario de invierno” es inquietante para cualquier varón de cierta edad, en su nobleza y honestidad, en el recuento de los pequeños descalabros del cuerpo y la mente. Y también habla extensamente de su madre, muerta en 2002, infeliz en su matrimonio con ese hombre frío que fue su padre, un hombre al que el crimen de su propio padre pareció arrancarle una parte de vida. Auster es especialmente bueno cuando él mismo es el tema. Es evocativo, nunca cae en la indignidad del narcicisimo desbocado. David L. Ulin escribía en su reseña de Los Angeles Times que Auster “está buscando su identidad, recrearla como una expresión de lo físico, buscar cómo el mundo le ha dado forma”. Ulin cree que “Diario de invierno”, aunque logrado, es un libro un poco sentimental pero, al mismo tiempo, reconoce que le cae bien Auster, que lo quiere acompañar en esa búsqueda. Este año se editó “Informe del interior”, otro memoir recortado: Auster recrea, en la primera parte, su yo hasta los 12 años. El que creció en los años 50, la década que por fuera era un sueño pero incubaba la pesadilla –en la política, en las vidas cotidianas, en la pérdida de la inocencia brutal de la posguerra, con un país que había ganado la llamada “Última Guerra Justa” pero se embarcaba en ser una potencia necia, indiferente, despiadada.

En “Informe del interior” y en “El diario del invierno” habla de sí mismo en segunda persona. “Las que más te gustaban eran las novelas de deportes”, se dice, se recuerda. Aparece el beisbol, Stevenson, Poe, la comprensión de lo que es una familia rota, la pérdida de la inocencia cuando sabés que tu ídolo, Edison, es un antisemita y vos sos judío.

Paul Auster, hoy, escribe sus memorias, escribe sobre la memoria. Ha vuelto al principio. El debut, ese debut raro que parecía un libro del final de la vida tenía dos partes. La segunda se llamaba, precisamente, “El libro de la memoria”. ¡Sonaba tan prematuro! Auster tenía entonces menos de cuarenta años. Y hablaba de sí mismo en tercera persona: la máxima distancia.

Ahora que retoma el libro de la memoria, se acerca de a poco. Usa la segunda persona. Se apela. Porque tiene los medios para hacerlo -sus libros son ediciones caras- incluye fotos para traer aquel mundo, fotos de las películas que lo impresionaron, de Eisenhower y las casas de muñecas de los 50.

En 1982 decía que, si no escribía algo rápido sobre su padre, su padre iba a desvanecerse. Ahora, Paul Auster, que quiso ser y parece que es muy distinto a su padre también intenta escribir para no desaparecer. “Tu destino era convertirte en un hombre”, se dice en “Informe del interior”. El libro también tiene una segunda parte donde Auster ya no es un niño: se llama “La cápsula del tiempo” y son las cartas, comentadas, que le escribió durante los años 60 a su ex esposa Lydia Davis. Ya había escrito algo de esto en otro memoir, “Salto de mata”, pero leer las cartas tiene un encanto especial y no es un encanto morboso: hay reconciliación en este gesto. “Escribo con amor y cansancio”, le dice a su mujer el Auster de los 60.

“Creías que no habías dejado rastro”, escribe Auster en “Informe del interior”. Quizá estos libros, los de los últimos años, sean eso: rastros. Para él, para encontrarse, ¿cuándo usará la primera persona? Y para dejar un rastro en la memoria de los demás, una especie de largo y fragmentado testamento de vida escrita, educación sentimental, brasas en la cueva del misterio de la imaginación.

Fotografías:
1. Harvey Keitel en Smoke (1995).
2. Paul Auster por Jean Christian Bourcart
3. Lulu on the Bridge (1998)