Crónica

Música y cultura digital


Indie: del vinilo a Spotify

La llegada de internet abrió una ventana para el mundo del rock independiente. El paso de circulación de discos físicos a digitales permitió a miles de bandas argentinas mostrar su música. En este fragmento de Más o menos bien de Nicolás Igarzábal, un recorrido por la producción indie: tapas hechas a mano, mochilas llenas de cassettes y jóvenes entre el arte y el negocio.

“El rock independiente llega a Obras”. Así anunciaban los carteles callejeros que promocionaban el primer show de El Otro Yo en la legendaria cancha de básquet de Núñez. Era el año 2000 y la banda se enorgullecía de ser la tercera independiente en tocar ahí, después del desembarco de Los Redondos (1989) y La Renga (1994). Al año siguiente, Cristian Aldana fundó junto a Diego Boris la UMI (Unión de Músicos Independientes) para asesorar a todo aquel grupo o solista que quisiera editar un disco por su cuenta y no supiera cómo, llegando a nuclear a 7.000 músicos. Fue la cristalización de años y años llevando en la mochila cassettes de El Otro Yo para vender en las disquerías de barrio. Incluso uno (Los hijos de alien) terminó en manos de Kurt Cobain, cuando los músicos de Temperley se hicieron pasar por los dueños de un fanzine criollo para charlar con los Nirvana en el hotel Sheraton, durante su visita de 1992.

El Otro Yo, junto a Suárez y Fun People, fueron los tres pilares del rock independiente durante el menemismo. Cada uno tenía su pequeño sello: Besótico, FAN y Ugly.

“Soy referente de todo lo que uno no debe hacer en la vida. Desde hace más de 20 años, lo único que hago es sacar discos, escribir canciones y girar. Indie o mainstream no son más que etiquetas para vender algo, la cosa pasa por ser un loco, un apasionado, jugado por tus sueños y defender lo que sos”, diferencia Boom Boom Kid, ex Fun People.

“Lo de independiente siempre lo tomé como no ser un artista contratado por una empresa, ese es el concepto primero: siempre me manejé sin contrato, autogestionando las cosas”, recalca Bléfari. “La única vez que tuve un contrato editorial fue una pésima experiencia. Firmamos con Warner Music cuando fuimos a España, con la ilusión de conseguir que nuestras canciones estuvieran en alguna película o aviso publicitario, como le pasó a Dover, y nunca obtuvimos nada de popularidad, ni de dinero. Se quedaron con el 50% de los derechos de un montón de mis temas de por vida”.

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Adrián Paoletti probó golpeando las puertas de BMG, otro tanque de la industria musical. “Esa fue la única vez que llevé un disco mío a una compañía discográfica, que en ese entonces estaba comandada por Afo Verde”, asiente. “Llevé un cassette con una pre-mezcla de los temas Gravedad y Aprender es robar, de mi segundo disco, En la Ruta del árbol, en busca de la canción perfecta (1998). Con el tiempo imaginé dos escenas de Afo Verde escuchando el cassette: una, con él horrorizado, revoleando el cassette por la ventana del piso 7 de la compañía; otra, con él muriéndose de risa al escucharlo. Así que lo edité yo nomás, como a todos los que vendrían”.

Por esa época ya estaba boyando Jaime Sin Tierra, otros que se sumaron a la senda de autoproducir sus propios discos y conciertos, resguardados bajo su sello Sin Tierra Discos. Su debut oficial, guitarrero y melancólico, fue en 1998 con El Avión ya se estrelló y yo sigo volando.

“Para difundir nuestros shows fotocopiábamos volantes para repartir y prendíamos velas para aparecer en la agenda de los suplementos de los diarios”, recordó Sebastián Kramer en una nota de la revista Los Inrockuptibles. “Teníamos una lista donde la gente anotaba su nombre y teléfono y nos la repartíamos para llamar y avisar de nuestras fechas. Era muy gracioso. A veces te atendía la mamá y le dejabas el mensaje: ‘Avisale a fulanito que tal día toca Jaime Sin Tierra en tal dirección’”.

En La Plata estaba Chonga Discos, sello creado en 1996 por Javi Punga de Ned Flander, banda que compartía con Diego Billordo. “Empezamos a trabajar comunitariamente, reuniéndonos para la organización de la difusión, la producción de cassettes y fanzines. Empezamos a armar pequeños festivales en casas, bares y plazas, con el fin de dar a conocer las cosas que estábamos haciendo”, apunta Punga sobre la dinámica de trabajo.

Chonga, además, editó a Aneurisma, proyecto del que participaban futuros músicos del sello Laptra, capitaneado por bandas como Él Mató a un Policía Motorizado y 107 Faunos. Chicos que crecieron yendo a shows de Peligrosos Gorriones y Embajada Boliviana, bordeando el cambio de milenio, entre videojuegos, películas de terror y capítulos de Los Simpson.

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“No sabíamos muy bien qué era la movida alternativa. Estelares era una banda de culto que tocaba para 50 personas. Después estaban Las Canoplas y Míster América, pero no tocaban mucho, era una cosa más de rock nacional clásico. A nosotros no nos gustaba, nos parecía un rock de viejos”, repasa Jo Goyeneche, compañero en aquel entonces de Willy Ruiz Díaz (alias Doctora Muerte) y Santiago Motorizado, antes de la existencia de Él Mató.

“Sin internet, a muchos nos pasó que a través de las remeras que usaba Kurt Cobain descubrimos un montón de bandas como The Vaselines, Sonic Youth y Daniel Johnston”, completa quien después formaría la banda Valentín y los Volcanes. “Había una disquería en la que compraba temas sueltos porque no tenía la plata para comprar los discos que quería. Entonces me grababan 3 temas de Nevermind en un cassette, 3 de otro disco y así. Me cobraban 50 centavos por tema. Me acuerdo de grabarme de Adrián Paoletti, Pixies, Stereolab y Pavement”.

Un artículo del suplemento La Nación Espectáculos precisa que en 1997 los sellos independieron ocuparon el 20% del mercado discográfico. “Solo en materia de rock nacional, el año último los emprendimientos de autogestión o de sellos chicos treparon hasta los 116 discos editados, sobre 33 de las multinacionales (Universal, Warner, Sony, BMG, Polygram, EMI), y ese fenómeno que empieza a crecer en el resto de los géneros parece consolidarse y multiplicarse”, detalla la nota firmada por Gabriel Plaza. Todo un presagio.

Sellos digitales

En 1999, con la llegada de internet al país, asomó Ventolín Records, el primer sello digital argentino, creado por Marcos y Martiniano Zurita, por aquel entonces las caras del fanzine online Pink Moon, que combinaba humor con crítica musical. La gran novedad de la época era el MP3, formato que comprimía la música en pequeños archivos que se podían compartir por la red. En su catálogo estaban Compañero Asma, Pablo Reche, Bedtime y Texavery. Eran tiempos de internet por dial-up.

“Aprovechamos esa ventanita que se abrió cuando pasó la forma de circulación de los discos físicos a los digitales, y encontramos ahí la chance de hacer algo que nos gustaba hacer, de una forma gratuita para nosotros y para los músicos”, sostiene Marcos.

“Era una época emocionante. El Nuevo Rock Argentino ya estaba en caída y había muchas cosas frescas que empezaban a salir. Nosotros publicábamos a todo aquel artista que nos gustara: era una cuestión de espontaneidad”, agrega Martiniano. “La gran novedad era que el material estaba disponible para que se lo bajara cualquiera en cualquier momento. No hacía falta ir a las disquerías. Ya no estaba esa cosa de esconder y generar misterio”.

Siguiendo el camino de Ventolín, en 2003 apareció Mandarina Records, impulsado desde La Plata por Tomás Vilche, miembro de El Tío Pastaflora, antes de fundar La Patrulla Espacial. Ya había llegado a estas pampas la conexión por banda ancha.

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“Subía los discos de la banda para bajárselos gratis y también los podías comprar por $3,50. Me los pedían y los mandaba a todo el país por correo. Era una locura, puro romanticismo”, evoca Vilche. Después empezó a colgar material de Estupendo, Prietto, Norma, Monstruo! y Sr. Tomate.

La última irrupción en este rubro fue Mamushka Dogs Records, gestado por Leandro Pereiro y Luciano Banchero, dos bloggeros amantes de la música, que reseñaban discos y los compartían alojados en links de Radipshare y Megaupload. La selección de bandas tenía un espectro amplio que iba desde Go-Neko!, Prietto Viaja al Cosmos y Javi Punga hasta Banda de Turistas, Atrás Hay Truenos y The Baseball Furies. Nació en 2005 y fue contemporáneo al boom del fotolog, My Space y a Last.Fm, una red social pensada en base a los gustos musicales de los usuarios.

“No teníamos ninguna restricción de géneros, íbamos desde el folk lo-fi a la cumbia electrónica: nuestro criterio era lo anti-comercial”, explica Pereiro. “Lo que nos interesaba era principalmente algo que no sintiéramos que ya habíamos escuchado antes y que no tuviera intención de sonar en la radio, porque si podía sonar en la radio, no necesitaba de nosotros”, suma.

Sonido indie

Ahora que conocemos los modos de producción de la música independiente en Argentina, desde el vinilo al MP3, ¿podemos hablar de un sonido indie? El término “indie (abreviatura de “independent”) se acuñó en 1986, en Inglaterra, a partir de la aparición del casete C86, que editó la revista New Musical Express y que incluía una recopilación de 22 bandas de sellos pequeños (Creation, Vinyl Drip, Subway Organisation) como Primal Scream, The Soup Dragons y The Pastels. A 10 años del estallido punk, esta escena emergente se caracterizaba por el sonido de las guitarras Rickenbacker (bien sesentas, a lo The Byrds), la autogestión, el romanticismo por los fanzines, cierto comportamiento asexual y aniñado, y el pelo de corte taza. “Fue el nacimiento de la música indie”, postula Bob Stanley, periodista de la revista Melody Maker y miembro del grupo Saint Etienne, en las notas al pie de la reedición en CD de 2006. “El rock de guitarras, la ideología DIY (‘Hazlo tú mismo’) y las actitudes punk residuales se unieron en una explosión de nuevas bandas”, subraya.

Del otro lado del Atlántico, en Estados Unidos se hablaba de college rock, durante los años ochenta. Es decir un rock parido en ambientes universitarios, con una búsqueda más artística que comercial, como fueron los casos de R.E.M. (Universidad de Georgia), Pixies (Massachusetts Amherst), Galaxie 500 (Harvard), Meat Puppets (Universidad Estatal de Arizona) y Camper Van Beethoven (California). Había vocación colectiva y militancia underground, le escapaban al purismo de los estilos, y su principal brazo de difusión eran las propias radios universitarias. De ahí podían acceder a firmar con sellos grandes. Eran hijos de la No wave, aquel movimiento norteamericano que rechazaba a la (tan de moda) new wave, se resistía a cualquier tipo de etiqueta musical y se volcaba a la experimentación. El mayor exponente fue Sonic Youth, formado en 1981.

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En nuestro país, esta cultura se empezó a importar en los años noventas, sumádole característica propias. “Había un cierto tipo de bohemia, unos años hechos en Puán, ropa de Feria americana, mucho cine arty (colas en los primeros BAFICIs), coqueteo con el arte y la fotografía, paso por el C.C. Rojas, poesía maldita, la actitud low fi, más porro que merca y más ácido que éxtasis, el ennui slacker, desdén por la política, heteroflexibilidad (pero el modelo es de “noviecitos” de chica y chico que no se despegan nunca), casetes grabados y CDRs, zapping en pleno pegue de marihuana, coleccionismo de fetiches vintage, paseo por la galería Bond Street, videos caseros en VHS, y la atmósfera de cuelgue porteño que documentó Martín Rejtman en sus películas”, tipifica el crítico Pablo Schanton, que en aquella década escribía en las revistas Revolver, Esculpiendo Milagros, Pan & Circo, y en el Suplemento Sí! del diario Clarín, y también daba un taller periodístico conocido como el Club Sónico. Inquieto y melómano, en 1992, al frente de la revista Ruido, editó un cassette que tenía de un lado cuatro temas de Suárez y, del otro, tres de Juana La Loca.

“Había decidido que la revista tenía que venir sí o sí con un casete, hacer como un Soundcloud analógico, así la gente conocía a esas bandas de las que escribíamos, si no, la brecha entre periodistas y lectores era insondable”, sostiene. Esa fue la primera vez que se publicó material oficial de Suárez, antes de que su álbum debut saliera de EPSA.

“Podríamos pensar que somos todos nietos de la Velvet Underground”, fija Rosario Bléfari, su ex cantante, a la hora de pensar una influencia que englobe a todo el abanico indie. “Está esa cosa de desatar estructuras, buscar algo más primitivo, instalar un clima y sostenerlo con elementos simbples, el silencio y la repetición”, grafica. “Hacer las cosas de una forma no necesariamente canonizada, en definitiva. ‘¿Nunca hay una gaita en los grupos de blues? Bueno, hagamos blues con gaita’. Eso es el indie para mí”.

En Argentina, la mayor expresión del college rock podemos rastrearla en La Plata (ciudad universitaria por excelencia) donde las bandas más representativas del lugar se dan a conocer a través de la Radio Universidad Nacional. De ahí que no sea casual que la última gran renovación musical provenga de la capital de la provincia de Buenos Aires, la misma que vio nacer a La Cofradía de la Flor Solar y Diplodocum Red & Brown en los sesenta, y a Los Redondos y Virus en los ochentas.

¿Y los noventas?

“Esos años fueron muy crudos, se vivía con una desesperanza muy importante, y en el arte encontrábamos un lugar donde sentirnos cómodos”, repasa Natalia “Poli” Politano, quien llegó a La Plata desde un pueblito llamado Oriente y a fines de la década se incorporó al grupo Círculo de Medianoche. “Escuchabas a Suárez y entendías que había otra forma de hacer música. O leías ‘Hazlo tú mismo’ en un fanzine y te ponías a dibujar las tapas de tus discos. Se estaba gestando toda una cosa que explotó en los 2000, una nueva era, donde podías grabar un disco en tu casa, subirlo a internet y que lo escuchara gente que no sabías quién era. Subías una foto de la banda al fotolog, contabas que tocabas la semana que viene y la cosa empezaba a rodar. Era la modernidad a flor de piel”, remata la cantante que después formaría Sr. Tomate.

“Son curvas históricas culturales: cuando un modelo se agota, hay una pausa hasta que empieza a aparecer otra cosa. Antes del Nuevo Rock Argentino de los noventas pasó algo parecido con el post-punk a fines de los ochentas”, piensa Jo Goyeneche (Valentín y los Volcanes). “La explosión de internet abrió un montón de posibilidades, acortó distancias y permitió grabar en tu casa. Después de Embajada Boliviana y Peligrosos Gorriones quedó un vacío enorme en La Plata y había una necesidad. Fue una larga siesta. Hasta que apareció Él Mató”.