Crónica

La forma en la que pensamos


El misterio de la creatividad

Tres estudiantes de la escuela secundaria técnica de la UNSAM que no podían llegar a clases cuando las calles se inundaban y crearon una App. Un adolescente de 20 años que inventó una remera anti-infartos y ahora está haciendo mil prótesis de mano que regalará. Una mujer que da clases en un taller de imaginación para chicos. ¿Se puede enseñar a ser creativos? ¿Qué pasa en el cerebro cuando creamos?

Fotos: Pablo Carrera Oser.

Los habitantes de José León Suárez, en el partido bonaerense de San Martín, saben que si llueve mucho, difícilmente podrán salir de sus casas.

Las calles de tierra y el hecho de situarse en la cuenca del Río Reconquista, el segundo más contaminado del país, solo complican las cosas.

Los estudiantes de la Escuela Secundaria Técnica de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) Ludmila Sánchez, Titi Melgarejo y Magalí Reynoso conocen bien ese problema. Viven en José León Suárez y el año pasado el profesor del Taller de Programación Alvar Maciel las animó a participar del desafío Chicas en tecnología, el capítulo local de un hackathon global que estimula a las adolescentes de entre 14 y 17 años a resolver problemas de sus comunidades a través de la programación.

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Con convocatoria libre y gratuita, la maratón de programadoras se realizó la última semana de octubre de 2015, por primera vez en el país. Se postularon 70 estudiantes provenientes de escuelas de la Ciudad y la provincia de Buenos Aires, y fueron seleccionadas 24. Entre ellas, Ludmila, Titi y Magalí.

Hubo dos días de preparación: aprendieron herramientas de programación e hicieron juegos colectivos para reforzar la dinámica del trabajo en equipo. Después, las participantes pusieron manos a la máquina.

Fueron 18 horas divididas en un fin de semana. Las adolescentes contaban con el apoyo de un mentor, al que solo consultaban cuando detectaban que necesitaban ayuda. El resto era pensar, debatir y aplicar.

Las tres estudiantes de la Escuela Técnica UNSAM decidieron crear una aplicación para celulares que permita generar una red de alerta sobre inundaciones entre vecinos.

Partieron de un problema propio y común: ¿Cómo llegar a la escuela cuando llovía demasiado? Si bien está ubicada en la zona céntrica de San Martín, los cerca de 130 jóvenes que asisten provienen de los barrios humildes de José León Suárez.

—Siempre hay muchas inundaciones y no tenemos como alertarnos —cuenta Ludmila, tímida pero decidida, al recordar la experiencia.

Está sentada frente a una gran mesa redonda dispuesta en el patio de la Escuela Técnica de la UNSAM para los alumnos y docentes que desean quedarse a almorzar. Algunos profesores que pasan por ahí se suman a la charla.

A la derecha del pasillo, están las oficinas de los docentes y la cocina. El menú de hoy: salchichas con puré. A la izquierda es todo pared. Un colorido cartel invita a los jóvenes más lectores a participar de un concurso de poesía.

Es mediodía. Algunos de los estudiantes aprovecharán el receso para pasear por la peatonal de San Martín y otros volverán a la escuela para cursar los talleres optativos. Hay para muchos gustos: cine, programación, electricidad y hasta uno que propone un proceso de creación colectiva que deriva en la realización de una minga: un espacio de generación de emprendimientos cooperativos pensados por y para los vecinos de José León Suárez.

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El asesor pedagógico de la Escuela, Juan Karagueuzian, comenta: “Con este tipo de proyectos, intentamos apelar a diferentes capacidades de los chicos. Buscamos que puedan aplicar lo que aprenden a la resolución creativa de problemas reales, como hacer un circuito eléctrico para que luego sean capaces de realizar la instalación en sus casas”. Su colega Marina Leitner aclara: “Pero lo de aplicarlo en el barrio no es solo un gancho para que sea más atractivo aprender un contenido, sino porque realmente creemos que la escuela tiene que empoderarlos para resolver cuestiones de la vida cotidiana”.

Un ejemplo, dicen los profesores, es la aplicación que Ludmila y sus amigas desarrollaron en el hackathon. Su uso es muy sencillo. Cuando un vecino ve que una zona del barrio está inundada, marca las intersecciones en un mapa al estilo del Google maps. También, puede subir una foto del lugar en cuestión, marcar el nivel de inundación en un semáforo y realizar algún comentario adicional, como indicar si hay alguna emergencia médica. Además de funcionar como una red de alerta entre vecinos, la idea es que el municipio también reciba esta información, de manera que pueda brindar la asistencia necesaria de forma inmediata.

Andrea Biscione es la vicedirectora socioeducativa de la Escuela Técnica. De baja estatura y sonrisa amplia, es la encargada de ir a los barrios de José León Suárez a contarles a los padres de hijos adolescentes por qué es importante que hagan el esfuerzo de mandarlos a la escuela. Andrea explica que están trabajando en terminar la aplicación junto con investigadores de la Escuela de Ciencia y Tecnología de la UNSAM, y que el municipio también mostró interés en desarrollarla.

“Tenemos que unificar algunos criterios, como los parámetros de inundación del semáforo, y definir si podemos usar la aplicación para mandar otro tipo de alertas. Otro gran desafío es ver cómo lo socializamos para que todos los vecinos lo incorporen”, indica.

La aplicación desarrollada por Titi, Ludmila y Magalí obtuvo el primer puesto en el hackathon. Las participantes recibieron invitaciones para hacer cursos gratuitos de programación, como un estímulo para seguir creando soluciones para el barrio.

—No caíamos. Decíamos: "No, nosotras no somos" —asegura Lu, como la llaman sus profes.

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¿Se puede enseñar a niños, jóvenes y adultos a ser creativos? ¿Qué aportan las nuevas tecnologías al desarrollo de la creatividad? ¿Qué motiva a los jóvenes a inventar, emprender e innovar? ¿Qué pasa en el cerebro cuando creamos? ¿La ciencia lo sabe?

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El doctor en Ciencias Biológicas y especialista en Neurociencias Fabricio Ballarini se define en su tuiter como “científico utópico del Conicet”; y en la web de El gato y la caja, sitio en el que colabora, como “divulgador en modo a prueba de fallos”.

—A las neurociencias aún les queda mucho camino por recorrer en el conocimiento del cerebro aunque, es cierto, algunas cosas se saben —dice.

Cita un ejemplo. Un estudio escaneó el cerebro de músicos de jazz mientras inventaban una melodía con sus instrumentos. Luego, hizo lo mismo con raperos que improvisaban una canción. A pesar de tratarse de dos procesos creativos diferentes, en ambos grupos de personas se activaban las mismas regiones del cerebro: la corteza prefrontal medial, la corteza cingulada motora  y la amígdala, áreas que sugieren una interacción entre motivación, lenguaje y movimiento.

Ballarini confiesa que es un “músico frustrado” y le da bronca cuando lee entrevistas a músicos famosos que dicen haber compuesto un hitazo porque “un día se levantaron inspirados”. Sin embargo, en la ciencia, encontró un poco de consuelo al entender por qué unos parecen ser más creativos que otros.

La corteza prefrontal, una de esas partes que se activa durante el proceso creativo, es la que más nos diferencia de los animales. Está encargada del razonamiento, la toma de decisiones y las funciones ejecutivas. Pero también se relaciona con otra cualidad: la desinhibición. Por lo tanto, es probable que las personas con personalidad más desinhibida sean también más creativas.

Fabricio también señala que hay una fuerte relación entre imaginación, memoria y creatividad.

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El hipocampo es una región central del cerebro, encargada de procesar muchos tipos de memoria. Por eso, a las personas que tienen alguna lesión en él, no solo les cuesta evocar un recuerdo sino que padecen de serias limitaciones a la hora de imaginar cosas. “Los seres humanos no podemos imaginar o crear algo que no hayamos aprendido”, explica el científico. 

Hagamos la prueba. Imaginemos un extraterrestre.

O un animal que no hayamos visto jamás.

 Nunca jamás.

¿Se parece a alguno que vimos alguna vez?

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—Where is Gino?

La pregunta de Barack Obama se escuchó en la Usina del Arte el pasado 23 de marzo, durante su primera visita a la Argentina. Obama estaba dando un discurso ante la atenta mirada de jóvenes emprendedores y buscaba a Gino Tubaro para ponerlo como ejemplo a seguir.

Rodeado de impresoras 3D, Gino Tubaro cuenta que es inventor desde los 6 años. “Siempre me apasionó desarmar cosas”. Tanto, que su mamá Marta cansada de acumular planchas rotas y electrodomésticos inútiles, decidió llevarlo a un taller de inventiva. Ahí, Gino se pasaba horas armando, desarmando y volviendo a armar.

Un día, Diego, un viejito que tendría unos 80 años y asistía al taller igual que él, le dio un robot que había encontrado quién sabe dónde y le dijo: “Tomá, desarmalo y hacé algo nuevo”.

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—Mis mayores referentes son esas personas que me han desafiado a hacer cosas —dice Gino, que hoy tiene 20 años.

Está en uno de sus dos espacios de trabajo, ambos situados dentro del Centro Metropolitano de Diseño (CMD), en el barrio porteño de Barracas. Gino comparte uno de esos espacios con otros emprendedores que van al CMD para imprimir sus ideas. El segundo, en cambio, es su propio taller, Atomic Lab, donde está llevando a cabo un gran desafío: imprimir mil prótesis de mano para regalar.

A los 14, Gino ganó un premio de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual y fue reconocido como el inventor joven más destacado de Latinoamérica. Había inventado una zapatilla inteligente que cortaba la corriente si una persona metía los dedos sin querer. Funcionaba de manera similar a los interruptores térmicos, que cortan la electricidad cuando detectan una sobrecarga de potencia. En el caso del enchufe, lo que sensaba era la presencia de piel.

A los 16 dio su primera charla TEDx. Tuvo que hablar frente a 1200 personas. “Fue una experiencia aterradora y muy buena a la vez”, recuerda. Al poco tiempo, conoció a las impresoras 3D y quedó fascinado. Decidió armar una para mejorar el diseño estético de sus inventos: “Las carcasas que usaba eran feas. Algunas eran cajitas que compraba por dos pesos, que pegaba con silicona y ya está”.

A los 17 hizo su segunda impresora.

—Armar la primera máquina me costó horrores y pensé en lo que le debía costar a los pibes más jóvenes que yo conseguir una. Entonces me puse a desarrollar otra y salí a contar la experiencia.

Con la flamante creación bajo el brazo, se anotó para dar una charla en un evento llamado Barcamp, conocido como anticonferencia o circuito de charlas no programadas. Escribió “impresión 3D” y tuvo una gran convocatoria. Allí conoció a Rodrigo Pérez Weiss, con quién armó su primer emprendimiento, Darwin Research.

Fue a través de este proyecto que Ivana Giménez se contactó con ellos.

—Necesito una mano para mi hijo. ¿Puedo comprarles una prótesis o una impresora 3D?

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Felipe Miranda, el hijo de Ivana, nació sin dedos en su mano izquierda. A los 11 años, recibió la primera prótesis de mano realizada por Gino, sin costo alguno. Para poder desarrollarla, Gino tuvo que cambiar la tecnología y el material. La impresora con la que venía trabajando funcionaba con resina líquida, que se solidificaba mediante un procedimiento conocido como fotopolimerización. El problema era que la resina fotopolimerizada es dañina para el organismo humano y es poco resistente, por lo que la prótesis se hubiera roto fácilmente. Decidieron hacerla de plástico. “Fueron seis meses de trabajo. Pausé la producción de una impresora que estaba haciendo para cumplirle el sueño a Feli”, cuenta Gino.

Desde entonces, no dejó de imprimir manos. Al día de hoy lleva entregadas unas 15, “porque las hacía de mi bolsillo”.

Las innovaciones de su invento son el costo (unos 200 pesos, 40 veces menos que las que se consiguen en el mercado), que las entrega gratis y que son personalizadas: el usuario puede optar por una mano “de superhéroe” o del color de su cuadro de fútbol favorito.

Pero Gino no solo imprime prótesis de miembros superiores. También incursiona en hacer prótesis para animales. Empezó con un aguilucho al que le faltaba una patita. ¿Cómo se le ocurrió? “Me copó y se puede hacer muy fácilmente. Imprimir la pata a un aguilucho lleva apenas unas tres horas de impresión. Prefiero tener una máquina imprimiendo tres horas a que esté apagada”, dice, como quien explica una obviedad.

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Su objetivo es entregar la mayor cantidad de prótesis 3D alrededor del mundo. Para dar abasto, tuvo una idea: convocar a todos aquellos que tengan una impresora 3D y ganas de ayudar. Los llama embajadores atómicos. Ya hay varios en países latinoamericanos como México, Brasil y Bolivia, e incluso hay uno en Rusia y otro en Australia. “Les mando un archivo con los datos, veinte dólares para que compren el material y le imprimen la prótesis a la persona que tienen más cerca”, cuenta.

Además de inventar, Gino estudia ingeniería electrónica en la Facultad Regional Buenos Aires de la Universidad Tecnológica Nacional. “La facultad me ayuda a despejar la cabeza”, asegura.

También tiene otros inventos innovadores como una remera anti-infartos, un escáner que traduce libros a braille y una impresora de bolsillo que funciona a energía solar.

—No me interesa patentarlos. Yo invento para solucionarle problemas a la gente.

En diciembre de 2015, ganó el primer premio de la iniciativa “Una idea para cambiar la historia”, de History Channel. Recibió 60 mil dólares con los que compró 20 impresoras y el material necesario para imprimir las mil prótesis que forman parte de su “Proyecto Limbs”, que ya empieza a gestar las primeras manos en Atomic Lab.

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—Así que tengo un año para empezar a “cambiar la historia”.

—¿Un año para hacer las mil?  

Gino hace un rápido cálculo en voz alta. Si las 20 impresoras trabajan día y noche, y cada prótesis tarda 24 horas en imprimirse, en un mes tendría unas 600.

—Sí, y me sobra tiempo.

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Para entrar a Asteropel hay que atravesar un largo pasillo. Del otro lado espera Isolda, la gata. Y tres gatos más que prefieren huir por la escalera del patio antes que soportar las manos ansiosas de los visitantes.

—Isolda siempre les da la bienvenida a los chicos —dice Laura Gerscovich, profesora de Asteropel, un taller de creatividad integral en el barrio porteño de Colegiales.

Laura se dirige a la computadora del rincón para poner música relajante. Hay olor a  lavanda. Laura explica que la esencia forma parte de ese “clima de relajación para recibir a los chicos y convertir el taller en un refugio creativo”. Igual que la música y la propuesta de dejar las zapatillas junto al tronco antes de entrar.

Suena el timbre. Llegaron los chicos del taller de los miércoles, que tienen entre 4 y 13 años.

Mientras se acomodan alrededor de una mesa blanca, Laura dice: “Tengo un amor muy grande por los chicos. De ellos aprendo todo, son mis grandes maestros. Compartimos una mirada del mundo que es fresca, pura, de sorpresa constante. Es algo que pude mantener a pesar de volverme adulta”.

—¿Qué es la creatividad para vos?

—Es el acceso a ideas que te permiten desde jugar y pasarla bien hasta solucionarle algún aspecto de la vida a otra persona. Para mí, ser creativo es un estado de consciencia al que se llega a través de la experiencia, la educación y alguna que otra técnica. Pero no es una materia, es nuestra esencia.

Laura es licenciada en Artes y profesora nacional de Bellas Artes. Gracias a su formación profesional, dispone de una amplia gama de técnicas que enseña a sus alumnos para que desarrollen su creatividad al máximo potencial.

“En la escuela suele privilegiarse la educación de nuestro hemisferio izquierdo, que es lógico, racional, temporal y sucesivo. Para complementar eso, uno de los ejes más importantes de nuestro taller es educar el hemisferio derecho, relacionado con lo emocional, lo artístico, lo atemporal. Para lograr una visión integral de las cosas que permita el desarrollo de la creatividad, es necesario estimular ambos hemisferios”, explica.

La consigna que propone Laura en esta tarde otoñal de cielo violeta interpela a los chicos desde dos técnicas: la biónica y la analogía. Laura saca de la biblioteca un libro con dibujos de animales y los chicos empiezan a pasar las hojas. La misión es elegir tres animales, tomar algunas de sus características y construir un artefacto o la solución a un problema.

—¿Qué quieren armar? —les pregunta.

—Una nave espacial —se entusiasma Juan Bautista, 7 años, espíritu inquieto.

—La cura para una enfermedad —imagina José, su hermano de 12, cabello tan rubio los dos.

Gana la nave. Deciden que va a tener la resistencia del caparazón de una tortuga, el movimiento ágil y zigzagueante de una serpiente y la fuerza de un cocodrilo.

Laura saca una bolsa repleta de telas, palitos y chucherías varias que incluyen aros viejos y vasos de yogur. Vuelca todo sobre la mesa y los chicos se enfrascan en la creación de la nave espacial.

En cambio, Juan Ignacio, “Juani”, prefiere agarrar un poco de arcilla y frotarla entre sus manos. Tiene 13 años y es un chico que fue diagnosticado con retraso madurativo.

Ante la expectante mirada de Laura, Juani frota y estira la arcilla hasta obtener una especie de fideo infinito. Luego comienza a enrollarlo, dándole la forma de una gran espiral gris. Cuando termina, lo apoya en la mesa.

—¡Qué lindo, Juani! ¿Es un caracol gigante? —pregunta Laura, pensando en la relación de esa artesanía con la consigna que había dado.

—No, es una grieta interdimensional —la corrige.

Juani busca un muñequito de arcilla que había armado uno de sus compañeros en alguna clase anterior y lo coloca al lado de su creación.

Los ojos ausentes del muñequito parecen mirar fijamente la grieta, como dudando si atravesarla o permanecer en la seguridad de la mesa.

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Amanece en el sur del país. Afuera de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Río Negro hay carpas donde duermen quienes no se quieren perder lo que sucederá.

Cuando por fin se abren las puertas de la Facultad, la hilera de carpas se transforma en una fila de personas que ingresan de forma ordenada pero entusiasta. Entran al Aula Magna y se sientan a esperar. Esperan una, dos, tres, cuatro, cinco horas. No se enojan, no patalean, no llaman a las autoridades de turno para quejarse.

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Esperan a un grupo de científicos que van a hablar sobre neurociencias. El vuelo se había retrasado.

Educando al Cerebro es una jornada que nació, valga la redundancia, del cerebro de Fabricio Ballarini, el especialista en neurociencias que se define como científico utópico del Conicet.

El primer Educando al Cerebro fue una consecuencia de su tema de investigación y de sus ganas de construir un puente entre ciencia y educación. Se realizó el 3 de diciembre de 2013 en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Luego, hubo 9 ediciones más, pasando por la rockera convocatoria rionegrina, otras tantas en Córdoba y una que los llevó a cruzar el charco hasta la uruguaya ciudad de Paysandú.

—Unos chicos de Tandil vendieron canelones para pagarse un viaje a Córdoba para vernos, ¿entendés? —dice Fabricio, aún sorprendido.

Es que no siempre fue un rockstar de la ciencia. Allá por 2007, “cuando las neurociencias no estaban para nada de moda”, investigaba cuánto mejoraba el aprendizaje y la memoria en ratas de laboratorio a partir de una situación sorpresa. Como comprobó que mejoraba bastante, quiso averiguar si pasaba lo mismo en estudiantes de primaria y secundaria.

Al principio le costó un poco comunicar su idea.

—Mi estrategia era muy tonta. Tocaba el timbre de las escuelas y les decía que quería hacer un experimento con chicos para replicar un resultado que había tenido en ratas. Imaginate el resultado.

Después, cambió la palabra experimento por actividad y funcionó.

El experimento era muy sencillo. Primero, los docentes de dos divisiones distintas realizaban el mismo ejercicio. Por ejemplo, leerles un cuento. Después de un rato, los científicos entraban en acción. Sorprendían a una de esas divisiones con un acontecimiento que salía de lo cotidiano. “Como no teníamos un mango, sacábamos algunas cosas del laboratorio y hacíamos una clase de ciencias. Entrábamos de repente e interrumpíamos la rutina”, cuenta. Al otro día, los docentes de ambas divisiones evaluaban qué recordaban los alumnos sobre el cuento que les habían leído el día anterior.

Después de hacer este experimento muchas veces, en varios colegios y durante varios años, Ballarini y equipo llegaron a la conclusión de que en el cerebro de los chicos también había una relación entre situación novedosa y memoria: los que habían sido sorprendidos recordaban un 60 por ciento más que los otros.

 Actualmente, Fabricio y sus secuaces (becarios) están realizando una experiencia similar que explora en los procesos creativos de los estudiantes.

“Muchos critican al sistema educativo por conservador y yo tenía el mismo prejuicio, pero descubrí que es muy permeable. Las ganas que tienen los docentes por aprender es fascinante. Hay una voluntad enorme por cambiar, por mejorar”, asegura Ballarini. Lo ejemplifica con los 900 docentes que se bancaron un calor de 36 grados durante 8 horas y llenaron el teatro Florencio Sánchez, de Paysandú.

También, con el profe que, al término de una jornada, le dijo a él y sus colegas:

—Chicos, les agradezco de todo corazón. Después de más de 30 años al frente de un aula, es la primera vez que me doy cuenta de que los alumnos tienen cerebro.

Fabricio se horrorizó, puteó y pensó ‘lo que estamos haciendo no sirve para nada’. Pero enseguida entendió: había logrado construir el puente entre ciencia y educación.

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Cuando Melina Masnatta visitaba escuelas en el marco de su tesis de maestría en Tecnología Educativa, conoció a una profesora de matemáticas de una escuela de la provincia de Misiones que le contó que había decidido recurrir a las nuevas tecnologías para que sus alumnos entendieran cómo calcular las proporciones que tanto les costaba. Disponía de escasos recursos pero sabía que la mayoría tenía celular. Así que les propuso inventar el guión de un programa de cocina.  

Los chicos armaban equipos y elaboraban distintas recetas. Luego, les pedía que calcularan la cantidad necesaria de ingredientes para cocinarle a 150, 200, 400 personas. Cuando tenían todo listo, usaban los celulares o las cámaras de las netbook para filmar el programa, mostrando cómo se preparaba la comida y contando a los imaginarios espectadores qué proporción debían utilizar de cada ingrediente si querían cocinar para esas multitudes.

El resultado: un puente entre la tecnología y la educación, y más exámenes de matemáticas aprobados.

Pero Melina, que se recibió de Maestra Nacional de Danzas, sabe que ese entusiasmo por enseñar no siempre estuvo (o está) y eso fue lo que la llevó a cambiar su carrera de bailarina por la de tecnóloga educativa. Una pasión por otra.

-Sentía que la manera en que se enseñaba la danza generaba un rechazo muy grande. La mayoría de mis compañeros no solo no terminaban la carrera sino que tampoco terminaban el secundario. El problema que veía es que muchos docentes eran excelentes bailarines pero no sabían cómo transmitir ese conocimiento. Y eso pasa también en otros ámbitos, como la universidad.

De todos modos, Melina nunca dejó atrás su vieja pasión y utiliza sus conocimientos de danza en los trabajos que realiza en las escuelas, al recordarles a docentes y alumnos que la principal “tecnología” que pueden usar para crear la tuvieron en sus narices todo el tiempo.

O, mejor dicho, en sus cuerpos.

Relata una actividad que realizó en una escuela, aplicando el concepto de la deriva situacionista del filóso francés Guy Debord, que plantea que siempre nos movemos en los mismos circuitos de la ciudad. Lo que Melina y los docentes propusieron a los estudiantes, entonces, fue realizar nuevas rutas dentro del colegio, ese lugar naturalizado en el que pasaban gran parte de sus días. Salir de los circuitos rutinarios, caminar varios pasos hacia el costado, agacharse, rolar. Todo eso lo iban filmando con sus celulares. Después se divertían descubriendo cosas que jamás habían visto.

“Los chicos se enganchan un montón y empiezan a entender que podés aprender y crear a través del movimiento”, asegura Melina, que también forma parte del colectivo A. Mo. Ver., compuesto por profesionales de disciplinas diversas como programación, música y danza. Todos viven lejos entre sí, pero gracias a las bondades de las TICs logran juntarse de manera virtual para planear distintas intervenciones artísticas y audiovisuales.

Hasta hace poco, Melina también trabajó en Wikipedia, enciclopedia a la que define como “la mayor obra colectiva de conocimiento”.

Sin embargo, cree que es hora de jubilar el formato de enciclopedia porque pertenece a la Modernidad y considera que está obsoleto. “La palabra no tiene por qué ser siempre la forma de viabilizar un conocimiento”, dice. “Una vez, un médico que trabajaba con comunidades rurales de Salta me contó que el WhatsApp le facilitó enormemente la comunicación con la gente. Como muchos no sabían escribir, le mandaban audios con consultas y urgencias. Hay que pensar en nuevos formatos de creación colectiva”.

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Melina Furman es co-fundadora y profesora del curso El mundo de las ideas, junto a su colega Gerry Garbulsky. El taller está destinado a entrenar mentes creativas de cualquier campo del conocimiento para que desarrollen sus proyectos y aprendan a comunicarlos de manera eficiente. Con una duración de cinco meses, ya va por la quinta edición y tiene cerca de 200 egresados. El costo del curso completo es de 38 mil pesos pero ofrecen becas del 40 y 70 por ciento para quienes no puedan afrontarlo. Al final del curso, se realiza un evento en que los participantes cuentan su idea en una charla al estilo TEDx.

—Enseñar a crear es apasionante porque no hay recetas para la creatividad —asegura Melina.

Al poco tiempo de recibirse de bióloga, ya se había dado cuenta de que investigar en el laboratorio la aburría. “Es un lugar creativo pero uno termina investigando cosas muy específicas que van a tener impacto más adelante y yo sentía que mi creatividad no fluía por ahí. A mí me divierte generar cosas en los demás de manera inmediata”, plantea.

Así que hizo un doctorado en educación y junto a otros científicos fundó Expedición Ciencia, una asociación civil que, entre otras actividades, realiza campamentos científicos para adolescentes. Cada año, un puñado de chicos pasan 10 días en medio de la naturaleza, realizando experimentos y “aprendiendo a mirar el mundo con ojos frescos”.

Melina indica que tanto en El mundo de las ideas como en Expedición Ciencia el rol del juego es fundamental. “Para estimular la creatividad, es importante buscar el sentido de eso que te motiva, que te hace brillar los ojitos”, formula. “Sacarte el ropaje de conocimientos que traés de otros ámbitos para estar más liviano y animarte a jugar”.

Además, advierte que es importante dedicarle tiempo a la creatividad.

—A veces parece que uno tiene un momento Eureka de un día y en realidad es un proceso mucho más largo —sostiene.

“¿De dónde surgen las ideas que transforman el mundo? ¿Qué significa ser creativo?”, dice la web de El mundo de las ideas.

Quizás, el objetivo del curso, de todo proceso creativo, no sea contestar esas preguntas sino desarrollar la capacidad de hacernos otras, nuevas, que nos mantengan pensando.