Crónica

La muerte de Lucas Muñoz en Bariloche


El asesinato de un policía

Lucas Muñoz tenía 29 años y había nacido en un pueblo de la Patagonia. Estaba destinado a Bariloche, donde decía que tenía miedo de lo que veía en la comisaría. Estuvo secuestrado durante 27 días. Apareció muerto en un descampado con su uniforme y dos tiros. Su crimen dejó en evidencia la corrupción y la violencia policial, y cómo en un primer momento el poder político intentó tapar el caso. Santiago Rey viajó a Ramos Mexía, donde vive la familia de Lucas, y reconstruyó su historia y la de un pueblo que pide justicia.

En octubre de 2015, el oficial ayudante Lucas Muñoz llegó a Bariloche con destino en la comisaría 42, del barrio 2 de Abril, en el Alto empobrecido de la ciudad. Tenía 29 años, estudiaba licenciatura en Seguridad Ciudadana en una universidad pública y hacía adicionales “para comprarse un autito”. Era muy familiero. Le gustaba tomar cerveza con sus amigos, jugar al fútbol, salir. El último verano conoció a su novia Daniela Rodio en el balneario patagónico de Las Grutas. Ella no vivía en Bariloche, pero lo visitaba seguido. Se había transformado en su confidente. A ella le contaba del temor que sentía por lo que veía: drogas y violencia, con la Policía involucrada. Con ella pasó la última noche y con ella estuvo minutos antes de que lo subieran al Corsa gris con el que lo secuestraron. Según declaró Daniela a la justicia, la noche anterior Lucas le pidió llorando que se fuera de Bariloche. Estaba asustado. Después de esa súplica permaneció 27 días desaparecido. El 10 de agosto su cuerpo fue encontrado en un descampado. Tenía un tiro en la nuca y otro en una pantorrila. Estaba con el uniforme puesto, con sus pertenencias, afeitado. Llevaba muerto pocas horas.

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—Al final se pasó el día amasando.
—Mejor, así me entretengo y no pienso.

A las 5.30 todavía es de noche en Ramos Mexía, pero en la casa de los Muñoz ya están todos levantados. Preparan el viaje de parte de la familia a Viedma para otra marcha en reclamo de justicia. Además, me esperan. A esa hora llega el colectivo que partió desde Bariloche la noche previa.

“Listo, nosotros ya le tenemos lugar aka en nuestra casa nomás, no hay problema. Soy Alicia. Le dejo avisado al chico d la terminal, q lo lleve hasta mi casa”. Por mensajes de texto, quedó todo acordado. Pero no hizo falta que el chico de la terminal me lleve. Apenas bajo del micro dos policías se acercan para preguntarme quién era. Cuando el colectivo entra en Ramos Mexía a esa hora, los policías de turno van hacia la vieja casa que sirve como estación de ómnibus con “venta de pasajes, bar, café y mate”, como dice la vidriera. Controlan quién sube y, sobre todo, quién baja en el pueblo.

—Voy a lo de los Muñoz.
—Lo acompañamos —dicen.

Lucas es el tema excluyente de la charla durante la caminata de cuatro cuadras. “Claro que lo conocía”, “se crió con mi hermano”, “era buen chico”, explican.

En el interior de la casa de los Muñoz no hay nada inesperado. Un par de banderines de River; muchos muñequitos; cartas; fotos y, desde el 10 de agosto, carteles y pancartas con la imagen de Lucas y frases pidiendo justicia. En el resto de las repisas hay centenares de mates.

Alicia prepara dos. Uno para Pocho, el papá de Lucas y el otro para su hija Noelia. Los dos son los que salen para Viedma. Ciro, el perro, reclama caricias. Alicia habla para adentro las últimas palabras de cada frase. Las respira. “Se nos vino todo abajo”, dice, y abajo es abajo y es para adentro. Tres horas habla Alicia. Llora por momentos. La primera vez que lagrimea pido que ponga la pava sólo por distraerla.

—Todo abajo se nos vino —repite.

A lo largo de ese día, Alicia hablará más de cinco horas. Y amasará pan y como nueve pizzas.

—Al final, se pasó el día amasando.
—Mejor.

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Al poco tiempo del comienzo de la investigación por la búsqueda de Lucas, se abrió un segundo expediente por entorpecimiento de las pesquisas. En él se encuentran involucrados más de una decena de policías. A cuatro los procesaron por desviar pistas, alterar el libro de actas de la Comisaría 42, allanar ilegalmente el hogar de Lucas, por abuso de autoridad y por comprar un celular con el número de Lucas a más de 550 kilómetros de Bariloche.

La investigación posterior demostró que se perdió un tiempo vital cuando Lucas desapareció. Los policías investigados estuvieron al frente de la búsqueda durante los primeros días. Por ese motivo debieron intervenir fuerzas federales. La Gendarmería y la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) quedaron a cargo de las diligencias ordenadas por la Justicia.

La inmovilización en la búsqueda incluyó involuntariamente a la familia de Lucas, a quienes la Policía de Bariloche le ofrecieron abogados. Cuando se dieron cuenta que era una trampa para no avanzar hacia la verdad, nombraron a Alejandro Pschunder y Karina Chueri como sus representantes legales. Con ellos llegó el impulso a la búsqueda y a la investigación.

El caso lo llevan el fiscal Guillermo Lista y el Juez de Instrucción Penal Bernardo Campana. En el expediente hay semiprueba de que el comisario Jorge Elizondo minimizó la desaparición de Lucas, que nunca activó las alertas de búsqueda y que, además, firmó el acta de la Comisaría 42 que mostraba -a pesar de que había sido adulterada, quince hojas fueron arrancadas y otras siete agregadas- que los oficiales Luis Irusta y Maximiliano Morales allanaron ilegalmente la casa de Lucas, revisaron sus papeles y fotografiaron con el celular la pantalla de su computadora. Se probó después que esa imagen fue recibida por el comisario David Paz, a cargo del área de Tránsito de la Policía en Bariloche, quien a su vez la envió al ex Segundo Jefe de la Regional III, comisario Manuel Poblete. Además de la casa de Lucas se habrían llevado anotaciones personales. También está acreditado que el sargento Néstor Meyreles, por orden del oficial Federico Valenzuela -según señaló el primero de ellos- compró un chip de celular con el número de Muñoz en la localidad de Catriel, a unos 560 kilómetros de Bariloche. Para hacer parecer que Lucas se había ido por su cuenta. 

Todos los policías fueron desafectados de sus cargos. Una vez que esto sucedió, la Gendarmería y la PSA encabezaron allanamientos en un predio de la Policía Montada de Río Negro y en un complejo de cabañas del barrio Malvinas, sitios señalados por mensajes anónimos como posibles lugares donde Lucas estuvo secuestro. Las pruebas tomadas en ambos lugares están siendo analizados en Buenos Aires, a más de 1.500 kilómetros de distancia. A dos meses de la aparición del cuerpo, los resultados aún no son concluyentes.

“Demasiado tiempo sin saber nada”, dice la familia.

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El tiempo pasa lento en Ramos Mexía. Después de las primeras tres horas de charla, Alicia muestra que tenía preparada una cama por si decidía pasar la noche allí. En la mesa de luz hay un cuadro con una foto de Lucas y su hermana menor, Rocío, mirando a cámara. Una selfie. A sus pies, la Biblia abierta en el Salmo 91.

— ¿Cree en Dios, Alicia?
—Sí, sí, somos católicos, todos somos católicos.
—¿Son de ir a la Iglesia?
—Yo cuando puedo, siempre que hay misa trato de ir. Mi marido no va, pero es católico. Sí, creemos en Dios. Siempre sabemos ir a Cayetano, todos los años. Ya llevamos 11 años yendo. Y este año...

El Salmo 91 a los pies de la selfie de Lucas y su novia es la oración del creyente que repite su certeza: Dios protege al que confía en él. Él te librará del lazo del cazador y del azote de la desgracia; te cubrirá con sus plumas y hallarás bajo sus alas un refugio.

—¿Este año no fueron a San Cayetano?
—No, ya no fuimos. Porque andábamos con las marchas.
—¿Hubieran ido?
—Sí, seguro que sí.

(Salmo 91. Dios protege al que confía en él)

—¿No se quiebra la fe cuando pasa algo así?
—A mí en un momento, sí. Sí. Yo siempre digo, soy católica, creo en Dios, pero pensaba, por qué, por qué me está pasando ésto...
—¿Y encontró respuesta?

Alicia piensa. Piensa y lagrimea. No demora su respuesta. “No. No, hasta ahora no encuentro respuesta…"

(Él te librará del lazo del cazador y del azote de la desgracia; te cubrirá con sus plumas y hallarás bajo sus alas un refugio…)

—Nosotros no somos malos, mi hijo no era una persona mala, todo el mundo nos quiere. Y nos tocó ésto y es muy feo...
(Él te librará…)

“Pienso, si siempre estoy pidiendo a Dios que estemos todos bien, yo pido mucho por mis hijos, mis hijos que están afuera”, dice Alicia.

“¿Por qué le pasó ésto? No sé si será el destino, pero de esta manera, así…Yo siempre decía, decía, porque ahora ya no digo, decía que la policía siempre está en peligro, porque con los delincuentes, los chorros... yo siempre le decía al hijo, cuidáte, a la noche, todos esos malandras... pero no, a mi hijo lo mató la Policía, eso es, eso es lo que... ellos mataron a mi hijo, que su misma gente lo mate, no puede ser....No puede ser”, dice.

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Alicia habla de Lucas en presente, como si estuviera allí. “¡Lucas Muñoz! ¡Presente!”, gritan en la plaza del Centro Cívico de Bariloche, las centenares de personas que marchan para exigir el esclarecimiento de su secuestro y asesinato. Pasaron pocas horas después de la aparición del cuerpo, y, como nunca hasta ahora, la marcha fue multitudinaria. Multitudinaria, embroncada, angustiada y buscando certezas en el señalamiento de los responsables. La propia Policía y el gobernador de Río Negro, Alberto Weretilneck, encabezan el listado de los señalados. La Justicia, un paso atrás. “¡Asesinos, asesinos!”, gritan centenares de familiares, amigos de Lucas y vecinos en la puerta de la Regional III de Policía cada vez que se reúnen ahí. La misma Regional III que ardió por la furia ciudadana seis años atrás -el 17 de junio de 2010-, luego de que efectivos de la fuerza mataran a tres jóvenes: Diego Bonefoi, Sergio Cárdenas y Nicolás Carrasco.

Sólo el primero de esos asesinatos fue esclarecido por la Justicia. Los otros dos aún son motivo de investigación, y aguardan ser elevados a juicio. El abogado defensor de los policías imputados y procesados por las muertes de Cárdenas y Carrasco, hace pocos meses fue nombrado Jefe de la Policía de Río Negro por el gobernador Weretilneck. Se trata de Mario Altuna, cuya gestión refuerza la idea de autogobierno que la Policía se reserva.

“¿Dónde está el Gobernador?”, gritaban en la Plaza pocas horas después de que fuera encontrado el cuerpo de Lucas. Ese 10 de agosto, a la mañana, Weretilneck inauguró en Bariloche un encuentro nacional de Tesorerías Generales. Hacía 27 días que Lucas había desaparecido. Cuando le soplaron al oído que apareció un cuerpo, un cuerpo uniformado, en un descampado, con un tiro en la nuca, decidió irse.

Antes, por un instante, recibió a los padres de Lucas Muñoz y les dijo: “No puedo hacer nada”, según contaron después. Y se fue. Tampoco estuvo unos días después cuando un cortejo doliente recorrió por la Ruta 23 los 443 kilómetros que separan Bariloche de Ramos Mexía. La lenta caravana paraba en cada pueblo y paraje de la Región Sur, la zona más pobre de Río Negro, para recibir el aliento y condolencias de los vecinos.

“Ni siquiera apareció el día del velorio”, dice Alicia. Ni Weretilneck, ni el Jefe de la Policía, ni el Ministro de Seguridad estuvieron.

En Ramos Mexía, diez casas de un plan provincial esperan ser entregadas. Están listas, pintadas de amarillo, y con los beneficiarios ya designados. Pero el Gobernador prefiere no ir. “Tiene miedo. De qué me pregunto yo. Lo único que haría es ir al acto con una foto de mi hijo y pedir Justicia”, explica Alicia.

Recién el 13 de septiembre, Weretilneck recibió a los familiares. Y les pidió perdón por sus ausencias. Una semana después de la aparición del cuerpo, el mandatario desplazó a siete policías -algunos de ellos jefes, responsables de la Unidad Regional y de la Comisaría donde Lucas cumplía funciones-. Además intervino la Regional III, y para atisbar una explicación al secuestro y asesinato habló de “internas policiales”, de “mafias”, de “pactos de silencio”.

El legislador barilochense del opositor Frente para la Victoria (FpV), Alejandro Ramos Mejía, le recordó que “tuvo que ocurrir esto para que se diera cuenta de que parte de la Policía de Bariloche está metida en hechos delictivos; y que las denuncias por vejaciones y malos tratos en las comisarías se acumulan por centenas”.

Más directo, el hermano de Lucas, Javier Muñoz, dijo que “Weretilneck es el Jefe político de la Policía. No se puede hacer el distraído. No puede mirar de afuera”.

Varios de los policías desplazados tienen denuncias, causas, y hasta existen semipruebas judiciales de su participación en anteriores hechos violentos como los asesinatos de junio de 2010, y la desaparición en el Valle Medio del trabajador salteño Daniel Solano.

Pero a pesar de esos antecedentes, seguían en funciones. Un ejemplo es el subcomisario Rodolfo Aballay, ahora apartado de la policía. Fue él quien buscó en la empresa de seguridad privada Prosegur los postigones de plomo utilizados en la represión policial de hace seis años, que terminó con los homicidios de Cárdenas y Carrasco. Ese aporte de balas intentó diluir la responsabilidad policial en el hecho, ya que de esa manera se dificultaba acreditar el uso de las postas de plomo que portaba cada uniformado. La maniobra está acreditada en el expediente judicial. Aballay continuaba activo y vivía, hasta hace pocas semanas, en el complejo de cabañas del barrio Malvinas, donde los perros adiestrados llegaron siguiendo el rastro de Lucas.

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A Ciro le gusta el auto. Una vez fue hasta El Bolsón. Durante los 600 kilómetros, el perro de raza indefinida, cuzco chiquito y simpático fue sin molestar, mirando por la ventanilla, hasta llegar al camping a la orilla de un río de la Cordillera, donde “no paró de correr”.

Benjamín o Pocho, el papá de Lucas, prepara los últimos detalles del viaje a Viedma. Esta vez, Ciro no irá. De las dos hijas que viven en Ramos Mexía, sólo Noelia con su panza de seis meses a cuestas se embarca ese jueves hacia la capital rionegrina para preparar la marcha en reclamo de Justicia. Además aprovechará el viaje para hacerse una ecografía, porque en Ramos Mexía no hay la aparatología necesaria. 

Ya son seis los nietos de Alicia. Tres de Lucas, dos de Paola, uno de Javier. Ninguno vive en Ramos Mexía. Después, desde Viedma, Noelia la llamará para contarle que tendrá otra nieta. Si era varón se iba a llamar Lucas Nicolás.

Alicia tiene una “venta por día” desde hace “como diez años”. Recibe de Viedma, la capital rionegrina, mercadería, electrodomésticos, cosméticos y los vende de casa en casa. Pero desde la desaparición de Lucas no sale. “De a poco iré retomando el trabajo”, promete. Alicia también “costurea para afuera”. Le piden arreglos de ropa, de guardapolvos. “Eso le gusta”, dice.

Además cuida a Valentina, una nena de dos años, hija de una amiga que trabaja. Sentada en los sillones del living, unas semanas atrás, Valentina vio a Alicia en la tele. La vio llorando durante una de las tantas marchas por Lucas. “Alicia llora porque Ciro se portó mal”, dijo la nena.

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Alicia llora y es abrazable. ¿Toda madre que perdió a su hijo es abrazable?

—¿Y si se comprueba que Lucas andaba en algo raro?

Alicia lo niega: imposible, dice. Sin embargo es una posibilidad, aunque dos meses después de la aparición del cuerpo no hay un dato certero que sostenga esa teoría. A pesar de ello, el gobernador Weretilneck aprovechó cada off the record en Bariloche para insistir ante los periodistas en que Lucas “no era un santo”. Él y su ministro de Seguridad fueron los principales instigadores de la instalación de la hipótesis “Lucas delincuente”, que llegó a la tapa del diario local El Cordillerano y a varias páginas de Clarín.

El diario nacional publicó, en sucesivas notas, la teoría de que la víctima se habría quedado con unos 50 kilos de cocaína durante un operativo. Una semana después, sin que medie ninguna explicación salvo el cambio de información de las “fuentes”, Lucas pasó de narco en potencia a “fumar algún fasito” cada tanto y ser deudor de un dealer de pequeña escala. El mismo medio habló de movimientos extraordinarios en las cuentas bancarias del joven policía. Su hermano lo desmintió con datos certeros.

Las versiones cambiaron, pasaron y dejaron capas geológicas de sospechas. “Weretilneck quiere distraer la atención y su propia responsabilidad: el hecho de que en Bariloche funciona una banda capaz de tener 27 días secuestrado a un policía”, resume Javier.

—¿Y si se comprueba que Lucas...?

La pregunta cuesta, entre mate y pan casero, en Ramos Mexía. “Imposible”, dice Alicia y busca fotos en una caja. “No me dejaron ver el cuerpo. Para cuidarme, no me lo dejaron ver”, explica. “Me dijeron, mejor quedate con la imagen linda que tenés en las fotos”. Y allí busca. Fotos de Lucas con su hermano; con sus tres hermanas; con todos ellos; con ella, una Alicia más piba, ya madre; con Pocho, el padre ahora jubilado que fue 31 años ferroviario, encargado de la cuadrilla que arregla las vías del tren que cruza la estepa rionegrina y une la cordillera con el mar.

Busca fotos mientras la fotografío. Intuitivamente, entiende el juego que jugamos silenciosos. Bautismo; graduación; Lucas con una, dos, tres parejas; los tres hijos; una con Tomás, el amigo que compartía la pensión en Bariloche. “Si lo hubiese visto...sea como sea lo quería ver, ahora me quedé con el recuerdo de estas fotos, pero si lo hubiese visto, yo lo quería ver”. Alicia llora otra vez,  no hay fotos para ese llanto.

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El 12 de agosto fue el cumpleaños 90 de la abuela paterna de Lucas. El 14 de julio, a las 22 horas, y por Facebook, la familia se enteró de la desaparición del joven de 29 años. Lucas no había llegado a su lugar de trabajo -la Comisaría 42 de Bariloche- a las 14, como estaba previsto. Pero recién ocho horas después, en Ramos Mexía, la familia entendió que algo malo pasaba. “Nadie nos dijo nada, ni sus mismos compañeros”.

Veintisiete días más tarde, a las tres de la tarde en Bariloche, un llamado advirtió a Javier sobre la aparición de un cuerpo. A su lado, Alicia lo miro intentando adivinar la noticia.

—Me di cuenta en seguida que algo pasaba.

Javier intentó disimular y salió hacia el descampado a la vera de la Ruta de Circunvalación, a unos 2 kilómetros del centro de Bariloche, para intentar reconocer el cuerpo. Pero no pudo verlo hasta la mañana siguiente. Fueron unas 16 horas con la certeza de que se trataba de Lucas, con dichos y confirmaciones de policías y abogados, pero sin poder ver el rostro de su hermano.

La zona donde plantaron el cuerpo, fue pisada y modificada primero y perimetrada después. La Policía rionegrina fue apartada del lugar por exigencia de los abogados de la familia. Llegaron los peritos y técnicos de las fuerzas federales. Esa maniobra llevó varias horas. Una fuerte tormenta de viento, lluvia e intenso frío, se desplomó sobre Bariloche. El cuerpo a la intemperie pasó la noche en el descampado a la espera de los peritos.

“Estaba ahí, pobrecito, bajo la lluvia”, se remuerde Alicia. Mientras el cuerpo de Lucas estaba bajo la lluvia a la espera de los peritos, cientos de barilochenses marchaban por las calles, gritaban “asesinos” frente a la Regional III de Policía.

Alicia no durmió esa noche. La lluvia siguió a la mañana siguiente cuando, finalmente, Javier pudo ver el cuerpo.

El cumpleaños 90 de la abuela iba a ser el acontecimiento familiar del año en Ramos Mexía. La fiesta se suspendió, a la abuela todavía no le cuentan porqué.

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Alicia busca mensajes en el grupo familiar de WhatsApp. “Amo a mis hijos!!!” es el estado de su cuenta, “Un hermano nunca olvida!!!”, el de Javier.

—Cuando jugaba River Lucas se mensajeaba con su papá-, dice Alicia. La comida casera, el otro motivo de los mensajes: “Esos guisos, me decía, esos guisos”, y Alicia le mandaba fotos de sus preparaciones.

A la quinta pava de mate, a media mañana, Alicia enfoca su dolor. “Somos pobres”, dice, y se explica a sí misma que lo que sufrió es consecuencia de esa condición. “No encuentro respuesta, no somos malos. Es muy feo. Es la misma gente, la misma policía, que también es pobre”.

Una de las tres radios que funcionan en Ramos Mexía repite, entre cumbia y cumbia, que al mediodía se pueden comprar las pizzas que preparó Romina, la más chica de los Muñoz. Ese dinero servirá para sostener el reclamo por el esclarecimiento del asesinato. Romina suma otra de sus especialidades para la venta: un lemon pie. Además, organiza rifas. Una canasta completa, el primer premio. Lo dice la radio, entre cumbia y cumbia.

“Siempre hemos salido solos adelante. Nos cuesta estar pidiendo. Nos ofrecen, pero nos da cosa. La gente del pueblo ayuda mucho. Así tendría que ser siempre. Unidos”, se emociona Alicia, y agrega unos troncos a la salamandra.

Más de la mitad de Ramos Mexía, pueblo de la fría estepa patagónica, no tiene gas natural, y “la leña es muy cara. Antes íbamos al campo y la sacábamos, ahora hay que comprarla”, describe Alicia.

El almanaque de una panadería le recuerda dos fechas: el cumpleaños de Lucas, el próximo 25 de enero; y el Día de la Madre. “Esas fechas se ponen bravas”, sufre por anticipado.

—Cuando lo estaban buscando, usted decía: “Yo sé que Lucas está vivo”, y se comprobó que era así, estaba vivo.

—Yo decía, que se pongan una mano en el corazón, porque también deben tener madre, y que lo dejen, y seguro me estaban viendo por la tele esos sinvergüenzas. Yo sentía que mi hijo estaba vivo. Yo estaba firme, firme, yo decía no me tengo que caer porque mi hijito va a aparecer, va a aparecer, pero nunca pensé que aparecería de esta manera. Yo tenía la esperanza de que mi hijo iba a aparecer vivo... estaba vivo cuando yo decía eso, pobrecito.

Alicia se recuerda alegre. “Charlaba con uno y otro. El cambio es tremendo, nos dio vuelta todo. Uno es grande y piensa que se va antes”, y se piensa para adelante, “ahora hay que tratar de volver a hacer lo mismo de antes, pero cuesta mucho. Yo vivía con la radio, música, pero ya no quiero. No tengo ganas de nada”.

Le amputaron la familia, en la Policía ya no cree, y de Dios duda.

—A lo mejor el tiempo...

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Hace 54 años, Alicia nació en Pilcaniyeu, un pueblo a 50 kilómetros de Bariloche. Conoció Bariloche muchos años después, durante una visita con 23 familiares y amigos. Fueron desde Ramos Mexía en el mismo tren en el que trabajaba Pocho. Para la ocasión, preparó milanesas de guanaco, “una carne muy sana”. Milanesas para 23, que fueron comiendo a lo largo de los 443 kilómetros de vías por la estepa hasta llegar a la precordillera. 
A Bariloche, que detrás de la postal, oculta a más del 30 por ciento de su población bajo la línea de pobreza; un 12 por ciento en la indigencia; un 35 por ciento de sus habitantes sin gas natural; y un 10 por ciento que vive en “ranchos” o “casillas”, según el último censo de 2010.
 La postal es grande como sus maravillosos paisajes, y tapa, también, los tres femicidios cometidos durante 2016; el inicio, en esta ciudad, de los saqueos de diciembre de 2012; y que quiere cubrir, además, el secuestro y asesinato de un policía. El de Lucas.

Alicia volvió a Bariloche unos días después del 14 de julio de este año, día de la desaparición de su hijo. Inició el camino de regreso a Ramos Mexía con él “en un cajón”. Esta vez a bordo de uno de los tantos vehículos que participaron de la caravana que acompañó el cuerpo del policía. Pilcaniyeu, Comallo, Clemente Onelli, Ingeniero Jacobacci, Maquinchao, Aguada de Guerra, Los Menucos, Sierra Colorada, y finalmente Ramos Mexía. En cada uno de los pueblos, vecinos, policías de bajo rango, algún intendente, ningún funcionario provincial, salieron a despedir al oficial al que no conocían y a acompañar a la familia. “Teníamos que parar en todos los pueblitos, fue un acompañamiento impresionante”, cuenta Alicia.

Esos pueblitos, más los que le siguen hacia el este, conforman la Región Sur, o Línea Sur, el área que corre paralela al límite con la provincia de Chubut, y que conforma el sector más postergado económica y socialmente de Río Negro. Ramos Mexía es uno de los ejemplos.

El pueblo tiene un día, a principio de mes, que es el más agitado. Sucede cuando viene el Correo a pagar las jubilaciones y las asignaciones por hijo. Endomingados paisanos; municipio lleno; colas de treinta o cuarenta personas; una feria itinerante que se instala en la plaza principal, frente a la comuna, y vende ropa, dvds, zapatillas; almacenes que hacen su más importante recaudación vendiendo pan casero, fiambre y Manaos para atenuar la espera.

Las entre 1.500 y 2.000 personas que viven en Ramos se enorgullecen del “bajo”, un pequeño valle que, al otro lado de la Ruta 23, da algo de verde y una pequeña vertiente. Lo demás, es un polvo fino, una tierra entre gris rojiza que todo lo tapa.

—¿Fuiste al bajo?, ¿lo viste?, hay un mirador ahí —repiten todos ante el forastero.

Ramos Mexía tiene un importante porcentaje de calles asfaltadas en relación a su tamaño. Gran parte de las siete por cinco manzanas que conforman la ciudad están cercadas con pavimento aunque muchas sin cordón cuneta. Es un pueblo que vive de los puestos del Estado, del tren, de la economía informal, y de las chivas y ovejas que se crían en la zona rural.
Pocos árboles, casi ninguno, salvo en las dos plazas del pueblo. El resto, tierra y casas bajas, de ladrillo gris a la vista. Todos los almacenes, kioscos, Registro Civil, panaderías, tienen en sus vidrieras un cartel con la foto de Lucas. “Tu pueblo pide Justicia”, dicen algunos, “No olvidamos”, otros.

A la noche, Ramos Mexía es olor a humo de las cocinas y salamandras, y el ruido del loraje insistente.

“¿Viste el bajo?”. Cada uno de los vecinos del pueblo que se anima a la charla, termina la conversación recomendando “ver el bajo”.

Al bajo, finalmente, llego en auto, conducido por Romina, la menor de los Muñoz, y con Alicia como acompañante. Ahí, en el bajo, está también el cementerio. El lugar quedó chico. Una estructura con doce nichos fue construida fuera del perímetro original para poder alojar a los muertos del pueblo. “Se empezaron a morir uno por mes”, es la explicación.

La tumba de Lucas es de otro color. De un marrón claro que se diferencia del gris cemento del resto. Una cruz blanca en la base, y una casillita aún sin revocar que albergará fotos, flores y velas, completan la estructura. Lo demás, lo lógico de un cementerio de pueblo chico, desbordado. Tumbas en medio de los senderos, cruces de madera, flores marchitas, flores de plástico resistentes, un panteón modesto para alguna de las familias sobresalientes, una reja sin candado en la puerta principal y una reja abierta sobre un lateral.

Alicia pone sus manos sobre la cubierta marrón de la tumba de Lucas. Dice algo para adentro. Esta vez se persigna, pero no llora.

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El tío de Lucas se llama Ceferino. Como Namuncurá, el beato al que la familia Muñoz venera, y por el cual peregrina hasta la localidad de Chimpay, todos los fines de agosto.

Ceferino, Muñoz, es ferroviario. Está reunido junto a otros trabajadores al costado de unos vagones abandonados, en las vías cercanas a la estación. Es la cuadrilla que tiene a su cargo el arreglo y mantenimiento de los rieles y durmientes del Tren Patagónico. Una zorra vieja, de unos 100 años, un sólo pistón, y sin techo, los lleva cada vez que salen a las vías. Este jueves no salieron porque el viento de frente no les permite avanzar. El único pistón no puede con él.

Trabajar en la cuadrilla significa apenas llegar a los ocho mil pesos por mes de sueldo. “Son bajísimos”, dice uno de ellos que lleva puesto un mameluco naranja. “Acá sos ferroviario o policía, no hay otra”, dice otro con un mameluco parecido.

Esos trabajadores, junto a Ceferino Muñoz, participaron del corte de la Ruta 23 con el que el pueblo de Ramos Mexía exigió la aparición de Lucas. Primos, hermanos, tíos, padres o hijos de los mismos manifestantes, con uniforme policial, intentaron disuadirlos. “Es un delito federal, vamos”, los invitaron a retirarse. “Ustedes son lo que deberían moverse para que aparezca”, les respondió un ferroviario de mameluco naranja. Y se quedaron todas las horas previstas de la protesta.

“Conocemos a los Muñoz. Acá todos nos conocemos, son buena gente, toda una vida de trabajo, de familia, para que les hagan ésto”, dice otro de mameluco naranja al pie del vagón.

Ferroviario o policía. El tren pasa dos veces por semana por Ramos Mexía, uno hacia el oeste con Bariloche como destino final, y el otro hacia el mar, Viedma, la capital, como última estación. Tanto los sueldos ferroviarios como los de los policías son igualmente de bajos.

Después de nueve meses de instrucción, un policía está listo para salir a trabajar, le dan un arma y está en la calle, se escucha argumentar como ventaja. Parte de la familia Muñoz es ferroviaria; otra, policía.

En la casa amplia de los Muñoz, construida de a poco, llegó a vivir desde hace una semana un sobrino de Alicia y Pocho. También es policía. Desayuna a las siete y media y sale hacia la comisaría de Ramos Mexía. Viene de Bariloche, de donde se fue por miedo, luego de lo que le sucedió a su primo Lucas. Quería la baja, pero le consiguieron el traslado. Alicia lo mira salir: “Ojalá ninguno más de mi familia se meta a policía”, suplica.

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El viento que levanta nubes de tierra despeina a Ciro y nos obliga a agachar la cabeza en el breve trayecto que caminamos juntos de vuelta del cementerio. Alicia entrecierra los ojos. Parece enfrentarse a una nube de imágenes, en las que se mezclan la cara de Lucas, vivo y alegre y también muerto, bajo la lluvia, toda una noche. La imagen del rostro de Pocho, que no llora, sentado a su lado mientras ella espera en vano el mensaje que le pida una foto del guiso. Alicia que costurea, vende por día, cuida a una nena de dos años, amasa. Amasa en Ramos Mexía para no pensar.