Crónica

Bhaskar y las nuevas espiritualidades


El despertar personal, el cambio colectivo

El brasileño Bhaskar es el gran gurú latinoamericano de las dikshas, una práctica espiritual nacida en la India y expandida por todo el mundo. “Ahora no hay que ser hindú o tener barba blanca. Se puede estar iluminado y tener una vida normal, como la mía”, dice. En la vida y transformación de este hombre están las claves de un camino común que las clases medias urbanas recorrieron de los ’60 hasta hoy: la gestión emocional en primer plano y el despertar personal como eje del cambio colectivo.

Fotos: Anand Niranjana.

A Geraldinho Vieira la espiritualidad le entró siempre por los ojos. Y de los ojos también, mucho tiempo más tarde, sería precisamente desde donde, por así decirlo, la espiritualidad le iba a salir.

El ojo humano es una antena poderosa, y tiene un laburo bárbaro: segundo órgano más complejo del cuerpo, traduce imágenes en impulsos eléctricos, y capta hasta 10 millones de tonalidades, con calidad equivalente a 576 megapixeles. Una décima parte del día la pasamos con los ojos cerrados, sólo por pestañear –lo hacemos 14280 veces a diario-.

Los ojos de Vieira, a pesar de lo que diga la ciencia, no parecen gran cosa. Si no conocieras su historia, los pasarías de largo. Él los guarda detrás de unas gafas pequeñas y cuadradas. Son, más que ojos, dos pequeñas ranuras. 

Quién diría que Geraldinho Vieira sería Bhaskar, reconocido entre sus pares como maestro iluminado, y una de las pocas personas en el mundo capaces, según dicen, de transmitir el despertar con sólo mirarte. En los ’70 era un niño como cualquier otro. Jugaba al fútbol en la calle en Minas Gerais. Tenía amigos. Tenía amigas. Mamá, ama de casa: doña Lulú. Papá, abogado comercial. Hermana mayor: futura abogada en servicios públicos: Sandra.

Pero Geraldinho tenía una manía. La manía de caminar. Caminaba sin rumbo. Y caminaba y caminaba. Caminaba durante horas. Su madre, que conocía su rutina, le daba plata para que comprara helado en el camino. No sea cosa que el niño se deshidratara.

Un día, de vacaciones en Río, en una caminata, descubrió una iglesia muy bella. Allí, una estampita más bella aún. “Es el niño Jesús de Praga”, le dijeron. Geraldinho había visitado iglesias, en su pueblo, acompañando a su madre en misa de domingo. Pero todo el asunto le daba lo mismo. Un poco aburrido. Otro poco protocolar. Pero esa estampita era otra cosa. Geraldinho vio al niño Jesús. Y el niño Jesús de Praga lo miró a él. Geraldinho no dudó: compró la estampita y regresó a casa, entusiasmado. Se quedó sin plata para helado. Pero se quedó también con una sensación nueva: algo, en su interior, había sido tocado. Algo se había colado por los ojos.

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Pasaron años. Geraldinho se metió en la Universidad a estudiar antropología. Fumó porro. Salió con chicas. Rompió corazones. Le rompieron el corazón. Se dejó crecer el pelo hasta la cintura. Militó en centros de estudiantes. Se copó con el Che y la revolución socialista. Hizo teatro de vanguardia. A los 19, tuvo un hijo. Después, tuvo otro. Después se separó. En fin, vivió la vida. En los ‘70, abandonó la carrera y se dedicó a escribir reseñas en periódicos. Trabajó en el Folha da Semana. En el Jornal de Brasilia. En el Correo Brasilense. En tiempos de Collor de Mello, denunció estafas políticas detrás de la ley de beneficio fiscal. Luego destapó la corruptela de un secretario de cultura, ex celebritie local.

Escribía, además, resúmenes de nuevos títulos para importantes sellos editoriales. Una editorial new age tenía fama –bien ganada- de bicicletear pagos. Y en una de esas bicicleteadas, Geraldinho decidió presentarse en las oficinas del director, cansado de tanto pedalear. Año: 1980. Cosa increíble: el jefe se deshizo en disculpas, le sacó el cheque de inmediato, y antes de que lo mandara a mudar, Vieira le dijo: “Cuántos cuadros tienes en tu oficina de ese viejo. ¿Por qué no me regalas uno?” El editor, en lugar de darle un voleo de nalgas, le descolgó uno de sus 12 cuadros –es cierto, tenía muchos- y se lo obsequió. “No es ningún viejo. Es Rajneesh, un maestro iluminado. Y yo soy su discípulo”. Ese editor, era el primer sanyasin de Rajneesh –el futuro Osho- de Brasil. Los ojos le volvían a señalar el camino.

Al regresar a casa, Geraldinho vio el primer clavito libre –casualmente era en el baño- y colgó ahí el cuadro, sin pensar si poner el retrato de un maestro iluminado encima del altar al traste era o no, un acto sacrílego. Lo que importa aquí es lo que sucedió al día siguiente. Su madre llegó de visita. Y, mientras hablaba de las cosas que hablan las madres, Geraldinho vio cómo, desde el baño, el cuadro lo observaba con la intensidad de una flecha. Sintió fresco. Luego, sintió electricidad. Luego, se sintió transformado. Y toda esa alquimia, con su mamá enfrente, recordando los tiempos de caminata y heladito. Vieira se había hecho discípulo de Osho en un abrir y cerrar de ojos.

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Fue amor a primera vista. Geraldinho visitó el grupito de discípulos de Osho en Brasil. Aprendió sus meditaciones y pidió iniciarse –el trámite se iniciaba por carta, y a vuelta de correo, recibía el nombre-. Así empezó a llamarse Devam Bhaskar –Divino Dios sol.

“Si uno es militante socialista en serio, descubre que en un punto el socalismo y Jesús se encuentran”, dice Bhaskar, recién llegado a Argentina, de jeans, camisa a cuadros y medallita del maestro.

Bhaskar es brasileño y trae consigo el gesto y la espontaneidad de un hombre que creció en las calles de Belo Horizonte, Brasilia y Rio de Janeiro. No le cuesta hablar de cosas cercanas a sus interlocutores argentinos: la vida familiar, las relaciones laborales, el psicoanálisis, la Iglesia Católica, la vida agitada e incierta de las crisis políticas y económicas de América Latina.

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En contra del sentido común que considera la espiritualidad como un fenómeno cultivado por personas que van de aquí para allá usando recursos espirituales heterogéneos sin mucho criterio selectivo, las “búsquedas” son más coherentes de lo que algunos quisieran aceptar. El camino que llevó a Geraldinho desde el catolicismo soft adolescente hasta convertirse en Bhaskar fue coherente y sistemático. Más de lo que los defensores del hibridismo religioso contemporáneo, es decir la idea de que la personas combinan y circulan por ofertas espirituales infinitamente, estarían dispuestos a aceptar. Contracultura, reivindicación de la igualdad política y social, y experimentación espiritual son un circuito bastante regular.

Bhaskar tenía la idea fija: visitar a Osho cueste lo que cueste. El ticket ida y vuelta a Oregon, donde acababa de montar su nuevo ashram, salía 1000 dólares. Y la estadía de siete días 500 dólares extra –piensa aprovechar un festival de música mística-. Tardó un año en juntar el dinero. Se la jugó bien jugado: vendió el auto. Vendió la heladera. Desmontó y vendió la cocina. Y renunció al trabajo. Si eso no es amor, qué carajo es.

Bhaskar se sacó el gusto. En Oregon, había 20 mil personas como él, que probablemente también vendieron todo para ir a los pies del maestro. “Era la gente más linda que conocí en mi vida”, dice. El primer día, llegaron al Budha Hall, y Osho se colocó, en silencio, en el escenario. Bhaskar se sentó lejos, por si las moscas. “Fue una locura. Entré en un mundo en el que no tenía idea. Antes en el socialismo, era todo para afuera. Y de pronto, se volvió todo para adentro. Cuando meditás, no hay socialismo, ni nada. Es un mundo loco”.

Y entonces, Osho lo miró y fue el fin. Bhaskar vio dos túneles sin salida y él cayó, literalmente, en ellos. En un segundo, descubrió sus celos, sus envidias, su sed de ser distinto. Vio su mierda, flotando por todas partes como un baño tapado. Vio toda su desgracia. Todo su mal olor. “Me sentí sin salida. Lo que pensaba que era yo, era todo al revés. Yo me creía un tipo chévere. Pero resulta que era una mierda de persona”.

Bhaskar pasó el resto del festival sin salir de su tienda. Afuera, fiesta, disco, sexo y meditación. Adentro, el túnel ese que no se acababa. Había invertido todo para morir en vida.

“Capas y capas de visiones equivocadas”, rememora él como quien sale del tren fantasma. “El fuego de la conciencia es la muerte. Se pierden muchas ilusiones. Y aún cuando es tan duro, resulta la bendición más grande porque ves tu propio interior. Al final, queda una luz. No es algo que uno logre. Ya está ahí. El trabajo es sacar la basura para que eso salga”.

Es claro: la espiritualidad no tiene la forma de una iglesia ni un sistema de creencia sistematizado en un libro único, pero eso no quiere decir que carezca de forma propia y de elementos que puedan ser incluidos en una sensibilidad común atravesada, entre otras cosas, por una sensación de incomodidad y un esfuerzo de transformación. ¿Pero qué idea de la transformación suena en sus palabras?

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Bhaskar regresó a Brasil, sin nada. Se internó en una casita en Bahía, en la playa con apenas una ventanita. Pasó diez días durmiendo en el piso sobre esterillas. Se repetía: tengo que volver. Tengo que volver. Tengo que volver a Oregon. Se propuso juntar dinero para vivir con Osho. Había planes para residentes que, por seis meses, sólo pedían 500 dólares –eso sí, había que trabajar-.

Bhaskar tuvo suerte: se dedicó a producir shows para niños. Y organizó uno en Brasilia –uno solo- que fue un batacazo. Cortó 25.000 boletos. Pagó deudas. Recuperó electrodomésticos. Dejó plata a la madre de sus hijos. Y le quedaron 13 mil dólares en la cuenta. Osho, allá vamos. 

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Bhaskar, siguiendo una recorrido bastante habitual en otros de su generación, pasó de la fe juvenil en el socialismo y la contracultura, las dos caras de una misma sensibilidad cultural durante las décadas de 1960 y 1970, a un despertar espiritual. Ese recorrido muestra que la adhesión a la espiritualidad contemporánea no es igual en todos lados, incorpora trayectorias y experiencias propias de cada ámbito.

Un año más tarde, Bhaskar regresaba a Oregón. Esta vez para quedarse. Vivió dos años allí e hizo de todo. Cortó papas para cinco mil personas. Limpió baños. Hizo huerta. Cuidó animales. Limpió más baños. Y hasta asesoró al departamento de prensa del maestro. Un día, conociendo sus antecedentes en los medios, lo convocaron: “¿Por qué no entrevistas al maestro para un periódico de Brasil?”

Para la época, Osho era el anticristo. Estaba en contra de toda institución: desde la iglesia a la familia. Y disparaba contra todos: incluso Gandhi y la Madre Teresa. Se había ganado fama de que sus centros eran celebraciones lujuriosas de sexo libre y a él lo llamaban el gurú de los Rolls Royce, porque coleccionaba decenas de ellos. En breve, le negarían el ingreso en más de diez países –Holanda, Uruguay, Grecia, España, Suecia, Suiza, Irlanda, Senegal, Portugal, Jamaica y, naturalmente Estados Unidos de donde lo deportarían esposado-.

Bhaskar entrevistó cara a cara a su maestro durante dos horas. Le preguntó por qué en un país tan pobre como Brasil había tantos cristianos y la gente, a pesar de todo, sostenía que Dios era brasilero. “La iglesia necesita de los pobres”, respondió Osho y lo que siguió fue palo tras palo a los católicos.  El título de la nota era su textual más explosivo: “Dios es brasileño… infelizmente”. Fue tal el revuelo que las mayores autoridades católicas le salieron al cruce. Un conocido sacerdote llegó a señalar que Osho tenía manos demasiado delicadas. “Ese hombre no conoce lo que significa trabajar”.

Osho, provocador por excelencia, pidió a Bhaskar una segunda entrevista. “Mis manos son las más burguesas”, le dijo. “Pero hacen lo que nadie puede lograr en este mundo”. Bhaskar terminó las dos entrevistas con una sensación equivalente a tomar un ácido, dos ácidos, cinco ácidos.

En su vida junto a Osho, aprendió a meditar. A desconfiar de su ego. Y a saborear la vida más allá de la vida.

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De regreso en Brasil, era otro hombre. Empezó a trabajar como cabeza de una fundación: AVINA. Era un gran trabajo. Pero a Bhaskar le costaba un perú: llegaba tarde a la oficina. Abría la computadora y veía signos ininteligibles. No podía hacer foco. Su corazón estaba en flor. Pero su mente estaba en otra parte.

“Si uno cambia el software de energía del cerebro, tiene otras funcionalidades”, dice él, ahora, del otro lado de la orilla. “La mayoría, tiene el software de juzgar, ser especial, ser celoso, ser inseguro. Cuando se cambia el software, uno empieza aceptar al otro, se abre, descubre su normalidad. Se hace sencillo”.

El cambio de Bhaskar era común a las clases medias radicalizadas: abrazar un tipo de sensibilidad espiritual que invierte el llamado al cambio social, por un despertar personal como eje de un cambio colectivo. Un cambio que muestra hasta qué punto la crítica a la jerarquía de los movimientos estéticos, étnicos, de género y espirituales de mediados del siglo XX abrieron la puerta a recorridos que muchas veces están más cerca de lo que nos gustaría aceptar: los valores de la autonomía y el igualitarismo que Bakshar reivindica en su iluminación espiritual no son tan contradictorios con los del Geraldinho de la década de 1970.

El tiempo pasó. Osho dejó este mundo. Y a 15 años de su muerte, una amiga discípula le anunció a Bhaskar que iría a India a visitar a un maestro que iluminaba instantáneamente con sólo poner las manos: la diksha. Su nombre: Bhagavan. Bhaskar entró en su web, escrito en hindi. Y entonces, vio la foto de Bagavan en el centro, vio cómo –uf, otra foto fulminante en su vida- se desprendía de la pantalla, lo atravesaba de punta a punta. Bhagavan entró en su universo celular.

Bhaskar no pensaba tener maestro nuevo. Imaginaba que con la partida de Osho, se acababan los guías para él. Se equivocaba. “La transformación pasa por la regeneración energética. Hay un camino donde uno aplica las enseñanzas del maestro. Pero hay un nivel que se trata de un cambio energético”, cuenta Bhaskar. “Y es ahí donde entra la diksha. Los despertares anteriores eran fugaces. Con la diksha se encarnan y dejan raíces profundas”. En la diksha se combinan la respiración, la repetición de mantras y la imposición de manos.

La amiga viajó a India en marzo del 2006. Y él, entusiasta, voló tres meses más tarde. “No es decisión mía buscarlos”, le explicaba a los amigos. “Los gurúes, simplemente se aparecen en mi vida”.

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Con Bagavan, Bhaskar tuvo su último golpe de horno. “Ya no quería nada para mí. No quería ser importante en mi profesión. Ni quería ser el preferido del gurú. Todas esas cosas son estados alterados de conciencia. Y la meditación es el estado normal de conciencia”.

Bhaskar empezó a visitar a Bagavan cada año de su vida. Organizó meditaciones guiadas vía skype con el maestro desde Brasil. Un día, el asistente del maestro lo llamó para decirle: “El Divino habló tu nombre. Serás iniciado como dador de diksha. Pero en tu caso, lo harás por los ojos”.

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El hombre no explicó demasiado. Al día siguiente, Bhaskar recibió la iniciación por Skype. En 30 minutos ya era iniciado. “Mañana a las 7.18 debes encontrar nueve amigos a los que les darás tu primera diksha por los ojos”, le advirtieron. “Allí se termina el ritual”.

Como pudo, un domingo por la mañana convenció a nueve amigos en pleno carnaval para ser simplemente mirados por 21 minutos. Era febrero del 2012. Ese día, a esa hora, no pasó gran cosa, pero desde la Oneness University le juraban que ya era dador certificado de diksha por los ojos –el segundo del mundo-. Ahora, sólo le quedaba salir a mirar.

Y luego, un día cayó el sello del maestro. En su siguiente viaje a India, en el 2010, en medio de una multitud el maestro Baghavan dijo: “Siento que en esta sala alguien se ha iluminado”. Hizo un silencio y remató. “Y ese iluminado es Bhaskar”.

“La gente no se sabía si felicitarme o qué. Al final, me terminaban abrazando”, recuerda. “A un siglo del desembarco de la espritualidad en Occidente empezamos a cosechar frutos. Ahora la iluminación entra en el menú de posiblidades de una persona en Occidente. Ahora no hay que ser hindú o tener barba blanca en el Himalayas. Se puede estar iluminado y tener una vida normal, como la mía, en familia”.

El interés por la espiritualidad hinduista no era, ni es, nuevo: podría rastrearse en la visita de Swami Vivekananda en 1893 para el Parlamento Mundial de Religiones en Chicago. De allí en más, muchos gurúes han visitado Europa, Estados Unidos y América Latina llevando consigo prácticas e ideas diversas: técnicas de meditación, posturas corporales y nociones sobre las personas y el cosmos.

Pero es en los ’60 cuando una serie de movimientos identificados con el hinduismo globalizado, es decir interesado en un público de las clases medias urbanas secularizadas e insertadas en el sector servicios de la economía, produjo un cambio. Ya no era una espiritualidad cultivada en elites intelectuales o pequeños grupos de vanguardia cultural, sino una oferta global que dialogaba con la cultura masiva.

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El hinduismo adaptado a un público occidental encuentra en los países occidentales una demanda que excede el fenómeno en India. Se encuadra en el fenómeno de la espiritualidad holística, a veces identificada con el movimiento de la Nueva Era. Los seguidores de Bagavan, como los de movimientos similares que tienen fuerte visibilidad en países como Brasil, Chile o Argentina son parte de un fenómeno mayor que incluye la espiritualidad en sentido amplio, lo que supone nuevos soportes alejados de las imágenes más convencionales de lo religioso: talleres, conferencias, literatura de masas, programas de televisión, radio y una gran batería de mediadores novedosos vinculados a la llamada industria cultural. Al mismo tiempo, el fenómeno de Bagavan puede ponerse en sintonía con una serie de movimientos específicos dentro del boom de la espiritualidad oriental contemporánea como los que crecieron alrededor de Sai Baba, Osho o Ravi Shankar.

Sus seguidores son personas que provienen de trayectorias religiosas diversas. Pueden ser católicas, judías o no sentirse parte de religión alguna, pero tienen en común una sensación de agotamiento de las instituciones religiosas tradicionales, vistas como burocratizadas, frías o alejadas de su propia vida. Además, aunque no sea excluyente  y que esos fenómenos estén en una relativa expansión en diferentes mundos sociales incluso en el mundo popular, suelen identificarse con el mundo de los sectores medios urbanos, con recorridos de búsqueda personal en donde los saberes psicológicos han sido centrales y en donde el mandato de ser un individuo próspero y exitoso puede ser renegociado en un nuevo horizonte que, sin renunciar a ese valor, puede ahora ser vivido a partir del equilibrio, el conocimiento de uno mismo y el disfrute.

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Bhaskar se paseó, de ojos abiertos, por Estados Unidos, México, Chile Colombia, El Salvador. Y hasta dio sesiones de diksha oculares para gente en  Dubai. “No quiero hacer de mi iluminación algo de panfleto. No quiero que estar iluminado sea una razón para que me valoren. Me hubiese gustado que me haya quedado algo de ego para disfrutar el orgullo de estar iluminado. Pero no siento que haya iluminación. Ni un yo iluminado. Estoy de lo más normal”.

La gente lo vio y él vio a la gente. Bhaskar dice que entra en un estado de ausencia de ego donde todo es energía. La diksha funciona porque el cerebro, sostiene, tiende a equilibrarse con el del otro. “Por eso, los pediatras aconsejan a los padres que miren a los ojos de sus hijos. Las neuronas así aprenden a hacer la conexión. Y ese afecto llega al cerebro por los ojos”.

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Hay historias de sesiones en India donde la gente caía tumbada al suelo por efecto de la diksha. Otras historias hablan de transmisiones de diksha a distancia donde el receptor quedaba en estado de borrachera divina.

En Buenos Aires, uno de los rituales de Bhaskar dura 21 minutos. “No tienen que hacer nada, sólo recibir”, explica la presentadora, Graciela, primera dadora de diksha de la Argentina. “Es algo muy fuerte lo que van a vivir. Eso sí junten las sillas para que no haya un pasillo libre. Porque la energía de Bhaskar si no, se pierde por el corredor”. 

Graciela cuenta rapidito la historia de Bhagavan quien vio de niño una esfera dorada que la guió a meditar y transformarse. Y tras eso, se proclama avatar. La misma esfera que luego vería su hijo que tuvo la revelación de expandir la conciencia a través de las dikshas. 

Y acá viene Bhaskar, de punta en blanco y  ojotas azules Havaianas. Lo que se vive y percibe en estos 21 minutos de mirarlo y mirarlo, es curioso. Bhaskar abre los ojos y algunos lloran. Otros ríen. Otros, ni fu ni fa.

Además de la meditación, Bhaskar responde preguntas del público. ¿Qué es la diksha? ¿Cómo reconocemos un maestro? ¿Cómo salir de la angustia? Bhaksar es concreto, da ejemplos cotidianos, de supermercado, de oficina. Habla desde el corazón. La gestión emocional se pone en primer plano.

Insite en no vulgarizar la oración y la diksha, en usarlas sabiamante. Atento al público que sufre, dice que en Argentina mucha gente va al psicoanalista y que está bien. Pero que el gurú está en otro nivel, en una transfromación más amplia. Las personas, dice, van al psicólogo para sobrevivir, no para cambiar.  Si hacemos terapia, advierte, nos mantenemos, pero si descubrimos la sabiduría del gurú “despertamos” para siempre.

Bhaskar tiene, allá sobre el escenario, una mirada nueva, triste y piadosa de estampita cristiana. A veces, le caen lágrimas. A veces, le caen mocos. Nuestros cerebros, en algún plano, conectan y se alinean con el suyo.  Al terminar la diksha, para mostrar lo normal que es, Bhaskar cruza la calle y se mete en la primera fonda que encuentra. Dice que, tras las sesiones de diksha le agarra un hambre bárbara. Allí, acodado en la barra, ordena hamburguesa con queso. Papas fritas. Y Coca Cola. Todo ser iluminado, de tanto en tanto, tiene derecho a una cheesburguer. Al fin de cuentas, la comida, como la espiritualidad, también entra por los ojos.