Crónica

Conflicto en Medio Oriente


Anfibia en Gaza: la intimidad de la guerra

Desde hace unas horas, Hamás y el gobierno israelí se acusan de haber roto el cese de fuego. El fotógrafo cordobés Eduardo Soteras Jalil está en la Franja de Gaza. Cuando el estruendo de las bombas se calla, piensa: ¿Qué hago acá? Sus amigos locales permanecen allí porque no les queda otra. Él quiere creer que lo suyo es por una cierta obsesión, un deseo de contar lo que no debería estar sucediendo. Lo terrible de la guerra, escribe, es que revienta, amputa y se hace cicatriz pero no duele.

Lo malo del dolor es que duele.

Lo terrible de la guerra es que no. Te despedaza, te revienta, te amputa, pero no duele. Se te hace carne, grasa, tejido adiposo, callo, cicatriz. Se te hace algo en el cuerpo, pasa a ser parte, pero no, no duele.

El dolor, dicen, empieza como un estímulo en la zona afectada (el pie, pongamos) y rápido llega hasta el cerebro, que se encarga de traducir el estímulo como algo que conocés como dolor. Mientras, ya sacaste el pie del clavo, frunciste la cara, puteaste, miraste a ver si sangra, te sobaste.

La guerra, al comienzo y como idea, sí que duele. Empieza cuando la elegís cercana, tuya, personal.  Nadie me llamó a la guerra -a mí, joven argentino-, ni mucho menos  me invitaron o me lo pidieron -a mí, freelance-: lo decidí un día. Dos días. Una semana. Acaso no lo decidí: era el clavo que seguía ahí, que sangraba y puteaba, y que sabía que no me iba a dejar tranquilo hasta que hiciera algo.

Sin embargo quise creer que de alguna manera podía escapar de la guerra, distraerme. Estuve en Gaza hasta una semana antes de la guerra y se vivía esa calma terrorífica que hay antes de la tormenta. Hacía tiempo que tenía programado hacer fotos en Finlandia e irme me parecía una forma de destino, de entender qué fotografío, de definirme: empieza la guerra y aquí estoy, en un pueblo finlandés rodeado de cien mil borrachos que bailan y cantan algo que definen como tango y que desde hace años quiero documentar.

Volvía Israel, con la resignación de volver al lugar en donde vivo. Había guerra, sí, pero la vida por aquíseguía como si nada: bares llenos, gente de compras, la misma cartelera en los cines. Seguía como si todo: sirenas, banderas en todas partes, carteles con mucho de “victoria” “paz” “nosotros”, y un clima tenso como en una popular rodeado de barra bravas.

Mientras, Gaza seguía allí, desapareciendo de poco, zumbando con los F16 que pasaban cerca de mi casa lejana, retumbando como un rumor sordo de bombardeo que se sentía como una pesadilla ajena en un sueño propio.

Gaza para mí dejo de ser ese nombre conocido y temido para convertirse en sustantivos propios y caras familiares hace poco más de dos meses. Fue un puñetazo. Hacía mucho calor, la humedad era insoportable y faltaba todo lo básico para hacer un lugar habitable. Sin embargo fue una experiencia refrescante, fue conocer gente que a pesar de todo -todo lo que es el todo allí- tiene ganas de vivir y de hacer, que se para de frente y con los ojos bien abiertos frente a la vida y la abraza con todas las fuerzas. Fue, de alguna manera muy precisa, sellar un retorno, entender que Gaza empezaba a ser una cara amiga, un lugar propio.

Insistí en dejar pasar la guerra, hacer otras cosas, pero la guerra no me soltaba. En esos días de finales de julio fui al teatro en Tel Aviv a ver “Requiem”, de Hanoch Levin, una adaptación de tres cuentos de Chejov. Por un momento la guerra fue solo un flaco avisando al comienzo de la función que en caso de que sonaran las sirenas nos tendríamos que meter en el refugio. La obra comenzó y parecía que la guerra estaba lejos, que quedaba atrás. En un momento de la obra una madre desesperada aparecía con un bebé moribundo en brazos al que le habían tirado agua hirviendo, mientras preguntaba quién podía hacerle una cosa asía una criatura, y se me vinieron a la mente todos esos recuentos diarios de niños muertos y de familias destrozadas. La guerra y Gaza me parecieron entonces más lejanos que nunca, y toda esa ausencia y distancia me golpearon en la cara, me dijeron canalla y me dejaron sin más.

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Entonces no fue una decisión, fue más bien una necesidad, una búsqueda de alivio. Recorrer los 56 kilómetros desde mi casa en Neve Shalom hasta el paso de Erez fue intentar conciliar el sueño otra vez, reconciliar tantas ausencias. Y allí, en la puerta de entrada a Gaza, el dolor cesó; acaso como ocurre con el sistema nervioso: el cerebro lo puede interpretar, pero en sí no siente ni puede sentir dolor alguno.

***

Somos cuatro en el departamento: una fotógrafa francesa, una periodista polaca, un fotógrafo italiano y yo, argentino.

La francesa y la polaca nos llevan al tano y a mí dos semanas de ventaja, y eso en en una guerra es mucho, casi como ser un veterano, y de ahí el tonito paternalista para cada cosa. Es fácil y muy humano hacerse del tonito, basta un par de días sobreviviendo bombas y viendo muertos de todas las edades como para sentir -creer- que se ha entendido algo, como si en realidad hubiese algo que entender en todo este sin sentido.

Es raro, pero en la guerra y toda su imprevisibilidad, lo que nos sostiene es una rutina. Cada día nos despertamos temprano, abrimos las noticias y escarbamos una manera de traducir en número de víctimas y nombre de lugares los estruendos que escuchábamos por la noche, discutimos el trazado de un mapa por dónde transitaremos el infierno observándolo de cerca sin que se nos chamusquen las pestañas.

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Mientras tanto la puerta de nuestro edificio se empieza a llenar de autos con las siglas TV. Suenan las bocinas de los autos y en respuesta el edificio escupe periodistas con casco y chaleco antibalas. En el edificio somos cientos, de todas partes del mundo. En esta calle a orillas del mar seremos unos mil, esparcidos entre varios hoteles y edificios de departamentos. Los departamentos hasta antes de la guerra eran ocupados por cooperantes, que volverán ni bien los periodistas dejemos el lugar. Los hoteles siempre están allí esperando este tipo de momentos en que la ciudad se llena de nosotros, lo más similar a un turista que puede llegar a aspirar este lugar.

Gaza aquí en esta parte es amable. Está el mar muy cerca, las calles en construcción prometen una cierta comodidad algún día, hay ciertos lujos impensables como electricidad las 24 horas. En épocas de tranquilidad esta calle es una larga procesión de casamientos, de familias de paseo y de pescadores que vuelven en sus carros. Hoy es un desierto por el que solo transitan autos de prensa y tipos disfrazados de robocop que entran y salen de los hoteles.

Gaza aquí también es un lugar que podría pasar por normal. Hay agua, gente bien comida y que de alguna manera u otra llega a dormir por las noches. Hay restaurantes abiertos y cierta tranquilidad ingenua de que las cosas seguirán intactas tanto mañana como pasado mañana. Los almacenes de la zona permanecen abiertos, con heladeras que refrigeran, algunos incluso tiene pan, y el tanque de agua dulce de la entrada tiene una cola de un par personas y no el centenar que se encuentra en cualquier otra parte de la ciudad.

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Los pasillos de nuestro edificio son por lo general la mejor fuente de información, allí intercambiamos datos de adónde va cada uno y en caso de que haya mucho peligro tratamos de formar caravanas. Uno puede aterrizar en este lugar sin la menor idea de a dónde ir ni cómo y basta pararse allí y esperar que alguien te lleve o te aconseje.

Adaptarse a este lugar lleva su tiempo, aunque el tiempo en un lugar como este pasa a otra velocidad y con otra carga. A medida que pasan los días los sentís como semanas y te vas haciendo en cada salida de conocimientos tristes y necesarios: olores, ruidos, colores. Empezás a reconocer el olor a cuerpos atrapados y en descomposición del olor que tienen en la morgue, por el color del hongo de la explosión sabés si la bomba golpeó una casa o cayó en un campo abierto.

Los sonidos son algo presente a cada hora del día. Donde sea que estés siempre sentirás los drones en tu cabeza, en tus sueños, y a poco sabrás diferenciar los distintos tipos de explosiones. Aprendés que lo que más retumba son las bombas de los F16, que los misiles de los drones dejan una herida quirúrgica en el aire, que la artillería de los tanques tienen un sonido lateral y es a la que más que hay que escapar porque es la más imprecisa. Observas que lo que más retumba son los bombardeos desde el mar ya que que suenan dos veces, como en un eco, y cuando suceden tenés la sensación de que está desapareciendo media ciudad, como si quedase tanto por destruir. También aprendés que el ruido a cañita voladora amplificado y que a acompañado por una exclamación local de “uno de los nuestros” son los misiles caseros que salen disparados desde Gaza y que mientras más cerca los tenés más rápido tenés que correr ya que dentro de poco se viene brava.

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La rutina en la guerra consiste cada día en la misma cadena de tristezas: primero los lugares bombardeados, luego el hospital con la morgue incluida, luego el funeral, luego a casa a editar .Si hay tregua iremos a los lugares inaccesibles bajo fuego a ver como rescatan cuerpos y pertenencias, hasta que los estruendos te avisarán que la tregua se ha roto, y tratarás de volver a casa lo más rápido posible.

Hay diferentes maneras de trabajar en la guerra. Muchos dependen de un fixer, que es literalmente el que te arregla todo: contactos, entrevistas, traducciones, poder circular con cierta tranquilidad en las situaciones más jodidas. Los que conocen el lugar y hablan árabe se manejan con un chofer que los lleva a cada lugar, los espera, aconseja también sobre posibles rutas y lugares peligrosos aunque no se mete en tu trabajo.

Nosotros nos movemos con chofer, pero los primeros días me quedé sin lugar en el auto de mis compañeros y terminé en un grupo con fixer, un bigotudo con inglés con acento chicano, herencia de sus días viviendo en el Harlem. La dinámica con el fixer, al menos con este, es lo más parecido a un tour: te lleva a cada lugar sin consultarte mucho, te menciona cuáles son los atractivos específicos a ver y te impone que lo veas, todo por la módica suma de trescientos dólares por grupo.

Calculo que si andás sin tiempo, o con mucha experiencia de cómo procesar la tragedia, es una manera conveniente de trabajar. Llegamos a una escuela bombardeada y él nos indicó donde estaba la sangre y quienes eran los parientes de las víctimas, en el hospital nos metió en la sala de emergencias en donde estaban los recién llegados aún con las heridas abiertas y sí luego de todo eso nos queríamos escapar, nos fue a buscar y nos recordó que estaban preparando los cuerpos en la morgue y que habían guardado un lugar para que pudiéramos fotografiar. Insistimos en irnos, pero nos agarró del brazo y nos llevó adonde el padre de la niña muerta estaba justo llorando en la intimidad de su familia y de decenas de cámaras y periodistas.

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Algo se rompe en la guerra, mucho se rompe, y una de las principales cosas son los límites. La gente está demasiado golpeada como para entender que sucede alrededor, y es fácil, tan fácil traspasar, pisar el césped de la intimidad del otro y salir como si nada.

***

El dolor cesa ni bien uno entra en la guerra. No el miedo, claro.

No hay manera, es imposible predecir cómo y dónde te vendrá el miedo, de qué color será, qué forma tendrá.

El miedo es como esperar un hijo: tantas esperanzas, tantas cosas que nos imaginamos, hasta que llega y lo hace para quedarse. Crecerá, pero en el mejor de los casos no se irá de tu lado.

No tengo hijos, sí miedos. Tremendos, inmensos, gestados durante años y que ahora se agolpan: un miedo orgánico no a morir sino a quedar en partes. O que de tanta muerte que veo, algo se me muera adentro. Un miedo profesional a no llegar a hacer un trabajo decente considerando tantas vidas que allano sin permiso; tanta tragedia que uso como materia prima. Un miedo humano a que todo quede en el camino, sin hacer, tantas cosas que me prometí a mí y a los míos, tantas cosas que he dejado a medias, tantas listas por completar de árboles, libros e hijos.

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A veces el miedo, el verdadero miedo, es tan grande que parece que en realidad no tengo ninguno.

A los más sinceros les tiemblan las manos, a otros la voz se les hace fina, muchos tuercen la boca y se arreglan el pelo: cada uno de nosotros somos miedo.

Hay distintos miedos. El de la bomba es diferente. Es un miedo insólito y sólido, aleatorio. Algo explota cerca, y nunca podés llegar a entender por qué esa diferencia de minutos desde que vos pasaste por ahí: te gustaría creer que entendés algo en eso, algún tipo de orden. No lo hay.

Lo entendí el primer día en el terreno. Salimos con mi colega italiano, Andrea, a fotografiar una iglesia en donde se estaban refugiando familias de Shujaia y mientras nos dirigíamos hacia allí, el horizonte se cubrió de una nube negra, las calles se llenaron de gente que corría hacia nosotros.

La curiosidad nos venció, y le dijimos al chofer que nos acercara un poco. Llegamos a al cruce de una avenida y a unos cien metros habían llamas y cuerpos tirados en la calle. No hubo que pensarlo mucho: le gritamos al chofer que nos sacara de allí. Él chofer no lo quiso entender y en vez de pegar la vuelta nos llevo hasta el centro de la explosión, y con una sonrisa nos indicó los cuerpos a pocos metros. Le volvimos a gritar. Queríamos salir de ahí: pero éramos los primeros periodistas en el lugar. Más tarde, resignado empezó a hacer marcha atrás. En la salida nos cruzamos con el periodista palestino Rami Rayan. Unos minutos más tarde cayeron dos misiles más y Rami murió despedazado.

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Pasa eso y entonces sigo intentando encontrarle una explicación, un algoritmo. A veces creo que tiene algo que ver con la tecnología. Me imagino que si Google sabe tanto de mí, lo mismo debería de saber el ejército de Israel, y quiero imaginar que mi celular israelí prendido podría ser acaso un punto rojo con una bandera argentina en la pantalla de algún cínico que se detiene antes de apretar el botón y elegir quién vivirá y quién no. Me gustaría, digo.

También creo -quiero creer- que hay mucho de suerte, y si crees en la suerte te das cuenta que en la guerra está echada desde que llegaste. Gaza es un lugar en dónde no hay donde esconderse y cualquier sensación de lugar seguro puede ser la última. Llegás a pensar entonces que ser valiente es algo como esto, que no te importe más nada, darte por vencido de alguna manera. A mí la bomba me da eso, me cansa por momentos.

Lo que más miedo me ha dado estás semanas fue la idea de tener que ir al dentista: lo visité justo antes de partir a Gaza y el tipo estuvo una hora haciendo fuerza para sacarme un implante. No pudo. Dolió.

Claro, suena a guapo y malevo. Aunque si pensás en la bomba todo tiene más sentido: la bomba es como el avión, si cae se acabó todo y chau. El dentista -manejar hasta allí, sufrir físicamente, pagarle, quedar para otra sesión- es todo un acto masoca, premeditado, demasiado cierto.

***

En el sofá de nuestro departamento duerme Ahmad, quien insiste en ser llamado Johnny. Flaco, eléctrico, con un aifon 5 que no para de sonar. Lo conocí hace unos meses durante la previa a la guerra, una época en la cual para entrar a Gaza necesitabas un sponsor, alguien que te siguiera y le dijera a Hamás qué estuviste haciendo. Me sponsoreó, entendió que no tenía un peso y que no buscaba noticias ni contactos, y nos hicimos amigos.

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Johnny, o Ahmad, tiene una oportunidad rara con la guerra, la de por fin trabajar. Hay mucha gente en la misma, gente con cierta educación, un auto en condiciones, muchas puertas cerradas, y un inglés decente que les abre una sola puerta: la de trabajar como fixer y bajo fuego por que es la única que les queda.

Tony, nuestro chofer, es un católico de Belén que fue desterrado a Gaza luego de unos años en una cárcel israelí por cargos que aún desconoce. Gaza, para él, es el ostracismo: en Palestina llegar a un lugar en donde no se tiene familia (ni las relaciones que implica) es una forma de castigo, una muerte en vida. Tony habla inglés fluido, tiene un título universitario en finanzas y una mujer y dos hijos que hace cuatro años que no puede ver. La única que le queda es pasarse todo el día yendo a lugares que han sido y están por ser bombardeados, llevando a periodistas mal pagos (que en muchos casos no son siquiera pagos) que le pagan veinte dólares la hora.

Hay una combinación esquizofrénica en todo esto: entre gente que no tiene otra y los que sí la tienen, los que hacemos esto por una especie de ¿convicción?¿ideal?¿curiosidad?; freelancers a quienes nadie nos ha pedido (ni nos pedirán jamás) de que estemos aquí, y que mucho menos nos pagarán por hacerlo.

¿Por qué, entonces? Mis amigos en Gaza lo hacen porque no les queda otra. Nosotros quiero creer que por una cierta obsesión, algo que nos mantiene apretando el botón de la cámara y las teclas de la computadora, un deseo de contar lo que no debería estar sucediendo.

La cámara, la escritura, se prometen acaso como una especie de salvación, de paso al costado desde el cual podemos ver todo con cierta frialdad antropológica, un escaloncito desde el cual nos paramos para intentar llegar a la alacena donde está guardado eso de explicar el hombre al hombre mismo.

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No es gratis. Nunca lo es.

Mi amiga Alicia llegó ni bien comenzó la guerra, se quedó unos interminables veinticinco días. Hoy, en Francia, todavía tiene flashbacks y pesadillas. Sigue ansiosa, sigue mirando el cielo buscando drones y cada vez que siente el ruido de una avión se exalta. Insiste: quiere mejorarse para poder volver a Gaza y seguir trabajando.

Hace unos días murió otro colega. Simone murió mientras filmaba el trabajo de la escuadra de explosivos de la policía que trataba de desactivar una bomba. No lo conocí, pero me afectó como nos afecta a todos los que estuvimos allí. La muerte, la inminencia de la muerte, te acerca, te hace amigo sin más.

El día en que murió Simone muchos nos empezamos a mandar mensajes tratando de entender quién había muerto, dónde, qué era lo que pasaba. Oscar, a quien vi en Gaza tan solo un par de minutos que bastaron para que sea amigo, me escribió: “ Me enseñaron la cara del chaval en la morgue, y se me puso un nudo, porque los fallecidos siempre parece que te miran y que no están muertos. La sensación de una persona al ver otra, no entiende la muerte. No acabamos de entender que somos frágiles, muy frágiles. Es una puta pena y ni siquiera lo llegué a conocer”.

Traducimos el dolor, lo explicamos sin sentirlo, pero lo recordamos al olvidar cuán frágiles somos.

La guerra es un dolor que se hace instinto. Un sabor rancio, metálico, podrido, algo que se te quedó atrapado de tanto apretar los dientes al sacar fotos entre los muertos. Una basura, una porquería encallada en el implante, que no podés sacarte aunque, te das cuenta, se va pudriendo de a poco.