La hegemonía era un blef. Parece que pasó un siglo desde aquellas polémicas que nos enredaron en los últimos años. Finalmente, quedó en evidencia que la anatomía política del macrismo era frágil, un gigante narrativo con pies de barro, el humo más sobrevalorado de los últimos cincuenta años. Bajo el espectro de esa constatación, irrumpió la sorpresiva designación del moderado Alberto Fernández como candidato a presidente por parte Cristina Kirchner.
El significado de la decisión fue objeto de mil análisis. Entre ellos, se registraron algunos consensos: que era un regreso de la política por la puerta grande, que el renunciamiento histórico era la mejor maniobra táctica para una reconfirmación estratégica y que el giro habilitaba el retorno a un “kirchnerismo de los orígenes”.
Junto a la propuesta de un nuevo “contrato social ciudadano” que desempolvó Cristina en la presentación de Sinceramente, y que hizo propia Alberto Fernández, se configuró la promesa que postula dejar atrás los olvidables años del país azotado por sus CEO. Pero desde el punto de vista político, el orden de los factores altera sensiblemente el producto. Es una concesión antes que una gran jugada táctica o, si prefieren, una gran jugada táctica al servicio de una concesión. Un kirchnerismo de opción por el “extremo centro”, una retirada en cámara lenta que se presenta como una ofensiva, un allanarse a la imposición de los poderes fácticos, el triunfo del cálculo sobre la audacia.
La trayectoria del elegido, sus primeras propuestas y los sujetos que privilegia en su discurso, el tono de su narrativa y el de sus colaboradores que comienzan a levantar la voz en la escena pública, revelan que hay una resignación a las vidriosas circunstancias del presente, a la realidad tal cual es, a lo posible antes que a cualquier mínimo atisbo de arte. Una crítica coyuntura nacional e internacional muy distinta a la prefigurada a inicios de siglo y a la que se le ofrece un candidato a medida.
Pasado
Las miradas que emparentan los dos momentos históricos no tienen en cuenta las condiciones estructurales que caracterizaron a aquel peculiar año 2003. Básicamente, hacen abstracción de tres factores determinantes: la necesaria etapa duhaldista (necesaria para lo que vino después), las condiciones internacionales con el factor ineludible del inicio del superciclo de las materias primas y last but not least, el 2001, ese hecho maldito del país normal.
La estrategia de administración de la crisis que estalló en las jornadas diciembre (dicho en términos gramscianos, de “pasivización”) estuvo condicionada por esas circunstancias que determinaron el universo de posibilidades. Hasta el álgebra y la mecánica de reconstrucción de la autoridad del Estado estuvo signada por el país contencioso. Como definió el historiador Tulio Halperin Donghi: el Estado pudo retener el monopolio legítimo de la violencia a condición de no usarla. La llamada política de “no represión” a la protesta social tuvo ese tormentoso mar de fondo. Los piquetes como “tensiones del crecimiento”, el impulso regimentado a la actividad sindical y la incorporación de organizaciones sociales a la órbita estatal estuvieron en sintonía con aquel escenario.
Por otro lado, el ajuste duhaldista había hecho el trabajo sucio: la devaluación violenta y la amplia transferencia de ingresos hacia las clases dominantes fueron pilares para la expansión posterior. En el medio, la declaración formal del default por parte del efímero Adolfo Rodríguez Saa. Por último, como parte de un péndulo latinoamericano, el “viento de cola” de la economía mundial hizo su aporte no menor para habilitar la recuperación.
Presente
Hoy prácticamente ninguna de estas condiciones existe o ni siquiera se asemeja. La situación del país es más similar al pre 2001 que al 2003. Si la experiencia kirchnerista se desplegó con la impronta de aquellas circunstancias, fue producto de ellas y no sólo de la voluntad, la nueva coalición en construcción hay que pensarla con los ásperos determinantes del presente. La situación actual real, empírica, los datos duros sentencian que hoy tenemos una deuda externa que está en el orden del 100% del PBI y sigue creciendo. No sólo en manos de acreedores privados -como en el año 2001-, sino que una porción considerable está en las arcas del Fondo Monetario Internacional, por lo tanto una eventual quita no es una opción disponible o es muy difícil. Las tarifas están dolarizadas y representan alrededor del 30% del presupuesto familiar y con tendencia a la suba. La pobreza ronda el 40% de la población general, la inflación es récord y las industrias operan a la mitad de su capacidad instalada.
El marco internacional es indiscutiblemente adverso y está afectado por la guerra comercial entre EEUU y China, con una caída en el precio internacional de los commodities: la soja a la mitad del precio que alcanzó en su mejor momento.
Pese a todo esto, para el establishment, el ajuste de Macri fue necesario, pero no suficiente para convertir al país en un territorio atractivo para sus inversiones. Allí radica la causa última de su desmoronamiento y la administración que asuma a partir de diciembre tiene por delante esa desagradable tarea.
Estas circunstancias hacen prácticamente insostenible un pacto social o el más moderno “contrato social de ciudadanía responsable”. La experiencia histórica muestra que en la inmensa mayoría de los casos es el eufemismo de un ajuste, porque todos los ciudadanos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros, o dicho epigramáticamente, hay ciudadanos de distinta clase. Pero además, con escasas excepciones, están condenados al fracaso y con mayor certeza en tiempos de crisis como la actual. El proceso más resonante de este tipo en nuestro país fue el “pacto social” del tercer gobierno peronista a mediados de los años setenta del siglo pasado, cascoteado primero por derecha y cuestionado luego por izquierda mostró los límites del intento de arbitraje “imparcial” cuando están en juego intereses contrapuestos que son vitales para uno u otro sector. Todos vamos a coincidir en que la estatura y la autoridad de Perón e incluso hasta del “burgués maldito”, José Bel Gelbard, estaban bastante por arriba de la que poseen los protagonistas políticos y empresariales del presente.
Extremo centro
La figura del Alberto Fernández emerge y es un producto de estas circunstancias y de todo este itinerario. Representa la coronación de un giro hacia la moderación (y en términos relativos, a la derecha) del kirchnerismo. Un negociador nato, un político conciliador, un experto en la rosca, un tranquilizador de los mercados y una voz amigable para los dueños de la tierra. Un dirigente que avisa que la guerra con Clarín se terminó, más allá de si Clarín quiere culminar la guerra o no. Un hombre que no genera rechazo porque tampoco nadie sabe exactamente lo que es y cómo gobernaría, alguien con más posición estratégica que ideología. Es más, cree que el exceso de ideología es un problema y que la famosa “grieta” es el mal de todos los males. Un referente a la medida de lo que el escritor y activista anglo-paquistaní, Tariq Ali, llamó el “extremo centro” que tuvo su minuto de gloria en Europa hasta que se derrumbó víctima de la plaga de polarizaciones que asechan a un mundo convulsionado. Mucho más un Scioli que no fue o una Dilma Rouseff que llegó… hasta que la fueron.
Se reivindicó que Alberto Fernández fue crítico, pero se resaltó menos de qué fue crítico. No tomó distancia sólo de una forma de tratamiento de la gestión de gobierno o de los métodos de conducción, sino de medidas consideradas como disruptivas y que llevaron a fricciones con factores reales de poder e incluso para muchos fueron fundantes de la identidad kirchnerista: la Ley de Medios o la disputa con las patronales del campo. Fue un crítico por derecha. Renovador de Sergio Massa en 2013 y su moderna propuesta de “sacar el Ejército a la calle” para solucionar la “inseguridad”, votoblanquista -parece que perdonable- en 2015 y acompañante terapéutico de la resentida campaña de Florencio Randazzo ¿Alguien se animaría a aseverar hoy que “a la izquierda de Les Fernández está la pared”?
En sus primeras declaraciones confirma el itinerario: la estafa de una deuda ilegal e ilegítima de repente se transforma en legítima porque “fue tomada por un gobierno democrático”. Matías Kulfas, uno de sus referentes en economía, sentenció que “el Fondo es un actor que llegó para quedarse”, que quizá haya precios cuidados, pero sobre todo “salarios cuidados”; dispara contra la grieta “expresada como un conflicto entre visiones o intereses extremos y sin puntos de encuentro”; una pasión renovada por el pragmatismo libre de ideologías porque “no creo que las herramientas sean temas inmutables e ideológicos, las herramientas son herramientas”. Ni mucho Estado ni nada de Estado. “Mercado hasta donde sea posible y Estado hasta donde sea necesario” aseguraron alguna vez los referentes de la desangelada “tercera vía” de Tony Blair, Bill Clinton, Fernando Henrique Cardozo o Felipe González, formados en la escuela de Anthony Giddens. Aquella “Corea del Centro” internacional refutada, a veces con agudeza, hasta por Chantal Mouffe[i] (¡hasta dónde hemos retrocedido!) que polemiza con la utopía liberal del “centro radical” que “promovió una forma de política tecnocrática según la cual la política no constituía una forma de confrontación partisana, sino una administración neutral de los asuntos públicos”. Las herramientas que son herramientas.
En un reportaje en el canal online de El Destape, Horacio Verbitsky hace notar la extrañeza de que en la primera entrevista de Alberto Fernández con Página 12 “no hay una palabra sobre la situación de los trabajadores”. Aturden los tres segundos de un silencio incómodo. En un terreno vital para la ampliación de derechos como es el aborto, afirma que no es necesario avanzar tan rápidamente en la legalización, porque es con todos y todas, verdes y celestes.
Se activa el operativo agigantar la crisis para achicar las expectativas, el mal menor hasta el paroxismo, el país normal como máximo horizonte de lo posible y acá tenés los pibes para la moderación.
Uno es uno y sus circunstancias dijo comprándolo todo Ortega y Gasset. En las actuales circunstancias, el uno elegido fue una opción de “realismo capitalista”, realpolitik como le dicen académicamente al posibilismo y es obligatorio alertar que se puede ser hiperrealista e igual estrellarse contra lo imposible.
[i] Mouffe, Ch., Por un populismo de izquierda, Siglo XXI, Buenos Aires, 2018.